viernes, 30 de octubre de 2015

“Condenados”, Manuel Mur-Oti entre el expresionismo y el neorrealismo: una tragedia manchega de ayer y de siempre


                           

Condenados: Una tragedia griega con guion de western en la meseta manchega y con banda sonora de Beethoven: Aurora Bautista como nunca antes vista.
Título original: Condenados
Año: 1953
Duración: 90 min.
País: España
Director: Manuel Mur Oti
Guión: Manuel Mur Oti (Obra: José Suárez Carreño)
Música: Ludwig van Beethoven
Fotografía: Manuel Berenguer (B&W)
Reparto: Aurora Bautista, Carlos Lemos, José Suárez, Félix Fernández, Anibal Vela, Eugenio Domingo, Antonio Diaz del Castillo, Pedro Ignacio Paul

            No es lo mismo que ¡Qué grande es el cine!, de Garci, por supuesto, pero la historia del cine español que han programado en La 2 me está permitiendo conocer películas que, de otro modo, no dejarían de ser referencias en las historias o proyecciones casi clandestinas en las filmotecas o fragmentos seleccionados en YouTube. Condenados, de Manuel Mur-Oti  es la última que he visto y me ha dejado clavado en la butaca, porque me ha parecido algo a medias entre increíble y maravilloso: un drama calderoniano con estructura de western y ambientada en La Mancha con el telón de fondo de una explotación agraria y ganadera llevada por una mujer cuyo marido purga pena de cárcel por haber asesinado dejándose llevar por los celos. Maldita la hacienda desde entonces, la casa de “el condenado”, la llaman, un forastero se pone a las órdenes de la “ama” para sacar adelante unas tierras a punto de perderse. La contenida tensión erótica y amorosa entre la mujer fiel a su marido, al “amo”, y el nuevo capataz, ascenderá desde el “ama” hasta el nombre propio de ella, “Aurelia”, por quien Juan, el capataz va sintiendo una pasión destructora que acabará con él. El regreso de José, el marido de Aurelia, un expresivo Carlos Lemos que vive obsesionado por unos celos que lo atormentaron antes del asesinato y después, en la cárcel; celos que vuelven a comérselo vivo con la representación figurada de su deshonra, porque su esposa siempre le ha sido fiel, a pesar de las crecientes libertades que se permite para con el salvador de su hacienda, si bien nunca llega a darle las esperanzas que él otro tiene, sin embargo, por fehacientes. Se trata de un trío clásico, pero la fuerza de las interpretaciones y el uso de un blanco y negro potentísimo, con unos claroscuros que rozan el expresionismo, a veces, nos ofrece una película intensísima y digna no solo de un mayor conocimiento popular, sino de un aprecio crítico que debería compartir con otras obras como Cielo negro, cuyo final debería estar entre los antológicos del cine español y Orgullo, otro western de ambiente español de una fuerza extraordinaria e inequívoca ascendencia fordiana. Solo el recuerdo de estas tres películas debería bastar para colocar a Mur-Oti a la misma altura que cineastas tan prestigiosos como Berlanga o Bardem, por poner un ejemplo reciente.
         Aunque no es actriz de mi gusto, si bien borda su papel de católica reprimida en La tía Tula,  de Miguel Picazo, la actuación de Aurora Bautista me ha impresionado, por más que en las escenas finales se deje llevar por un dramatismo sobreactuado que no impiden valorar su trabajo total dentro de la excelencia interpretativa. Su naturalidad, la capacidad seductora de sus gestos, su mirada y su sonrisa, que van haciendo crecer en el capataz la pasión que lo devora, consiguen hacer creíble el personaje hasta el punto de entender su decisión final, difícil de aceptar en aquella época de intachable moral franquista, pero ahí queda, como una licencia poética que engrandece el círculo que se cierra en la acción catártica. Carlos Lemos, de tan blandengue estampa facial, compone, sin embargo, un marido atormentado y lleno de verdad, en el que relampaguean los fuegos diabólicos de los celos con una intensidad malsana que eleva el dramatismo del relato y prefigura un estallido de ira que, sin embargo, no llega a producirse, al menos en la forma como, en lo no narrado, lo condujo al penal. El trío lo completa un actor de cierta tosquedad interpretativa, José Suárez (imprescindible en Brigada criminal y Calle Mayor), tan o más famoso en su época que el propio Paco Rabal, que se mete dentro de la piel de un hombre campo, con cierta rudeza, pero con una delicadeza amorosa que se ve impelido a reprimir, aun a pesar de que vive la consumación constante en un fuego que su “ama”, después “Aurelia” para avivar, o así tal se lo parece a él.
         La música de Beethoven, única que suena a lo largo de toda la cinta, parece un uso más propio de un experimento que la que podría esperarse para una película como Condenados, si bien contribuye poderosamente a la descripción bucólica de una naturaleza que ha de ser domada, a enfatizar ciertas escenas llenas de diversas tensiones y a crear el pathos dramático propio de una tragedia calderoniana como la que se nos ofrece.

         En resumen, para quienes les gusten las tragedias bien narradas y mejor interpretadas, Condenados se convertirá en una película inolvidable.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Jean-Luc Godard o el experimento cinematográfico: “2 o 3 cosas que yo sé de ella”.


                           

2 o 3 cosas que yo sé de ella: París y algunas parisinas antes de la Revolución del 68 vistas por Jean-Luc Godard
Título original: 2 ou 3 choses que je sais d'elle
Año: 1967
Duración: 95 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard
Música: Ludwig van Beethoven
Fotografía: Raoul Coutard
Reparto: Joseph Gehrard, Marina Vlady, Anny Duperey, Roger Montsoret, Raoul Lévy

