lunes, 2 de junio de 2014

Incendios o El horror de los irracionales enfrentamientos religiosos y nacionalistas.



Título original: Incendies
Año: 2010
Duración: 130 min.
País: Canadá
Director: Denis Villeneuve
Guión: Valérie Beaugrand-Champagne, Denis Villeneuve (Obra: Wajdi Mouawad)
Música: Grégoire Hetzel
Fotografía: André Turpin



                                             



De tanto en tanto es conveniente alejarnos de la actualidad más palpitante para rescatar películas que la vorágine y el vértigo del frenético ritmo de estrenos han hecho que se nos pasen, bien porque no damos abasto , bien porque el cine es muy caro y los sueldos modestos no pueden tener un capítulo tan oneroso, y menos si hay familia por medio, bien porque nos ha fallado esa alma caritativa –todos tenemos alguna cerca– que no permite que no veamos lo que consideran obras imprescindibles o, dicho “a lo moderno”, de culto. Incendios es una de ellas. La televisión, por suerte, nos guarda a veces sorpresas como ésta, y conviene estar al tanto de la programación para no perder ocasiones.
En el caso de Incendios, el espectador forzosamente habrá de comprar la película en DVD para poder contemplar una obra que le dejará knock-out, emocionalmente, y muy satisfecho, cinematográficamente; porque Denis Villeneuve ha construido una película cuyo guión se acerca a la condición de obra maestra. No es extraño, porque se trata de la adaptación de una novela de Wajdi Mouwade, de idéntico título, que fue adaptada al teatro con éxito mundial. En Barcelona fue estrenada en el Romea en una adaptación del grupo teatral dirigido por Oriol Broggi La Perla 29, con un magnífico éxito de público.
Incendios es una película canadiense hablada en francés y en inglés, que arranca de una  manera enigmática: la lectura del testamento de una madre que ha muerto en un accidente  y que comunica a sus hijos, mediante el notario para el cual trabajaba y con el que ha establecido una relación casi familiar, que han de entregar una carta a su padre y otra a su hermano. La reacción del hijo, sobre todo, quien tiene por loca a su madre, una mujer extraña que había renunciado prácticamente al habla y a la comunicación con los demás, da a entender que esa revelación la considera como la última excentricidad de una madre fuera de sus cabales. Máxime cuando el notario les comunica la última voluntad de su madre: que la entierren boca abajo y sin lápida, hasta que, cumplido el encargo, le den la vuelta y pongan la lápida con su nombre en ella.
Esta quest –nada artúrica y sí muy edípica–, a la cual lanza la mujer a sus hijos, la iniciará la hermana, menos resentida contra la madre, o más comprensiva, una profesora universitaria de matemáticas que se plantea la investigación como la resolución de un problema no tanto irresoluble cuanto casi imposible. La hermana llega un país árabe no identificado, pero que, por los enfrentamientos territoriales y políticos entre cristianos y musulmanes, podemos aventurar que se trata del Líbano, con la intención de descubrir el rastro de su hermano y de su padre. La quest, sin embargo, variará su primera intención para convertirse en la indagación de la historia dramática de la madre, víctima de dos de los peores males sociales que se puedan concebir: la intolerancia religiosa y la intolerancia política, que tan a menudo se manifiestan conjuntamente y reforzándose para crear el monstruo sanguinario al que tantas vidas se inmolan, un monstruo al que únicamente se reza con el odio.
No es casual que la película se llame Incendios, aunque la mayor parte de ella transcurre en paisajes desérticos árabes. Junto a esa aridez agreste, la presencia simbólica del agua actúa como un elemento purificador y, al final de la peripecia dramática, casi como el vehículo de la anagnórisis que depara el efecto catártico que la buena tragedia ha de producir, y en el cual cae el espectador que ha vivido la descomunal tragedia de la madre con el corazón encogido; la indagación de la hija con el pavor que produce la contemplación de la irracionalidad de las violencias sobre las que trata la película, y el desamparo y el dolor de los dos hermanos gemelos con el estremecimiento que provocan revelaciones tremendas con las que han de aprender a sobrevivir de entonces en adelante. Todo eso en el marco del dominio exasperante de los fanatismos religioso y político que actúan como factor de cohesión de los grupos armados y enfrentados en aquellas tierras de Oriente Medio.
Las escenas de violencia, sin necesidad de ningún subrayado estilístico al estilo de las de Tarantino, por ejemplo, nos obligan a recordar la violencia étnica que se vivió en la última guerra de los Balcanes, como en Sbrenica, a raíz de las crueles torturas que se le aplican a la madre por haber asesinado a un líder árabe, supuestamente por ser el responsable de la ejecución de su amante cristiano y padre de su hijo, que nace huérfano y que enseguida acaba siéndolo también por parte de  madre, pues se lo arrebatan  para llevarlo a un orfanato, porque es la prueba viviente de la deshonra de la familia. Los ejecutores del amante son los propios miembros de la familia de la joven, por supuesto. A este sobrecogido espectador, las torturas que sufre la madre, un eje central de la película, le han recordado otra película que es muy posible que ni llegara a la cartelera, La noche de los lápices, de Héctor Olivera, sobre las torturas a un grupo de alumnos de Secundaria en los inicios del golpe militar argentino, los primeros “desaparecidos” de la larga lista que vendría después. Se trata de una película sobre la perversión criminal de los salvapatrias, de quienes no conciben la nación más que en su estrecha versión esencialista e intolerante, y milenaria, por supuesto, porque no hay nación que no venga de Adán y Eva, o casi.
 Incomprendida en vida, la madre quiere que sean sus hijos, por ellos mismos, quienes descubran el horror que hubo de sufrir en vida, para que así puedan legar a entender el infierno que vivió y, aunque sea después de la muerte, lleguen a amarla como probablemente lo hubiesen hecho si ella no hubiera tenido que vivir hechos a los que pocos pueden sobrevivir con entereza y sin perder toda la fe en el ser humano. La biografía laberíntica de la madre se corresponde con las dificultades que halla la hija, primero, y ambos hermanos después para conocer una historia que de ese doloroso día en adelante marcará sus vidas. La película alterna, sin introducciones ni transiciones aclaratorias, pasado y presente en un baile de imágenes que exigen una depurada atención por parte del espectador; máxime cuando madre e hija son tan parecidas que a veces dudamos de quién nos están hablando las duras imágenes.
Me sabe mal no poder descubrir más aspectos del argumento de esta película tan dura como emotiva y aleccionadora, porque si lo hiciera impediría que el espectador asumiese la condición de dolorido acompañante de la hija investigadora y le arruinaría buena parte de la tensión dramática espectacular que ha creado el director. Estoy convencido de que en pleno siglo XXI, en la casa de una persona culta ha de haber una selecta filmoteca, del mismo modo que, sin duda, dispondrá ya de la fonoteca y de la biblioteca que constituyen expresiones positivamente marcadas de la biografía de su poseedor. Añadan, por favor, Incendios, que me lo agradecerán. De nada.






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