viernes, 28 de marzo de 2014

her: La abducción cibernética; la incomunicación humana; el amor imposible.

Título original: her
Año: 2013
Duración:  126 min.
País:  Estados Unidos
Director: Spike Jonze
Guión: Spike Jonze
Música: Arcade Fire, Owen Pallett
Fotografía: Hoyte Van Hoytema


                     


La maravilla en el cine se produce cuando de un resumen que no revela sino lo anodino o lo vulgar: Va de un tío que se enamora de su sistema operativo, que tiene voz de mujer y nombre de tal, Samantha, como el de Embrujada, y al que éste, el sistema operativo, le sigue la corriente, calándose hasta los bytes por su enamoradizo, solitario y tristón propietario…, emerge una historia que nos seduce a través de unas imágenes que nos deslumbran. Ése es el caso de her (sic), es decir, con la minúscula del pronombre íntimo pero también del posesivo, porque la historia que se nos cuenta en her es la de una seducción amorosa cuyo desarrollo abarca todas las fases de una relación íntima (incluidas las relaciones sexuales verbales): desde la incredulidad y la reticencia inicial, una suerte de jovial coqueteo, pasando por la felicidad indescriptible del descubrimiento del alma gemela, la madurez de la amistad y la solidez de la complicidad hasta, por supuesto, el inevitable y amargo desengaño final que nos lleva al despertar de la ficción futurista.
La cibernética distopía que se nos plantea en la película tiene rasgos que lo son, ya, de nuestro presente, de ahí que her sea una película con la que es más fácil que conecten los jóvenes que  las personas “de una cierta edad” –las edades anteriores y posteriores a esta cierta son todas falsas, por supuesto, como bien lo ha demostrado la ciencia…-; jóvenes, además, que, si cinéfilos, es muy posible que posean algunas claves que les permitirán explicarse el porqué de la casi genialidad que han visto en la pantalla. her, digámoslo cuanto antes, es una maravillosa muestra de cine moderno que ha bebido con ansiedad en la fuente del mejor cine de todos los tiempos, de ahí que, salvando las distancias, pueda decirse que hay algo de “cine clásico” en este drama sentimental que, al modo de Tamaño natural, de Berlanga o Dillinger é morto, de Ferreri, explotan el mundo oscuro de las obsesiones de personajes marginados, si bien hemos de considerar que el principal antecedente de sí mismo ha sido el propio Spìke Jonze, quien se ha mostrado absolutamente fiel a una película suya tan atractiva como Being John Malkovich, si bien buena parte del mérito de ésta radicaba, como ocurrre en her, en el guión, en aquélla, obra de Charlie Kaufman; pero en her, del propio Spìke Jonze, alumno aventajado de Kaufmann. Por Eternal Sunshine of the Spotless mind (aquí ridículamente traducida con un jocoso y absurdo ¡Olvídate de mí! que la privó de muchos espectadores a los que el título disuadió de pasar por taquilla), quizá la película más visualmente imaginativa que haya visto en los últimos 20 años, con un Jim Carrey irreconocible, recibió Kaufman un Óscar al mejor guión en 2004. Ahora, su alumno, Spike Jonze, ha sido galardonado con el Óscar al mejor guión, diez años después. Estas someras referencias nos permiten situar en su contexto adecuado, una obra aparentemente inclasificable como es her, pero cuyas deudas con otras películas y maneras de concebir las historias es muy estrecha.
De película de cámara podría calificarse una obra en la que solo dos personajes, uno visible y audible y el otro solo audible, el sistema operativo, OS en inglés, mantienen la atención del espectador sin que ésta prácticamente decaiga a lo largo de un metraje acaso excesivo. Es obvio que si el personaje del sistema operativo tiene la voz de Scarlett Johansson, no se trata de una película que pueda verse en versión distinta de la original. Soy enemigo declarado del doblaje, porque si la voz, según algunos entendidos, representa el 70% del trabajo de un actor, en esta película, es el 100%, y un trabajo tan admirable que sólo por oír a la Johansson, por recrearnos en ese curso intensivo de representación, un auténtico máster ultraintensivo de dos horas, es necesario ir a ver la película. Si añadimos que le da la réplica el versátil Joaquin Phoenix, un actor de la talla del recién fallecido Philip Seymour Hoffman –pareja espectacular, ambos, en la irregular The Master– es difícil resistirse a la sabia tentación de ir a ver esta película.

