viernes, 2 de enero de 2015

Liv Ullmann: La señorita Julia, de Strindberg.


                             



La señorita Julia: El teatro como pretexto fílmico o un clásico traicionado: Una Julia entre la Ofelia de Shakespeare y la Nora de Ibsen.



Título original:Fröken Julie (Miss Julie)
Año: 2014
Duración: 129 min.
País: Reino Unido
Director: Liv Ullmann
Guión: Liv Ullmann (Obra: August Strindberg)
Música: Arve Tellefsen, Havard Gimse, Truls Mørk
Fotografía: Mikhail Krichman
Reparto: Jessica Chastain, Colin Farrell, Samantha Morton, Nora McMenamy


         La señorita Julia, de August Strindberg, es una de las obras más representadas del dramaturgo sueco. Liv Ullmann, excelente directora, después de haber sido una excelente actriz, sobre todo en manos de Ingmar Bergman, de quien podríamos decir que era su actriz fetiche, además de compañera sentimental, se ha planteado el rodaje de esta obra sin intentar disimular en absoluto su origen teatral y tomándose ciertas libertades de adaptación como, por ejemplo, que sitúe a acción de la obra en Irlanda, en vez de en la Suecia natal del autor o que se nos oculte casi por completo la dimensión exacta del conflicto individual de la protagonista, cuyo origen hemos de centrar en la figura de la madre, por completo excluida de la obra, más allá de un recuerdo fotográfico que la protagonista cubre con un paño a manera de metáfora que no resume, sin embargo, su difícil y turbulenta relación. Esta infidelidad al original de Strindberg acaso sea la razón per la que la película recibirá bastantes críticas adversas; críticas que pueden extenderse a la vertiente cinematográfica de la adaptación porque el estatismo, en el cine, parece un pecado mortal, aunque Ullmann ha sabido jugar sus cartas mediante el movimiento de la cámara y la búsqueda de encuadres con los que animar un drama básicamente oral. Con todo, muchas idas y venidas por el escenario de los actores, tienen aquel regusto que deja el viejo teatro y sus protagonistas arrinconados que se sienten asfixiados y desean salir cuanto antes mejor de tan reducido espacio a respirar un poco de aire puro, como si hubiera una inadecuación entre ellos y el espacio, una tensión opresivo de la que se tuvieran que liberar.
        Podríamos, por lo tanto, hacer dos críticas, como me ha sugerido una lúcida espectadora: la de la traición al original, severamente distorsionado, porque huye, Ullmann, de cualquier intento de explicación de los antecedentes de la protagonista, lo cual nos deja haciendo cábalas –si no se conoce previamente la obra, claro está, como era mi caso– sobre la razón de ser del desequilibrio nervioso evidente de la protagonista y, por otro lado, de la película como una creación libre basada en la obra de Strindberg y a la que hemos de juzgar por sus valores fílmicos, muy notables, más allá de su origen teatral. No castigaré a mis escasos y entrañables lectores, sin embargo, con una sesión doble de críticas, al viejo estilo de los antiguos programas dobles de los cines de barrio, pero es evidente que en ambos casos la crítica llegaría a idéntica conclusión: el poso de insatisfacción con que salimos de la sala, ya por la pésima adaptación literaria del original, ya por la excesiva decantación hacia el teatro filmado que descubrimos en la película, con la renuncia explicita a hacer una adaptación más propiamente cinematográfica, podríamos decir.
        A medio camino, entonces, entre dos posibilidades, Liv Ullmann ha optado por ponerse al servicio de las fantásticas interpretaciones de Chastain y de Farrell, de reducir el conflicto al antagonismo evidente de las relaciones amo-criado, tan viejas en el mundo literario, y de centrar la acción en un único espacio, el de los criados, la cocina de la mansión donde ocurre el enfrentamiento entre dos personajes con una complejidad que, aun ciñéndose en buena medida a los estereotipos, va mucho más allá, hasta ofrecernos dos individualidades que exhiben ante nosotros sus pequeñas miserias y sus sueños para convertirse en seres diferentes de quienes son, porque la insatisfacción con la que sale el espectador de la sala, a pesar de que, desde el punto de vista fílmico la película es tan impecable como hermosa, le ha sido contagiada por los propios protagonistas.
        Es cierto que el enigmático planteamiento de la directora noruega (nacida en Tokio durante el exilio político de sus padres, a raíz de la invasión nazi de Noruega), con una señorita Julia que se nos presenta antes como una Ofelia chespiriana que como un ser traumatizado por la rígida educación feminista de su madre, un personaje que parece arrancado de  Casa de muñecas, de Ibsen, nos coloca, como espectadores, ante una relación en la que el misterio romántico que envuelve a la protagonista choca frontalmente con un deseo sexual explícito que le sirve al criado (de nombre Juan, lo que le permite a la señorita Julia hacer un chiste entre si John es un Don Juan o un casto José… en ese permanente combate dialéctico que Ullmann ha trasladado a Irlanda, posiblemente para marcar fonéticamente, con toda claridad, la lucha de clases entre seres que, después de todo, tampoco son tan diferentes, atendiendo al origen familiar de cada uno de ellos) para dejar bien claras sus intenciones manipuladores, porque ve en la señorita Julia un trampolín para iniciar una vida comercial por su cuenta, a fin y efecto de conseguir una posición social que le permita establecerse como un igual de sus amos. Desde este punto de vista, es evidente que la película de Ullmann tiene su línea genealógica en films como El sirviente (1963) de Losey,  La huella (1972) de Mankiewicz o, más recientemente, el Gosford Park (2001) de Robert Altman. Trasladar la acción a Irlanda no solo nos parece que haya sido una exigencia de la lengua de los intérpretes, sino que haya sido debido a la importancia que en el mundo angloparlante tiene el acento como marca de clase social. De aquí la impecable actuación de Colin Farrell y, en consecuencia, la necesidad para el espectador de hacer aquello que poco a poco ha de ir calando en la gente: ver las películas en la única versión posible: la original.
        Teóricamente era muy difícil competir con Jessica Chastain (¡Inolvidable su actuación en El árbol de la vida (2011) de Terrence Malik!), quien compone una Julia llena de misterio y de fragilidad al tiempo que de orgullo, independencia, autoridad y sumisión; pero Colin Farrell no sólo está a su altura, sino que, teniendo en cuenta la indefinición argumental de Julia escogida por la directora, el personaje de Farrell se va apoderando de la escena y parece que la película se hubiera tenido que titular El criado y la señorita Julia, a juzgar por la dimensión compleja de su personalidad. Hay. En la relación entre ambos, un eco no especificado de la admiración, presente en el original teatral, que la señorita Julia siente hacia él y sus habilidades, como hablar francés o ser un buen narrador de historias. El dominio de Farrell del registro popular, tan marcadamente distinto del de la hija del amo, contribuye poderosamente a la configuración de un personaje atractivo por el que nos sentimos permanentemente interesados, porque hablamos, al fin y al cabo, de una atracción mutua cuya imposible consolidación es obvia para los amantes. El final trágico de la obra quizás nos acerca, incluso figurativamente, a la Ofelia de Shakespeare. Se trata, en consecuencia, de una obra con un poderoso atractivo cinematográfico que deja en el espectador la impresión de haber visto una obra con serias deficiencias argumentales y que rinde un tributo excesivo al origen teatral de la pieza.
         
         


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