miércoles, 31 de agosto de 2016

Woody Allen tira de retales: “Café Society”.



Una comedia amable y algo tediosa en su segunda parte, pero con excelente puesta en escena: Café Society, de Woody Allen, entre el amor y la mafia.


Título original: Café Society
Año: 2016
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Música: Varios
Fotografía: Vittorio Storaro
Reparto: Jesse Eisenberg, Kristen Stewart, Steve Carell, Blake Lively, Parker Posey, Corey Stoll, Jeannie Berlin, Ken Stott, Anna Camp, Gregg Binkley, Paul Schneider, Sari Lennick, Stephen Kunken.

Nunca he acabado de entender la “necesidad” de Allen de “tener que” rodar una película al año, con todo lo que ello conlleva: repeticiones, carencia de imaginación, rutinas, urgencias, complacencias innecesarias y, sobre todo, la falta de respeto que implica por una obra, la mejor de él, a la altura de los grandes del cine, de los inalcanzables: Kurosawa, Bergman, Fellini, Ford, Welles, etc. Supongo que la necesidad de hacer frente a sus compromisos económicos tendrá algo que ver; además, lógicamente, de que, dado su insobornable amor al cine, a nadie le amarga el dulce de que pongan en tus manos un presupuesto para dirigir una película sin otro control que el tuyo propio. Teniendo, además, un público europeo tan fiel, al que le ha ido agradeciendo su devoción, con mejores o peores películas ambientadas en las principales capitales europeas, sin acaso ser un “negocio redondo”, tampoco provoca pérdidas en los inversores. Por cierto, aunque Café Society no es ninguna maravilla, y aun pudiéramos decir que es más que discreta, ni de lejos llega al horror estético que perpetró en su homenaje a la Barcelona del productor secesionista Roures, aquella infumable Vicky, Cristina, Barcelona, de infausto recuerdo. En esta película, escasamente original, y en la que Allen se reserva la narración en off para darle a la historia ese toque personal que su sosias de turno, en este caso un muy logrado Jesse Eisenberg, confirma, porque es capaz de, en el registro del joven Allen, dotar al personaje de una vida propia que permite comprobar su enorme calidad interpretativa, al menos si comparada con el papel representado en La red social, aquella película aturdidora. Decía en el título que la película de Allen parece construida a partir de retales de su mundo narrativo, si bien, a las escenas familiares judías, al mundo del cine o a las historias de amor con giros sorprendentes añade esta vez la presencia de un judío mafioso que, dada la época, los años 30, permite no pocas situaciones humorísticas que tiran de la veta del humor macabro, por más que la chispeante y animada narración de Allen le dé a toda la historia una suerte de pátina de comedia ligera que impide que el ala oscura de la tragedia siquiera roce el desarrollo del argumento. Dividida en dos mitades claramente diferenciadas, en Hollywood y Nueva York, y sin que sirva de precedente, la parte angelina se lleva el gato del agua del interés del espectador, acaso porque el tío del protagonista, un magnífico Steve Carell, que le roba no poco protagonismo, no solo está inmenso, sino que, por su condición de representante del mundo del espectáculo permite retrotraernos a grandes producciones antiguas con esos ambientes glamurosos cuya puesta en escena, tan cuidada, y tan bien fotografiada por un Storaro que no es precisamente (Novecento, Apocalypse Now…) un debutante en su oficio, consigue seducir al espectador. La historia de amor inicial, muy sutilmente narrada por Allen, entre el sobrino que llega de Nueva York para abrirse camino en el mundo de Hollywood y la secretaria de su tío es, sin duda, lo mejor de la película y su desenlace marca un antes y un después en la película, hasta tal punto que Allen ha de hacer un serio esfuerzo por intentar estar a la altura de sí mismo en la segunda parte, en la neoyorquina, donde hay momentos de singular belleza e intensidad ciudadana, con algunos planos en Central Park  a la altura de las mejores biografías de Nueva York que él ha dirigido. Que no se me despiste el futuro espectador: la película mantiene en todo momento el tono amable y juguetón que permite seguir con interés los destinos de los personajes, sobre todo el del protagonista, cuya omnipresencia ni cansa ni aburre, por más que ciertas escenas, como la de la familia judía del protagonista parezca salir de Días de Radio, por ejemplo, y las iniciativas seductoras de este de cualquiera de las películas primerizas de Allen, como Annie Hall, por ejemplo. La obra está lejos, afortunadamente, de los sonoros fracasos de Allen, como la reciente Magia a la luz de la luna o la no muy lejana Un final made in Hollywood, y sí, sin ser Match point, por supuesto, ni Blue Jasmine, tiene suficientes aciertos de guion y de realización como para pasar un rato entretenido, sin más.

sábado, 27 de agosto de 2016

El poder redentor de la música: “El profesor de violín”, de Sérgio Machado.



La música clásica en una película clásica de superación personal y social: Tudo Que Aprendemos Juntos o el accidentado encaje en lo real de los buenos sentimientos.


Título original: Tudo Que Aprendemos Juntos
Año: 2015
Duración: 92 min.
País: Brasil
Director: Sérgio Machado
Guión: Maria Adelaide Amaral, Marcelo Gomes, Sérgio Machado, Marta Nehring, Antonio Ermirio de Moraes
Música: Silvio Baccarelli, Felipe de Souza, Alexandre Guerra, Edilson Venturelli, Edimilson Venturelli
Fotografía: Marcelo Durst
Reparto: Lázaro Ramos, Kaique de Jesus, Elzio Vieira, Sandra Corveloni, Fernanda de Freitas, Hermes Baroli, Criolo, Rappin' Hood, Thogun.