En her, Phoenix representa, con una capacidad persuasiva apabullante, a un friky de las nuevas tecnologías que, sin embargo, trabaja como  redactor de cartas para quienes, en ese futuro cercano, las han redescubierto como expresión de la personalidad, aunque las escriban otros… (Ah, la hermosa defensa que Pedro Salinas hace de la carta en El defensor frente a la amenaza del telegrama!). Y lo que la utopía no deja claro es si lo que han perdido es el arte de escribir cartas personales o bien los sentimientos que a ellas van asociados, porque la frialdad clínica de la vida urbana en la que se inserta el personaje, común a otras obras de ciencia-ficción, como Fahrenheit 451, con espacios  asépticos, funcionales, limpísimos, como diseñados desde una óptica zen, nos habla, sobre todo de la soledad del hombre del futuro, y de la radical incomunicación y contacto humano en los que vive, de ahí la paradoja del planteamiento: solo mediante la relación con un OS puede el protagonista acercarse a la plenitud vital y al descubrimiento del verdadero amor, de la más excitante pasión. Estoy convencido de que Jonze sólo se convencerá de que ha escrito una película magnífica cuando sepa que el espectador ha descubierto que ese sistema operativo, OS es, en realidad, una paradójica llamada de socorro, S.O.S de quienes ya se reconocen incapaces de soportar la radical soledad en la que sobrellevan una vida viuda de emociones que la hagan merecedora de tan alto nombre. Lo que tiene, de buen comienzo, apariencia de original disparate, una relación tan desemejante, va progresando en una dirección dramática que adquiere una densidad casi trágica. Notables ecos existencialistas alcanza el horrible destino incorpóreo de Samantha: una mujer en toda su plenitud a la que lo único que le falta es un cuerpo donde reconocerse y aceptar, desde él, a su enamorado. Los buenos aficionados a la ópera pueden contemplar her como el reverso del drama de Brunilda, en La Valquiria, de Wagner, cuando ésta, para poder seguir manteniendo su amor por Sigfrido ha de perder su condición divinal: her no suspira, desde su condición cibernética, sino por encarnarse en un cuerpo con el que poder unirse con su enamorado. Los acentos de dolor de OS ante sus limitaciones y la incomprensión de que, estando tan viva y disfrutando de la vida tan apasionadamente en compañía de su amante, no pueda liberarse de su prisión bytal, confieren a her categoría de auténtica tragedia. Y así lo vive el espectador, con idéntica congoja y sufrimiento. Por otra parte, OS  bien puede ser considerado, también, desde el ámbito cinematográfico, como el reverso del HAL de 2001: Una odisea del espacio, que se vuelve loco para, a continuación, convertirse en la manifestación del mal. Pero va mucho, ciertamente, de aquel HAL a esta her. Determine el espectador el porqué. 

sábado, 22 de marzo de 2014



Las brujas de Zugarramurdi: Una amable gamberrada torrential


Título original: Las brujas de Zugarramurdi
Año: 2013
Duración: 112 min.
País:  España
Guión: Álex de la Iglesia, Jorge Guerricaechevarría
Música:Joan Valent
Fotografía: Kiko de la Rica



                                                 


