lunes, 23 de marzo de 2015

Paul Thomas Anderson intenta traducir a Thomas Pynchon


                                                           




Puro vicio o la inextricable trama argumental al viejo estilo del mejor cine negro.

Título original: Inherent Vice
Año:2014
Duración: 148 min.
País: Estados Unidos
Director: Paul Thomas Anderson
Guión: Paul Thomas Anderson (Novela: Thomas Pynchon)
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Robert Elswit
Reparto: Joaquin Phoenix, Josh Brolin, Katherine Waterston, Owen Wilson, Reese Witherspoon, Benicio del Toro, Joanna Newsom, Martin Short, Hong Chau, Jena Malone, Jordan Christian Hearn, Michael K. Williams, Martin Donovan, Peter McRobbie, Serena Scott Thomas, Belladonna, Eric Roberts, Maya Rudolph, Jeannie Berlin, Sasha Pieterse, Keith Jardine


         Acabo de salir de ver Puro vicio –que se debería de haber titulado Vicio oculto– y aún dudo de si he de considerar la película un fiasco total o un intento fallido, pero por momentos exitoso, de retomar las historias de inextricables tramas clásicas del cine negro, como las de El sueño eterno (1946), de antes, o L.A. Confidential (1997) entre las recientes. No sirve de nada la voz en off, quizás demasiado lírica, que ejerce de anfitriona y nos quiere aclarar algo de lo que estamos viendo y que, a menudo, no acabamos de entender, lo cual nos induce a pensar en la gratuidad de ciertas escenas y en que el director se ha desentendido de la clara inteligibilidad de lo que no está narrando para centrarse en la descripción de los personajes principales, el protagonista, un excelente Joaquin Phoenix y el antagonista, un soberbio Josh Brolin. Ambiciosa sí que lo era, la intención de Thomas Anderson, pero tengo la impresión de que se le ha ido de las manos el desarrollo de la historia, aunque la película tiene unos ingredientes muy atractivos, porque describe, en síntesis, el enfrentamiento entre dos maneras antagónicas de entender la vida en los años 70, cuando aún los viejos esquemas morales de la cruzada anticomunista se resistían a desaparecer políticamente de la escena norteamericana, con Nixon encabezando una opción política de marcado carácter filo fascista, como queda de manifiesto en las hilarantes escenas de la clínica de rehabilitación y una contracultura que había tenido sus momentos estelares poco años antes y que se había gestado a finales de los años 50 con el movimiento beatnik, del cual los hippies de finales de los 60 e inicios de los 70 no eran sino un epifenómeno colorista y bien fácil de asimilar por el sistema, como quedó demostrado con la comercialización de que fueron objeto, al amparo del éxito de la música pop-rock, de la moda juvenil y de una relajación moral y sexual que acabó imponiéndose por todo Occidente. La película de Anderson se ajusta a los patrones clásicos del detective escéptico –en este caso un hippy drogadicto cuyos recursos sorprenden incluso a los descreídos de que pudiera tener algunos–, un detective inusual, a todas luces, a quien meten en una historia cuyo sentido nunca acaba de ver, del mismo modo que no entiende as súbitas demandas que recibe de sus servicios para resolver asuntos que todos tienen que ver con lo mismo, como si su intervención no sirviese sino para favorecer, con su ignorancia, el perfecto desarrollo de unos asuntos y de unos negocios cuya naturaleza ignora durante casi dos horas de película. El carácter tópico de la mayoría de las situaciones y de los personajes se ajusten a los clichés habituales del cine negro, y eso permite una lectura genérica que permite la apreciación de las variantes que marcan la incursión de Anderson en el género. Hay, sin embargo, una dimensión paródica y extravagante que incluye un serio toque de comedia alocada, la famosa screwball comedy,  que depara, quizás, los mejores momentos de la película, porque incluso pueden apreciarse como unidades aisladas del desarrollo de la compleja trama, momentos que nos acercan a películas como El gran Lebowski (1998) de Joel Coen, donde Jeff Bridges hace un personaje, el Nota, muy parecido al de Joaquin Phoenix o El guateque (1968) de Blake Edwrds, con un Peter Sellers inolvidable y en quien parece haberse inspirado para la figura del Dr. Que encabeza una red de traficantes de droga. Lo peor que le sucede a la película es el peligro real de desentenderse el espectador de una trama tan inextricable y, una vez perdido el hilo de la narración, ver desfilar escenas que difícilmente ligan con aquel hilo perdido, y que acaban convirtiéndose en escenas aisladas e insignificantes, a pesar de los esfuerzos interpretativos de Phoenix, a la altura de su reconocida carrera, ya demostrada, por ejemplo, en la última película del propio Anderson, The master (2012) donde daba inmensa réplica  al desaparecido Seymour Hoffman. La película tiene momentos excelentes y una puesta en escena intachable, pero como a veces parece que todo sea simplemente una alucinación del detective emporrado, hay momentos de demasiado desconcierto, y el espectador se pierde con demasiada facilidad como para acabar entendiendo con pelos y señales cuanto se desarrolla ante sus ojos. La segunda película de Anderson Boogie Nights (1997), con la que ésta tiene bastantes puntos de contacto, me parece muy superior a esta; como también Magnolia (1999) y, por descontado, Pozos de ambición (2007). Los golpes de comedia y aun de sátira despiadada, como la de la homosexualidad de su antagonista, el jefe de policía Bigfoot, o el sanatorio de rehabilitación dejan buen sabor de boca al espectador, pero también la sensación de haber visto una oportunidad perdida, por la falta de definición y, por qué no, de un montaje que aclarara mejor todos los extremos de la trama. NO es fácil adaptar obras literarias como Inherent Vice, de Thomas Pynchon. Aún recuerdo el patinazo espectacular de John Huston con la novela de Lowry, Bajo el volcán (1984). Fue sonado…