Enterarse a posteriori de que El profesor de violín responde a un caso real, el del Instituto Baccarelli, fundado por Silvio Bacarelli a finales de los 90 del pasado siglo en la favela Heliópolis de Sao Paulo, que se ha querido retratar con respeto y con entusiasmo, confirma al crítico, que lo ignoraba, el valor cinematográfico de esta película a la que el único pero minúsculo que puede ponérsele es la excesivamente rápida evolución virtuosa de la banda juvenil a la que se encarga de adiestrar el protagonista, un músico en crisis, paralizado por ignotos fantasmas interiores que le impiden competir por una plaza de violinista en la orquesta nacional de Brasil. El esquema de la crisis y la superación personal correspondiente pudiera habernos deparado lo que podría considerarse una película “de autoayuda”, acaso como la que pudiera indicar el título de una recién estrenada, Mi vida a los 60; pero estamos, sin embargo, ante una obra que se acerca más, mutatis mutandi, al esquema de la legendaria Rebelión en las aulas. Ese violinista fuera de sí, que parece empeñado, después de haber sido considerado un niño prodigio, en tirar su vida y su futuro por la borda, se ve obligado a reconsiderar su vida tras entrar en contacto con la durísima realidad social, pero también biográfica de todos y cada uno de sus alumnos, en la favela donde entra a trabajar dando clases de música para una ONG. No estamos ante un tratado sociológico sobre cómo salir del subdesarrollo o de la marginación, sino ante el contacto de una vida sin rumbo con unas vidas de escasos horizontes para las que la formación musical clásica supone, como lo confiesa uno los protagonistas, el único remedio para calmar el profundo dolor existencial que, a él en concreto, le ha supuesto, haber provocado la muerte del amigo a quien llevaba como paquete en la moto mientras huía de la policía en una trepidante persecución por el interior de la laberíntica favela donde se desarrolla la acción de la película, un joven delincuente que sufre, además, la amenaza de los mafiosos que imperan en ese territorio sin ley. Carlinhos Brown realizó posteriormente una obra social parecida a la de Bacarelli, pero centrada en la samba, la música tradicional por excelencia del Brasil. En El profesor de violín lo que choca sobremanera es el contraste entre la música clásica y la realidad degrada de la que forman parte los intérpretes adolescentes que conforman la orquesta. Oír a Vivaldi, Bach o Beethoven en ese contexto, y ver el proceso como los jóvenes intérpretes quieren ejecutar dichas partituras -que han de aprender a leer, porque tocan de oído, no de lectura- , de la mano de un profesor que se va involucrando, siempre con una reserva que impide la perspectiva “misionera”, en la vida de sus alumnos, es un espectáculo que eleva el corazón y que permite al director mezclar, de modo muy inteligente, la tragedia, el humor -¡impagable la secuencia del vals de cumpleaños que interpreta la orquesta para la hija del mafioso que controla la favela!- y la objetividad del observador desapasionado, una perspectiva que enriquece la visión de dicha realidad. La realización alterna, a modo de contraste, la vida urbana del protagonista, sumido en un fracaso que lo atenaza y cuyos orígenes nunca acaban de quedar lo suficientemente claros -ese sería el lado débil del guion- y la vida de la favela, mediante los planos en los que el protagonista cruza un puente que parece separar físicamente ambos mundos. La película, buena parte de ella situada en la franja nocturna del día, retrata Sao Paulo con una belleza nocturna muy especial; del mismo modo que el mundo laberíntico, de zoco árabe, de la favela está filmado con un verismo que no excluye ni la belleza de la sordidez ni lo contrario, porque en ese ambiente degradado, difícilmente por sus propios méritos puede descollar la belleza, si no recibe un impulso que la ayude a conseguirlo… Esa es la función, ¡casi sagrada!, del protagonista, quien, como ya hemos dicho, nunca abandona en su menester solidario esa reserva individual de quien aspira a enderezar su propia vida, algo que consigue justo cuando se produce la mayor tragedia de la historia, la muerte del joven violinista en quien él había puesto toda su confianza. La película, pues, va progresando emocionalmente hacia un clímax dramático que supera con pericia y con arte los peligros en los que una película de estas características puede caer hasta hacerse añicos. Se trata de momentos en los que la emoción, acompañada, o propiciada, por la música de Mozart o de Vivaldi hace mella en el más curtido de los espectadores y le arranca el homenaje del corazón en forma de llanto catártico. Es justo no reprimirlo, porque son muy duros los destinos que se han mostrado y tan dolorosas como dramáticas las vidas de esos jóvenes que han de navegar entre la esperanza y la degradación social. A ese respecto, por ejemplo, la escena en el seno familiar del joven violinista que acaba siendo víctima de la policía, cuando su padre se encara con él para obligarlo a olvidarse del violín y forzarlo a buscar un trabajo, tiene un grado de verismo neorrealista sobrecogedor. Supongo que el hecho de que el protagonista, el actor más importante de Brasil, Lázaro Ramos, haya nacido en una favela, contribuye a que todo el elenco de la película nos ofrezca esa intensa vibración de verdad sin ambages que tan hondo llega a la emoción de los espectadores. De hecho, y a título anecdótico, cabe referir que las secuencias de la irrupción policial en la favela hubieron de ser suspendidas varias veces para convencer a los favelistas de que no eran policías de verdad, sino actores, dada la agresividad con que se giraron contra ellos, para susto no pequeño, me imagino, de los actores disfrazados de policía. Se trata de una obra, pues, que se acerca con honestidad y rigor a un esfuerzo de redención social que, por poner un ejemplo lejano en el tiempo y en el espacio, sería equivalente al de los Coros de Clavé, una obra cultural titánica llevada a cabo por Josep Anselm Clavé para apartar a los obreros barceloneses del embrutecimiento del alcohol en las tabernas, y cuyo valor humano y político no creo que haya sido aún suficientemente reconocido. ¡Menuda película hay en la vida de Clavé y su época!

martes, 23 de agosto de 2016

Dos películas de desigual factura y fortuna: la horripilante “Todos queremos algo”, de Richard Linklater y la sorprendente “Losin’ It”, de Curtis Hanson.



                                        

Ese ínterin entre la High School y el College: Todos queremos algo, un fracaso estrepitoso de Richard Linklater y Losin’ It, una sorpresa  gratificante del entonces novel Curtis Hanson.
 Título original: Everybody Wants Some!!
Año: 2016
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Director: Richard Linklater
Guión: Richard Linklater
Música: The Cars, Blondie, Dire Straits, Frak Zappa, Van Halen, Kool and the Gang, The Knack, Cheap Trick, Pat Benatar.
Fotografía: Shane F. Kelly
Reparto: Blake Jenner, Glen Powell, J. Quinton Johnson, Austin Amelio, Temple Baker, Juston Street, Ryan Guzman, Tyler Hoechlin, Wyatt Russell, Will Brittain, Zoey Deutch, Tanner Kalina, Forrest Vickery

Título original: Losin' It
Año: 1983
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Director: Curtis Hanson
Guión: Bill L. Norton
Música: Ken Wannberg
Fotografía: Gil Taylor
Reparto: Tom Cruise, Shelley Long, John Stockwell, Rick Rossovich, Jackie Earle Haley, John P. Navin Jr., Henry Darrow, Hector Elias, Joe Spinell

