martes, 3 de noviembre de 2015

Una elocuente joya muda de Ernst Lubitsch: Sumurun “Una noche en Arabia”.


                         


La magia orientalista de Lubitsch o cuando “fastuosa” cobra, para calificar Una noche en Arabia, su pleno sentido.

Título original: Sumurun (One Arabian Night)  
Año:  1920
Duración: 103 min.
País: Alemania
Director: Ernst Lubitsch
Guión: Hanns Kräly, Ernst Lubitsch
Música: Película muda
Fotografía: Theodor Sparkuhl, Fritz Arno Wagner (B&W)
Reparto: Pola Negri, Jenny Hasselquist, Aud Egede Nissen, Margarete Kupfer, Paul Wegener

         Ernst Lubitsch se “exilió” profesionalmente a Usamérica mucho antes de la generación de directores que como  Wilder y Lang, por ejemplo, tuvieron que hacerlo tras la llegada al poder de los nazis de Hitler. Poco a poco fue construyendo una manera peculiar de hacer cine que las Historias sintetizan en su famoso “toque Lubitsch” por el que ha sido durante tanto tiempo conocido y apreciado, una manera de construir los planos y las secuencias que no necesariamente expresan una ácida ironía mordaz,  que despliega como cola de pavo en To be or not to be y Ninotchka, aunque también en el inicio de Lo que piensan las mujeres, cuando la voz en off acompaña un recorrido de la cámara diciendo que solo hay un lugar donde el afán conquistador del hombre no ha podido nunca poner el pie, momento en el que la cámara se detiene ante una puerta y la cámara se eleva hasta encuadrar el icono de la toilette de señoras; sino también un abanico de emociones que van más allá del humor, de la ironía.
         Cuando dirige Sumurun, el título original, ya ha rodado nueve películas, y en esta décima se enfrenta a una superproducción para la que, como indico en el título de la crítica, el calificativo adecuado es “fastuosa”, porque todo lo esencial de las superproducciones se da cita en ella: abundancia de extras, grandes decorados (la película se rodó en los estudios Ufa-Unión, en Berlín) un vestuario lujoso, actores y actrices de renombre, como Pola Negri, auténtica diva del cine mudo. De hecho, Lubitsch, que también actúa –fue su despedida como actor–, interpretando un papel de jorobado, Yeggar, enamorado de la bailarina interpretada por la Negri, quien lo desdeña y rechaza, así mismo, cualquier intento de él de conseguir su atención y su amor, cambió la historia para que girara más en torno al personaje de Negri, Yannaia, una bailarina en una troupe de cómicos ambulantes, que al de la concubina favorita del sultán, quien se ha enamorado de un vendedor de telas y quiere a toda costa unirse con él, para lo que se acabará urdiendo una trama casi de vodevil que, por momentos, tiene todo el aire de ser una screwball comedy. A título anecdótico ha de decirse que Paul Wegener interpreta el papel del sultán, lo que nada le dirá a los no aficionados, pero en cuanto se añada que fue el director de El Golem, un auténtico clásico de la Historia del cine, supongo que la cosa cambia.
         Sumrun no es una obra original de Lubitsch, porque primero fue una obra de teatro de gran éxito, dirigida por el padre del teatro moderno entendido como espectáculo de masas, Max Reinhardt, a quienes sus discípulos llamaban “El mago”, y en cuyo Deutsches Theater se formaron no pocos actores, actrices y directores alemanes como el propio Lubitsch o Marlene Dietrich. El propio Reinhardt había realizado una versión fílmica que no he tenido la ocasión de ver para poder compararla con la versión de Lubitsch, aunque me imagino que palidecería al lado de esta joya que nos ofrece el autor de To be or not to be. El periodo de entreguerras es una época en la que el culto por lo exótico, sea de oriente medio, del oriente lejano e incluso del África, es algo habitual en las inclinaciones de los artistas de aquel tiempo. El aura mágica de los relatos de las mil y una noches fue lo que Lubitsch quiso trasladar a la pantalla y hemos de decir que lo consiguió con creces, no solo porque la ambientación, la escenografía, la interpretación y el guion así lo prueban, sino porque, a pesar de ser una película muda, tiene la virtud de captar la atención del espectador de una manera subyugante.  La construcción en contrapunto, con dos historias paralelas, el amor del jorobado por la bailarina y el de la concubina preferida por el vendedor de telas, está construida de tal manera que irán entretejiéndose hasta un final apoteósico. La galería de personajes secundarios es riquísima, como el cuerpo de eunucos que vigila el harén o los dos criados del vendedor de telas, Mufti y Pufti, dos mimos acrobáticos excelentes y muy divertidos. El juego de pasiones amorosas, sobre todo el del jorobado, un más que notabilísima papel del propio Lubitsch, excelente actor en todo momento, incluso cuando, en las escenas de muerte aparente, es trajinado por unos y otros como un cadáver del que hay que deshacerse y al que revive una sierva borracha a quien el propio jorobado, despreciado por la bailarina, desprecia a su vez. Las diferentes peripecias de la película incluyen unos exteriores rodados en estudio donde se ha recreado una ciudad árabe de estrechos callejones llenos de sombras y recodos por los que los personajes se mueven, insisto, como en un vodevil lleno de entradas y salidas, algo que literalmente ocurre en el juego de los arcones mediante el cual se logra sortear el control del acceso al harén, lugar donde solo el Sultán tenía acceso. El hijo del Sultán, que está enamorado de la bailarina, desafiará a su padre para poder unirse con ella, lo que acarreará trágicas consecuencias.
         La película, fiel a su concepto de superproducción, presenta, además de la escenografía, un vestuario cuidadísimo, y, curiosamente, se echa de menos el color para poder disfrutar completamente de tan magnífico espectáculo. No el sonido, porque las imágenes son lo suficientemente elocuentes como para poder seguir la historia, salvo pequeños detalles, y prueba de ello es la larga ausencia de los cartelones interrumpiendo el desarrollo de la acción. No hay, con todo, y eso debe de ser influencia directa de Reinhardt una sobreactuación gestual en las interpretaciones, aunque así pueda considerarse la gestualidad seductora de la Negri en algunas escenas llenas de un erotismo más que llamativo para la época en que la película fue rodada, lo que contribuiría a la creación del aura legendaria que rodeaba a la Negri, quien, anecdóticamente, mantuvo una intensa relación con Charles Chaplin, por cierto.

         Estamos, pues, ante una película espectacular para la que compuso una banda sonora el compositor de operetas Viktor Hollaender, padre de quien fue, a su vez, músico de bandas sonoras de películas:  Friedrich Hollaender, autor de una de las más famosas canciones de la historia del cine, la que canta Marlene Dietrich en El Ángel azul:  Ich bin von Kopf bis Fuss auf liebe eingestellt (Desde la cabeza hasta los pies estoy hecha para el amor). Se trata de una película que por fuerza ha de gustar a los amantes del cine, a todos, y a muchos de ellos les sorprenderá que el cine alemán tuviera tanta mano para la fantasía orientalizante, acostumbrados como estamos a otros tópicos. Estoy convencido de que Raoul Walsh hubo de ver esta película y tomar buenas notas antes de rodar la magnífica El ladrón de Bagdad, una de sus grandes películas.

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