jueves, 23 de junio de 2016

“The Love Parade”, “Monte Carlo” y “El pecado de Cluny Brown”: Tres toques desiguales, dos de ellos musicales, de Ernst Lubitsch.


 Del inicio en el sonoro a su última película: de The Love Parade a El pecado de Cluny Brown, pasando por la excepcional Monte Carlo: la comedia amable y sentimental del genial Ernst Lubitsch.



Título original: The Love Parade
Año; 1929
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Director: Ernst Lubitsch
Guión:Guy Bolton, Ernest Vajda (Obra: Jules Chancel, Leon Xanrof)
Música: W. Franke Harling, John Leipold, Oscar Potoker, Max Terr
Fotografía: Victor Milner (B&W)
Reparto: Maurice Chevalier, Jeanette MacDonald, Lupino Lane, Lillian Roth, Eugene Pallette, E.H. Calvert, Edgar Norton, Lionel Belmore

La primera película sonora de Lubitsch fue, al parecer, todo un éxito. La pareja protagonista, con la debutante Jeanette MacDonald y la ya entonces estrella Maurice Chevalier, quien hizo del canotier una sinécdoque tan popular como las gafas de Woody Allen en nuestros días, contribuyó decisivamente a ese logro. Se advierte enseguida la complicidad entre ambos y cómo Lubitsch, tampoco especialmente inspirado, en comparación con sus grandes obras, supo sacar partido de ellos y de una película bien ñoña en la que hay, con todo, excelentes momentos dignos de su célebre “toque”. La historia, propia de las operetas centroeuropeas de comienzos de siglo, no puede ser más irrisoria: el embajador en Francia de un pequeño reino es obligado a regresar a su país por la mala fama que su espíritu de galán aventurero está deparando al reino. Al presentarse ante la reina, a quien sus ministros le sugieren que ya va siendo hora de que se case, esta queda prendada de esa galantería que fue “marca de la casa” en Chevalier y que él desempeña con excelente factura y no excesivos recursos interpretativos, aunque sí con magníficas maneras “canoras”. La vida cotidiana de palacio y el amor propio del macho herido, pues no deja de ser un rey consorte decorativo, al estilo de Felipe de Edimburgo, complican la trama lo suficiente como para que la atención del espectador no se reblandezca tanto como para llegar al aburrimiento. Como contrapunto de la pareja encontramos el criado que el embajador se trae de París, tan seductor, si bien de doncellas de la reina, como su propio amo. Las escenas del criado y la doncella, con una de las mejores canciones de lo que hemos de considerar una película propia del cine musical, adquieren, a veces, más entidad que la propia de los amos, y a ellos contribuyen dos actores llenos de gracia y de buen hacer. Quizás lo mejor de la película, la parte que mejor gusto de boca deja, sea el desenlace, cuando la reina decide asistir a la inauguración de la temporada de ópera, sola, frente a unos súbditos que no se explican la ausencia del rey, quien, en escenas anteriores, ha consumado la amenaza de separarse de la reina por sentirse humillado, menospreciado. Finalmente aparece en el teatro, fingiendo unión y cordialidad, pero sobre las tablas de la ópera se está representando la historia de ambos protagonistas. Se trata de un final en el que se muestra esa fértil unión entre la ficción y la realidad que Lubitsch sabe resolver con mano maestra. La fama de la película me había llevado a una ilusión respecto a la contemplación de la misma que, sin diluirse del todo a lo largo de la representación, sí que quedó harto rebajada. Máxime si, sin atender al orden cronológico, empecé por ver la que viene a continuación, Monte Carlo, que sí es un Lubitsch hecho y derecho, con una gracia insuperable. La grata sorpresa que me lleve en Monte Carlo con la presencia física y la actuación de Jeanette MacDonald, sin embargo, sí que se confirmaron plenamente en Love Parade. Una actriz muy dotada para la canción, no en vano era soprano, y más aún para la comedia, a la que ajusta a la perfección el uso de sus generosos recursos: miradas, gestos, poses, andares, dicción… No me extraña que Lubitsch no tardara en rodar de nuevo con la pareja, pero esa es ya la que viene a continuación…


Título original: Monte Carlo
Año: 1930
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Director: Ernst Lubitsch
Guión: Ernest Vajda
Música: Leo Robin, Richard Whiting, W. Franke Harling
Fotografía: Victor Milner (B&W)
Reparto: Jack Buchanan, Jeanette MacDonald, Claud Allister, Zasu Pitts, Tyler Brooke, Albert Conti, Lionel Belmore, John Roche, Helen Garden, Donald Novis, Erik Bey


