viernes, 31 de octubre de 2014

Perdida: Fincher pincha y se telefilmiza.



                                                          

Título original: Gone Girl
Año: 2014
Duración: 149 min.
País: Estados Unidos
Director: David Fincher
Guión: Gillian Flynn (Libro: Gillian Flynn)
Música: Trent Reznor, Atticus Ross
Fotografía: Jeff Cronenweth
Reparto: Ben Affleck, Rosamund Pike, Neil Patrick Harris, Tyler Perry, Kim Dickens, Patrick Fugit, Carrie Coon, Missi Pyle, Kathleen Rose Perkins, Scoot McNairy, Sela Ward, Emily Ratajkowski, Lee Norris, Casey Wilson, Lyn Quinn, Lola Kirke, David Clennon, Lola Kirke


        Ser uno de los directores más taquilleros de los últimos tiempos i haber sido el director de películas de absoluto impacto, como Seven, The Game, El club de la lucha, Zodiac o El curioso caso de Benjamin Button, no impide, por lo que he visto, sufrir un patinazo de la magnitud de esta película de sobremesa, que es la categoría donde me ha parecido oportuno incluirla. Todo en ella, desde el dibujo de los personajes hasta la puesta en escena, pasando por los efectos sorpresa y alguna que otra truculencia, “marca de la casa”, convierten Perdida en una película con muy pocos alicientes. Si además la pareja protagonista es tan sosa como la formada por Ben Affleck y Rosamund Pike, dos actores que parecen poseedores de todos los récords Guinness de inexpresividad y ausencia de verosimilitud, la cosa se complica demasiado para el espectador que entra al cine por el reclamo de un director que no suele defraudar, aunque películas suyas emblemáticas, como Zodiac (2007), fueron incomprendidas en su momento.
         Diría que Perdida es la típica película de cine de verano, del tipo de  las que no irías a ver a una sala de estrenos, pero que en la televisión, un viernes de cansancio, no te importa tragártela e incluso apreciar los posibles valores que, de estreno, por el aburrimiento o la incomodidad, pueden pasársete completamente desapercibidos. La película cumple todos los requisitos para agradar a una audiencia muy poco exigente a la que un planteamiento atrevido, pero truculento, intenta implicar con las dosis exactas de intriga, de thriller, de lucha sicológica y de trama judicial y jurídica. Son infinitas las películas que, desgraciadamente, tan rápidamente como se ven –aunque a esta le pese mucho el excesivo metraje…– se archivan en la zona más oscura del olvido absoluto, lo que mucho me temo que será el destino de esta película.
         La corrección de las imágenes, el uso inteligente de las elipsis -¡qué menos!– y la posibilidad constante de haber podido elaborar un discurso sobre el atrayente tema del fracaso matrimonial y de la perturbación psicológica profunda planean por los ojos desencantados de un espectador –yo- que espera algo más que la banalidad, los tópicos y lo previsible durante toda la proyección, pero que no acaba nunca de llegar. Es cierto que hay un retrato de un barrio relativamente acomodado en el que la noticia de la desaparición de la esposa de un vecino se vive tal y como se describe en la película, y como sabemos por los telediarios y otras películas que se vive realmente; ahora bien, si comparamos Perdida con Adiós, pequeña, adiós (Gone girl i Gone baby gone en l’original anglès), dirigida por Ben Affleck –una carrera que no ha de descuidar, y sí la de actor inexpresivo– hay un buen montón de diferencias, siempre a favor del film de Affleck que sería el novato, en comparación con la sólida carrera de Fincher; y no es la menor de ellas el hecho de que la película de Affleck esté basada en una novela del mismo autor, Dennis Lehane, escogido por Cint Eastwood para rodar la magnífica Mystic river (2003). Ahora que lo acabo de escribir, se me ocurre que bien pudiera haber sido esta similitud entre los títulos y una parte de la historia, la desaparición de un ser querido, lo que convenció a Fincher para contar con Affleck para su película. Los resultados no han podido ser peores. Hace unos días, sin embargo, he visto Argo (2012) donde también brilla Affleck como director y cumple de sobra como protagonista, quizás porque llevaba una barba muy poblada y cerrada que solo le dejaba los ojos al descubierto, y poco más; en cualquier caso, no me pareció tan horroroso actor como en Perdida o aquel bodrio insufrible –exceptuadas las escenas aeronáuticas– que fue Pearl Harbour (2001). Si pongo tanto énfasis en cómo perjudica a la película la presencia de Afleck ello es debido a que prácticamente no hay plano donde no salga, lo cual le permite repetir ad nauseam su repertorio de inexpresividades mediante las que quiere transmitir estados complejos del alma sin conseguirlo. En fin, no insisto: telefilm y pasar el rato. Ustedes deciden.