jueves, 19 de marzo de 2015

El Apóstol, de Fernando Cortizo, o la maldición del aquelarre distribuidor...


                              


El apóstol o la tradición gótica de la Santa Compaña gallega en animación 3D



Título original: O Apóstolo
Año: 2012
Duración: 72 min.
País: España
Director: Fernando Cortizo
Guión: Fernando Cortizo
Música: Xavier Font, Arturo Vaquero, Philip Glass
Fotografía: Matthew Hazelrig
Reparto: Animation (Los personajes están diseñados a partir del físico de los actores Luis Tosar, Carlos Blanco,  Celso Bugallo, Geraldine Chaplin, Manuel Manquiña, Jorge Sanz y Paul Naschy entre otros, quienes les aportan sus propias voces.)
Productora: Artefacto producciones

Quisiera en la crítica de esta semana recuperar una película que se mal estrenó el año 2012 de una manera casi clandestina, porque, habiendo prometido la distribuidora su estreno en 80 salas, sólo pudo verse en 20, en horarios poco atractivos y en salas alejadas del centro de las ciudades, lo cual hizo que, económicamente, el fil fuese un fracaso absoluto. De la inversión de 5’2 millones para hacer la película, solo se recaudaron 60.000€, lo que ha motivado a su productor y director Fernando Cortizo a comercializar en DVD la película, que puede ser adquirida, como yo así lo hice, en esta dirección electrónica: http://oapostolo.tictail.com/.
        Esta realidad, desgraciadamente, también forma parte de nuestra deficiente y anómala industria cinematográfica, para la que es indiferente, parece que El Apóstol consiguiese el Grand Prix en el Festival  CINEHORIZONTES de Marsella; el primer premio en el Festival EXPOTOONs de Buenos Aires; el Gran Premio del Jurado en el FANTASPORTO; el premio del público en el Festival de ANNECY, el festival más importante de animación del mundo, y el premio a la mejor película al WEEKEND of FEAR en Berlín.
Es decir, un palmarés difícil de igualar per cualquier otra película de animación española. Si añadimos a todo ello que Tim Burton elogió la película i declaró que no le hubiese importando ser su director, redondeamos un conjunto de avales que habrían de hacer obligatoria la visión de esta meritoria película rodada en Stop Motion y 3D. Aunque solo fuera por la solidaridad propia de los cinéfilos, animaría a los lectores de esta crítica a contribuir, con la compra de la película, a ponerle remedio a la ignorancia que de ella se tiene incluso en los círculos de aficionados al cine y concretamente al cine español, que somos muchos. Piense el benemérito aficionado que estamos hablando casi de una película maldita, de una rareza que merece la pena verla y que forma parte de nuestra videoteca particular.
Lo primero que sorprende gratamente de la película es que los muñecos de plastilina con los cuales se ha hecho, reproducen las facciones de actores tan conocidos como los reseñados en la ficha de la película, los cuales, además, doblan con sus voces los muñecos tan bien animados y tan magníficamente fotografiados, porque hemos de apresurarnos a decir que una de las grandes virtudes de la película de Fernando Cortizo, si no la mayor, es la exquisita puesta en escena, con unas exteriores e interiores muy sugerentes y conseguidos. Aunque cuesta aceptar que una película de animación pueda generar miedo en el espectador, lo cierto es que los paisajes, los personajes y las decoraciones de los interiores de la película lo consiguen sobradamente. La intensa expresividad de los personajes y el ambiente tenebroso donde se desarrolla la acción hacen que la dimensión gótica de la película alcance unos