Sin especial motivación, tras haber leído algo por encima y haber visto alguna secuencia en los informativos, decidí ir a ver la última película del excelentísimo director de Boyhood, Richard Linklater, Todos queremos algo, continuación argumental, al parecer, de otra, Dazed and confused, aquí titulada Movida del 76, que no he visto, y en la que se recogía el último día de clase de unos alumnos de High School. La presente, pues, nos muestra los tres días anteriores al comienzo del curso en la universidad, eso sí, centrándose en un selecto y cultivado grupo de jugadores de béisbol que comparten alojamiento en el campus. Así pues, centrado en este grupo de “descerebrados” salidos, Linklater nos va a ofrecer una sucesión de movimientos orgiásticos que, supuestamente ajustados, casi con aires documentalistas, a la realidad de los años 80, constituyen una estupenda lección de solemne aburrimiento y constante desinterés. El retrato de la estupidez, la lujuria y el pasotismo tiene eso: realizado a la perfección, pero sin la maestría retórica con que Flaubert puede describir la mediocridad burguesa en Madame Bovary, acaba cargando al espectador hasta hacerle desear el momento del punto final que acabe con tan onerosa equivocación, sobre todo si en la sala, a 21 de agosto, se ha estropeado el aire acondicionado o no lo han puesto porque éramos pocos los espectadores, que esa es otra… El día a día de las actividades “socializadoras” de los futuros estudiantes, en los diferentes niveles de su dedicación académica, freshman, sophomore, junior y senior, con una galería horripilante de biografías en la que nadie parece salvarse, ni siquiera los aspirantes a artistas en cuyo happening/hábitat se instalan los curtidos bateadores sin desentonar demasiado, conforma una realidad lo suficientemente hedionda como para poder seguir el metraje sin ese disgusto que nos produce lo soez y sin poder evitar esos continuos cambios de postura en la butaca que te anuncian, sin paliativos, que estás ante un bodrio, acaso bienintencionado, pero bodrio de poderosa envergadura, al que ni siquiera rescata un ágil uso de la cámara y una puesta en escena muy “propia”, lo que incluye un casting excepcional, gracias al cual pudiera decirse que la película hubiera sido rodado en aquellos años horteras en que se centra la historia. Frente a ella, sin embargo, quiero destacar una película de infame traducción, Ir a perderlo y perderse, Losin’ It, en el original, con un primerizo Tom Cruise, que ya había rodado, sin embargo, Rebeldes, con Coppola, y dirigida por un principiante Curtis Hanson, lo suficientemente curtido en la realización, sin embargo, como para salir ganador en la comparación con la fiebre de sábado noche permanente de los beisbolistas de Linklater. En ambas el desvirgamiento o el éxito sexual constituyen ejes alrededor de los cuales se organiza la vida de los protagonistas. En el caso de Losin’ It, los graduados en la High School se van a Tijuana, ciudad fronteriza y paraíso de lupanares donde poder satisfacer ese desvirgamiento que, como rito de paso, te permite entrar en la vida adulta del futuro college, si lo hay, o del mundo del trabajo, que no falta. La peripecia de los cuatro jóvenes, tres y uno en proyecto, se complica a medida que avanza la historia y se ven mezclados en distintas situaciones que confieren a la película una suerte de perspectiva de humor negro y película de frontera, con la cuestión racial de por medio, que va mucho más allá de la simple iniciación en el sexo que parecía prometer la cinta, como si se tratara de una “movida” al más peyorativo estilo de esas cintas para adolescentes que, si no recuerdo mal, inauguró Desmadre a la americana, en 1978. La película de Hanson sí que merecería un detenido visionado, porque el retrato sociológico del rito de paso de la iniciación sexual, complicado con la rivalidad antropológica entre el vecino rico del norte y el pobre del sur nos deja una visión tan acertada como desoladora de parte de la juventud norteamericana. La presencia del humor, de un fino humor, me atrevería a decir, que tanto contrasta con  el de calibre grueso de la película de Linklater, contribuye a que el espectador se lleve una más que agradable sorpresa, porque la película nos anuncia un desmadre y nos acaba regalando poco menos que una “triste y vergonzosa huida desesperada”. No me atrevería a comparar Tijuana con La Junquera, tierra prometida de los burdeles catalanes donde los franceses, sobre todo, alivian sus urgencias sexuales, pero en la descripción de los locales, de sus frecuentadores, de la música y de los ambientes por los que pasan los protagonistas, se halla lo mejor de la película de Hanson. La película de Linklater me ha recordado otra, olvidadísima, la primera película de Alan J. Pakula, El cuco estéril, con una Liza Minelli literalmente insoportable, y con unas escenas de orgía universitaria en el interior de un piso que ya quisiera Linklater ni siquiera acercarse a la realización de Pakula. Las películas de campus, como las novelas de campus, tienen una larga tradición en el mundo anglosajón; pero no creo equivocarme si digo que a película de Linklater es la más insípida de cuantas he visto dentro de ese género. Tengo unas ganas locas de que mi amigo cinéfilo, Paco Marín, me explique dónde está la virtud de ese supuesto “giro final” que, a su parecer, tiene la historia. Confieso paladinamente que he sido incapaz de descubrirlo desde mi incómoda contemplación. Lo único bueno de Todos queremos algo es que ni siquiera has de hacer el más mínimo esfuerzo por olvidarla para dejar espacio libre en el disco duro de la única neurona disponible, abandonas la sala y se ha disipado como por ensalmo…

jueves, 18 de agosto de 2016

“Un cuerpo en el bosque”: la punzante y brillante chabrolada de Joaquim Jordà.


El microcosmos de la Cataluña y España eternas: Un cuerpo en el bosque o la acidez de la mirada entomológica de un maestro de la docuficción: Joaquim Jordà.

Título original: Un cos al bosc
Año: 1996
Duración: 92 min.
País: España
Director: Joaquim Jordà)
Guión
Joaquín Jordá (AKA Joaquim Jordà)
Música
Sergi Jordá
Fotografía
Carles Gusi
Reparto
Rossy de Palma, Ricard Borrás, Nuria Prims, Pep Molina, Verónica Román, Mingo Ráfols, Lamin Cham.