jueves, 23 de octubre de 2014

Relatos Salvajes: El difuminado espíritu transgresor de una excelente realización.



Título original: Relatos salvajes
Año: 2014
Duración: 115 min.
País: Argentina Argentina
Director: Damián Szifrón
Guión: Damián Szifrón
Música: Gustavo Santaolalla
Fotografía: Javier Juliá
Reparto: Ricardo Darín, Darío Grandinetti, Leonardo Sbaraglia, Érica Rivas, Oscar Martínez, Rita Cortese, Julieta Zylberberg, Osmar Núñez, Nancy Dupláa, Germán de Silva, María Marull, Marcelo Pozzi, Diego Gentile, María Onetto


                                             



         Las películas de episodios pueden ser consideradas como un género propio dentro de la larga y maravillosa historia del séptimo arte. Los italianos, por ejemplo, supieron explotarlo con innegable talento, no solo el de sus directores, de estilo muy costumbrista, sino por la pléyade de actores y actrices de altísimo nivel que allí floreció. Siempre, no obstante, ha habido películas de episodios que han gozado del beneplácito del público. Hemos de distinguir entre episodio y corto, porque no es lo mismo una película de episodios que otra de cortos que se juntan para crear un largo, ambos tienen poéticas diferentes. Normalmente las películas de episodios pueden parecer un conjunto de cortos, pero ni lo son ni el propósito que anima  a los directores es el mismo. Los cortos siempre son autónomos; los episodios suelen girar alrededor de un tema muy específico que da sentido al conjunto, como sucedió en el caso de Intolerancia (1916) de Griffith; Los sueños (1990) de Kurosawa, Las tres edades, de Buster Keaton (1923), Los complejos (1965), de Dino Risi o el gran éxito de taquilla que fue en su momento Historias de la radio (1955), de José Luis Sáenz de Heredia, en la España deprimida –en todos los sentidos habidos y por haber de la palabra– de los años 50.
         Me ha costado mucho ponerme a escribir esta crítica, porque mi decepción chocará probablemente con una posible  acogida entusiasta de buena parte del público, sobre todo del más joven que puede sintonizar con esta faceta solo aparentemente transgresora de la película, porque se acoge a tantos tópicos que enseguida, digámoslo así, cae en la rutina de la transgresión, sin buscar un enfoque diferente o novedoso, como en el caso del episodio protagonizado por el airado Darín que, aun teniendo planos excepcionales, se podría haber convertido en una formidable película yendo más allá de la topicidad de la anécdota. Como son diferentes historias, es evidente que los aciertos y desaciertos se reparten entre ellas y, al final, queda un poso de insatisfacción porque de ninguno de los episodios podemos decir que sea absolutamente redondo. La carencia más evidente en todos ellos es el escaso margen que dejan a la aparición de lo sorprendente que le dé un giro ingenioso a casa episodio: todo discurre siguiendo una especie de desarrollo lógico que permite conocer el desenlace de cada episodio,  o poco menos, así que se concluye con la presentación de la trama de cada pequeña historia. En general, la mezcla de comedia y de terror funciona, porque en el interior de cada historia hay un momento casi climático en el que la progresión de los hechos hacia el estallido de violencia consigue provocar una efímera sonrisa en el espectador, como si la vuelta de tuerca de las disparatadas historias le permitiera relajarse ante la violencia liberada en pantalla. A la mente nos vienen enseguida las imágenes impactantes de Michael Douglas en aquella película tan polémica que fue Un día de furia (1993) de Joel Schumacher, a la que incluso tildaron de apologética del fascismo cuando lo que hacía en realidad era describir una enfermedad mental denominada “síndrome de Amok”, bien descrito en una de las novelas del gran Stefan Zweig: Amok o el loco de Malasia.