No diré que el humor de este juguete cómico de Álex de la Iglesia –muy lejos, por cierto, de aquella pequeña joya que fue, y sigue siendo, El día de la bestia, con un poder de anticipación tan notable como para saber que la Bestia habitaba precisamente en aquellas torres Kio entonces en construcción, como saben cuantos se dejaron engañar por las famosas preferentes– es tan viejo como la Venus de Willerdof, que tan importante papel juega en la película, pero a este crítico le gusta esa suerte de reconocimiento al denostado cine español de los años 60 y 70, lleno de películas con argumentos disparatados y saineteros, que, en cierto modo ha explotado Santiago Segura con su serie de Torrente, un Segura, además, que tiene una participación graciosísima en la película. Aquella entrañable comedia costumbrista de la trilogía famosa:, Operación secretaria, Operación cabaretera y Operación mata-Hari, entre muchas otras,  con la pareja José Luis López Vázquez y Gracita Morales; o la recientemente recuperada Atraco a las 3 de Forqué, con una versión moderna, Atraco a las 3…y media, de Raúl Marchand, que es mejor olvidar, son películas costumbristas que, con un argumento absurdo, permitía que el público se reconociese en ellas por la creación de los personajes,m su buen hacer interpretativo y el ingenio de las réplicas. Hay en el guión de la película un planteamiento “a lo Almodóvar”. Me explico. Más allá de querer construir una historia a cuyo servicio esté la construcción de los personajes, los diálogos, etc., parece que el “método” haya sido el que nos describe elocuentemente De la Iglesia en el anuncio que interpreta en televisión. En efecto, no se trata de conseguir una historia, sino de encadenar situaciones cómicas que permitan ciertos chistes verbales cuya eficacia, en realidad, depende más de los actores que del contenido en sí. Se trata de obtener un efecto cómico mediante la combinación paradójica de dos recursos: una situación disparatada y una reacción seria que confiere realidad al disparate, un contraste que acentúa la comicidad, si bien interpretado. Y en ese sentido, la pareja protagonista, Hugo Silva y, sobre todo, Mario Casas hacen gala de una vis cómica tradicional en ese cine de comedia castiza al que se rinde homenaje.
Desde los títulos de crédito advertimos ya el ·”bromazo” neoastracanado que se nos avecina, cuando van desfilando por la pantalla las “brujas” de nuestro tiempo, incluida la encarnación del mal para la progresía inconsciente española, Angela Merkel, que cierra la serie. Aunque la imagen dominante es la ya citada de la Venus de Willendorf, reservada para la apoteosis del nuevo aquelarre goyesco. Aunque el guión esté hecho a base de remiendos, de zurcidos a golpe de a ver a quién se le ocurre algo más cutre, no es menos cierto que sí hay algo necesario en este tipo de películas, un crescendo que desemboque en un final apoteósico, en este caso el aquelarre final con una aparición que no desvelo y que confiere a la película una dimensión que va más allá del astracán y que la emparenta, al menos en la intención, con obras clásicas como El Golem o con El hombre de mimbre (The wicker man), una película excelente de Robin Hardy, de 1973, que fue versionada en 2006 por Neil LaBute y con Nicolas Cage en el papel protagonista, aunque se trata de una versión que desmerece mucho del original, con un sobresaliente Cristopher Lee en su reparto, auténtico icono del cine de terror.
El arranque de la película, que nos sitúa en un atraco cuyo planteamiento descerebrado inicia la cadena de situaciones absurdas que nos llevarán al poblado vasco de Zugarramurdi, permite, mediante una suerte de road movie, mezclada con una persecución múltiple, asistir a un continuo de situaciones jocosas que entretienen al espectador hasta la parte final de la película, en la que la aparición de las brujas y su aquelarre –un ambiente que parece inspirado directamente en el magnífico libro de Roald Dahl, Las brujas, bien poco infantil, la verdad–, con su irracionalidad sectaria, tan de actualidad, logra cautivar el interés del espectador. Hay, por otro lado, en el discurso de fondo de la película, que lo tiene, una suerte de defensa de la mujer que se alía, sin embargo, con el trasnochado machismo con que se escenifica la clásica lucha de sexos, propiamente ya un subgénero cinematográfico. Es ese el aspecto más flojo de la película, porque la suma de incoherencias nunca da un resultado positivo, pero ha de reconocerse que tampoco es el objetivo del director, más atento a los golpes de efecto, y de humor, que a la construcción de un auténtico discurso sobre un tema tan complejo.

Sin ser una película extraordinaria, puede considerarse dentro de ese tipo de películas con las que el público puede identificarse por mor de la tradición a la que rinde homenaje y porque suma distintas generaciones de actores que consiguen ensamblarse en un proyecto común con éxito, sin desniveles de técnica interpretativa. Ese buen hacer de Álex de la Iglesia más la tradición goyesca del tema, en cuyas pinturas negras se inspiran no pocas imágenes de la película, ha sido reconocida en la reciente y lamentable gala del cine español, pero este crítico no acaba de entender ese Goya a Terele Pávez por un papel que ni siquiera dentro de la película puede competir con otras “secundarias”, aun reconociendo la excelente labor de la inolvidable Régula de Los santos inocentes

lunes, 10 de marzo de 2014


La herida: Un Haneke de barrio…




Título original: La herida
Año: 2013
Duración: 95 min.
País:  España
Director: Fernando Franco
Guión: Fernando Franco, Enric Rufas
Música: Ibon Aguirre, Ibon Rodríguez
Fotografía: Santiago Racaj

                                                   

                                              
                                  