Soy un fiel consultor de la web Film Affinity, no solo porque hallo allí la ficha técnica de todas las películas que veo, sino porque también me encanta leer las críticas que con toda libertad de juicio dejan en ella los lectores suscritos. Hay muchos cinéfilos y otros que entran a dejar sus descalificaciones diría yo que por afán provocador, no exento de una caga cinefilia no reconocida. De muchas películas ni siquiera hay una sola crítica, por cierto. En este caso es lo que me temía, porque la película de Godard que traigo hoy a El ojo cosmológico es de esas que requiere su buena dosis de paciencia, empatía e independencia de criterio para no dejarse llevar por la irritación y concluir que estamos, como enseguida leeremos, en la antítesis del cine: el aburrimiento, hijo de la pretenciosidad.  Me remito a una crítica sobre esta película de Godard publicada por un tal Tom Regan en 2009 y que resume a la perfección el modo erróneo de acercarse a la película de Godard. Dudo mucho, además, de que fuera capaz de verla entera. Dice así, el crítico: Cine para culturetas snobs de los que te miran por encima del hombro. Bienvenidos al universo Godard, un universo plagado del comunismo más rancio, crítica a la sociedad de consumo, se burla de la burguesía, odio a Estados Unidos, reflejado en las omnipresentes noticias de la guerra del Vietnam y una prostitución flemática como hilo conductor, todo ello contado del modo más insoportable y soporífera(sic) posible, vomito(sic) sobre la nouvelle vague y sobre sus creadores, atajo(sic) de intelectualoides trasnochados, ojalá se hubieran ido a la URSS o a Cuba para que sufriera lo que era en verdad el asqueroso comunismo y que vieran lo que era la falta de libertad, no recuerdo que criticaran a los tanques rusos que aplastaron el levantamiento checo en el 68, hipócritas demagogos. Este panfleto filmado es la antítesis del entretenimiento recomendable a … Fuerza y honor!!! TOM REGAN
         Entiendo las reticencias de quienes crean que me podría haber ahorrado la transcripción ofrecida, dado su escasísimo nivel crítico, su atávica sintaxis y su incomprensión radical de lo que es y representa el cine de Godard, al menos el de sus mejores películas; pero me ha parecido oportuno hacerlo porque Godard estaría más que orgulloso de que su mensaje político hubiera llegado a irritar tanto a algún espectador, lo que significaría que no habría quedado sepultado bajo las poderosa carga intelectual que volcó en el todo el metraje, y de la que enseguida trataremos.
En poco tiempo, he visto, gracias a mi filmoteca casi particular de segunda mano, El desprecio, excelentísima reflexión autobiográfica y sobre el cine, con la aparición estelar de Fritz Lang haciendo de sí mismo y un Jack Palance impecable; Banda aparte, llena de planos y secuencias que pretenden ser inolvidables (y algunos lo son), Pierrot, el loco, en la que se malinterpretan las palabras de Samuel Fuller en su cameo al comienzo de la película reivindicando la acción, la violencia y el sexo, porque el guion  es un verdadero disparate al que nada tienen que envidiarle los de Almodóvar, por ejemplo, y, finalmente, la de ayer, esta 2 o 3 cosas que yo sé de ella, en cuyos títulos de crédito se nos aclara enseguida que no se trata de una mujer sino de Francia y más concretamente de París y sus barrios periféricos en construcción entonces. La película recuerda mucho, en cierto sentido, a Berlín, Sinfonía de una ciudad, porque voluntariamente adopta una forma de falso documental muy realista, porque “sigue” la vida de ciertos personajes a lo largo de un día “normal” de sus vidas y porque la ciudad tiene una presencia en la cinta al mismo nivel de interés que sus protagonistas. Es más que curioso que dos cintas de directores tan antagónicos como Godard y Buñuel se rodasen en el mismo año 1967 y que ambas trataran la prostitución clandestina de dos amas de casa, una, la de Buñuel, Belle de Jour, de clase alta; la otra, la de Godard, de clase media baja cuyas motivaciones son, además de dar rienda suelta a la insatisfacción que siente en su matrimonio con un mecánico y radioaficionado, la necesidad de redondear los ingresos.
         A partir de la voz en off que habla en un susurro, el propio Godard, repartiendo doctrina a diestro y siniestro, desde la antropología a la sociología, pasando por la psicología, el estudio de los caracteres y el urbanismo, nos va introduciendo el variado mundo de testimonios femeninos que, dirigiéndose directamente a la cámara en el desarrollo de una secuencia que en modo alguno interrumpen, explican ciertos retazos de su vida cotidiana, usualmente faltos del más mínimo interés ni siquiera para quienes los describen. El juego de encuadres con rótulos, edificios, gasolineras, ángulos inéditos de la ciudad en construcción y el omnipresente ruido de las máquinas excavadoras y de las grúas confiere, por contigüidad, un valor “fundacional” a la película (como se advierte en el excelente cartel anunciador, en el que se ha sabido captar a la perfección el sentido "constructor" de la misma). La ciudad de París y las parisinas son las protagonistas de esta sinfonía desarrollada exclusivamente con los acordes de la música de Beethoven como banda sonora, lo mismo que hizo Manuel Mur Oti en Condenados, si bien para un dramón rural del que quizás hable en breve. He de reconocer que, amante como soy de la arquitectura, la película de Godard destila una sensibilidad extraordinaria por la composición de volúmenes en el interior del plano, y prácticamente no hay ninguno en el que no se aprecie esa sensibilidad espacial. Contrastan esos planos con los de los numerosísimos rótulos, muchos de ellos luminosos, que van jalonando la historia de una belle de jour plena de acedía vital, a la que le pone rostro impasible y frío Marina Vlady en una soberbia actuación, porque llegar a entender lo que el director quería que ella expresase le debe de haber costado lo suyo. Godard es un director crítico con la modernidad, pero, al mismo tiempo, un amante incondicional de los nuevos signos que inundan el campo semiótico, y de ahí ese montaje “nervioso”, saltarín, “eléctrico”, que nos lleva desde la descripción al juicio moral, desde el cuadro de costumbres hasta el existencialismo, o desde los guiños (no se sabe, por la ideología de fondo, si irónicos o complacientes), como el de la bandera de Francia que compone la protagonista con la colcha, la sábana y el pijama, repetida dos veces a lo largo de la película, hasta la adhesión estética incondicional, y en parte fetichista, a esos nuevos signos que constituyen una puesta en escena más que atractiva. Es difícil evadirse de la resignada melancolía que destilan los destinos de los personajes, inmersos en sus vidas cotidianas repetidas hasta la saciedad sin que apenas brille la esperanza de algún cambio en ellas. Quizás por ello es tan impresionante el plano final de la película: una ciudad construida con las cajas de los productos de primera necesidad que han de consumir los habitantes de esa París en expansión, contemplada desde arriba, dando toda la impresión de ser una maqueta a la que bien podría acercarse la cámara en un trávelin para engarzar con la acción real de la película, la que fuese.

No garantizo emociones de ninguna clase, salvo la muy tibia de la melancolía, pero sí un disfrute intelectual y visual que justifican, ahora y siempre, la inclusión de Godard (casi godart, artista divino…) en la nutrida lista de los grandes directores de cine.

lunes, 26 de octubre de 2015

Lon Chaney en su esplendor, a las órdenes de Tod Browning: “Maldad encubierta” y “The unholy three”




Melodrama y crimen en los bajos fondos londinenses: Maldad encubierta o un magnífico Tod Browning que anticipa Freaks en The unholy three.




