lunes, 2 de marzo de 2015

Ida, un merecido Oscar; una actriz prodigiosa: Agata Kulesza


                                        

IDA o las profundas heridas de la memoria histórica.



Título original: Ida (Sister of Mercy)
Año: 2013
Duración: 80 min.
País: Polonia
Director: Pawel Pawlikowski
Guión: Pawel Pawlikowski, Rebecca Lenkiewicz
Música: Kristian Selin Eidnes Andersen
Fotografía: Lukasz Zal, Ryszard Lenczewski (B&W)
Reparto: Agata Kulesza, Agata Trzebuchowska, Joanna Kulig, Dawid Ogrodnik, Jerzy Trela, Adam Szyszkowski, Artur Janusiak, Halina Skoczynska, Mariusz Jakus

   

        Ida ha sido este año la ganadora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa, si bien a este crítico tampoco le habría extrañado que lo hubiera sido Relatos salvajes, por ejemplo, o la más que merecedora Leviathan. Cinematográficamente, las tres son muy diferentes, pero entre una inteligente y divertida crítica corrosiva de los comportamientos cotidianos, como es el caso de la obra de Szifron, una crónica de la tragedia que supuso pertenecer al pueblo judío en la Europa del nazismo y una radiografía impactante de la praxis política y las relaciones humanas en una región periférica risa, alejada de los centros clásicos de poder, el jurado ha considerado oportuno premiar un nuevo recordatorio de la tragedia del pueblo judío. Los valores cinematográficos de Ida lo justificaban plenamente, sin embargo.
        Con un uso extraordinario del blanco y negro y el retrato de una Polonia rural, donde tuvo lugar el asesinato de los padres de la protagonista, la película nos narra el descubrimiento que de sus orígenes hace una novicia católica a quien la madre superiora de su convento, antes de que haga firmes los votos para ingresar definitivamente en él, envía una temporada con su único familiar vivo, una tía, hermana de su madre, quien lleva una vida patética entre la adicción al alcohol y al sexo con extraños, arrastrando el drama doloroso de una vida insoportable en su calidad de única superviviente de  su familia judía. La tía, así que la sobrina llega a casa, lo primero que le revela, para sorpresa de la novicia, es que es judía y que sus padres fueron asesinados. Juntas inician, entonces, un viaje para indagar dónde paran sus restos mortales, si pueden dar con ellos, algo que la tía nunca ha querido averiguar.
        Este tipo de viaje convierte a la película en una más que singular road-movie que nos trae a la memoria, salvando las distancias, la película Dos mulas y una mujer (1970) de Don Siegel, en la que Shirley McLaine hacía el papel de una monja a quien ha de proteger Clin Eastwood, quien se siente atraído sexualmente por ella. La tía y la sobrina, ya lo dicen ellas, son, en efecto, una extraña pareja, porque la tía es una agresiva fiscal que se mueve con una seguridad propia de saberse una autoridad del estado comunista, lo que contrasta vivamente con la timidez, la discreción y el pudor de la joven sobrina. Si a eso le añadimos que en ningún momento la tía esconde a la sobrina sus adicciones, al alcohol y al sexo aventurero, tendremos una idea muy ajustada de lo que puede dar de sí una situación tan llamativa. Pawlikowski, el director, no pone el acento, sin embargo, en la exploración de las posibilidades que le ofrece el desarrollo de esta situación inicial, y es en esta ausencia de énfasis, el hecho de tomarla como algo bien normal, lo que, mediante los muchos silencios de la película, permite al espectador contemplar un desarrollo perfectamente pautado del conocimiento e incluso la comprensión mutua entre ambas mujeres, tan lejanas la una de la otra.
        El viaje a la casa de los padres de Ida, la estancia de las dos mujeres allí y el encuentro con un músico autoestopista a quien recogen para llevarlo al mismo pueblo al que ellas van, añade a la cinta unas escenas, la del concierto de música popular de los años 60, la época en que transcurre la acción, muy conseguidas, tanto desde el punto de vista de la realización como del de la música. El rescate de los restos mortales que finalmente encuentran, al altísimo precio de no denunciar al asesino y al ladrón de la casa familiar, parece el último capítulo que la tía quiere dejar bien cerrado en su vida. El asesino, desde dentro del hoyo excavado en la tierra, y desde donde ha exhumado los restos de la familia de Ida, le confiesa a esta, desde las entrañas de la tierra removida, y con la cabeza gacha, en una escena escalofriante, que si Ida vive es porque él no tuvo valor para matarla también, dado lo pequeña que era. Después de llevar los restos al cementerio judío de Lublin, donde estaban enterrados todos los miembros de la familia, se inicia el último acto de la película, acto que la prudencia me aconseja no desvelar. No tanto porque si el espectador lo supiera dejaría de verlo con la misma emoción, sino porque es bueno que los giros de guion en una película tan milimétricamente calculada como esta sean respetados por los críticos. A lo largo de la película hay una tensión evidente entre la vida actual de Ida, su deseo de convertirse en monja católica y el efecto que tendrá en ella a partir de ahora el descubrimiento de su condición de judía. Parece, además, que la road-movie tenga como objetivo ayudarla a tomar una decisión correcta, más allá del rescate de los restos de su familia.
        La ambientación de la película es impactante, sobre todo para quienes tenemos memoria histórica viva de la España de los 60 y hemos ya vivido ya viajado a pequeños pueblos de provincia. Las casas, las carreteras, los coches, el vestuario, las costumbres y ciertas conductas nos resultan demasiado familiares, a pesar de la diferencia de régimen político entre la España franquista y la Polonia comunista. El director, además, utiliza unos encuadres muy personales, en los cuales los protagonistas parece que apenas saquen la cabeza para meterse en el campo, como si el cámara se hubiera despistado; pero asomándolo muy poco, ante la inmensidad del plano ocupado por el espacio contra el que se recortan tan mínimamente los personajes y que se supone que debería de haber sido sino marco. Y no es que el decorado adquiera un papel relevante o preponderante en los planos, si nos atenemos a la pobreza de la mayoría de los espacios que se describen en la película, a excepción del hotel donde el autor consigue una puesta en escena magnífica, sino que todo parece querer indicarnos, metafóricamente, el sometimiento de los personajes principales a una agobiante situación social y religiosa, en el caso de ambas mujeres. Las dos están espléndidas en sus respetivos papeles, pero no se puede obviar la presencia magnética de la tía, Agatha Kulesza, quien nada más aparecer en pantalla imanta poderosamente la atención del espectador, como si se hallase ante una mezcla extraña de Anna Magnani y de Melina Mercouri. No podía competir por el Oscar a la mejor actriz, pero hubiera sido una dificilísima rival a batir. Su actuación a Ida, que soporta el peso de la película, le ha valido, sin embargo el reconocimiento de la Asociación de Críticos Cinematográficos de Los Angeles, un galardón, el de mejor actriz, que ya recibió de la Academia polaca de cine. Estamos, pues, ante una película sutil y llena de hallazgos visuales, con un contundente blanco y negro absolutamente clásico

       
        

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