miércoles, 28 de mayo de 2014



Antonio Vega. Tu voz entre otras mil. Retrato del artista frágil o la extrañeza de vivir.

Título original: Antonio Vega. Tu voz entre otras mil
Año: 2014
Duración: 124 min.
País:  España
Director: Paloma Concejero
Guión: Paloma Concejero
Música: Antonio Vega
Fotografía: Juan Carlos Concejero


                                                                  



A pesar de que el cine nació como un instrumento para captar la realidad, y ha de recordarse que la primera película es la salida de unos obreros de la fábrica, no pasó mucho tiempo antes de que creadores de genio como George Méliès  advirtieran las infinitas posibilidades que ofrecía para la creación artística. Ese primer impulso documental, sin embargo, se ha mantenido, con mayor o menor presencia en las pantallas, desde sus inicios. Nadie puede discutir que Man of Aran, de Robert Flaherty, por ejemplo, sea una de las joyas del séptimo arte, y que sus aciertos visuales no hayan influido poderosamente en un buen número de directores, como John Ford, por ejemplo, en Las uvas de la ira, pongamos por caso, del mismo modo que directores a medio camino entre el documento y la ficción, como Eisenstein, influyeron, sin duda, en Flaherty.
Lo evidente es que vivimos en nuestros tiempos un auge del género, y no pocos documentales recientes han alcanzado éxitos de público impensables cierto tiempo atrás, como es el caso de Bowling for Columbine, de Michael Moore, la muy reciente Searching for Sugar Man, cuyo director, por cierto,   Malik Bendjelloul,  acaba de suicidarse hace unos días, o la impactante Inside Job, de Charles Ferguson, que diseccionó espectacularmente las miserias del capitalismo contemporáneo que gestaron la última y terrible crisis de la que aún no hemos salido, esa misma que, desde la vertiente de la ficción desnudó con absoluta eficacia y contundencia, y con un tono inequívoco de documental, Costa-Gavras en El capital.
La película documental que se acaba de estrenar, Antonio Vega. Tu voz entre otras mil, tiene un subtítulo bien poco inspirado, la verdad,  porque le resta al biografiado la inquietante singularidad que lo define. La ambigüedad de ese subtítulo: rescatar y privilegiar, por un lado, su voz entre las muchas que contribuyen a escribir su historia, y, por otro, el pálido intento de singularización en el contexto de una época como la famosa movida madrileña, no es una dicotomía que le haga justicia. La película se estrena con la oposición de su familia, que ha querido ver en ella una visión excesivamente parcial de la vida de Antonio Vega, un artista que buscó en la drogadicción una vía de evasión de la dificultad de adaptación a la realidad que siempre lo dominó. La realidad era demasiado extraña para este músico y poeta que nos ha legado algunas de las más bellas canciones que nos quedarán de esa época compleja y peligrosa que fue la movida madrileña de los primeros años de los 80. La directora no ha querido hacer una hagiografía, que es lo que quizás le hubiera gustado a la familia, sino una biografía sincera que no escondiera nada de la dura vida de su  biografiado y que le concediera la exacta importancia que reamente tuvo en su vida ese take a walk on the wild side del frágil artista. La evolución física que muestra la película es estremecedora a ese respecto.
La película se estructura, al modo tradicional de las biografías que mezclan materiales de archivo y entrevistas a las personas que convivieron con él y que tuvieron un contacto privilegiado. En términos generales hay una adecuada selección de personajes, desde los familiares hasta amistades o parejas del artista, que permite al espectador no solo seguir con interés la aventura biográfica del personaje, sino hacerse una idea clara del momento histórico en que se desarrolló esa vida llena de claroscuros. Destaca la aparición del protagonista de Arrebato, de Iván Zulueta, Will More, de nombre civil Joaquín Alonso Colmenares-Navascúes García-Loygorri de los Ríos, quien junto con su hermana Carmen interpretan lo que podría considerarse una breve performance de cine de terror, al estilo del duelo interpretativo de Qué fue de Baby Jane? entre Bette Davies y Joan Crawford.
El proceso de degradación física contrasta, sin embargo, con la capacidad creadora que mostró el cantante en sus últimos años, cuando alumbró canciones como las contenidas en el que a mí me parece su mejor álbum: De un lugar perdido, de 2001, donde hay piezas de un lirismo y una fuerza musical tan espectaculares como A medio camino, Seda y Hierro o A trabajos forzados, ésta última sobre un maravilloso soneto de Antonio Gala. Ello no obsta para que junto a éstas, canciones como El sitio de mi recreo o Se dejaba llevar por ti contribuyan a completar un repertorio que convierten a Antonio Vega en un músico cuya figura irá engrandeciéndose con el paso de los años para ocupar un lugar privilegiado en la historia del pop español de todos los tiempos.
El espectador que contemple ese proceso de degradación, dramáticamente contrastado con las innumerables películas familiares que solía rodar el padre del artista, y que llegan hasta la juventud del protagonista, no dejará de pensar en una película como El desencanto, de Jaime Chávarri y en un personaje, el poeta Leopoldo María Panero, recientemente desaparecido, y cuyas últimas imágenes provocan el mismo escalofrío de horror que las de la consunción del cantante, figura maldita probablemente a su pesar, porque su conflicto con la vida tiene una raíz metafísica que él explica a la perfección en las grabaciones que sirven de hilo narrativo a la película, hechas por su biógrafo, Juan Bosco: “el mundo se me queda pequeño”, confiesa un Antonio Vega adicto, además de a los paraísos artificiales, a la astronomía, del mismo modo que, de joven, lo fue a alpinismo como contacto extremo con la naturaleza, a la que, como él confiesa, “abrazaba” en aquellas ascensiones, luego sustituidas por otros viajes de tenebrosos efectos colaterales.

