lunes, 12 de mayo de 2014

Nebraska. Poética de la testarudez última o el viaje a la semilla.

Título original: Nebraska
Año:2013
Duración: 115 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander Payne
Guión: Bob Nelson
Música: Mark Orton
Fotografía: Phedon Papamichael (B&W)

                                                     



Quizás un título supuestamente menor de John Ford, pero para este crítico más que mayor: Tobacco Road, sea, acaso, una referencia que algunos pueden juzgar como mínimo extraña, a la hora de buscarle antecedentes familiares a Nebraska, esta lírica película de Alexander Payne, el reconocido autor de dos cintas muy notables, Entre copas (2004) y Los descendientes (2011). Con la película de Ford hemos de emparentar el uso del blanco y negro, la poética descripción del paisaje y la descripción de esa comúnmente llamada América profunda donde parece que todas las abyecciones, extravagancias y bondades tengan su asiento. Con todo, habríamos de remontarnos a la segunda película de Payne, A propósito de Schmidt, con un espléndido Jack Nicholson –según opinión unánime de la crítica, tras su estreno– para entender que Nebraska es algo así como la culminación de aquel primer intento. El director, hijo de aquel territorio (Omaha, Nebraska) ha querido rendirle un homenaje entrañable a los paisajes de su niñez, porque la fotografía y la selección de los paisajes invernales que aparecen en la película justificarían por sí solas su visionado, y ello a pesar de una banda sonora cuyos inicios, con un fuerte acento mejicano, chirrían de lo lindo, aunque después recuperan un poderoso ayuntamiento con las imágenes. La sensibilidad para fotografiar el paisaje me llamó poderosamente la atención en Los descendientes, donde, al margen de los otros valores dramáticos de la película, contemplé un Hawai que me pareció literalmente el Paraíso.
 En todas sus películas, sin distinción, la familia, el complejísimo mundo de las relaciones familiares, aparece como “el” tema por excelencia. En este caso de Nebraska se trata el tema de la vejez, o acaso sea más propio hablar de la ancianidad, y de la piedad filial. Y es a propósito de esa piedad que, apenas vi el rostro de Bruce Dern  mirando hacia el cielo a través de la ventanilla del Subaru en el que lo lleva su hijo a recoger el premio del millón de dólares, se me calcó el rostro de Fernando Fernán Gómez en aquella película excepcional que es En la ciudad sin límites, de Antonio Hernández, y ya no pude, durante el resto de la película, evitar el solapamiento de esos dos actores, de esos dos rostros, de esos dos registros interpretativos, lo que, lejos de perturbarme la visión del film, me la enriquecía.
Ha de entenderse lo que, coloquialmente, significa en Usamérica la expresión “un millón de dólares”, y ahí está, sin ir más lejos, esa joya del cine que es  One million dollar baby, de Clint Eastwood, que la ostenta en el título, para darse cuenta de que en Nebraska no se habla del premio, sino de la propia vida del protagonista, demasiado bueno, generoso y desprendido, tanto que, hasta en la ficción del premio final, porque negarlo todo, como se apresura a hacer el hijo piadoso en todo momento, es concederle, para la mente retorcida de los rufianes y los parásitos, la mayor de las verosimilitudes, se le quiere desvalijar con amenazas e incluso con violencia. Hay algo en la anécdota argumental de Nebraska de las películas de Frank Capra, porque ese sencillo malentendido tiene un poder inmenso para revelar la verdadera naturaleza de no pocos personajes, comenzando por la propia familia del protagonista, que se suma a su road story con una generosa e interesada complicidad.  Por suerte, el humor, sobre todo el irónico, pero no abrasivo, permite ver la película con una tranquilidad de espíritu que se agradece, porque el quijotesco personaje de Bruce Dern también acaba molido en su peregrinar hacia el ideal, que eso es lo que el coloquialismo significa en Usamérica, donde hasta le calidad humana o la belleza reciben esa tasación para el grado de excelencia.
Quienes disfrutaron con Una historia verdadera, de David Lynch, lo harán mucho más con esta película, porque lo que allí era hasta cierto punto una visión idealizada de los lazos familiares, incluso algo ñoña, tiene en Nebraska su contrapunto, dada la descarnada visión de esos lazos que se ofrece, si bien, más allá de esa circunstancia en que se desata la avaricia y el instinto de rapiña, se ensalza el sólido fundamento social que constituye en una zona rural la familia. Es impagable, por ejemplo, la visión de la familia “de pocas palabras” viendo la televisión en perfecta comunión de silencio en la sala de estar, como un geriátrico… La descripción de la vida pueblerina, con sus pequeñas miserias, grandezas y rivalidades, recibe un tratamiento de orden mítico en Nebraska, porque el protagonista se resiste a la idea de pasar por Hawthorne, su pueblo natal, camino de Lincoln, donde ha de recibir el premio. Su hijo insiste en hacer ese alto en el camino, pero para su padre, esa visita es una vuelta a los orígenes, ese camino inverso que se recorre con tanta lucidez cuando nos acercamos a la muerte. El poder nostálgico y emotivo de la visita a la casa familiar abandonada, donde vivió el anciano con sus padres, se manifiesta en toda su dramática trascendencia humana cuando, después de revelar a su mujer y a sus hijos que no podía entrar en el cuarto de sus padres porque, de hacerlo, les zurraban, añade: “supongo que ya nadie  me puede reñir”, y en ese comentario hecho sottovoce, con la mirada perdida en el pasado, sin ningún tipo de énfasis,  reconoce la especie de orfandad en que ha vivido toda su vida, como adulto, fuera de la férula familiar.

A pesar de su grandeza cinematográfica, la película se ofrece como una especie de delicada miniatura sin pretensiones, como el intento de revelar una anodina historia familiar que no merece el interés general, por la escasa entidad social de sus protagonistas, seres que se mueven en el magma espeso de la vulgaridad, del mundo cotidiano de la ordinary people, ciénaga de la que sólo uno de los hijos, presentador de televisión –magnífico Bob Odenkirk (el abogado Saul Goodman de Breaking Bad), ha logrado despegarse; ese mundo de los losers usamericanos de los que es muestra emblemática, y cierro el círculo, Tobacco Road. El deseo de narrar una historia mínima e íntima se advierte ya en los títulos de crédito –un subgénero cinematográfico del que soy un apasionado seguidor–: tanto el título como el reparto y la paternidad van apareciendo en minúsculas blancas por las esquinas de una pantalla totalmente negra, como copos de nieve contra el paisaje desolador de las miserias humanas.

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