Título original: The Blackbird
Año: 1926
Duración: 86 min.
País:  Unidos Estados Unidos
Director: Tod Browning
Guión: Joseph Farnham, Waldemar Young (Historia: Tod Browning)
Música:  Película muda / Versión restaurada: Robert Israel
Fotografía: Percy Hilburn (B&W)
Reparto: Lon Chaney, Owen Moore, Renée Adorée, Doris Lloyd, Andy MacLennan, William Weston

Título original: The Unholy Three
Año: 1925
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Director: Tod Browning
Guión: Waldemar Young (Novela: Clarence Aaron 'Tod' Robbins)
Música: Película muda
Fotografía: David Kesson (B&W)
Reparto: Lon Chaney, Mae Busch, Matt Moore, Victor McLaglen, Harry Earles, Matthew Betz, Edward Connelly, William Humphrey, E. Allyn Warren


         Hacía tiempo que no me plantaba ante una película muda, lo confieso. Quizás la última fuera El amo de la casa, de Dreyer, que debería de ser pasada en las escuelas como parte del aprendizaje imprescindible de la igualdad de sexos, y más ahora que los comportamientos machistas vuelven a tener preeminencia en una generación en la que casi deberían aparecer como excepción en vez de como regla. Dejando de lado fervores de secta, no diré que las películas mudas son el “auténtico” cine, como se suele argumentar, atendiendo a que se nos cuenta la historia a través de las imágenes, porque, en ese caso, serían totalmente prescindibles los cartelones con las leyendas que nos permiten seguir la trama en líneas generales, sin equivocaciones de bulto, y porque las actuaciones de los actores y actrices suelen tener un punto de histrionismo que no se compadece con el naturalismo interpretativo al que nos ha acostumbrado el sonoro; pero sí es cierto que el esfuerzo sintético narrativo a que obliga el cine mudo permite una planificación en la que no suele sobrar ningún plano, pues todos ellos suelen ser imprescindibles para asegurar la correcta e inequívoca recepción de la historia narrada.
         En mi filmoteca de segunda mano he encontrado dos películas del prolífico y versátil Tod Browning, al que se hace mal en reducir a una sola película, Freaks, porque, como ocurre en estas dos cintas, es un director potente y de amplio recorrido genérico. Tanto Maldad encubierta como The unholy three (nombrarla por el título en español, El trío fantástico, casi da repelús…) son dos películas sobre delincuentes en las que la aparición del hombre de las mil caras, Lon Chaney, condiciona la trama, decantándola hacia una desarrollo previsible que no impide, sin embargo, conseguidos momentos de intriga y de genuino suspense. La primera funciona como una película “de ambientes” en la que dos rateros, uno de barriada y el otro de altos vuelos, un dandy, se disputan el amor de una actriz de variedades que presenta un espectacular número de guiñol. El desdoblamiento de Chaney en dos personalidades opuestas, El obispo, un clérigo inválido, generoso y solidario, respetado por sus conciudadanos en ese ambiente de degradación social del  Londres marginal de comienzos de siglo, y su hermano delincuente, un Chaney dueño de un repertorio de gesticulaciones y miradas llenas de una expresividad poderosa, repartida en un abanico de emociones que van desde la chulería despótica hasta el más enternecido de los desvalimientos amorosos, permite al espectador disfrutar de una trama casi de vodevil, si no se tratara de un drama, atendiendo a los constantes cambios de personalidad del protagonista, secundado eficazmente por su rival. El retrato del café cantante donde se desarrolla buena parte de la acción, casi toda ella en interiores, por cierto, ofrece un verismo muy notable. Ya desde el comienzo de la película el director nos ofrece una significativa galería de rostros que recuerda la técnica de los primeros planos de Eisenstein, toda una declaración de intenciones. El ambiente del público, irrespetuoso con algunas artistas y obsequioso con otras, más la presencia de gente de la alta sociedad mezclándose con la “chusma” e ignorantes de su destino: ser atracados por el propio anfitrión que allí los ha llevado, permite al espectador entender perfectamente al protagonista, de quien aún está enamorada una antigua novia que trata de redimir a su expareja, con nulos resultados. La caracterización del “Obispo” está muy lograda y el retorcimiento corporal que la provoca acabará teniendo una importancia decisiva en la trama, porque a resultas de una caída inevitable, dada la caracterización, se precipitará el desenlace dramático de la historia. Me ha sorprendido muy gratamente la facilidad de Browning para los encuadres, porque en ninguno de cuantos recuerdo me parece que haya nada anodino, de igual modo que cada plano contribuye, además, a la creación del vigoroso ritmo narrativo que el director imprime a la película-
         En The unholy three, aun tratándose también de una historia de ambiente delictivo de poca monta, la aparición inicial de un circo lleno de extravagantes atracciones que preludia lo que será, años más tarde, la médula de su película más famosa, permite sospechar que podemos llevarnos una sorpresa mayúscula. No es así, porque la trama, en exceso convencional, solo parcialmente sabe sacar provecho de la participación de un enano-niño, en quien, sin embargo, recae el peso de algunas de las secuencias más hitchcockianas de la película. La trama, sin embargo, tiene una perspectiva moral muy curiosa, porque la rivalidad amorosa que se establece llega a alcanzar una dimensión moral sorprendente, porque el protagonista, el ventrílocuo al que representa Chaney, es capaz de renunciar a su profundo amor en beneficio del rival, de quien se confiesa enamorada la coprotagonista, por más que resulte inverosímil que así suceda teniendo en cuenta el papanatas de marca mayor de quien se enamora, aunque su honradez es lo que más atractivo lo hace, sin duda. El clímax que se produce durante el juicio en el que el falso culpable de un robo y un asesinato puede ser condenado a muerte, con el ventrílocuo intentando convencer al juez de la inocencia del acusado, hablando a través de él como de su marioneta, tiene enorme mérito cinematográfico, a lo que contribuye un juego de plano contraplano que permite escenificar la desesperación del ventrílocuo hasta que llega el momento sublime de la confesión a pleno pulmón de su culpabilidad relativa en todo el asunto.