De Joaquim Jordà me impresionaron sobremanera su docuficción Mones com la Becky, sobre el neurólogo portugués Egas Moniz, y Más allá del espejo, un documental sobre las agnosias y las alexias que el director, afectado también por ellas, rodó a partir de una noticia aparecida en El País. Más allá del espejo es un documento estremecedor y, al mismo tiempo, optimista: respira verdad y drama por los cuatro costados y me parece imprescindible verlo, sobre todo para personas que se dediquen a la educación, e incluso sería de visión muy provechosa para los alumnos no aquejados por esos padecimientos que tanto transforman la vida de una persona. Claro que me acuerdo de su Dante no es únicamente severo, con Jacinto Esteva, pero eso pertenece a la arqueología de la pretenciosidad y solo admite un visionado por parte de cinéfilos de pro. Un cuerpo en el bosque presenta la singularidad de ser su única incursión en el cine de ficción y lo extraño es que Jordà no se prodigara más, porque estamos ante una película casi redonda, no solo por la historia y el guion, sino por la cuidada puesta en escena que nos ofrece el marco perfecto para un ácido retrato de un microcosmos catalán desde el conocimiento y la crítica. Si a todo eso le acompañamos unas interpretaciones tan aceptables como la de Rossy de Palma, haciendo de guardiacivil, y la de Ricard Borràs, de empresario sin escrúpulos, acabamos viendo una película por la que, sinceramente, no han pasado los 20 años que hace de su estreno. Por esos azares de los estrenos y porque lo achuchado de los sueldos no da para verlo todo, y a pesar de las buenas críticas que tuvo en su día, he tardado esos 20 años en verla, pero más vale tarde que nunca, y esa es la buena nueva que traigo a este Ojo cosmológico. La influencia de Claude Chabrol y sus películas de corte “provinciano”, en pequeñas localidades donde todas las perversiones tienen cabida y los secretos se guardan a voces, me parece evidente. Estamos, como ya he dicho, ante un mcirocosmos en el que los personajes tienen un sí se sabe qué de personajes tópicos, pero la ambientación en la que se mueven está tan conseguida que, a pesar de que alguno chirríe, como Mingo Ràfols, aunque el papel tenga escasa entidad. La historia, oscura y triste, de Montse, una chica amiga de complacer sexualmente a sus amigos y cuyo cadáver encuentran los cazadores de jabalíes que inician la apertura de la veda, será el eje narrativo alrededor del cual, mediante la investigación que lleva a cabo la teniente Cifuentes de la Guardia Civil, un papel más que agradecido para Rossy de Palma, que lo desempeña a la perfección, se articulan las vidas de conocidos, familiares y amigos de una pequeña población en la Cataluña rural. Esa vida “pequeña”, con personajes “chatos”, ese mundo reducido, limitado, endogámico, en el que las fuerzas vivas se contemplan al mismo tiempo con afán reverencial y como “invasores”, como es el caso de la teniente Cifuentes, con un planteamiento político independentista que en nuestros días se ha convertido en la corrección política, es retratada por Joaquim Jordà con una pericia sobresaliente, porque la asfixia que produce esa convivencia insana tiene unas fuentes tribales y primitivas que convierten a esta película en algo así como en la premonición de los tiempos políticos xenófobos que vivimos en la Cataluña de la Particularitat que ha renunciado a representar a la generalidad de los catalanes. La teniente de la guardia civil se mueve con desenvoltura en ese pequeño mundo y es capaz de poner a sus habitantes frente al espejo de sus miserias y sus contradicciones, pero la película, llegado ese momento en que todo parece conjurarse para descubrir al culpable de la violación y muerte de la xiqueta, nos ofrece un giro tan espectacular como imaginativo que no solo sorprende al espectador más avezado, sino que propone una clausura narrativa más que brillante,  algo que ciertas escenas hubieran podido permitir que ese avezado espectador intuyera. No fue mi caso, lo reconozco, de ahí mi alborozo por ese giro que permite reescribir la historia de arriba abajo, sin que pierda en ningún momento ni su acidez ni se denuncia. Lo que hace es ampliar sus fronteras… Un cuerpo en el bosque es un magnífico ejemplo del cine que, años después de esta película, lograría un reconocimiento popular a través de una película como Pa negre, y que, en el fondo lejano, se emparentan con obras de la posguerra y específicamente con algunas como La caza de Saura, siquiera sea por esa afición tan arraigada en los pueblos pequeños. 

sábado, 13 de agosto de 2016

“Doctor Terror”, de Freddie Francis, un popurrí de lo mejorcito del género de terror.




Si una noche, en el vagón de un tren fantasmagórico, un pasajero se ofrece a leer tu destino en el tarot… La espléndida imaginación terrorífica de Doctor Terror, de Freddie Francis,  summa artis del género.

Título original: Dr. Terror's House of Horrors
Año: 1965
Duración: 98 min.
País: Reino Unido
Director: Freddie Francis
Guión: Milton Subotsky
Música: Elisabeth Lutyens
Fotografía: Alan Hume
Reparto: Peter Cushing, Christopher Lee, Donald Sutherland, Michael Gough, Neil McCallum, Alan Freeman, Roy Castle, Ursula Howells, Bernard Lee, Jeremy Kemp, Jennifer Jayne, Max Adrian.