La vida de Antonio Vega es una muestra triste del dramático tributo que la inadaptación a la vida corriente de quien ha nacido con un don artístico ha de pagar a cambio de legar a los demás un obra inmortal. No, no es una voz más entre otras  mil, la de Antonio Vega, sino la voz única de un músico y poeta inconmensurable. Con el recuerdo de su memorable concierto en el Palau de la Müsica en 2006, apenas dos años después de haberse muerto su compañera, Marga, el amante de su obra, este crítico, no sale satisfecho de la contemplación de la película, sino embargado por la tristeza infinita que siempre provocan los procesos de autodestrucción de artistas de su categoría.

viernes, 16 de mayo de 2014


The lunchbox: El fracaso del azar objetivo: entre la soledad y el deseo.

Título original: Dabba (The Lunchbox)
Año: 2013
Duración: 104 min.
País:  India
Director: Ritesh Batra
Guión: Ritesh Batra
Música: Max Richter
Fotografía: Michael Simmonds



                                         



Es poco lo que se conoce popularmente del cine indio, quizás no tan divulgado como el chino o el japonés. Sin embargo, junto a ese Bollywood que es la principal industria cinematográfica del mundo en término de espectadores y cuyas películas, buena parte de ellas musicales, con números como los que  aparecen en Slumdog Millionaire, por ejemplo, se ajustan a un esquema reiterado hasta la saciedad al estilo del taller teatral de Lope de Vega, hay un cine indio influido por el cine occidental cuyo interés es más que notable y, para el cinéfilo, de obligada visión. Ningún verdadero amante del cine puede ignorar, por ejemplo, la Trilogía de Apu, de Satyajit Ray, una suerte de bildungsroman muy influenciada por el neorrealismo italiano, que causó un fuerte impacto cuando se exhibió en India. Películas más comerciales, pero siempre interesantes, como La boda del Monzón o Salaam Bombay de Mira Nair, muchos las recordarán con agrado. No hace mucho, acaso 5 años, tuve la ocasión de ver por televisión, la poética y cruda Niña mala, de Buddadev Dasgupta, cuyo lirismo me produjo una poderosa conmoción, sobre todo por la descripción de la aridez del paisaje por el que transitan, casi como una alucinación, un repertorio de personajes que parecen recién salidos de una película de Fellini o de Antonioni.
Hoy tengo la suerte inmensa de escribir una crítica sobre una ópera prima, porque, sin filmografía previa, cualquier juicio, como es evidente, se hace sin red. De Ritesh Batra he de decir, cuanto antes,  que ha conseguido una primera película que se ve como si fuera la culminación de una larga obra cuyos pasos previos se desean ver cuanto antes. Desde los primeros planos de los trenes cruzando sus caminos en la superpobladísima Mumbai, el espectador intuye ya que se dispone a ver una película diferente, que no se ajusta a los patrones habituales de las producciones usamericanas al uso. La elección de la anécdota, ilustración maravillosa del azar objetivo surrealista, con el descubrimiento de una realidad exótica y sin embargo tan común a nuestras costumbres, porque la crisis, como se ha repetido, ha vuelto a poner de moda la tartera o fiambrera (¿Qué les ha hecho suponer a los distribuidores que poner cualquiera de ambas palabras en el título hubiera alejado a los espectadores? Misterios del esnobismo…), con esa variante espectacular del curioso servicio de reparto de las fiambreras por las oficinas del centro de Mumbai, más el hecho de que toda la película gire, con una lenta progresión dramática muy verosímil, alrededor de ese