lunes, 2 de mayo de 2016

“Sonatine”, de Takeshi Kitano, la trasnochada épica de la Yakuza.





El sicario cansado o la lírica de las postrimerías: Sonatine, de Takeshi Kitano.



Título original: Sonatine
Año: 1993
Duración: 94 min.
País: Japón
Director: Takeshi Kitano
Guión: Takeshi Kitano
Música: Joe Hisaishi
Fotografía: Katsumi Yanagishima
Reparto: Beat Takeshi (Takeshi Kitano), Aya Kokumai, Tetsu Watanabe, Susumu Terashima, Masanobu Katsumura



Desde la primera película que vi de Kitano, Brother, me convertí en adicto a tan peculiar personaje y tan extraordinario director. Películas tan potentes como Dolls, Zatoichi, la más que peculiar, extravagante, felliniana y divertida Glory to the filmmaker o El verano de kikujiro y Hana-Bi: Florrs de fuego sobrarían para acreditar a más de dos y tres directores, pero todas ellas han sido rodadas por este particular director cuya estética e historias nunc dejan indiferente al espectador. Singular director, Kitano. Sonatine sería, en cine de mafiosos, lo equivalente a un western crespuscular, de esos en los que el héroe cansado ve avecinarse el final de su carrera y puede en él más el deseo de tranquilidad, de paz, que el de resolver cualquier conflicto con su acreditada disposición para la violencia. La trama, dos sicarios destacados de una organización son enviados a Okinawa para “mediar” entre dos mafiosos locales, recuerda tanto a Escondidos en Brujas, que cuesta creer que Martin McDonagh, su director, no la haya tenido algo más que presente, incluso aunque sea por la vía indirecta de reconocida influencia de Sonatine y otras películas de Kitano en el cine de Quentin Tarantino. La violencia espontánea, casi natural, que preside buena parte del cine de gánsters de Kitano, y que tanta presencia tiene en Sonatine, no puede entenderse, sin embargo, como algo gratuito, sino como la razón de ser de unos seres que viven de su cultivo y de su perfeccionamiento, además de la admiración incondicional que provocan las armas en los jóvenes, como se advierte en los que el viejo yakuza contrata para su misión en la isla. El desplazamiento a Okinawa nos permitirá ver, sin embargo, la otra cara del mafioso, la del placer hallado en el contacto con la naturaleza, en la danza y el canto tradicional y, con unas imágenes espectaculares, en la “guerra de fuegos de artificio” que se desarrolla en la playa, de noche, un momento auténticamente “mágico” de la película, como el de su relación con una joven que, imantada por su dureza, se cuelga de él sin lograr la aceptación. En esas escenas bélicas de artificio no resulta difícil advertir la huella de películas de Kurosawa como Ran y Kagemusha, entre otras. El mundo del asesino, un papel que el propio Kitano interpreta a la perfección, no solo en esta película, sino en otras en las que representa idéntico personaje, es un mundo de silencios y su persona el colmo de la inaccesibilidad. Es fundamental, para el desarrollo de la trama, que nunca sepamos qué sabe él realmente, porque de esa ignorancia procede el suspense que se mantiene, intacto, a través de todo el metraje. A veces, ciertas acciones, nos parecen un contrasentido e incluso un fallo de guion, pero ello se debe a que las hemos contemplado desde “fuera” de la mente de protagonista. Cuando regresamos a ella y lo vemos en acción, caemos en la cuenta de la impecable lógica interna de la trama. Con todo, hay algo de “amor fou” en la relación del gánster con la jovencita, como se encarga de dejar claro el hermoso y poético final de la película, algo que culmina una realización cuidadísima en la que se nos han ofrecido secuencias muy pero que muy hermosas. De hecho, el arranque de la película, un primerísimo plano a pantalla llena del escamado y brillante dorso azul de un pez es algo así como una declaración de principios de lo que empezará con el ritmo cansino de las obligaciones cotidianas de los sicarios de la Yakuza para, sobrevenido el desplazamiento a Okinawa, convertirse en una colección de encuadres y secuencias de una poesía desbordante. Los planos fijos panorámicos que atraviesan los personajes, en ciertas escenas, son algo así como una “marca de la casa” de Kitano, quien juega, incluso, con una acción que sale y regresa a ese plano fijo que no se corresponde ni con el ojo del espectador ni con el de otros personajes de la trama, sino con una suerte de objetividad pasmosa a la que podríamos confundir con el “destino”. Kitano es un excelente creador de imágenes, como hemos dicho, y, sobre todo en esta película, la palabra resulta casi completamente prescindible, de ahí la importancia de aquellas y el poderoso don narrativo que tienen para poder seguir la trama, construida, en parte, siguiendo el modelo del western que tiene a la venganza como eje de la acción. Con tanta sobriedad y laconismo como poder visual, Kitano construye un retrato casi lírico de un asesino a sueldo que ha de enfrentarse a la traición y al cul-de-sac en que ella convierte su destino de hombre enviado a plantarle cara. La relación del viejo asesino con sus jóvenes ayudantes, sin embargo, indica ese relevo generacional en el que otros métodos y otra mentalidad muy distinta de la suya van a enterrar definitivamente códigos de honor mafiosos que tienen su origen en el propio de la Yakuza, creada cuando los viejos samuráis, prescindibles en tiempos de paz, se unieron para formar bandas que vivían del robo y del control de negocios como el juego y la prostitución.

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