Monte Carlo, frente a El desfile del amor cuenta no solo con una historia más sólida, aunque ambientada también en el mundo de la aristocracia y con unos personajes mejor definidos, dentro, también, de su superficialidad de opereta, por supuesto. El arranque de la película puede calificarse de genial: en el día de la boda del duque Otto, un graciosísimo Claud Allister en un papel que Edward Everett Horton, secundario de lujo en Una mujer para dos, una de las grandes comedias de Lubitsch , hubiera bordado; el día, pues, de la boda del duque con la condesa Mara, suena la canción en que se anuncia un día glorioso: “que brille el sol, día glorioso que hace salir el sol…” y, de repente, estalla un aguacero que obliga a que el paseo sobre la alfombra nupcial se convierta en una suerte de recorrido bajo paraguas que realiza el duque para llegar a la sala donde se celebra el matrimonio y encontrarse con que su novia lo ha dejado plantado por tercera vez, dejando el vestido de novia sobre una silla y montándose en el primer tren que sale de la estación sin siquiera saber a dónde ir. El revisor, que se queda traspuesto al verla en camisón bajo el abrigo le indica que el tren pasa por Montecarlo, y allá decide instalarse, a pesar de estar sin blanca, para, en una reedición del cuento de la lechera, jugar en el famoso casino y hacerse con una fortuna. Camino de ella caen sobre ella (la condesa) los ociosos ojos de un conde que desea conocerla a toda costa, lo que logra dándole suerte, en apariencia, al revelarle que acariciarle la cabera se la traerá, una escena que sigue a otra deliciosa en la que, antes de llegar a la puerta, la protagonista ve a un jorobado de espaldas y se acerca para pasarle por la giba los dineros que va a apostar, momento en el que el giboso se vuelve y le exige el pago de los honorarios correspondientes… Ese tipo de gags propios de Lubitsch que luego heredaría, aunque no advierto que se le señale como herencia indubitable, Jerry Lewis, genial constructor de ellos en todas sus películas, las geniales y las discretas. Suplantando la personalidad del peluquero de la condesa, el conde se introduce en las habitaciones de ella para ganarse su confianza, primero, y luego, si pudiera, su amor. Instalado en una habitación del mismo hotel que la condesa, la acción no tarda en seguir el derrotero de las dificultades económicas de la condesa, la aparición del príncipe que pretende su mano y que, aun habiendo sido plantado tres veces, insiste en casarse con ella porque es la única mujer que ha reconocido que se casaría con él por su dinero…, con esos mimbres y unas excelentes canciones, la película va progresando de gag en gag, ganándose la admiración de los espectadores, subyugados por esa precisión con que las escenas se encadenan para construir una narración cuyos efectos cómicos o románticos, y a menudo mezclados, están calculados al milímetro. Se trata de un cine, digámoslo así, de evasión, pero, a mi parecer, de una evasión inteligentísima, y llena de malicia salpicada con algunas gotas de cinismo. En definitiva, y para quien no la conozca, un toque mágico.



Título original: Cluny Brown
Año: 1946
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Director: Ernst Lubitsch
Guión: Samuel Hoffenstein, Elzabeth Reinhardt, James Hilton (Novela: Margery Sharp)
Música: Cyril Mockridge, Emil Newman
Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)
Reparto: Charles Boyer, Jennifer Jones, Peter Lawford, Helen Walker, Reginald Gardiner, C. Aubrey Smith, Reginald Owen, Sara Allgood, Ernest Cossart, Una O'Connor, Florence Bates, Richard Haydn

Para ser la última película de nuestro director -murió antes de acabar la que se considera última suya, La dama del armiño, que acabó Otto Preminger, y una de las más famosas, la verdad es que me ha decepcionado. No ya por la presencia de Charles Boyer, un actor al que soy poco aficionado, aunque reconozco su valía y algunas actuaciones memorables, como en Luz que agoniza, por ejemplo. De hecho, el exiliado húngaro que interpreta, el Belinsky que pasea su desparpajo irreverente y su coartada política por las casas y las mansiones, amparado en su condición de literato eminente, me parece muy conseguido, del mismo modo que me parece notable la interpretación de Jennifer Jones, en ese papel de fontanera pasional que se derrite ante una pila atascada tanto como le irrita convertirse en camarera de unos terratenientes, adonde su tía la emplea para escarmentarla, por haber tomado la iniciativa de usurpar su profesión para atender una urgencia. Si en el primer atasco coincide con el disparatado Belinsky en casa de un anfitrión que está a punto de recibir a sus invitados, en la segunda parte de la película coincide con ella cuando Belinsky es invitado a pasar una temporada en la casa de campo de los nobles ingleses. He de reconocer que los diálogos son ingeniosos, que las situaciones también, que la creación del farmacéutico con quien está dispuesta a casarse Cluny Brown es un retrato casi canónico de un personaje ridículo… que hace crecer mucho el interés por la película, en la misma medida en que se le echa de menos cuando desaparece de la trama…, pero, a pesar de todo, hay algo que no acaba de funcionar en la película. Ignoro si  tiene que ver con la irrupción desrealizadora que aporta el húngaro a sus apariciones en la trama, si con la resignación absurda de Cluny Brown ante la instancia familiar y la de sus empleadores, o con qué, más lo cierto es que he echado de menos ese ritmo medido de otras películas suyas, como si no hubiera sabido dosificar la importancia de cada escena y hubiera pecado por defecto en algunas secuencias y por exceso en otras. En cualquier caso, el amor imposible que parece darse entre los protagonistas sigue obrando, de forma sutil, como una suerte de subtrama de cuyos progresos a duras penas va enterándose el espectador. Ya digo que probablemente mi decepción sea producto de una errónea visión de la película, pero las abundantes críticas de carácter social y político que se deslizan en la obra, sobre todo a los burgueses y aristócratas ingleses con el marco del nazismo como drama de fondo no pasan, a mi juicio, de críticas superficiales que desdeñan la causticidad del vitriolo para quedarse en la molestia de la lejía. En cualquier caso, tampoco es una película que no se pueda ver, sobre todo en comparación con los bodrios que aparecen cada semana en las pantallas de nuestros cines…



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