Director de fotografía de El hombre Elefante o Gloria, Freddie Francis es un cineasta olvidado que dedicó buena parte de su actividad como director a la realización de películas de terror de serie B que resultan, hoy, auténticas joyas para el cinéfilo cercano a este género, el terror, cuya evolución hacia el gore, la casquería y lo paranormal tanto nos disgusta a quienes echamos mucho de menos películas como esta, tan sencilla como inquietante, a pesar de la simplicidad de los argumentos de los diferentes cuentos y de la pobreza manifiesta de los efectos especiales, sobre todo el del baile yoyó del vampiro que siempre se agita en nuestra memoria como una señal de identidad. El poder de los efectos especiales en el cine de terror, sin embargo, nunca ha sustituido la imaginación visual, usualmente tenebrosa, ni la composición de caracteres propias de actores que han dejado memoria eterna en el género, como Vincent Price, Bela Lugosi, Christopher Lee, Jacinto Molina…, esto es, Paul Naschy o el desasosegante Peter Cushing, cuyo casa de los horrores no es otra que un simple pilón de cartas del tarot con el que les cuenta a sus compañeros de vagón cuál ha de ser su destino.
Uno tras otro, incluso el estirado crítico de arte que compone, en registro inusual, pero magnífico de Christopher Lee, quien se burla de la credulidad de sus compañeros de viaje; uno tras otro, digo, se van sucediendo los malhadados destinos de los compañeros de vagón el destino de cuyo tren es fácilmente imaginable. El cine de episodios es tan viejo como el propio cine, y aun podría decirse que Intolerancia podría, según y cómo, caer en él, si no hubiera ese hilo conductor que organiza la coherencia del mensaje último. Los tópicos reunidos del cine de terror se dan cita en esta cinta, en la que incluso no falta un cierto sentido del humor, propio de estas cintas y del que, en su máxima expresión, supieron sacar partido Abbott y Costello en esa joya indiscutible que es Abbott y Costello contra los fantasmas, de Charles Barton, que, en la adolescencia, me maravilló porque mezclaba a partes iguales la comedia y el horror, y ambos en estado genuinamente puro, dos géneros por los que siento devoción. De esta casa de los horrores me quedo con dos episodios que se apartan de los tópicos tradicionales del medio, uno en el que una planta trepadora se revuelve contra los propietarios de la mansión donde ha sido plantadas, y ello hasta el punto de matar al perro y a uno de sus ocupantes antes de crecer desaforadamente para formar como una coraza que la envuelve toda, impidiendo a la familia salir de ella…, y el otro el del crítico de arte que, habiendo sido ridiculizado por un pintor, decide matarlo por venganza. Queda de este, sin embargo, una mano viva que va persiguiendo al crítico sin descanso, amenazándolo permanentemente hasta…, bien, tampoco es inimaginable el final, claro. Ahora bien, tanto en el episodio de la planta como en este del crítico, la luminosidad constante de los episodios, en los que se rehúye el tenebrismo, dotan a las historias de una dimensión realista que no busca el horror mediante el claroscuro o los movimientos de cámara subjetiva, sino a través de situaciones cotidianas en las que se ha instalado un elemento totalmente heterogéneo que acaba dinamitando el realismo de la situación y llevándolo a una situación angustiosa.  La realización de Freddie Francis, a este respecto, es modélica, y consigue una suerte de calidad fílmica en las diferentes puestas en escena de las historias que no desmerecerían en una historia convencional, como las escenas del músico de jazz relacionado con la práctica del vudú, en las que las secuencias del club donde actúa el grupo de músicos son espléndidas, además de la calidad de la propia música, por supuesto, y eso que, en términos generales, se trata del episodio más flojo de todos. Suelo traer a este Ojo Cosmológico muchas películas que voy descubriendo al azar de mi videoteca de segunda mano en la que escarbo durante horas hasta encontrar posibles cintas de interés de las que ni siquiera hubiera oído hablar. Otras veces, sin embargo, revisito clásicos, como La soledad del corredor de fondo, que veré próximamente. En esta ocasión, Doctor Terror, que debí escoger, sin duda, por la presencia de Cushing y Lee, se ajusta escrupulosamente al primer caso, y estoy contento de que la intuición caratular, por así llamarla, no me haya jugado una mala pasada, lo que a veces ocurre, porque no siempre acierto, que quede claro, y algún bodrio he tenido que dejar de ver, aun a pesar de la reputación del director, como O.H.M.S. (You’re in the army now), de Raoul Walsh, con un literalmente insoportable Wallace Ford haciendo idéntico papel, poco más o menos, que James Cagney en Regimiento heroico, de William Keighley, que también hube de abandonar por agotamiento bélico postraumático. A los aficionados al género de terror, sobre todo a quienes lo que les atrae es el candor de ciertas historias y los tópicos eternos, desde la estaca de madera con que se mata al vampiro o las balas de plata con que se acaba con el hombre lobo, amén de los ajos o el símbolo de la cruz, esta película les encantará, seguro.

martes, 9 de agosto de 2016

Conmovedora película de Zhang Yimou: “Regreso a casa”.



El amor más allá del olvido y de la adversidad: Regreso a casa, de Zhang Yimou o el cine hecho lírica.

Título original:  Gui lai
Año: 2014
Duración: 111 min.
País: China
Director: Zhang Yimou
Guión: Zhou Jingzhi (Novel: Yan Geling)
Música: Chen Qijang
Fotografía: Zhao Xiaoding
Reparto: Gong Li, Chen Daoming, Zhang Huiwen, Guo Tao, Yan Ni, Li Chun, Zhang Jiayi, Liu Peiqi, Ding Jiali, Xin Baiqing, Zu Feng, Chen Xiaoyi.