         En Relatos salvajes hay seis historias, todas ellas, eso sí, con un nivel de interpretación, por parte de actores y actrices, excepcionalmente bueno, aunque, a veces, la escasa consistencia argumental de alguna historia o de alguna de las situaciones dificulta mucho la labor de los actores. No podemos destacar a ninguno de ellos, porque todos cumplen a la perfección –y éste es uno de los grandes alicientes de la película, que conste–, tanto los más famosos, como Darin, Sbaraglia o Grandinetti, como los menos populares aquí, pero mucho en Argentina, como Óscar Martínez, sobresaliente intérprete de El nido vacío (2008), de Daniel Burman, magnífico director de obras como El abrazo partido (2003) o Derecho de familia (2005).
Acaso los episodios primero y último de la película tengan algo más de relieve, no por el mero hecho de iniciar y acabar, sino porque el punto de partida es una historia de aire cortazariano con un final que, aun a pesar de avanzarlo con una repetición innecesaria de planos, más allá del único que era obligado, consigue introducir al espectador en lo que podría haber sido una excelente comedia de humor negro que, obviamente, no ha conseguido. El último episodio, más que por el desarrollo argumental, tan tópico como el de  los demás, supone, desde el punto de vista de la realización, un tour de force visual impresionante, por el ritmo, la puesta en escena, la ajustadísima interpretación, la conseguida atmósfera y la sabiduría con que logra extraer imágenes muy potentes de una situación tan manida como el banquete de bodas, del que parece que no haya posibilidad de enfocarlo desde una manera novedosa. Szifrón lo consigue, sin embargo, y deja al espectador con el buen sabor de boca de lo que podría haber visto, más que con la sensación de haber visto un espectáculo redondo. Son muchas las referencias cinematográficas de cada uno de los episodios, a cada uno de ellos podría buscársele el pertinente correlato, y todo parece indicar que Szifron ha querido meter en una película los seis largos diferentes que podría haber hecho con la mayoría de los episodios, desarrollando hasta sus últimas consecuencias las respectivas historias. El tono amable, dentro del humor negro, que tienen todas las historias acaba calando en el espectador, que sale de la sala más divertido que angustiado o aterrorizado por esa violencia propia de la especie que ve aflorar crudamente en la pantalla.


lunes, 13 de octubre de 2014


La isla Mínima o la perfecta naturalización  española del thriller.



Título original: La isla mínima
Año: 2014
Duración: 105 min.
País: España
Director: Alberto Rodríguez
Guión: Alberto Rodríguez, Rafael Cobos
Música: Julio de la Rosa
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Raúl Arévalo, Javier Gutiérrez, Nerea Barros, Antonio de la Torre, Jesús Castro, Manolo Solo, Jesús Carroza, Cecilia Villanueva, Salvador Reina, Juan Carlos Villanueva.