         Se trata, en cualquier caso, de dos películas muy estimables no solo desde la óptica del cinéfilo, sino desde la del espectador común, quien, a través de ellas, se reconciliará con una época del cine, el cine mudo, en la que se rodaron no pocas obras maestras del género, como, para este crítico, la inmortal Avaricia, de Erich. Von Stroheim, por ejemplo, sin mencionar las muchas muestras excelentísimas de otros grandes como Eisenstein, Griffith, Murnau, Pabst y tantos más.

martes, 20 de octubre de 2015

Una “maldita” película lésbica: “El asesinato de la hermana George”, de Robert Aldrich.


                           


El asesinato de la hermana George o la severa introspección en la psicología humana de una película no estrenada comercialmente en España.


Título original: The Killing of Sister George
Año: 1969
Duración: 140 min.
País: Estados Unidos
Director: Robert Aldrich
Guión: Lukas Heller (Play: Frank Marcus)
Música: Gerald Fried
Fotografía: Joseph Biroc
Reparto: Beryl Reid, Susannah York, Coral Browne, Ronald Fraser, Patricia Medina, Cyril Delevanti, Elaine Church, Brendan Dillon, Jack Raine

         Robert Aldrich es un director sorprendente, polifacético y merecedor de una atención crítica que le coloque en el lugar destacado que merece en la Historia del cine. La mera enumeración de algunos de sus títulos, Veracruz, Doce del patíbulo, ¿Qué fue de Baby Jane?, El emperador del norte o la que hoy traigo a este Ojo cosmológico, El asesinato de la hermana George, deja entrever la disparidad de géneros que ha abordado y el interés subyacente en todos ellos por las complejas relaciones de dominio y sumisión que suelen establecerse entre las personas. El título de esta película induce a engaño, y muchos de los espectadores de la tenebrosa película protagonizada por Bette Davis y Joan Crawford en un duelo interpretativo que tiene su perfecta emulación en los llevados a cabo por Beryl Reid (que fue su exitosa intérprete en el teatro y a quien Aldrich hubo de convencer para que lo interpretara en la pantalla, un papel por el que movió sus influencias Bette Davis para conseguirlo, por cierto…) y Susannah York, pensarán, como a mí me pasó, que nos disponíamos a ver una suerte de secuela de esa extraordinaria y oscurísima película que es ¿Qué fue de Baby Jane? Pronto se sale del engaño, ciertamente, pero no de la tensión en que Aldrich sumerge al espectador desde los mismísimos títulos de crédito y hasta el tremendo final.
En el título de la crítica ya he indicado algo sorprendente relacionado con esta película: que no haya sido estrenada comercialmente en España. Que sea una obra de tema abiertamente lésbico, con una escena de sexualidad explícita que fue suprimidas en su momento explica suficientemente que así fuera en su momento, pues, a pesar de la revolución liberadora de las costumbres que supuso la “Década prodigiosa”, ciertos tabúes no solo entonces, sino también ahora, siguen sólidamente establecidos. De hecho, la película fue catalogada como X en las pantallas americanas. La película, una dura vivisección de la relación entre dos mujeres de muy distinto carácter pero sólidamente unidas por el afecto y la conveniencia, antes que por el amor, se mueve en el ámbito de obras bien conocidas que también exploraron, antes y después, un tema tan tópico como atractivo bien por lo morboso bien por la inmersión a que obliga en las tenebrosas simas de las complejas motivaciones del comportamiento humano: El sirviente, de Losey; La escalera, de Donen (rodada el mismo año que la de Aldrich, pero sí estrenada comercialmente, tras la muerte de Franco, sin embargo…, que tantas similitudes guarda con la de Aldrich) o Las amargas lágrimas de Petra von Kant, de Fassbinder, por citar algunas de fácil recuerdo. La trama está ambientada en un género, el de las series televisivas y sus entresijos, del que Sidney Pollack  nos ofrecería una más que interesante vuelta de tuerca en Tootsie, con un espléndido Dustin Hoffman.
Sister George es un personaje alrededor del cual gira una serie de televisión de éxito en Inglaterra, pero la actriz que lo protagoniza es el reverso de las virtudes que la hermana muestra en pantalla. De ser, en la pantalla, un personaje que encarna los ideales positivos políticamente correctos, en su vida privada nos encontramos con una alcohólica, lesbiana y malhumorada mujer a la que le resulta un duro trago el proceso de envejecimiento y las sospechas de infidelidad por parte de su compañera, Childie, una mujer aniñada con quien mantiene unas relaciones de dominación y afecto muy complejas. Con ese carácter, un auténtico “todo un carácter”, que suele decirse,  no es de extrañar que los celos, la afición al alcohol y la lascivia le acaben acarreando problemas que acabarán alterando definitivamente su vida cotidiana, la amorosa y la profesional: tras un incidente en el que se sobrepasa con dos novicias en un taxi, se le comunica que su personaje será “asesinado” y, para colmo, su compañera acabará siendo seducida por la ejecutiva del canal de televisión que le anuncia su “muerte” televisiva, coincidiendo, eso sí, con un descenso en los niveles de popularidad del personaje en beneficio de otro compañero de reparto, con quien mantendrá una rivalidad resuelta cómicamente en el amargo desenlace de la película.
         Como espectador, lo que llama la atención es que el lesbianismo se nos presente de una manera tan oscura y en unos personajes cuyos desequilibrios psicológicos son tan notables. Es evidente que la felicidad es más que sosa para el arte, y que las psicologías enrevesadas son una fuente de misteriosa atracción para el espectador, pero lo cierto es que el personaje que “ha” de interpretar Susannah York resulta, como mínimo, sorprendente, si bien hay una explicación verosímil que se nos ofrece en la tensísima secuencia final de la película, cuando la ejecutiva seduce a Childie y esta decide irse con ella y romper definitivamente con “George”, a quien llama con el nombre de su personaje en la serie como demostración del modo como el personaje ha vampirizado la persona, pero a título anecdótico y paradójico, porque las crudísimas relaciones entre ambas mujeres llenan la pantalla en una sucesión de escenas que encogen el ánimo del espectador más cuajado. La humillación de la colilla del puro que Childie se ha de tragar, siguiendo un ritual establecido entre ellas, y que convierte, sin embargo, poco menos que en un orgasmo sexual, es una de ellas; pero la secuencia supuestamente cómica de ambas mujeres encarnando a Laurel y Hardy para representar un número en un club lésbico de Londres, el famoso Gateways Club, desaparecido a finales de los 80, es otra. Hay en la película muchos primeros planos en los que se dinamitan las ficciones de Childie y de George, y que contribuyen a insertar una perspectiva del género de terror que crea una tensión malsana en el espectador, siempre pendiente de que dicha tensión se resuelva por la vía del asesinato del título entendido literalmente, en vez de simbólicamente, que es como en realidad funciona.
         No es una película “amable” ni “deliciosa” ni “maravillosa” ni “estupenda” ni “fantástica” o “curiosa”, por ejemplo, porque cuando se toca tan en lo vivo ciertas flaquezas humanas mejor podemos hablar de dura y amarga experiencia que de “espectáculo”. Aunque más en la línea “cruda” de Haneke, no es menos cierto que guarda una extraordinaria similitud de fondo con La escalera de Donen, donde se nos narra una historia de los duros tiempos de decadencia de una pareja gay, con dos espléndidos protagonistas, Rex Harrison y Richard Burton. Dos directores norteamericanos para dos películas británicas, y muy británicas, sobre la homosexualidad. Eso sí que es curioso.