azar, nos dice bien a las claras que a este director novel no le arredran los retos. Película minimalista, por lo que hace al argumento; película lírica, por la delicadeza con que van comunicándose los protagonistas sus sentimientos de soledad y sus heridas vitales, y película costumbrista, por la descripción de los modos de vida hindúes nada alejados de los nuestros propios, The mailbox nos ofrece una historia de frustraciones que una relación gastronómico-emocional (la película puede entenderse también como una bella ilustración del viejo adagio: “al corazón se llega por el estómago”) puede cambiar hasta el punto de luchar de tú a tú contra una realidad que se impone al modo castrador del determinismo. La película es, sobre todo, un emocionado homenaje a las mujeres indias sometidas en un mundo del y para el hombre. Frente a la extrañeza ante su propia vida del viudo Fernandes (de no menos extraño nombre, por cierto, en aquel país…), a quien la nueva relación con su accidental cocinera lo llena de dudas y de temores, que en la película se resuelven con una decisión de índole realista a la que se llega gracias a una suerte de homenaje al realismo mágico del recién desaparecido García Márquez, el destino de las mujeres cuidadoras y sometidas que se nos ofrece en la película nos conmueve y enseña que aún queda mucho por hacer para lograr la verdadera igualdad de sexos. Desde esta perspectiva, no es extraño que el director insista en mostrarnos siempre a la hija de la protagonista, saliendo de casa de los padres para ir a la escuela, como si ese fuera su único camino para la liberación personal. Algo que saben perfectamente los terroristas machistas (perdóneseme la redundancia) de Boko Haram.
Si algo impide que The lunchbox derive hacia el drama lacrimógeno es el contrapeso cómico de un personaje interpretado por el más que magnífico actor Nawazuddin Siddique cuyas dotes cómicas nos hacen desear que aparezca más a menudo en escena, pues compone un personaje “a la italiana” que nos recuerda impecables actuaciones de Ugo Tognazzi o Nino Manfredi, entre otros.. La relación de ambos hombres,  Fernandes y Shaikh evoluciona a lo largo de la película como una trama paralela a la del azar objetivo de la confusión de destinatarios de la tartera que con primores de Cómo agua para el chocolate, de Alfonso Arau,  o de la exquisita El olor de la papaya verde,  de Tran Ang Hung,  prepara Ila, la protagonista despreciada por el marido, para su corresponsal, porque, y esa es otra de las virtudes románticas de la película, el intercambio de cartas manuscritas entre los protagonistas le confiere una dimensión de “mundo antiguo lleno de verdaderos sentimientos” que lo aleja de la realidad banal del Tienes un e-mail, por ejemplo. Para Shaikh es ya, la nota manuscrita, algo incomprensible en el mundo d los correos electrónicos, como tiene ocasión de recordar. En esas caligrafías, sin embargo, y en la ansiedad con que se esperan, se advierten los ecos inefables del primer amor y el temblor de la duda sobre uno mismo. Todo ello se nos transmite con una delicadeza visual que subraya, desde la cotidianeidad, la esperanza que puede generar una relación  humana sincera. No se la pierdan.

lunes, 12 de mayo de 2014

Nebraska. Poética de la testarudez última o el viaje a la semilla.

Título original: Nebraska
Año:2013
Duración: 115 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander Payne
Guión: Bob Nelson
Música: Mark Orton
Fotografía: Phedon Papamichael (B&W)

                                                     



