domingo, 3 de abril de 2016

“El séptimo velo”, una estilizada película del hoy olvidado Compton Bennet.






El psicoanálisis, Pigmalión y la difícil elección del propio camino: El séptimo velo, de Compton Bennet.
 Título original: The Seventh Veil
Año: 1945
Duración: 94 min.
País: Reino Unido
Director: Compton Bennett
Guión: Muriel Box, Sydney Box
Música: Benjamin Frankel
Fotografía: Reginald H. Wyer
Reparto: James Mason, Ann Todd, Herbert Lom, Hugh McDermott, Albert Lieven, Yvonne Owen, David Horne, Manning Whiley, Grace Allardyce, Ernest Davies, John Slater.


El psicoanálisis ha sido un tema recurrente en el cine, con resultados muy dispares. Usualmente se ha destacado su capacidad para desvelar la verdadera personalidad de alguien, para lo cual se ha visto en la necesidad de bucear  a través del palimpsesto en que la persona en cuestión se ha convertido, de modo que puede descubrirse, sin un rechazo que todo lo arruine, la verdadera naturaleza original de la misma. A partir de una comparación muy gráfica: comparar la mente humana con el cuerpo revestido con los siete velos de la danza de Salomé, la película irá desnudando a una joven huérfana que cae en manos del único familiar que se puede hacer cargo de ella, el aristocrático y misógino James Mason, un cojo cuya evidente misantropía lo convierte en poco menos que un monje enclaustrado que no sin disgusto se hace cargo de semejante carga para su ordenada vida retirada. La estructura de la película recurre a la técnica del flash back, porque, a partir de un intento de suicidio, el psicoanalista decide explorar, a través de la hipnosis, a su paciente para irle sacando la verdad de su historia que explique o justifique su comportamiento, máxime teniendo en cuenta su categoría de célebre pianista. Es evidente que la coincidencia en el tiempo con Recuerda, de Hitchcock, fueron rodadas en el mismo año, no le hizo ningún bien a la película, aunque ganara el Oscar al mejor guion original, porque la película de Hitchcock está llena de imágenes sugerentes difíciles de olvidar y El séptimo velo tiene algunas debilidades de realización que, sin empañar su condición de excelente película, la encasillan en una suerte de relato pseudogótico que le hace perder algunos enteros. A ello ha de añadirse una decisión polémica, pero que puede tener alguna justificación desde el punto de vista de la coherencia narrativa: que la protagonista, que va recordando su vida a través de la hipnosis -acaso con demasiado orden y claridad…, todo hay que decirlo-,  se representa a sí misma con una edad adolescente que en modo alguno se compadece con la edad real de la actriz. Lo que parece un sinsentido puede entenderse, con cierta magnanimidad, si consideramos que lo que se busca en aquella adolescencia traviesa es la causa que explique la actual situación del personaje, un ser devastado emocionalmente que solo desea morir. Así entendido el asunto, ha de reconocerse que la actriz consigue, a través del vestuario y su repertorio de gestos y movimientos hacer creíble la situación. De hecho, la evocación de su pasado avanza rápidamente hacia el momento en que su rígido tío descubre que es una pianista con un gran potencial que él se encarga de hacer realidad mediante una instrucción rigurosa y tan monacal como su propio concepto de vida, excepto por las épocas de supuesta disipación a las que se entrega de tanto en tanto, en viajes inexplicados en la película. Poco a poco, la pianista intenta poner tierra de por medio con su tiránico tío, quien, también todo ha de volver a decirse, se desvive por ella para que se convierta en lo que acaba siendo: una pianista reconocida y exitosa; pero todos sus intentos se resolverán en fracasos por la mediación interesada de su tío, quien consigue sustraerla a la tentación de convertirse en una ama de casa más, por enamorada que esté. Salvo alguna elipsis que puede despistar al espectador poco atento, la historia progresa en la dirección del trastorno psicológico y emocional de la protagonista, a quien el psicoanalista intenta descubrir la fuente de sus desasosiegos en una suerte de investigación de tipo criminal que nos deja a las puertas de un final muy curioso: en su vida hay tres hombres: su tío, que ha ejercido de Pigmalión con ella; su primer amor, compañero de conservatorio; y su último amor, el reconocido pintor que se ha enamorado de ella en el curso de hacerle un retrato que, contra su sentir, presidirá el salón de su tío encima de la chimenea. La película, con un blanco y negro de tipo espectral y unos decorados que acentúan el carácter gótico del personaje del tío, narra, con planos en los que se exprime el significado hasta su última connotación, una historia de desengaño y frustración de los que la protagonista saldrá, mediante la ciencia de la nueva técnica del psicoanálisis, purificada y en condiciones de tomar las riendas de su propia vida; pero eso pertenece ya a un desenlace del que, por supuesto, no diré ni esta boca es mía. La película de Compton Bennet, de quien todo el mundo recordará Las minas del rey Salomón, su gran éxito comercial,  tiene bastante que ver con La segunda mujer, de James Kern, criticada no hace mucho en este Ojo cosmológico, pero está lejos de ser la película redonda que podría haber sido, a pesar de dos excelentes interpretaciones, la de James Mason, siempre señor de sus registros, y la de Ann Todd, capaz de desdoblarse en edades antitéticas con idéntica capacidad de convicción. Ni que decir tiene que la banda sonora de la película contribuye lo suyo al interés de la misma, porque siempre se está dispuesto a oír a los clásicos, máxime cuando la protagonista los interpreta desde su trastorno emocional, lo que enriquece la audición.

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