                                                             
           
Me ha costado aislarme de comentarios y críticas sobre esta película antes de haber podido ir a verla, porque no quería dejarme influir por opiniones que condicionasen mi visionado. Pocas cosas son tan molestas, para cualquier espectador, como entrar a ver una película de la que está harto de oír juicios en uno u otro sentido. Lo queramos o no, tendemos a posicionarnos a favor de unos u otros y no estamos, por lo tanto, en las mejores condiciones para ver, con la serenidad juzgadora requerida, la película. Por suerte, aun habiendo oído decir maravillas de ella y un par de críticas negativas arrogantes y un  puntito snobs –ya se sabe que el gusto de la élite no puede coincidir con el de la masa, como si eso fuese la prueba de que los exquisitos se equivocaran– he podido asistir a la proyección y verla con tanto placer estético como emoción humana, porque La isla Mínima es, al tiempo que una exploración geográfica, ambiental y social, un viaje a la psicología de unos personajes, dos policías obligados a dejar Madrid para aclarar unos asesinatos en un remoto pueblo de los arrozales del Guadalquivir, que, como en la famosa serie True Detective –dignísima heredera de Breaking Bad– han de colaborar desde maneras de ser, de pensar y de actuar muy diferentes, y aun enfrentadas hasta casi llegar a la violencia. Los puntos de contacto con True Detective son muchos, sobre todo por la trama argumental y por el espacio donde ocurren los hechos: en la serie, un terreno pantanoso de Louisiana –donde se rodó también 12 años de esclavitud– que recuerda los cinematográficos everglades de Miami;  y, en la película, las marismas del Guadaquivir, al lado de Doñana. En los tres casos hablamos de paisajes que conforman la geografía humana, de ahí su importancia.
Nada más comenzar La isla mínima, la visión del espacio donde se suceden los hechos, que se nos ofrece en impresionante vista aérea como un rompecabezas sobre cuya realidad, natural o diseñada mediante ordenador, duda el espectador hasta que ve el cabrilleo del agua con no poca agudeza visual, o un caballo, nos es ofrecida para amparar los títulos de crédito y es per se una auténtica obra de arte, con el mérito inmenso de haber descubierto una metáfora de las pasiones perversas que se suceden “ a pie de marisma”, donde nos sumerge la historia de las jóvenes asesinadas y las prácticas sexuales sádicas que preceden a dichos asesinatos. No es gratuito, así pues, que un periodista de El Caso –un semanario tremendista e inconcebible en nuestros días, aunque los canales de televisión han convertido este tipo de noticias de crónica negra, que se suele decir, en un espacio fijo en los telediarios– sea una parte importante de la trama, ambientada en los primeros años de la Transición, antes de la llegada del PSOE al poder.
De Alberto Rodríguez había visto este crítico, hace ya tiempo, en 2002, El traje, con un actor tan extraordinario como Manuel Morón, a quien todo el mundo recordará por su papel de padre de Juan José Ballesta en El bola, la ópera prima de Achero Mañas.
Rodríguez ha dirigido también Grupo 7 otro thriller que tuvo muy buena acogida, pero que este crítico no puede  juzgar porque no la ha visto.
         El arte del director en esta  La isla Mínima para saber fundir los personajes y el espacio natural, como si unos fuesen producto del otro tiene una trascendencia fílmica que nos hace relacionar esta obra con la adaptación que rodó Camus de Los santos inocentes, de Delibes, a pesar de la diferente temática de ambas obras. La puesta en escena del retrato de época que es, también, la película tiene un grado de realismo incontestable; pero los escenarios naturales en los que se desarrolla la trama, tan poderosos visualmente, harán pensar a los cinéfilos en otros espacios fílmicos míticos, como los famosos manglares de Miami, los Everglades, donde se han rodado obras poderosas como Muerte en los pantanos, de Nicholas Ray, por ejemplo. Permítanme que insista en la originalidad del espacio escogido para la película, porque como sucede en tantas películas de grandes directores americanos, como John Ford, sin ir más lejos, la presencia de la naturaleza es un elemento importantísimo en el desarrollo de la trama, y eso es lo que comprobamos nada más entrar, aéreamente, en La isla Mínima, una naturaleza adversa, inquietante y de una belleza arrebatadora. Desde la visión aérea con que se abre la película, descendemos a la realidad a la altura de la persona como metáfora de la penetración en las pasiones humanas simples, complejas y perversas que se nos ofrecen. Y nuestros guías no son precisamente personajes con los cuales nos podamos identificar, lo cual nos deja bien solos a la hora de formarnos un juicio sobre lo que vemos en la pantalla.
         Lo que no me cansaré de repetir es la visión potentísima, fílmicamente, de las imágenes de un paisaje casi sobrenatural. Hace tiempo tuve la oportunidad de leer Por el río abajo, un libro de viajes de Alfonso Grosso y Armando López Salinas en el que narran su viaje a los escenarios que nos ofrece la película. El libro es de comienzos de los 60 y la película nos habla de la España de 1980. Sorprendería a los lectores la mínima diferencia que existe entre lo que nos muestran libro y película, lo cual parece demostrar el poder del medio en la conformación y lenta evolución de algunas comunidades humanas determinados por medios tan dominantes.
         Supongo que mi entusiasmo me sirve como excusa por no haber querido extenderme demasiado en el desarrollo pormenorizado de la trama, por razones obvias, pero sí puedo decir que la interpretación de todos los actores, menos uno, es merecedora de un Goya colectivo, porque ese elemento le proporciona una dimensión de verdad que nos hace seguir la historia sobrecogidos y cediendo a pasiones tan poco edificantes como el miedo, el ánimo de venganza o la complacencia en el castigo, al margen de la ley, de los culpables. Conviene destacar, por supuesto, la actuación de Javier Gutiérrez, lleno de matices y con una fotogenia espectacular, perfectamente provechada por el director en unos primeros planos excepcionales. No es una novedad, sin embargo, el buen hacer de Javier Gutiérrez, a quien ya aplaudimos en Un franco, catorce pesetas (2006) de Carlos Iglesias.