Quizás un título supuestamente menor de John Ford, pero para este crítico más que mayor: Tobacco Road, sea, acaso, una referencia que algunos pueden juzgar como mínimo extraña, a la hora de buscarle antecedentes familiares a Nebraska, esta lírica película de Alexander Payne, el reconocido autor de dos cintas muy notables, Entre copas (2004) y Los descendientes (2011). Con la película de Ford hemos de emparentar el uso del blanco y negro, la poética descripción del paisaje y la descripción de esa comúnmente llamada América profunda donde parece que todas las abyecciones, extravagancias y bondades tengan su asiento. Con todo, habríamos de remontarnos a la segunda película de Payne, A propósito de Schmidt, con un espléndido Jack Nicholson –según opinión unánime de la crítica, tras su estreno– para entender que Nebraska es algo así como la culminación de aquel primer intento. El director, hijo de aquel territorio (Omaha, Nebraska) ha querido rendirle un homenaje entrañable a los paisajes de su niñez, porque la fotografía y la selección de los paisajes invernales que aparecen en la película justificarían por sí solas su visionado, y ello a pesar de una banda sonora cuyos inicios, con un fuerte acento mejicano, chirrían de lo lindo, aunque después recuperan un poderoso ayuntamiento con las imágenes. La sensibilidad para fotografiar el paisaje me llamó poderosamente la atención en Los descendientes, donde, al margen de los otros valores dramáticos de la película, contemplé un Hawai que me pareció literalmente el Paraíso.
 En todas sus películas, sin distinción, la familia, el complejísimo mundo de las relaciones familiares, aparece como “el” tema por excelencia. En este caso de Nebraska se trata el tema de la vejez, o acaso sea más propio hablar de la ancianidad, y de la piedad filial. Y es a propósito de esa piedad que, apenas vi el rostro de Bruce Dern  mirando hacia el cielo a través de la ventanilla del Subaru en el que lo lleva su hijo a recoger el premio del millón de dólares, se me calcó el rostro de Fernando Fernán Gómez en aquella película excepcional que es En la ciudad sin límites, de Antonio Hernández, y ya no pude, durante el resto de la película, evitar el solapamiento de esos dos actores, de esos dos rostros, de esos dos registros interpretativos, lo que, lejos de perturbarme la visión del film, me la enriquecía.
Ha de entenderse lo que, coloquialmente, significa en Usamérica la expresión “un millón de dólares”, y ahí está, sin ir más lejos, esa joya del cine que es  One million dollar baby, de Clint Eastwood, que la ostenta en el título, para darse cuenta de que en Nebraska no se habla del premio, sino de la propia vida del protagonista, demasiado bueno, generoso y desprendido, tanto que, hasta en la ficción del premio final, porque negarlo todo, como se apresura a hacer el hijo piadoso en todo momento, es concederle, para la mente retorcida de los rufianes y los parásitos, la mayor de las verosimilitudes, se le quiere desvalijar con amenazas e incluso con violencia. Hay algo en la anécdota argumental de Nebraska de las películas de Frank Capra, porque ese sencillo malentendido tiene un poder inmenso para revelar la verdadera naturaleza de no pocos personajes, comenzando por la propia familia del protagonista, que se suma a su road story con una generosa e interesada complicidad.  Por suerte, el humor, sobre todo el irónico, pero no abrasivo, permite ver la película con una tranquilidad de espíritu que se agradece, porque el quijotesco personaje de Bruce Dern también acaba molido en su peregrinar hacia el ideal, que eso es lo que el coloquialismo significa en Usamérica, donde hasta le calidad humana o la belleza reciben esa tasación para el grado de excelencia.
Quienes disfrutaron con Una historia verdadera, de David Lynch, lo harán mucho más con esta película, porque lo que allí era hasta cierto punto una visión idealizada de los lazos familiares, incluso algo ñoña, tiene en Nebraska su contrapunto, dada la descarnada visión de esos lazos que se ofrece, si bien, más allá de esa circunstancia en que se desata la avaricia y el instinto de rapiña, se ensalza el sólido fundamento social que constituye en una zona rural la familia. Es impagable, por ejemplo, la visión de la familia “de pocas palabras” viendo la televisión en perfecta comunión de silencio en la sala de estar, como un geriátrico… La descripción de la vida pueblerina, con sus pequeñas miserias, grandezas y rivalidades, recibe un tratamiento de orden mítico en Nebraska, porque el protagonista se resiste a la idea de pasar por Hawthorne, su pueblo natal, camino de Lincoln, donde ha de recibir el premio. Su hijo insiste en hacer ese alto en el camino, pero para su padre, esa visita es una vuelta a los orígenes, ese camino inverso que se recorre con tanta lucidez cuando nos acercamos a la muerte. El poder nostálgico y emotivo de la visita a la casa familiar abandonada, donde vivió el anciano con sus padres, se manifiesta en toda su dramática trascendencia humana cuando, después de revelar a su mujer y a sus hijos que no podía entrar en el cuarto de sus padres porque, de hacerlo, les zurraban, añade: “supongo que ya nadie  me puede reñir”, y en ese comentario hecho sottovoce, con la mirada perdida en el pasado, sin ningún tipo de énfasis,  reconoce la especie de orfandad en que ha vivido toda su vida, como adulto, fuera de la férula familiar.