niveles de verismo propios de una película con actores de carne y hueso [No viene a cuento, pero aprovecho para recomendar De carne y hueso (2012) de Jacques Audiard, con una impresionante Marion Cotillard]. La ingenuidad del protagonista, a imagen y semejanza, más la voz, de Carlos Blanco, Ramón Fortes, consigue que el espectador simpatice con su destino de ladrón burlado, porque la historia gira alrededor del propósito de un ladrón fugado de la prisión para hacerse con las joyas que otro prisionero, con quien quiere escapar –breve pero magnífica y divertida aparición de Luis Tosar– para ir a buscarlas, dejó en una aldea perdida en el camino de Santiago. Así pues, la aventura de Ramón Fortes y los peligros por los que ha de atravesar para conseguir el botín deseado son, en esencia, el esqueleto argumental de la obra. Su peregrinar le acaba llevando al pueblo imaginario de Xanaz, aunque, en el mismo camino de Santiago, hay un caserío con el mismo nombre, entre San Romeo da Retorta y Santa Cruz da Retorta. El pueblo esconde un secreto tenebroso en el que Ramón va siendo introducido gracias a la sospechosa amabilidad de los extraños pobladores del lugarejo. Poco a poco, sin embargo, su presencia curiosa y entrometida, acaba convirtiéndose en un problema para la conservación de los intereses de los habitantes del lugar. Los intentos de Ramon Fortes para recuperar las joyas son infructuosos, pero en lugar de las joyas acaba descubriendo que… y aquí es donde el crítico ha de suspender el resumen y pasar a una interpretación que no desvele el final, propio, además, de una película de terror, lo cual haría imperdonable su osadía.
La película, no hace falta decirlo, es de una perfección técnica sorprendente, y el diseño de los paisajes y de los interiores poco tiene que envidiar a los reales, aunque muy probablemente al director le hubiera costado mucho hallarlos, reales, con la capacidad sugerente y poética de los que aparecen en la película. Hay, si acaso, una pega que ponerle a la película, además de la previsibilidad del desarrollo argumental, demasiado ajustado a las características habituales en el género, y no es otra que el ritmo excesivamente lento con que se desarrolla la historia y, y eso acaba enfadando al espectador, al menos a éste que firma, la atonía con la que habla el protagonista, Ramón Fortes, algo que no sucede, sin embargo, con su antagonista, el diabólico párroco de Xanaz, perfectamente interpretado mediante la voz maravillosa de Celso Bugallo, plena de matices y riqueza sonora. En conjunto, la película sorprende por sus niveles de calidad, a la altura, e incluso superiores, de películas como La novia cadáver (2005) de Tim Burton, por ejemplo, aunque en la edición de los Goya de 2013 El Apóstol no recibió ningún premio. La historia, plenamente arraigada en el mundo gallego de las ánimas en pena, de las creencias en los espíritus y las maldiciones, etc., se anima mucho cuando entran en escena el Arcipreste de Santiago y su ayudante, los espléndidos Jorge Sanz y el mítico Paul Naschy (nombre artístico, como todo el mundo sabe, del actor y director Jacinto Molina), quien murió poco antes de que la película se estrenara y a quien Fernando Cortizo ha dedicado su película como señal de homenaje a su trayectoria en el mundo del género del terror, al cual pertenece este El Apóstol por derecho propio, llena de referencias críticas hacia los estamentos religiosos, lo cual bien podría hacer pensar en que la película arrastre una cierta maldición que hubiera contribuido a su condición de película maldita…