         La película de Aldrich tiene una puesta en escena muy curiosa, porque nos ofrece la visión de un Londres que se aparta del tradicional, y la tortuosa psicología de las protagonistas se nos sugiere en unos magníficos títulos de crédito en los que la cámara va siguiendo durante el camino del pub a casa de la protagonista por los estrechísimos callejones de Heath Street y Hampstead Grove, si bien la casa de las protagonistas está ubicada en Knightsbridge. Así mismo, es preciso mencionar la aparición de un pub cuya tradición se extiende hacia atrás hasta el siglo XVII , The Holly Bush, y en el que, sin que haya sufrido muchos cambios la decoración, bebieron personajes como el inefable Dr. Johnson y su biógrafo, James Boswell, por ejemplo. La presencia de la televisión y de las imágenes de la serie en las pantallas, contrasta con las escenas del rodaje en estudio, donde se recrea la pequeña localidad británica donde está ambientada la serie. El juego entre la realidad y la “fábrica de sueños” se va acentuando a medida que progresa la acción, y tiene su momento climático cuando se le ofrece una despedida en dichos estudios a la “recién asesinada”, a quien, para coronar la defunción, una productora le ofrece el papel de “voz” de una vaca de dibujos animados… La película no acaba en la casa de las protagonistas, donde la envejecida, colérica y celosa “George” ha contemplado la escena de sexo explícito entre Childie y la “glamurosa” productora de la cadena, una escena hipnótica en la que se mezclan a partes iguales, la pasión y la frigidez, la entrega y el rechazo, sino en los estudios donde acaba destruyéndolo todo, antes de acabar, sentada en un banco y mugiendo en la penumbra de la irrealidad escenográfica de lo que fue su vida, de lo que es su realidad truncada.
        La actualidad de la obra original, de Frank Markus va más allá de la película, por cierto, porque no hace ni dos años que Kathleen Turner la llevó de nuevo a los escenarios, atraída por la complejidad del personaje protagonista. Ignoro si alcanzó la excelencia que demostró Beryl Reid sobre las tablas y en el plató, pero lo que hubiera dado por comprobarlo...

domingo, 18 de octubre de 2015

“Esa pareja feliz”: una ópera prima que marca doble Bépoca: Bardem y Berlanga.




El inmenso Félix Fernández
Ver en 2015 Esa pareja feliz o el infraempleo, la picaresca y, sí, también el amor, en 1951.


Título original: Esa pareja feliz
Año: 1951
Duración: 90 min.
País: España
Director: Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem
Guión: Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem
Música: Jesús García Leoz
Fotografía: Guillermo Golberger (B&W)
Reparto: Fernando Fernán Gómez, Elvira Quintillá, José Luis Ozores, Félix Fernández, Matilde Muñoz Sampedro, Rafael Alonso, Fernando Aguirre, Manuel Arbó, Antonio García Quijada, Antonio Garisa, José Franco, Alady, Rafael Bardem, José Orjas, Francisco Bernal, Antonio Ozores, Manuel Aguilera, Pilar Sirvent, Carmen Sánchez, Lola Gaos, Antonio Estévez, Mapy Gómez


