domingo, 6 de abril de 2014


El Gran Hotel Budapest: Entre la nostalgia y la ironía: El burlesque de entreguerras.
         
Título original: The Grand Budapest Hotel
Año: 2014
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Director: Wes Anderson
Guión: Wes Anderson (Historia: Wes Anderson, Hugo Guinness)
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Robert D. Yeoman


                                                                               




Quienes hayan visto Moonrise Kingdom, la penúltima película de Wes Anderson, y hayan disfrutado con ella, como le paso a este crítico, tienen el disfrute asegurado con esta película que se proyecta a sala llena, porque con idénticos códigos fílmicos y un reparto en estado de gracia, con la actuación más que sobresaliente del novel Tony Revolori, capaz de eclipsar a la mayoría de sus compañeros de reparto, excepción hecha de un genial Ralph Fiennes que borda la extraordinaria figura de un jefe de conserjes complaciente con las ricas mujeres que son clientes habituales del hotel por mor de su servicio, El gran hotel Budapest tiene una capacidad de persuasión que arranca desde la puesta en escena, a medio camino entre el guiñol y la fastuosidad, tanto del paisaje como de los interiores, y acaba en la solidez de un guión que mejora notablemente el de la película anterior, de carácter más fragmentario. Hay poesía, en la película, y no solo porque  Gustave H., el solícito conserje, sea lector habitual y espléndido declamador de la misma, sino por la extrañísima concepción de una historia a medio camino entre el surrealismo y el realismo mágico, todo ello plasmado desde una alegre y amable ironía que remite, con absoluta determinación, en primer lugar al modelo en el que el autor dice haberse inspirado, Stefan Zweig, y en segundo lugar  a todo un mundo de historias y personajes que van desde aquellos felices 20, frívolos y patéticos, decadentes, con historias transnacionales, transculturales e incluso translingüísticas, hasta los terribles 30 que contemplan la expansión de los nacionalismos totalitarios, y perdóneseme la redundancia. A este crítico, un poco hidráulico, lo reconoce, le gusta esclarecer las fuentes que permiten comprender lo que se ve, sobre todo porque esa es la verdadera función de la tradición: servir de contexto iluminador. ¿Cómo no ver en la puesta en escena de esta película ecos de El resplandor, de Kubrick;  de Tween Peaks, de Lynch;  de la fallida La ciencia del sueño, de Gondry, o de Gosford Park, de Altman, entre otras cercanas? Entre las lejanas, desde Gran Hotel, de Goulding, hasta El prisionero de Zenda, de Thorpe, destaca sobre todas  la filmografía completa de Max Ophüls, quien supo captar aquella época con una exquisitez cinematográfica incomparable, y al que se deben auténticas obras maestras del cine como Lola Montes, Carta de una desconocida y La ronda.
Entre evocación y nostalgia, quizás debamos quedarnos con el primer concepto para definir la perspectiva desde la que afronta el director esta película, porque en la nostalgia –esa hermosa palabra inventada por el suizo Johannes Hofer a finales del siglo XVII–, como su propio nombre declara, hay un regreso doliente al pasado, a lo perdido. Anderson, en todo caso, lleva a cabo una evocación crítica, pero sin acritud, porque consigue crear unos personajes que, a pesar de actuar en un planteamiento paródico, saben transmitir las genuinas emociones que representan. No se echa de menos la terrible época descrita en la película, pero sí ciertos aspectos del mundo galante y refinado que parecía vivir al margen de la dura realidad social sobre la que se sustentaban sus privilegios. Aquella Europa de entreguerras tiene sus seguidores, y uno de ellos, destacadísimo, es Pere Gimferrer, quien en los dos volúmenes de su Dietari tiene páginas llenas de sensibilidad y devoción por aquellas vidas decadentes y, al tiempo, llenas de un glamour que desapareció para siempre con ellas. Elegía, probablemente, sea el tercer concepto que nos permite comprender el punto de vista de Wes Anderson, quien declara en la película haberse inspirado en la obra de un intelectual ejemplar: Stefan Zweig, cuyo suicido en Brasil, convencido de que el nazismo suponía el fin de la humanidad civilizada que él había defendido en su obra, era algo así como el punto final a la época descrita en esta película. Su autobiografía El mundo de ayer (Acantilado, 2002) ha de ser una lectura imprescindible para comprender la época representada en esta película.
Las trama es tan tópica como desenfadado el tratamiento caricaturesco de los personajes, y se acerca deliberadamente al mundo de Agatha Christie mediante el motivo de la herencia tras una muerte cuya autoría puede ser atribuida a miembros de la propia familia y otros allegados, entre los cuales, como un auténtico falso culpable, se halla el Sr, Gustave H., el conserje mayor. La estrecha relación que se establece entre el Sr. Gustave H. y el botones recién incorporado a la plantilla, Zero Moustafá, constituye la espina dorsal de la película, y ello nos permite asistir a la prodigiosa actuación de Tony Revolori, una mezcla deslumbrante  de Peter Sellers y Buster Keaton que no puede dejar indiferente a ningún espectador, y que se hubiera llevado de calle los aplausos del respetable, si de una obra de teatro se tratase. La química entre Fiennes y Revolori es en todo semejante a la relación entre D.Quijote y Sancho Panza, salvando distancias e intenciones últimas, si bien no están muy lejos los ideales caballerescos corteses del conserje y los del Hidalgo manchego, y, al final, Zero Moustafá acaba gobernando su ínsula Barataria, defendiéndola contra las asechanzas del tiempo y de la mediocridad porque representa, para él, el único paraíso que ha conocido.