Tarde, porque es la penúltima película de Zhang Yimou, pero llega como agua de mayo a una cartelera algo agostada. El minimalismo argumental da pie a una historia íntima más cercana a la poesía lírica que a la desgraciada épica que mueve los hilos del destino de unos personajes sometidos a la férrea dictadura comunista china, situación agravada por aquel delirio criminal que recibió el nombre de Revolución Cultural, cuyos gestores acabaron condenados en el sonado juicio político a lo que se llamó “La banda de los cuatro”, que incluía a la viuda de Mao, quien, tras haber sido condenada a muerte, se suicidó tras salir al hospital para ser atendida por un cáncer de garganta. Yimou ya dirigió una maravillosa película, ¡Vivir!, en la que trata de esta misma Revolución Cultural en una historia que tenía mucho de fresco social, y sí, también con su actriz fetiche Gong Li, quien en esta película realiza un prodigio de interpretación. Frente al fresco histórico de ¡Vivir!, Regreso a casa se recoge, podríamos decir, en los estrechos límites de una familia y de una vivienda, sin que, en ningún momento, a pesar de la reiteración de los intentos del marido por conseguir la deseada anagnórisis que le devuelva la convivencia de la que fue apartado, por disidente, a la fuerza, durante más de veinte años, nos sintamos constreñidos por el espacio y mucho menos deseemos ramificaciones del argumento que nos “distraigan” del conflicto central: la amnesia que, por una caída en la escena dramática de la “captura” del marido, facilitada por la delación de su hija, que aspira a conseguir el puesto de primera bailarina en el ballet revolucionario que representa el avance imparable de la Revolución y exalta el culto al líder máximo, Mao Tse-tung (permítaseme la transcripción de aquella juventud inquieta mía…), se apodera de ella y la deja imposibilitada de reconocerlo cuando, ¡pasados veinte años de reclusión y reeducación revolucionaria!, regresa finalmente a la casa de donde es, en el acto, expulsado por la esposa que no lo reconoce. Las fuerzas vivas del Partido lo instalan en una vieja tienda abandonada, justo enfrente del edificio donde vive su mujer, porque la hija se ha independizado, ya que la madre nunca le perdonó la delación del marido, y, a partir de esa desubicación, comenzarán los intentos del marido por acercarse a su esposa para “recuperarla”, una sucesión de intentonas que chocan siempre con la ceguera evocadora de la mujer, quien confunde al marido con un jerarca del Partido que abusó de ella, aunque se trata de una confusión intermitente. La película está rodada en una suerte de tono oscuro que, sin llegar necesariamente a la penumbra, acentúa el tono gris de una puesta en escena llena de espacios comunes degradados en los que parece que nunca llegue a entrar jamás el sol. La época invernal acentúa la oscuridad, a pesar de la nieve, y refuerza la percepción de la degradación de los espacios: la tienda donde se instala, la escalera, la vivienda familiar, la habitación donde vive la hija, etc. Es cierto que las condiciones de vida en la Revolución distaban mucho de ser mínimamente aceptables, y esa pobreza es lo que refuerza la puesta en escena, aun a pesar de que, tratándose de dos intelectuales, ambos esposos son profesores, hay algún detalle de los buenos tiempos, ya olvidados, como la presencia de un piano, que solía tocar su marido. Este, por cierto, accede a su casa como afinador para “rescatar” un piano que el marido, “que está a punto de regresar”, solía tocar. La escena del renacimiento del instrumento, con una melodía interpretada, por cierto, por Lang Lang, el último ídolo pop de la clásica, es de una ternura y delicadeza infinita, y es el momento en que el milagro de la anagnórisis está a punto de producirse, del mismo modo que lo creemos cuando el marido se ofrece a leer a su mujer las cartas que le envía en un baúl, y que había escrito durante su cautiverio. Como se advierte, por el resumen argumental, estamos ante una historia mínima con unas variaciones casi imperceptibles pero que ponen en movimiento un surtido de emociones que, sin llegar a la conmoción, se van adueñando de los espectadores en un crescendo sobre cuyo final me abstengo de dar la más mínima pista, aunque quizás debiera, porque, a mi entender, hay un trasfondo metafórico en la situación que enlaza con la visión histórica de la agitada historia de China, pero eso lo dejo a la libre interpretación de cada cual. En cualquier caso, el lirismo constante desde el que se narra la historia abarca no solo a los personajes -¡inolvidable la reacción de la hija cuando lee la carta en la que el padre convence a la madre para que acepte volver a convivir con ella!-, sino también a los pequeños motivos de la vida cotidiana que se va tejiendo en torno a la amnesia de la protagonista. Un auténtico poema de amor de inusitada intensidad, porque eso es la película: la historia del poder del amor conyugal más allá de la memoria y el olvido, algo que por fuerza habrá de sorprender a las nuevas generaciones, tan poco habituadas, en términos generales, a las relaciones duraderas. La película está llena de momentos, ya digo, de arrebatado lirismo, pero podría decirse que se trata de un lirismo de la escasez, de la privación, de la humildad, e incluso de la resignación, porque, al fin y al cabo, se trata de unos personajes cuya vida ha sido destrozada por el régimen comunista y no aspiran sino a sobrevivir con los rescoldos de la pasión que en su día vivieron y que intentan, eso es la película, recuperar secuencia tras secuencia, luchando contra el mal del olvido que, en aquella sociedad policial, ni siquiera tiene carácter lenitivo. Zhang Yimou no es director que requiera más elogios que los recibidos, constantes y merecidos, a lo largo de su dilatada carrera, pero en esta película, lejos de los virtuosismos de La casa de las dagas voladoras, esa película casi felliniana de Yimou, ha conseguido tal prodigio de intimidad y minimalismo poéticos que difícilmente se disuelven las imágenes de ese drama en la memoria del espectador. Una joya mínima; un disfrute máximo. Una familia rota; un amor imperecedero.

domingo, 7 de agosto de 2016

Del off-Broadway a la pantalla sin perder un ápice de calidad: “Nosotros dos”, el debut de Kevin Dowling con un insólito Russell Crowe.





Nosotros dos, de Kevin Dowling, o la familia que acepta al hijo homosexual unida, espectacular Rusell Crowe, permanece unida. Una divertida comedia que integra el drama con perfecta naturalidad.




Título original: The Sum of Us
Año: 1994
Duración: 100 min.
País: Australia
Director: Geoff Burton, Kevin Dowling
Guión: David Stevens
Música: Dave Faulkner
Fotografía: Geoff Burton
Reparto: Jack Thompson, Russell Crowe, John Polson, Deborah Kennedy, Joss Moroney, Julie Herbert, Mitch Mathews.