            Lo bueno de la cinefilia es que nunca la revisión de una película es en vano, aunque la primera vez que se vio se viera con los mil ojos espoleados de quienes no quieren perder detalle, pero ya se sabe lo frágil que es la memoria. La monumental historia del cine español a través de 600 películas, excelentemente programadas, da para descubrimientos, revisitaciones y algún que otro desdén, por supuesto. En el capítulo de óperas primas, hace unos días tuve la ocasión de volver a ver la de Bardem y Berlanga o viceversa, tanto monta, Esa pareja feliz, una comedia absolutamente italianizante que, sin embargo, respetaba escrupulosamente lo mejor de la comedia española, no solo por la sociedad que se retrata en ella, sino, sobre todo, por la enorme galería de personajes secundarios que la convierten en una auténtica joya de un tipo de cine coral que se convertiría, años después, en la “marca de fábrica” del cine de Luis Berlanga, por ejemplo. En aquel cine de los años 50 y 60 bien podría decirse que el más cómodo oficio de la industria cinematográfica era el de Director de casting, porque la versatilidad de los actores de aquella época permitía que hasta el más ínfimo papel en cualquier secuencia tuviera el actor o la actriz más apropiados. A título de ejemplo, baste recordar los mínimos papeles que con tanta profesionalidad realizan José Luis López Vázquez, Antonio Ozores, Rafael Alonso o Lola Gaos, entre otros.
         La película, que se centra en las dificultades para salir delante de un matrimonio joven que viven de realquiler en un reducido cuarto y tienen trabajos no cualificados, excepcionalmente interpretado por dos actores en estado de gracia, como Fernando Fernán Gomez y Elvira Quintillà, quien repetiría con Berlanga en esa maravilla del cine que es Plácido, está planteada con un desenfadado tono de comedia realista que pretende oponerse a la solemnidad prosopopeyesca del cine histórico que entonces se realizaba, como se advierte en una secuencia inicial graciosísima que remeda escenas similares del cine de Hollywood. Hay, por lo tanto, dado que el protagonista trabaja en unos estudios de cine, no solo un homenaje al cine, es innegable la influencia de las películas de Capra en esta ópera prima, sino a la industria del cine, pero también una crítica al mismo, es decir, a la concepción del cine como instrumento de disuasión para canalizar lo que deberían o podrían ser afanes reivindicativos para mejorar la situación social de los trabajadores, como se advierte en el rechazo de la coprotagonista cuando le afea a su marido que le “destroce” la ilusión de lo que ve en pantalla con la explicación de “cómo” se consigue este o aquel efecto.
         Se trata de una película coral, social, en la que se describe un Madrid de principios de los 50 dominado por intentos de “modernización” que se manifiestan en las técnicas de mercadotecnia a través de la generación de la ilusión mediante el azar:  “La pareja feliz” es un concurso que gana la protagonista, tras comprar en abundancia cierto jabón; concurso que convertirá a la pareja ganadora en algo así como lo que ofrecía, cuando llegó la televisión, su más famoso programa: “Reina por un día”, que diríase inspirado en la película de B&B: un día con todos los gastos pagados por empresas que aprovechaban, a su vez, la publicidad del concurso para aumentar sus ventas. Pero, al tiempo, se nos ofrece un Madrid popular “de barriada”, con gente que busca ganarse el jornal de cualquier manera, entre las que entra, por supuesto, la picaresca de la estafa.
Las graciosas situaciones a que da pie el periplo de tiendas que han de visitar, así como la comida en el restaurante de lujo o la visita broche final a Copacabana, con un excelente número musical de por medio, que acaba como el rosario de la aurora ante el juzgado de guardia, es un encadenamiento de situaciones que garantizan no solo la franca risa (y aun la carcajada) de la verdadera comedia, hija de la planificación y del crescendo, el famoso timing, sino, sobre todo, la contemplación de un proceso de alienación consumista que acaba haciendo recapacitar a los protagonistas para poder recuperar el amor compartido que sus respectivas ambiciones les están haciendo perder: él, convertirse en un especialista en electrónica (¡Al futuro por la electrónica!, es el lema de quien le cobra los recibos de la academia por correspondencia, una estafa de tomo y lomo que se alarga en el tiempo para saquearle sus escasos ahorros); ella, disfrutar de unas comodidades que le permitan llevar la vida desahogada que ve en la pantalla del cine. En ese proceso, y dada la difícil situación económica de la pareja protagonista, no falta la crisis de desamor que provoca la sempiterna ambición del ingenuo protagonista, quien se embarca en negocios inverosímiles que son auténticas estafas, como el que les propone una de las estrellas de la película, el inconmensurable actor Félix Fernández, extra de teatro que lía a Fernán Gómez y a José Luis Ozores en un negocio en que no solo perderán lo que invierten, sino que provoca que sea expulsado del trabajo en los estudios. El “¡Sentido comercial!” con que el estafador embauca a los dos pardillos, dicho con ese gracejo de Félix Fernández, excepcional en la escena en que recibe al indignado Fernán Gómez en lo que tiene toda la pinta de ser una casa “de mala nota”, que decían entonces, ha quedado como una de las señas de identidad de la película, un lema cuyos ecos pueden advertirse, por ejemplo en el “Todos para la Bruster y la Bruster para todos” de Los nuevos españoles, de Roberto Bodegas, por ejemplo, tan olvidada hoy.

Lo que está claro es que Esa pareja feliz en modo alguno parece una ópera prima, sino una sólida película de consagración de quienes podía intuirse que deberían de estar acostumbrados a lidiar, a través de la imaginación, con rodajes complicados, por más que el presupuesto fuera escaso. Todo en ella está estudiado hasta el más mínimo detalles, y nada queda al albur de la improvisación, pero el resultado final tiene una consistencia cinematográfica difícil de conseguir cuando se trata de una ópera prima, y tan compleja como la presente. Hay, si, concesiones como el final, auténticamente frankcapriano, pero el detalle de los zapatos de los que se deshace la mujer, después de haberlos sufrido como un martirio desde que los recibió como uno más de los regalos que le permitan experimentar en qué consiste llevar una vida de lujo, confirma la calidad de redonda ópera prima de quienes nos habrían de dar auténticas obras maestras de nuestro cine como Calle Mayor, Muerte de un ciclista, Plácido o Bienvenido Mr. Marshall.

lunes, 12 de octubre de 2015

“Irrational man”, de Woody Allen: la larga decadencia del stajanovista neyorquino.

                             


Entre el aburrimiento, el cliché y la abulia: Irrational man: ¿Por nadie se deja aconsejar Woody Allen?

Título original: Irrational Man
Año: 2015
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Música: Ramsey Lewis
Fotografía: Darius Khondji
Reparto: Joaquin Phoenix, Emma Stone, Jamie Blackley, Parker Posey, Ethan Phillips, Julie Ann Dawson, Mark Burzenski, Gary Wilmes, Geoff Schuppert, David Pittu, Steven Howitt, Kaitlyn Bouchard, Ana Marie Proulx, Kate McGonigle, Tamara Hickey

            Woody Allen nos había acostumbrado a un ritmo de rodajes que alternaba los disparates con las grandes obras o, en su defecto, con obras notables. Ahora bien, después de la inverosímil, ridícula y absurda Magia a la luz de la luna del año pasado, de la que apenas se salvaba, por las imágenes, la secuencia en el mirador astronómico, nos entrega ahora esta Irrational man que, además de exiliar a este espectador particular al mullido terreno de Morfeo, le ha deparado un aburrimiento bostezante y dinámico durante el tiempo que, a muy duras penas, ha estado atento a la pantalla, removiéndose en el asiento ante la inanidad de lo contado y de la forma de contarlo. No se trata de que sea una obra “de manual”, con sus habituales ingredientes, sino de que detrás de ese rodaje parecía haber un sustituto aplicado pero sin ninguna chispa detrás, un funcionario de la realización: así de chata, de plana, es. La figura del protagonista, adelgazada hasta más allá del tópico, parece arrastrar en su indefinición al resto de los comparsas, de ahí que un actorazo indiscutible como Joaquin Phoenix nos parezca ridículo y más aún el inverosímil “hechizo” con que atrae a la coprotagonista, si bien Emma Stone le confiere bastante más credibilidad a su personaje. La película se abre como una película “de campus” y se cierra como una parodia en tono más que menor de una de sus grandes obras: Delitos y faltas. A diferencia, sin embargo, de otros planteamientos, en esta ocasión el personaje improvisa una falta de arrepentimiento total y una ebriedad nietzscheana de superhombre al que le está permitido, como al Travis de Taxi Driver convertirse en el “justiciero” de la sociedad, es decir, y en otra variante, como un Charles Bronson, pero en filósofo universitario y patoso, o con mala pata, como se demuestra en la única escena relativamente graciosa de la película junto al hueco del ascensor. La deliberada apariencia desastrada del protagonista, en la que se recrea el guion, para, después, justificar el cambio de proyecto vital, de la queja tópica a la esperanza justiciera,  con un repeinado y un toque de limpieza y colonia, nos permite intuir que apenas ha habido elaboración de la idea original y que cualquier solución, por trivial y anodina que sea, es con la que hay que quedarse, a falta de invertir más tiempo en lo que verdaderamente hubiera convertido la película en “una de Woody Allen”, aunque, a la vista de la larga ristra de películas suyas fallidas, quizás quepa hablar, al modo stevensoniano de un Woody y de un Allen, del artista y del asalariado, a los que unen cada vez menos cosas, aunque una de ellas sea que el segundo está dispuesto a pastar en los fértiles terrenos del primero hasta esquilmarlos, por más que sin provecho, como en esta Irrational man se demuestra.