         


        

lunes, 9 de marzo de 2015

Cronenberg goes to Hollywood… Maps to the Stars




                                                     




Maps to the stars o el oscuro rostro perturbado del Star System.



Título original: Maps to the Stars
Año: 2014
Duración: 111 min.
País:  Canadá
Director: David Cronenberg
Guión: Bruce Wagner
Música: Howard Shore
Fotografía: Peter Suschitzky
Reparto: Julianne Moore, Mia Wasikowska, Robert Pattinson, John Cusack, Olivia Williams, Carrie Fisher, Evan Bird, Sarah Gadon, Emilia McCarthy, Jayne Heitmeyer, Justin Kelly, Amanda Brugel, Ari Cohen, Clara Pasieka, Joe Pingue, Donald Burda


         Decir, de una película de David Cronenberg, que es absolutamente coherente con su trayectoria, quizás no le diga nada a muchos, pero sí casi todo a quienes tienen presente una carrera  digamos que autorreferencial. Con esto quiero dar a entender que Cronenberg es el mejor referente de sí mismo, más allá de las típicas comparaciones con otros autores y/o películas con una temática cercana a la de esta Maps to the stars. Supongo que si hay un toque Lubitsch o Hitchcock, también podríamos hablar de un toque Cronenberg, y éste no sería otro que el de la perversión psicológica y las tinieblas de la pasión a contracorriente, es decir, un toque oscuro y perverso que nos describe cómo se destruyen las vidas de los que se sienten guiados por fuerzas difícilmente controlables. Para explorar un mundo muy visitado cinematográficamente, como el de la meca del cine, Hollywood, Cronenberg ha tenido el buen ojo de escoger una historia del guionista Bruce Wagner, que ya firmó el guión de aquella comedia negra titulada Escenas de la lucha de sexos en Beverly Hills (1990), un disparate dirigido por Paul Bartel, y que pasó por las pantallas sin pena ni gloria. Ahora, sin embargo, y con una cierta carga autobiográfica, porque Wagner también fue conductor de limusina en Holywood y aspirante a actor y a guionista, además de haberse criado y haber estudiado en Beverly Hills, Cronenberg se ha encontrado con una historia que, sin forzar en demasía los parecidos, le remitía a una de sus cintas más conseguidas: Dead Ringers (1988), aquí traducida como Inseparables, porque nos movemos en la órbita terrible de los dramas familiares relativos a transgresiones de difícil encaje en la mentalidad común de la sociedad. Estamos, por lo tanto, ante unos dramas familiares lo suficientemente poderosos no solo para marcar la vida de los personajes, sino para escribir un destino que, como en las verdaderas tragedias, han de cumplir ce por be, sin escatimar ni uno solo de los horrores que desde el comienzo se pueden intuir, así que se nos van presentando estos miembros del Star System, seres de excepción con una moral de excepción y con unas vidas, sin embargo, tan ajustadas a las exigencias del estrellato que bien podríamos decir que ni siquiera tienen vida propia, sino que, fuera de la pantalla, continúan interpretando, como si estuviesen dentro. De esta confusión entre los delirios y la realidad es de donde surge el drama que nos ofrece Cronenberg.
         Es evidente que en tanto que personajes ajustados a los tópicos, la actriz que teme no ser requerida para un papel nunca más y que ha vivido siempre a la sombra de su madre, también actriz, y mejor que ella –un personaje a cuyo patetismo Julianne Moore le ha sabido dar la dimensión precisa– o la estrella juvenil llena de autoconsciencia de su poder generador de ingresos y que desprecia a todo el mundo –un personaje interpretado por Evan Bird con una propiedad absoluta y con una fuerza extraordinaria, tanto por lo que hace a su talante despótico como a su capacidad de ternura, por lo que a la relación con su hermana se refiere. No creo exagerar si digo que la presencia magnética de Evan Bird, con un físico