Como en otras ocasiones he indicado, hay traducciones de títulos cinematográficos que desorientan por completo al espectador, y a veces hasta lo disuaden de entrar en la sala. Nosotros dos no es especialmente deleznable, pero en comparación con el original The Sum, of Us, literalmente “La suma de nosotros”, pierde la dimensión moral que incluye esa suma que fortalece un vínculo familiar frente a la incomprensión habitual en los casos en que las familias descubren que algún descendiente es homosexual, como ocurre, por vía excesivamente didáctica, en el caso del no-se-sabe-si-lo-nuestro-llegará-a-ser-algo-serio del hijo con un ligue que vive el rechazo asqueado de su padre y el amor sumiso de su madre. Porque la película tiene la homosexualidad como motivo temático fundamental, pero la historia tiene la virtud de hacernóslo olvidar en cuestión de minutos para centrarnos, entonces, en el tema verdadero, la necesidad del amor como motor vital, situación en la que se encuentran tanto el padre como el hijo, quienes gozan de una relación familiar en la que se vive con extraordinaria naturalidad la homosexualidad del hijo. El origen teatral de la película se advierte enseguida, porque no se ha renunciado al uso de los “apartes”, propios de la dramaturgia desde la Edad Media, que, en la película, cumplen una función brechtiana muy jugosa, porque implican al espectador de tal manera que no solo sirve desde la perspectiva didáctica que, sin duda, tiene la película, sino también desde la de introducir una nota de humor que haga más llevaderos algunos momentos duros de la trama, que los hay, porque el tema de la soledad y la necesidad de ser amado se plantea con todo rigor y seriedad, no es un elemento considerado desde la comedia, sino desde un realismo que, aun a pesar del tono jocoso de no pocas secuencias, domina la película de principio a fin, y esa es, me parece, una de sus grandes virtudes: la naturalidad desde la que se enfoca la convivencia de un padre tolerante con un hijo homosexual. Como puede inferirse de lo dicho, estamos ante una película en la que el trabajo de los actores tiene una importancia decisiva, porque no se trata de un film de propaganda, hecho desde el cerrado mundo de los círculos homosexuales, sino de un producto más de la industria, con una temática específica e interpretado por actores no pertenecientes a ese mundo restringido, como lo prueba la presencia de Rusell Crowe en uno de sus primeros papeles, y mucho antes, seis años antes, exactamente, de dar el gran salto a la fama con Gladiator, como prototipo, además, de macho man por excelencia, antes apuntado en L.A. Confidential y corroborado, más tarde, en Master & Commander, aunque en esta no deje de haber cierta insinuación de una homosexualidad latente. Y bien, Crowe saca una nota excelente en el difícil examen que supuso componer un papel de homosexual no solo creíble, sino capaz de ofrecer una compleja gama de matices emocionales que sabe transmitir a la perfección, acaso porque el coprotagonista, quien interpreta a su padre,  Jack Thompson le da una réplica magnífica y consiguen, ambos, llenar de verdad incontestable una relación padre-hijo casi idílica, aunque llena de un humor excelente. Es posible que a algunos espectadores la actuación de Thompson les resulte un poco cargante, porque no deja de ser, por ausencia de la madre, un padre “sobreprotector”, empeñado fundamentalmente en que su hijo encuentre una pareja estable que le ayude a disfrutar de uno de los grandes objetivos que todos han de tener en la vida: conocer el amor verdadero, como el que a él le unía a su esposa, a la madre de su hijo.  La película tiene la virtud de añadir información sobre el pasado, retrocesos temporales rodados en un blanco y negro estupendo y muy efectista, desde el punto de vista cinematográfico, que permiten comprender mejor la situación presente de los personajes. La historia de la abuela del hijo del protagonista y su tardío amor lésbico está contada y rodada con una sensibilidad poética que hace subir muchos enteros el interés por la película, y se echa de menos que ocupe, ese pasado, tan poco espacio en el metraje total de la película, aunque el romance del padre con una separada a través de una agencia de contactos tiene, también, un encanto insuperable. El realismo que domina la película, con reacciones alejadas de todo edulcoramiento y con un desenlace a la altura del mismo, permite disfrutar de la película y abandonarla con un excelente sabor de boca y no poca admiración por la lección interpretativa de Rusell Crowe, digna de figurar a la altura de la sobresaliente de Javier Bardem como Reinaldo Arenas en Antes que anochezca de Julian Schnabel, una de sus mejores interpretaciones, junto al Ramón Sampedro de Mar adentro. No hace mucho tuve la oportunidad de hacer la crítica de un thriller australiano, Huida desesperada, también interpretado por Crowe que, junto con algunas películas como Two Hands, con Heath Ledger, permiten tener una visión más o menos aproximada del excelente cine que se hace en Australia, y que a menudo suele pasarnos desapercibido.

viernes, 5 de agosto de 2016

El neorrealismo poético de Wenceslao Fernández Flórez: "Camarote de lujo", de Rafael Gil.





Una inusual España de perdedores: Camarote de lujo, de Rafael Gil o la adaptación española de Capra.


Título original: Camarote de lujo
Año: 1957
Duración: 95 min.
País: España
Director: Rafael Gil
Guión: Wenceslao Fernández Flórez, Rafael Gil
Música: Cristóbal Halffter
Fotografía: Alfredo Fraile
Reparto: Antonio Casal, María Mahor, Fernando Sancho, José Marco Davó, Mercedes Muñoz Sampedro, Rafael Bardem, Carmen Esbrí, Erasmo Pascual, Carmen Rodríguez, Juan Vázquez, Nelly Morelli.