         En efecto, quien piense que esto más que una crítica es un acto disuasorio de sacar la entrada correspondiente para evitar el desengaño posterior ha acertado de lleno. No poseo la verdad de la crítica ni mis juicios son apodícticos, pero entre críticos de cine y sus lectores habituales se establece un pacto de confianza que rara, rarísima vez, suele romperse, y cuando ello ocurre es por un grave descuido. No siempre hemos de coincidir con la opinión de nuestros críticos, pero incluso cuando eso no sucede con un perro viejo de esto de la crítica como Jordi Costa, colega admirado, es posible leer entre líneas la derrota de la película que quiere salvar sea por simpatía, por corrección política o porque todos envejecemos. Avisados quedan los potenciales espectadores.

miércoles, 7 de octubre de 2015

El expresionismo madrileño; El cristianismo de base, y la lucha entre la tradición y el ¿progreso?: Edgard Neville, Rafael Gil y José Luis Sáenz de Heredia.



 
                                                       
La torre de los siete jorobados o el expresionismo con porras y café con leche.

Título original: La torre de los siete jorobados
Año: 1944
Duración: 81 min.
País: España
Director: Edgar Neville
Guión: Edgar Neville, José Santugini (Novela: Emilio Carrere)
Música: José Ruíz de Azagra
Fotografía: Enrique Berreyre (B&W)
Reparto: Antonio Casal, Isabel de Pomés, Julia Lajos, Guillermo Marín, Félix de Pomés, Julia Pachelo, Manolita Morán, Antonio Riquelme

Creo recordar que la primera película que vi de Edgar Neville fue El último caballo, un alegato ecologista cuando ni siquiera existía la palabra pero sí los fervientes defensores de los “derechos” de la naturaleza a no ser maltratada por esa especie pretenciosa y destructora a la que llamamos “humana” por equivocación, porque habría de haberse llamada “airana” por los aires de dominadora totalitaria que siempre se ha dado sobre el planeta… Como intervenían, además, dos actores de la talla de Fernando Fernán Gómez y José Luis Ozores, y el desarrollo, a pesar del costumbrismo marca de la casa Neville, estaba atravesado por un lirismo profundo y emocionante, ¿a quién le puede extrañar no solo que me sedujera y se convirtiera en una de mis películas favoritas, sino que me interesase por el resto de la obra del aristocrático director madrileño? Películas como La vida en un hilo o El baile son perfectas muestras del cine del autor, películas tan famosas que no necesitan mayor comentario. Ahora bien, La torre de los siete jorobados (Arlt, y ya es curioso, tiene dos obras tituladas Los siete locos y El jorobadito…) quizás no haya tenido la difusión pública que merece, si bien se ha ganado, con el tiempo, el fervor de todos los cinéfilos españoles. Se trata de una historia de “aparecidos” en la que se mezcla el humor costumbrista con el género gótico y las películas de detectives obligados por las circunstancias, todo ello sazonado por una realización de carácter expresionista en la que las sombras, los decorados y la presentación de los personajes, como el “Nosferatu” castizo interpretado por un excelente Guillermo Marín, consiguen crear una atmósfera de misterio que, sin abandonar el suspense, no acaba de llegar al terror, aunque lo roce. El hilo conductor de la trama es un personaje apocado, interpretado por uno de los grandes actores del cine español, Antonio Casal, cuya memorable actuación en El malvado carabel, también de Neville, como tal lo acredita. La historia de los siete jorobados tiene un punto de inverosimilitud tan delicioso que no impide disfrutar del argumento, porque, al cabo, evoluciona de una película de fantasmas a una película de detectives. La cofradía de los jorobados se dedica a la elaboración de moneda falsa en una ceca subterránea a la que se desciende por una majestuosa escalera de caracol que se adentra en el subsuelo de Madrid y que, escenográficamente, es un acierto visual de muchos quilates. Se intuye la inequívoca influencia de Poe, pero el costumbrismo que preside casi toda la filmografía del autor consigue crear un ambiente “propio”, castizo, que dota de verdad incluso al propio fantasma cuya muerte pretende que el infeliz protagonista vengue, salvando, de paso, a su hija de caer en las garras  maléficas del Nosferatu de barrio. La historia amorosa, pues el protagonista acaba enamorándose de la hija del profesor asesinado, con la que sustituye a la corista por la que sentía lasciva inclinación y cuyos números en el teatro popular constituyen una auténtica delicia, así como la “mamá” de la artista, una insuperable “característica” Julia Lajos, protagonista de una de las escenas más divertidas de la película; esa historia de amor, digo, contribuye a darle a la película una dimensión sentimental que sirve de contrapeso a la historia subterránea de los jorobados. Se trata, en conclusión, de una película por la que el tiempo en vez de pasar se ha dedicado a aquilatar sus inequívocos valores cinematográficos, convirtiéndola, más allá de modas fugitivas, en una magnífica obra de arte perenne.



                                                       

 La guerra de Dios o Cristo en la lucha de clases.