tan singular como alejado de los modelos triunfantes entre los artistas jóvenes, es uno de los grandes alicientes de la película, muy por encima, incluso, de la actuación de Juliane Moore, y de hecho, pude comprobar que su singularidad física y su aptitud interpretativa eran comentarios recurrentes entre los espectadores al salir de la sesión–. Es evidente, para cualquier espectador, sin embargo, que, en el capítulo de las interpretaciones no podemos olvidarnos de la soberbia de Mia Wasikowska en el papel de la hermana esquizofrénica del joven ídolo de la pantalla. Su versatilidad, después de haberla conocido en el papel de Ava en Solo los amantes sobreviven (2013) de Jim Jarmusch, queda más que demostrada en esta actuación llena de matices, de fragilidad, de malignidad y de férrea determinación.
         La historia comienza con un tono excesivamente plano y tiene unos compases iniciales que desconciertan al espectador, porque nada de lo que vemos al principio hace presagiar ni de lejos la progresión dramática que irá desarrollándose ante sus ojos, como un especie de ajustadísimo e infernal mecanismo de relojería. Le parecería, a quien conociera la obra del Cronenberg de los inicios de su carrera, que hubiera vuelto a los orígenes de Vinieron de dentro de… (1975), por ejemplo,  por la naturalidad con la que lo perturbador parece instalarse en la realidad y tomar posesión de ella. La llegada a Hollywood de la hermana del actor juvenil, sobreprotegido por la madre, después de que su hijo prendiera fuego a la casa e intentara matar a su hermano pequeño, de quien estaba y sigue estando locamente enamorada, es el inicio de esa progresión climática de la que hablábamos y que avanza a modo de espiral hacia la culminación de los deseos más turbadores y transgresores imaginables. Por suerte, el patetismo de los personajes es de tal naturaleza que son frecuentes en la película los contrapuntos grotescos que atenúan la acritud y la desolación de fondo con que han sido dibujados, y que le permiten al espectador alguna sonrisa e incluso alguna carcajada, algo nerviosa, sin embargo… Es imposible desvelar partes de la trama que permiten establecer la cadena causal de los acontecimientos que se representan en la pantalla, porque ese conocimiento forma parte de la sorpresa del progreso dramático de la película y echaría a perder buena parte de la citada progresión. Lo que es indudablemente cierto es que el espectador recibe más de un fuerte golpe emocional, pero también que la estructura de la historia se cierra como un círculo perfecto, dejando muy pocos cabos sueltos, y mantiene intacta, a lo largo de la película, su capacidad para atrapar al espectador y hacerlo partícipe de una historia redonda como un anillo… Dead ringers, se titulaba Inseparables en la versión original, y no cuesta nada establecer un nexo entre aquellos anillos idénticos y los anillos que cambian de mano en esta película, de padres a hijos, unidos todos por el mismo secreto, por el mismo tormento, por la misma tragedia…
         La película tiene una puesta en escena espectacular, sobre todo en la casa-museo del psicoterapeuta de éxito, un personaje que sirve de nexo de unión entre la historia de la actriz camino del fracaso y la de su propia familia. Hay un acusado contraste entre la mediocridad de los espacios exteriores y la de los interiores de ambas mansiones, la de la actriz y la del matrimonio destrozado por la culpa y el miedo. En ambos espacios, sin embargo, la presencia de los fantasmas del pasado dominando el presente de los personajes y condicionando sus actos consigue que se cree una atmósfera onírica que en buena medida recuerda mucho a la de algunas películas de otro de los grandes Davides de la dirección, David Lynch, con cuya obra no deja de tener una cierta relación esta película.