A pesar de su grandeza cinematográfica, la película se ofrece como una especie de delicada miniatura sin pretensiones, como el intento de revelar una anodina historia familiar que no merece el interés general, por la escasa entidad social de sus protagonistas, seres que se mueven en el magma espeso de la vulgaridad, del mundo cotidiano de la ordinary people, ciénaga de la que sólo uno de los hijos, presentador de televisión –magnífico Bob Odenkirk (el abogado Saul Goodman de Breaking Bad), ha logrado despegarse; ese mundo de los losers usamericanos de los que es muestra emblemática, y cierro el círculo, Tobacco Road. El deseo de narrar una historia mínima e íntima se advierte ya en los títulos de crédito –un subgénero cinematográfico del que soy un apasionado seguidor–: tanto el título como el reparto y la paternidad van apareciendo en minúsculas blancas por las esquinas de una pantalla totalmente negra, como copos de nieve contra el paisaje desolador de las miserias humanas.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Philomena o “el lado humano de la noticia”. La mirada respetuosa de Stephen Frears hacia la complejidad de lo real.

Título original: Philomena
Año: 2013
Duración: 98 min.
País: Reino Unido
Director: Stephen Frears
Guión: Steve Coogan, Jeff Pope (Libro: Martin Sixsmith)
Música: Alexandre Despla
Fotografía: Robbie Ryan


                                             



          Nadie puede discutirle a Stephen Frears haberse ganado a pulso una reputación indiscutible en el séptimo arte. Desde Mi hermosa lavandería, que podía verse como un homenaje gradecido al Free cinema que tantas puertas renovadoras abrió en la cinematografía inglesa –fue ayudante de dirección de Lindsay Anderson en If, por ejemplo, pasando por la desafiante y magnífica biografía de Joe Orton, Ábrete de orejas (así titulada ridículamente para evitar tanto el juego erótico del título Prick your ears, en el que ears es anagrama de arse, “culo” y prick  es argot para “pene” como el uso idiomático que en argot ha de traducirse por “Empálmate”) y acabando en películas tan recordadas como Las relaciones peligrosas, Los timadores, Alta fidelidad o la reciente The Queen, tan exitosa. Así pues, la propia firma del film es ya un poderoso incentivo para pasar por taquilla, y, como era de esperar, la película no solo no defrauda las expectativas que pudiéramos haber tenido en función de su largo historial de éxitos, sino que añade uno más a una larga y fecunda carrera. Con la edad, sin embargo, Frears ha modulado aquella mirada irreverente con que despellejaba el mundo burgués desde la descripción de seres que habitaban en los márgenes de la sociedad y ahora nos ofrece un asunto de mucho interés y de enorme actualidad en España: el caso de los niños robados a sus madres en las instituciones religiosas o en los hospitales por unas monjas, supuestamente caritativas que no dudaban en vender a muy alto precio aquellas criaturas que les eran arrebatadas a sus madres y en mantener, como en el caso de la película, sometidas a esclavitud laboral a las madres de cuyos pecados de lujuria eran el fruto esas criaturas.
          Como vemos, podríamos movernos en un terreno abonado para la explotación de la sentimentalidad, pero la elección del personaje a través del cual iremos descubriendo la historia de esa madre que quiere reencontrarse con el hijo que le arrebataron, un periodista al servicio del gobierno laborista de Tony Blair, caído en desgracia, y que acepta escribir un reportaje sobre un “asunto de interés humano”, un género totalmente alejado de su dedicación política (es especialista en historia y política rusa), permite al espectador asistir a una curiosa unión de contrarios en pro de una causa común que acabará, como exige el guión, transformando las posiciones de partida de ambos personajes, la madre y el periodista: la primera, religiosa y comprensiva con la actuación de las monjas que la acogieron cuando niña y que incluso llega a justificar que dieran a su hijo en adopción porque eso le permitía tener un futuro que ella no podría haberle ofrecido; el segundo, un ateo confeso para quien esas monjas representan la maldad en estado puro. Que ambos personajes hayan de viajar, primero a Irlanda, donde transcurrió la adolescencia y primera juventud de la madre –en unas escenas prodigiosamente recreadas, con ese don que tiene la industria inglesa para las ambientaciones de época, con un detallismo y una verosimilitud incomparables– y después a Washington, porque su hijo, adoptado por una familia norteamericana, llegaría a trabajar en la administración Reagan antes de morir de sida, nos sirve en bandeja una convivencia entre dos mundos totalmente alejados: el del flaubertiano corazón sencillo que es Philomena y el del resabiado, burlón y altanero high brow periodista político: ambos interpretados exquisitamente por Judi Dench y Steve Coogan, quien también firma el guión de la película, amén de ser productor, de ahí la cuota de pantalla que se reserva, para satisfacción del espectador, no obstante, porque la creación del desengañado periodista en sus horas profesionales más bajas está a la altura de la interpretación magistral de Dench. No se trata de dos caracterizaciones tópicas cuyos rasgos más evidentes se ofrecen en choque continuo para que el espectador asista a una lucha de clases: la enfermera amante de las novelas románticas frente al licenciado en Oxford –Oxbridge, se empeña en decir la protagonista todo el rato, para desesperación del lector de T.S. Elliot…–, sino de la difícil convivencia entre dos seres humanos que irán mostrándose ante el espectador con sus debilidades y grandezas, desnudándose en sus actos y sus palabras para comprender, y sobre todo respetar, la posición del otro. Si el periodista le abre los ojos sobre la cruda realidad del. Interés mercantil que tenían las monjas en los hijos de las internas y en ellas mismas, sometidas a un régimen de trabajo que nada tenía que envidiar, anacrónicamente, a la explotación de los chinos en los talleres clandestinos de nuestra ciudad; ella le enseña la flor exquisita y espinosa de la ética: perdonar a quien nos ha ofendido para que el odio no nos envenene de por vida hasta los mismísimos umbrales de la muerte.