 La película está llena de imágenes inolvidables y poderosas que seducen al espectador y le hacen partícipe de un mundo que parece regido por las leyes inescrutables de la naturaleza, tan diferentes de las de los humanos. Este choque naturaleza-ley es el eje de La isla Mínima, una película que confirma a Alberto Rodríguez como un cineasta con mayúsculas, todas las de su nombre. Es indudable que hay otros factores como la fotografía o la música sin los cuales muy difícilmente hubiera podido el director haber conseguido una película absolutamente redonda. Cuando todo se une para acceder a la categoría de obra de arte, resulta difícil discriminar el grado exacto de la responsabilidad de cada cual en ese éxito, aunque el director sea el responsable último. Solo cabe agradecer a Alberto Rodríguez que nos haya dado la oportunidad de disfrutar de un poderoso thriller con auténtico sello español, aunque sea éste un género que, con algunas obras notables y muy sui géneris, ha cultivado nuestro cine, en películas como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995) de Agustín Diaz Yanes; La caja 507 (2002), de Enrique Urbizu, ambas magníficas, o El crack II, de José Luis Garci, con una visión de Madrid –inspirada en el gran Antonio López– que la convierte, por derecho propio, en nuestra Nueva York particular. Tampoco debemos olvidar la influencia de Kurosawa (El perro rabioso es una joya del thriller) en este género, por supuesto, pero lo que consigue Alberto Rodríguez con su minuciosa descripción de unos ambientes locales que se nos aparecen como un microcosmos desconocido para el resto de españoles es crear una atmósfera conseguidísima. Si los franceses tienen el polar –apócope de policier– para referirse a sus thrillers autóctonos, ¿no deberíamos nosotros inventar una denominación que cubriese esa consolidación del género en nuestra filmografía?, porque “policíaco” es claramente insuficiente y cine negro, según el término inventado por el crítico francés Nino Frank, film noir, no sólo peca de genérico, sino que la irrupción del color en el género la ha desprovisto de significado.