Como ya sucedía con Moonrise Kingdom, la actuación de cada estrella de las muchas que aparecen en la película está cuidada hasta el detalle para que les sirva, a pesar de la brevedad de sus apariciones, como vehículo de lucimiento y demostración de sus inmensas y reconocidas calidades interpretativas. Ello permite que el guión no tenga apenas momentos muertos, puesto que la sucesión de espléndidas actuaciones confiere a la película un interés suplementario que complace por entero al espectador. No hubo aplausos, en mi sesión, pero ello se debió a que la atmósfera nostálgica que rodea la historia de amor del verdadero protagonista, Zero Moustafá, es la encargada de cerrar la narración, dejando en el espectador la sensación de no haber visto solamente un entretenimiento, sino, sobre todo, una reflexión profunda sobre la belleza, el amor y la lealtad.

2 comentarios:

  1. Querido Juan Perez,
    Me gustó leer su extenso analisis sobre lo último de Wes Anderson. Tendré que leer "El Mundo de Ayer".
    Me encantó la utilización, en parte sustancial del metraje, del anticuado pero sumamente elegante formato 4:3, que en televisión aún se usaba hace 4 días, pero en el cine llevámos varias décadas en las que casi no le vemos el pelo (salvo en excepciones, como la reciente "Ida" (2013) de Pawel Pawlikowsky). Funciona muy bien en "El Gran Hotel Budapest" al ser un relato narrado en pasado. Se añade, además, esta simpática manía estilística de Wes Anderson para mover la cámara en cuartos de reloj, creando una puesta en escena en la que los personajes se mueven sobre un círculo y cuando paran quietos, siempre están frontales o de perfil. Pues con esta puesta en escena igual de estática que compleja, me dió la sensación de estar ojeando un viejo álbum de fotos, con toda la nostálgia que esto conlleva, y que tan bien le va a esta película.

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  2. Caramba, don Pau, ha entrado a dejar la impronta de quien sabe a la perfección de lo que habla y puede dar provechosas lecciones a quien se asoma a las películas como un diletante... En efecto, la película tiene tanto de viejo álbum de fotos, como de de vieja comedia slapstik, ¿las recuerda? ¡Joyas delirantes del mejor cine! Gracias por la visita y no dude en seguir ilustrándonos, a mí y a quienes, raritos, raritos, frecuenten estas páginas monotemáticas. Un abrazo.

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