          La película está estructurada como una investigación biográfica muy hábilmente dispuesta, porque cuando pudiera parecer que todo se ha resuelto de modo “natural”, es cuando emerge el verdadero sentido de la búsqueda. El hecho de que la película esté basada en una historia real ajena a nuestra realidad mediática, añade un elemento de interés muy notable  a la historia, y le permite al espectador emocionado –sí, también es una película justificadamente kleenéxica, porque la historia y la interpretación de Judi Dench sitúan al espectador ante dolorosísimas emociones y consuelos genuinos– ampliar su búsqueda de información, tanto en la dirección del periodista que escribió el libro sobre Philomena Lee, Martin Sixsmith (Philomena, Editorial Suma de Letras), como en el de las prácticas esclavizadoras de algunas instituciones católicas, nada católicas. Hay películas que, más allá del legítimo entretenimiento a que aspira el séptimo arte, se convierten en profundas experiencias humanas. Ésta es una de ellas.

jueves, 1 de mayo de 2014

Tren de noche a Lisboa o la indagación perpleja de un personaje hermético.


Título original: Night Train to Lisbon
Año:  2013
Duración: 110 min.
País: Alemania
Director:  Bille August
Guión: Ulrich Herrmann, Greg Latter (Novela: Pascal Mercier)
Música: Annette Focks
Fotografía: Filip Zumbrunn


                                                                