         

lunes, 2 de marzo de 2015

Ida, un merecido Oscar; una actriz prodigiosa: Agata Kulesza


                                        

IDA o las profundas heridas de la memoria histórica.



Título original: Ida (Sister of Mercy)
Año: 2013
Duración: 80 min.
País: Polonia
Director: Pawel Pawlikowski
Guión: Pawel Pawlikowski, Rebecca Lenkiewicz
Música: Kristian Selin Eidnes Andersen
Fotografía: Lukasz Zal, Ryszard Lenczewski (B&W)
Reparto: Agata Kulesza, Agata Trzebuchowska, Joanna Kulig, Dawid Ogrodnik, Jerzy Trela, Adam Szyszkowski, Artur Janusiak, Halina Skoczynska, Mariusz Jakus

   

        Ida ha sido este año la ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa, si bien a este crítico tampoco le habría extrañado que lo hubiera sido Relatos salvajes, por ejemplo, o la más que merecedora Leviathan. Cinematográficamente, las tres son muy diferentes, pero entre una inteligente y divertida crítica corrosiva de los comportamientos cotidianos, como es el caso de la obra de Szifron, una crónica de la tragedia que supuso pertenecer al pueblo judío en la Europa del nazismo y una radiografía impactante de la praxis política y las relaciones humanas en una región periférica risa, alejada de los centros clásicos de poder, el jurado ha considerado oportuno premiar un nuevo recordatorio de la tragedia del pueblo judío. Los valores cinematográficos de Ida lo justificaban plenamente, sin embargo.
        Con un uso extraordinario del blanco y negro y el retrato de una Polonia rural, donde tuvo lugar el asesinato de los padres de la protagonista, la película nos narra el descubrimiento que de sus orígenes hace una novicia católica a quien la madre superiora de su convento, antes de que haga firmes los votos para ingresar definitivamente en él, envía una temporada con su único familiar vivo, una tía, hermana de su madre, quien lleva una vida patética entre la adicción al alcohol y al sexo con extraños, arrastrando el drama doloroso de una vida insoportable en su calidad de única superviviente de  su familia judía. La tía, así que la sobrina llega a casa, lo primero que le revela, para sorpresa de la novicia, es que es judía y que sus padres fueron asesinados. Juntas inician, entonces, un viaje para indagar dónde paran sus restos mortales, si pueden dar con ellos, algo que la tía nunca ha querido averiguar.
        Este tipo de viaje convierte a la película en una más que singular road-movie que nos trae a la memoria, salvando las distancias, la película Dos mulas y una mujer (1970) de Don Siegel, en la que Shirley McLaine hacía el papel de una monja a quien ha de proteger Clin Eastwood, quien se siente atraído sexualmente por ella. La tía y la sobrina, ya lo dicen ellas, son, en efecto, una extraña pareja, porque la tía es una agresiva fiscal que se mueve con una seguridad propia de saberse una autoridad del estado comunista, lo que contrasta vivamente con la timidez, la discreción y el pudor de la joven sobrina. Si a eso le añadimos que en ningún momento la tía esconde a la sobrina sus adicciones, al alcohol y al sexo aventurero, tendremos una idea muy ajustada de lo que puede dar de sí una situación tan llamativa. Pawlikowski, el director, no pone el acento, sin embargo, en la exploración de las posibilidades que le ofrece el desarrollo de esta situación inicial, y es en esta ausencia de énfasis, el hecho de tomarla como algo bien normal, lo que, mediante los muchos silencios de la película, permite al espectador contemplar un desarrollo perfectamente pautado del conocimiento e incluso la comprensión mutua entre ambas mujeres, tan lejanas la una de la otra.