Título original: La guerra de Dios
Año: 1953
Duración: 96 min.
País:  España                                                                      
Director: Rafael Gil
Guión: Vicente Escrivá
Música: Joaquín Rodrigo
Fotografía: Alfredo Fraile (B&W)
Reparto: Claude Laydu, Francisco Rabal, José Marco Davó, Fernando Sancho, María Eugenia Escrivá, Jaime Blanch, Gerard Tichy, Alberto Romea, Carmen Rodríguez, Ricardo Calvo, Julia Caba Alba, Félix Dafauce, Juan José Vidal

           He de reconocer que la iniciativa de La 2 de recorrer la historia del cine español de una manera, eso sí, un tanto anárquica y apegada a las necesidades de programación y de audiencia, me parece una de las más felices iniciativas de programación en muchas décadas desde que se tomó la decisión filmicida de quitarle su programa a José Luis Garci. En muy poco tiempo, y esa es la razón de que las agrupe en esta megaentrega crítica, he visionado tres películas con unos valores fílmicos más que sobresalientes, cada una de ellas por razones propias y no necesariamente coincidentes con las otras. Detrás de las tres hay un director extraordinario, Neville y dos de muy diferente historial, Gil y Sáenz de Heredia, en cuyas filmografías hallamos desde lo excelente hasta lo literalmente deleznable.
La guerra de Dios se ha puesto en relación con Qué verde era mi valle y otras películas de ambiente minero, como Odio en las entrañas, de Ritt, y la verdad es que la ambientación, el espectacular blanco y negro de un pueblo como Torre del Bierzo (Aldemoz en la película, el “culo del mundo” para el sacerdote recién ordenado a quien envían allí) y su dedicación minera dan pie, aunque en el caso de La guerra de Dios el conflicto social se solapa con el conflicto religioso, tamizado todo ello por un fuerte componente melodramático a través de la vivencia infantil de la segregación como reflejo especular del enfrentamiento entre patrono y obreros de la mina. El guion, obra de Vicente Escrivá, un auténtico profesional y uno de los grandes de la profesión, es magnífico y la realización subraya el poderoso componente religioso e ideológico que, para el año que es, 1953, incluso podríamos decir que resulta muy atrevido. Presentar una especie de prefiguración del “cura-obrero”, que en los años 70 se harán tan populares, como la última adaptación camaleónica de los evangelizadores para intentar atajar el alejamiento de la Iglesia de grandes capas de población, era, en efecto, atrevido, y más aún denunciar abiertamente malas prácticas médicas al servicio del capitalista. La honestidad y falta de malicia política del cura novel enviado al pueblo para lidiar con unos mineros enfrentados con el patrón y que le han dado la espalda a la Iglesia completa ese planteamiento perfectamente narrado a través de un guion impecable. El casting incluye al actor francés que había interpretado el Diario de un cura rural, de Bernanos y que aquí, en La guerra de Dios cumple a la perfección lo que se esperaba de él. El antagonista es nada más ni nada menos que un Paco Rabal espléndido y hermoso, un auténtico animal cinematográfico que irradia magnetismo así que aparece y habla con ese vozarrón suyo tan característico. La fotogenia del actor, perfectamente instalado, con suprema convicción, en el papel de un paria explotado, se destaca a través de un maquillaje que suma su rostro tiznado al juego de sombras y luces constante que es toda la película. Puede que tuviera la sensibilidad flojucha o que se me haya aflojado el músculo sentimental, pero he de confesar que la película tiene un grado de emotividad muy alto y que difícilmente dejará indiferentes a quienes la vean sin prejuicio alguno, siendo capaz de empatizar incluso con quienes están al otro lado del ring ideológico, como ocurre cuando se pierden, en una mina abandonada, la hija y el hijo del patrón y del minero encarnado por Rabal. Hay mucho, en efecto de melodrama, en la película, pero está hecho con una delicadeza y una finura en el trazo que no defraudará a quienes sigan mi recomendación de verla. Añádase a ello un Jaime Blanch niño en un papel que parecía prefigurar una gran carrera posterior, perdida, sin embargo, y es un criterio totalmente subjetivo en el envaramiento, en la falta mortal de naturalidad que se apoderó de él en la adultez, y que hube de sufrir en numerosísimos Estudios 1 y Hora 11 en la televisión.


                                                             


Las aguas bajan negras: del carlismo a la lucha entre los defensores de la naturaleza y los mixtificadores del progreso.



Título original: Las aguas bajan negras
Año: 1948
Duración: 99 min.
País:  España
Director: José Luis Sáenz de Heredia
Guión: Carlos Blanco (Novela: Armando Palacio Valdés)
Música: Jesús García Leoz, Manuel Parada
Fotografía:José F. Aguayo, Alfredo Fraile, César Fraile (B&W)
Reparto: Charito Granados, Adriano Rimoldi, Mary Delgado, José María Lado, Luis Pérez de León, Mario Berriatúa, Tomás Blanco, Julia Caba Alba, Raúl Cancio, Carlos Casaravilla, Félix Fernández, José Jaspe, Antonio Riquelme

Por último, quiero traer a esta crítica triple una película por la que me interesé inmediatamente. Con un prólogo de amores trágicos entre un capitán carlista y la hija de un general isabelino, la película avanza con un salto temporal de más de veinte años que deja al espectador pensando, si ha tenido un momento de descuido, en la posibilidad de que haya cambiado de canal inadvertidamente, dada la nula conexión entre lo que ha visto en el prólogo y lo que sigue inmediatamente después. La contemplación de la montera picona, lo más identificable de los trajes populares que visten todos los protagonistas de la película, permite, como poco, ubicar la trama en los seductores paisajes de los valles asturianos, que adquirirán un valor protagonista en la película, porque, más allá de la historia amorosa, el verdadero tema de la película es un tema “social”, como se corresponde con el original literario de Armando Palacio Valdés, La aldea perdida. En una Asturias tradicional y poco menos que idílica, aunque con nulas perspectivas de mejora profesional y salarial para los jóvenes con inquietudes, comienza a desarrollarse el sector de la minería, lo que provocará un enfrentamiento entre mineros y ganaderos y agricultores, algo que se refleja en un título muy acertado “Las aguas bajan negras”, porque los segundos advierten que esa nueva profesión que hurga en las entrañas de la tierra para robar su tesoro negro acabará destrozando la tierra de sus mayores. La estructura, así pues, es la de un western clásico, pero ambientado en la Asturias de finales del XIX. La trama amorosa que puntea el conflicto social se junta con un enfrentamiento entre partidarios y detractores del “progreso” que acaba dejando aislado al padre adoptivo de la protagonista, quien mantiene su férrea posición frente a todos, a pesar de que con anterioridad su posición había sido la mayoritaria, pero el protagonista, que quiere mejorar su condición social para casarse con la muchacha, reeditando el conflicto del prólogo carlista, acaba convirtiéndose en el mejor picador de la mina. Al final… Bueno, mejor no lo cuento, porque acaso haya algún cinéfilo que prefiera ignorarlo. Démosle gusto, que no cuesta. La película plantea el tema del enfrentamiento entre tradición y progreso a través del enfrentamiento entre personajes muy individualizados, lo que permite que la película se acerca, en cierto modo, al melodrama, aunque, repito, el género clásico al que se ajusta es propiamente el del western. Los escenarios son de una belleza indiscutible y ello solo ya justifica el visionado de la película.