La película de Bille August   -director de la inolvidable Pelle el conquistador- se plantea como un thriller de contenido político dentro del marco de la crisis existencial de un tópico personaje encarnado por Jeremy Irons, un oscuro profesor de lenguas clásicas suizo que juega partidas de ajedrez contra sí mismo en un exquisito ejercicio de desdoblamiento de personalidad. A raíz de salvar del suicidio a una joven portuguesa, que desaparecerá de su vida minutos después, dejándole un impermeable donde encuentra un libro, El orfebre de las palabras –título que vale por toda la película, ya lo anticipo… – de un desconocido médico portugués y activo militante en la resistencia contra la dictadura de Salazar, Amadeo de Prado, el profesor descubre la existencia de dos billetes de tren para Lisboa que caen inadvertidamente de entre las páginas el libro. Corre a la estación a llevárselos a la joven pero no la encuentra y, en el último minuto, toma la decisión de subirse a esa indagación de sí mismo que, a través de la lectura de la filosófica obra del autor, le convertirá, sobre todo, en el detective de un oscuro pasado sentimental que mezcla a partes iguales la revolución, la ética, el amor, la lealtad y la traición; un pasado que su inquisitiva presencia en Lisboa resucitará para traerlo al atormentado presente de la mayoría de los protagonistas de aquellos hechos no tan lejanos, porque hablamos de los años anteriores a la Revolución de los claveles.
La trama, así planteada, reúne suficientes motivos narrativos como para que la atención del espectador no decaiga, al modo como El secreto de sus ojos y La historia oficial conseguían, por citar dos referentes de películas en las que la política juega una baza determinante; pero en este tren viaja un omnipresente  investigador hermético que no sabe nada de Amadeo, pero del que nosotros tampoco sabemos gran cosa, de ahí que la superposición de historias se convierta en un cruce de vías que nos aleja en direcciones que en modo alguno convergen al final, excepto el propio final, que no revelaré. Con todo, parte de los momentos más intensos de la película tienen que ver con la brutal represión de la PIDE portuguesa, hermana gemela de los milicos de la ESMA argentina, la Brigada Político Social franquista o la DINA chilena.
Aunque la película se presenta como versión original, he de decir que se trata de una película doblada al inglés en el 80% de su metraje, por lo que el hermoso juego lingüístico de las dos tramas pierde gran parte del interés con que el espectador podría seguir la película. Que los protagonistas portugueses en Portugal hablen en un inglés de saldo, en vez de en su propia y eufónica lengua, tan hermosa, le hace ver al espectador la historia desde una distancia en la que se congela cualquier atisbo de asentimiento a sus cuitas éticas y amorosas: parecen empeñados en pasar un casting para una superproducción, en vez de representar desde los matices de su lengua los sentimientos que los embargan. Si a eso le añadimos el “desfile” de viejas glorias del celuloide en papeles que apenas tienen desarrollo en el presente, porque la película juega constantemente con las vueltas al pasado, donde está lo mejor de las interpretaciones, a pesar  de los pesares,  el espectador se queda con una sensación agridulce de no saber bien bien, si todos los ingredientes de la película son tan relevantes, porqué se aburre hasta el bostezo.
A mi modo de ver el principal inconveniente es el hieratismo y hermetismo del investigador, cuya presencia en modo alguno potencia el lado thrilleriano de la película; por otro lado, el de la historia de los jóvenes lisboetas, la puesta en escena, la ambientación y algunas escenas exteriores adolecen de ciertas carencias presupuestarias que no llega a suplir la excelente dirección de August. No es una película de cámara, pero casi. Hay un cuidado esteticismo en la composición de los planos y en la selección de los escenarios que nos llevan a pensar que Lisboa es una ciudad en la que solo viven los personajes de la película, quienes se mueven por ella, sobre todo el tópico profesor, como por el escenario reconstruido en estudio de la bulliciosa ciudad atlántica. La presencia de Bruno Ganz, además, no puede por menos de traer a la evocación del espectador aquella película luminosa: Dans la ville blanche, de Alain Tanner, cuyo protagonista, un marinero suizo, decide abandonar el barco donde navega enrolado y permanecer, en una suerte de tiempo sabático, en Lisboa, desde donde reconsidera toda su vida, una decisión de la que no está lejos la súbita aventura lisboeta en la que se embarca el profesor de lenguas clásicas, y cuyo final ya dije que no anticiparé, aunque no creo que la película tenga tanto éxito como para que este mutismo mío tenga sentido, pero en el decálogo ético de los críticos está no desvelar jamás el final de una película, entre otras cosas.

Lo mejor de la película es la recitación que hace Jeremy Irons de los fragmentos del libro del protagonista, de tan hermoso título, El orfebre de las palabras, que se van intercalando para crear una atmósfera de reflexión existencial que justifica la presencia del profesor en Lisboa; unas citas a las que el novelista en cuya obra se basa el guión, Pascal Mercier, ha sabido dotar de un grado de autenticidad y de una densidad filosófica que constituyen toda una invitación para la lectura detenida de su obra: Tren nocturno a Lisboa (El Aleph, 2012), porque a buen seguro que en ella habrá un desarrollo de esa dimensión literaria del protagonista que en la película se nos hurta, a juzgar por la extensión de la novela, 430 páginas. La voz de Jeremy Irons, en sentido opuesto a la de Scarlett Johanson en Her, es un atractivo de primer orden para acercarse a ver esta película que podría haber sido excelente y  se ha quedado en pasable.