        El viaje a la casa de los padres de Ida, la estancia de las dos mujeres allí y el encuentro con un músico autoestopista a quien recogen para llevarlo al mismo pueblo al que ellas van, añade a la cinta unas escenas, la del concierto de música popular de los años 60, la época en que transcurre la acción, muy conseguidas, tanto desde el punto de vista de la realización como del de la música. El rescate de los restos mortales que finalmente encuentran, al altísimo precio de no denunciar al asesino y al ladrón de la casa familiar, parece el último capítulo que la tía quiere dejar bien cerrado en su vida. El asesino, desde dentro del hoyo excavado en la tierra, y desde donde ha exhumado los restos de la familia de Ida, le confiesa a esta, desde las entrañas de la tierra removida, y con la cabeza gacha, en una escena escalofriante, que si Ida vive es porque él no tuvo valor para matarla también, dado lo pequeña que era. Después de llevar los restos al cementerio judío de Lublin, donde estaban enterrados todos los miembros de la familia, se inicia el último acto de la película, acto que la prudencia me aconseja no desvelar. No tanto porque si el espectador lo supiera dejaría de verlo con la misma emoción, sino porque es bueno que los giros de guion en una película tan milimétricamente calculada como esta sean respetados por los críticos. A lo largo de la película hay una tensión evidente entre la vida actual de Ida, su deseo de convertirse en monja católica y el efecto que tendrá en ella a partir de ahora el descubrimiento de su condición de judía. Parece, además, que la road-movie tenga como objetivo ayudarla a tomar una decisión correcta, más allá del rescate de los restos de su familia.
        La ambientación de la película es impactante, sobre todo para quienes tenemos memoria histórica viva de la España de los 60 y hemos ya vivido ya viajado a pequeños pueblos de provincia. Las casas, las carreteras, los coches, el vestuario, las costumbres y ciertas conductas nos resultan demasiado familiares, a pesar de la diferencia de régimen político entre la España franquista y la Polonia comunista. El director, además, utiliza unos encuadres muy personales, en los cuales los protagonistas parece que apenas saquen la cabeza para meterse en el campo, como si el cámara se hubiera despistado; pero asomándolo muy poco, ante la inmensidad del plano ocupado por el espacio contra el que se recortan tan mínimamente los personajes y que se supone que debería de haber sido sino marco. Y no es que el decorado adquiera un papel relevante o preponderante en los planos, si nos atenemos a la pobreza de la mayoría de los espacios que se describen en la película, a excepción del hotel donde el autor consigue una puesta en escena magnífica, sino que todo parece querer indicarnos, metafóricamente, el sometimiento de los personajes principales a una agobiante situación social y religiosa, en el caso de ambas mujeres. Las dos están espléndidas en sus respetivos papeles, pero no se puede obviar la presencia magnética de la tía, Agatha Kulesza, quien nada más aparecer en pantalla imanta poderosamente la atención del espectador, como si se hallase ante una mezcla extraña de Anna Magnani y de Melina Mercouri. No podía competir por el Oscar a la mejor actriz, pero hubiera sido una dificilísima rival a batir. Su actuación a Ida, que soporta el peso de la película, le ha valido, sin embargo el reconocimiento de la Asociación de Críticos Cinematográficos de Los Angeles, un galardón, el de mejor actriz, que ya recibió de la Academia polaca de cine. Estamos, pues, ante una película sutil y llena de hallazgos visuales, con un contundente blanco y negro absolutamente clásico