  La enfermedad mental ha sido llevada al cine con éxito en innumerables ocasiones, de manera tal que ya es incluso pertinente hablar de un subgénero como el bélico, el western , el thriller o la comedia, entre otros. Es reciente, en los vertiginosos términos de la exhibición cinematográfica, el recuerdo de una películas como La pianista, de Haneke, con la soberbia interpretación de Isabelle Huppert; y por la vieja ley asociativa de la memoria, no menos reciente le será al espectador el recuerdo de aquella película protoindie, como todas las suyas, que fue A Woman Under the Influence, de John Cassavetes, excelente actor y brillante director de películas como la que acabo de mencionar o la emocionante A child is waiting (ridículamente traducida aquí como Ángeles sin paraíso), que también cae dentro del subgénero, si bien en la modalidad infantil. Dejo para el final de estas referencias introductorias que nos ayudan a situar La herida en su contexto una obra tan extraordinaria como Repulsión, de Polanski, porque, aunque cae de lleno en el tema del trastorno mental, la película enseguida sigue unos derroteros que la aceran más al género de terror.
          La herida es una película descriptiva que, casi desde la frialdad del documental, o del docudrama, planta ante nuestros ojos temerosos un proceso depresivo al que asistimos con la constante y desagradable sensación de estar violando la intimidad de la protagonista, a la que por nada del mundo  le haría la más mínima gracia que una cámara recogiera tanto dolor insufrible, como lo hace, en efecto, la de Fernando Franco, si bien con la lección bien aprendida en Haneke de la frialdad expositiva como norma estética y como exigencia ética. Es a  nosotros, los espectadores, a quienes se transfiere la potestad del juicio, si es que, visto lo visto, aún creemos que tenemos  alguna posibilidad de ejercerla, porque no es fácil erigirse en instancia enjuiciadora del desesperante trastorno de la protagonista, un trastorno que a veces nos saca de nuestras casilla, otras hace que aflore nuestra infinita capacidad de ternura y la mayor parte del tiempo nos angustia, porque en la película entramos ya in medias res y se sostiene un clímax de exacerbado sufrimiento a lo largo del ajustado metraje. A nuestra incomodidad emocional contribuye la bien premiada interpretación con un Goya a la única protagonista de la película: el hecho de la cotidianeidad del personaje, de su vida ultracomún, de sus miedos y miserias, de sus evasiones –el sexo ocasional y la cocaína–, de su trabajo estresante en la ambulancia que atiende emergencias, la soledad bital de sus mensajes lanzados por la red hacia el vacío, la incapacidad de controlarse, el deseo de autoaniquilación y la cobardía para dar el último paso, así como la devastadora ausencia de autoestima y la incomprensión última del posible porqué de su comportamiento nos desasosiegan de un modo doloroso y, a menudo, difícil de resistir.

          Fernando Franco exige demasiado de nosotros, pero en su descarga hemos de añadir que la verdad insobornable del “caso”–en el que no hay ningún extremo argumental gratuito ni inverosímil, a pesar de lo que se ve–, suple cualesquiera deficiencias de realización que podamos apreciar, sobre todo la obsesión por no apartar la cámara de la protagonista, que a algunos espectadores les puede llegar a parecer agobiante, y que logra un efecto muy parecido al de la cámara subjetiva, sin que en la película se emplee nunca este recurso. El seguimiento constante consigue plasmar a la perfección la sensación de reclusa de la protagonista, encerrada en sí misma, prisionera de un horrible sufrimiento del que es consciente pero al que no puede poner fin. El ajustado metraje consigue que podamos soportar la película sin que tanto sufrimiento acabe dañándonos más de lo que la tristísima historia del personaje lo hace. Hablamos, por lo tanto, de una película de las llamadas “duras”, de las que, como en el caso de Haneke, pueden entenderse como una bofetada de crudo realismo al espectador. Es todo tan absolutamente normal, tan de barrio, que la ausencia de cualquier atisbo de glamour –que sí lo hay  en autores como Haneke, a pesar del fondo tenebroso de algunas de sus historias– llena de  gelidez la descripción del caso clínico, maravillosamente interpretado por una actriz como Marian Álvarez, capaz de expresar –inconmensurables sus miradas extraviadas en algún tétrico lugar del yo– los complejos matices de la depresión profunda. Estoy convencido de que será una película con profuso aprovechamiento terapéutico, porque serán muchos los pacientes que se verán reflejados en ella como en el más fiel de los espejos.