Reconozco mi debilidad por un actor como Antonio Casal,  quien siempre me ha parecido algo así como la versión española de Buster Keaton, comparación que probablemente me haya incapacitado para ver sus limitaciones interpretativas, si es que alguna tiene, pero, a mi juicio, Antonio Casal es uno de esos intérpretes que antaño se llamaban “de raza” , algo que la corrección conceptual actual nos impide hoy usar, o “bestia cinematográfica”, en el sentido de que el cine es su hábitat natural o, para entendernos, un actor con tanta naturalidad ante las cámaras que parece la misma vida representándose ante ellas, sin artificio alguno, como nos lo parece cada vez que aparecen en la pantalla actores como Pepe Isbert o José Luis López Vázquez, por ejemplo. En esta película, con ese abrigo largo y el sombrero “a lo keaton”, como aparece en el cartel ut supra,  ese parecido se acrecienta insospechadamente. Camarote de lujo es una película de la Historia del cine español de La 2 que, por circunstancias que no vienen al caso, dejé grabada para verla con la calma con que la intuición me recomendaba que lo hiciera, después de haber visto su inicio entre berlanguiano y capriano. Y no andaba desintuido, pero, más allá de esas referencias, la película de Rafael Gil, basada en una historia del autor de El bosque animado, el inmenso escritor gallego Wenceslao Fernandez Flórez,  Luz de luna, de 1915, con guion del propio Fernández Flórez y Rafael Gil, es una película inusual para la época en que se rodó no solo por la denuncia de una situación social que bien podría haberse entendido como propia de la época de posguerra en vez de serlo de  la lejana España de 1915, sino por la crudeza con que asistimos al despeñamiento social del protagonista a raíz de haber cometido una buena acción que frustra la comisión de un delito por parte de los empleadores de la naviera donde trabaja. Si el retrato del protagonista es el de un ser pusilánime y bondadoso, lleno de sueños y de sumisión al poder establecido, con muy poca o ninguna iniciativa, salvo la de la hermosa acción que le depara toda suerte de penalidades, entre las que no falta ni el hambre ni el tener que vivir a la intemperie en un clima como el gallego y en invierno o la imposibilidad de continuar, por dignidad, un noviazgo que se encaminaba a la boda a corto plazo, la película adquiere unos tintes neorrealistas que van mucho más allá de la anécdota para convertirse casi en una suerte de prefiguración del cine de denuncia propio de la década siguiente con autores como Berlanga, Fernán Gómez, Bardem, etc. La vida de pensión, porque el protagonista es un aldeano que va a la ciudad a trabajar en la consignataria de buques de un familiar para poder abrirse camino, porque en su casa es una boca más a la que los pobres recursos familiares no pueden alimentar, es un clásico de la literatura española y, por supuesto, del cine. Son innumerables las obras de las que cualquiera puede tener recuerdo, desde La colmena hasta Tiempo de Silencio pasando por La media distancia, por poner un ejemplo relativamente reciente o Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, en las que el microcosmos de la pensión ocupa un lugar predominante en la trama. En Camarote de lujo se nos describe a la perfección, con un estilo casi neorrealista, lo que fue y aún sigue siendo, me consta, la vida de pensión para muchos españoles. La presencia inconmensurable de Manolo Morán en ese ambiente como un huésped sablista, músico sin éxito, contribuye a dotar a esas escenas de la mejor dosis de realismo que no es solo una faceta básica de nuestra literatura, ahí está La Celestina, sin ir más lejos, sino también de nuestro cine, como advertimos en este ciclo de La 2 que tantas joyas olvidadas nos está permitiendo recuperar. De verdad, así que lo acaben, deberían de volver a comenzarlo de nuevo. La historia, por momentos, parece que vaya a acercarse a la historia de Dostoievski, El sueño de hombre ridículo, pero, en este caso, estamos ante la tragedia de un hombre anodino que a duras penas consigue sobrellevar la insatisfacción vital que lo corroe y que no puede sacudirse sino a través de ensoñaciones como con la que arranca la película en una secuencia del mejor cine de entonces y de siempre, al estilo de las escenas incorporadas, por exigencia censora, a El inquilino, de Nieves Conde, ese aclimatador del neorrealismo en España con la inolvidable Surcos. La insatisfacción vital es uno de los grandes temas de la literatura de Fernández Flórez, pero su exquisita atención al mundo de los desfavorecidos es otra, como se puede apreciar en la descripción de la difícil supervivencia de los pobres en la Galicia de El bosque animado. La obra transcurre en La Coruña y he de confesar que el director consigue secuencias de calle espectaculares en rincones de la ciudad llenos de una belleza muy particular; pero las escenas que quizás se llevan la palma, dentro de las muy excelentes que hay en toda la película, son las de la huida de Casal y un misérrimo cliente de la naviera a quien le quieren pispar los papeles para camuflar la huida de un asesino entre los emigrantes que dejaban Galicia por la promesa del Nuevo Mundo, el negocio criminal ante el que se rebela el protagonista a pesar de que esa acción lo condena a la miseria. Un “matón” y primerizo Fernando Sancho, que luego sería el rey de los villanos en el spaghetti western, persigue al pueblerino para arrebatarle los papeles y poder cerrar el suculento negocio de la emigración del asesino. Esa persecución, en la que el protagonista y el pueblerino han de huir bajo la lluvia por los tejados y acaban en el puerto, intentando burlas la vigilancia del empleado de la naviera para poder embarcarse son realmente excepcionales, y no impiden ni siquiera un intermedio cómico al mezclarse con una boda que se celebra en un piso y de donde, a la que los detectan han de salir lógicamente por piernas.  De alguna manera, este Camarote de lujo podría ser, solo en parte, el reverso de Polizón a bordo, de Florián Rey, uno de los grandes éxitos de posguerra y en la que intervenía también Antonio Casal, pero mientras esta era un comedia de enredo, aquella es un auténtico drama que mantiene acongojado al espectador hasta un final capriano que actúa como el sueño de El último, de Murnau, tan criticado, pero tan consolador, para qué nos vamos a engañar, porque la descripción del desamparo y del hambre -impagable el robo del queso en la pensión bien entrada la noche- en modo alguno es algo que se contemple sin una profunda alteración del ánimo. En cualquier caso, y a pesar del final, en parte previsible y obligado, porque, de otro modo, la película no hubiese sido ni siquiera autorizada a exhibirse, la película no tuvo apenas éxito en su momento, como tantas otras en las que la descripción de las penalidades acongojan tanto al espectador que prefiere renunciar a verlas para no añadir más penalidades a las suyas propias. De hecho, los musicales usamericanos de los años 30 cumplían esa función consoladora a la perfección, como se advierte muy crudamente en esa joya del musical que es Pennies from heaven, de Herbert Ross. De verdad, tras lo que he ido viendo de Rafael Gil, sobre todo La calle sin sol y la presente, sin olvidar el magnífico arranque de este trío, Gil-Casal-Flórez, con la primera película de Rafael Gil, El hombre que se quiso matar, tengo para mí que se ha de revisar el lugar de este director en nuestra cinematografía, y hacer tabla rasa de cuantas películas “alimenticias” hubo de hacer para destacar las joyas imperecederas que nos legó.

jueves, 4 de agosto de 2016

Una feliz secuela de las screwball comedies: “Mientras sean felices”, de J. Lee Thompson




Una ignorada comedia musical divertidísima de J.Lee Thompson: Mientras sean felices, de lo mejorcito del clásico humor inglés.

Título original:As Long as They're Happy
Año: 1955
Duración: 91 min.
País: Reino Unido
Director: J. Lee Thompson
Guión: Alan Melville (Obra: Vernon Sylvaine)
Música: Stanley Black
Fotografía: Gilbert Taylor
Reparto: Jack Buchanan, Brenda De Banzie,Jerry Wayne,  Janette Scott, Jeannie Carson, Athene Seyler, David Hurst, Diana Dors, Hugh McDermott, David Hurst, Athene Seyler, Joan Sims, Nigel Green, Dora Bryan, Gilbert Harding, Joan Hickson.


¡Qué grata sorpresa! De un director tan versátil como J. Lee Thompson, autor de Los cañones de Navarones y de El cabo del miedo, cae en mis manos el video de esta comedia alocada, heredera de las screwball comedies de los 40 y representante feliz de un género de películas muy cercano a esa genialidad fallida que, diez años más tarde,  fue ¿Qué tal, pussycat?, con guion de Woody Allen, de la que salió tan escaldado que juró que nunca más pondría un guion suyo en otras manos que no fueran las suyas. Hay, incluso, un cierto paralelismo en el guion entre Mientras sean felices y la película de Allen, sobre todo por la presencia de un psiquiatra que sirve para complicar la trama y conseguir algunos momentos hilarantes. En la película de Allen, fue Peter Sellers, en la de Thompson, un David Hurst un poco pasado de vueltas, pero muy en su papel de psiquiatra loco de origen alemán, figura tópica tan usado en algunas excelentes comedias, como en Primera Plana, de Wilder, por ejemplo, o la variante de científico loco, como el impagable Dr. Strangelove de Kubrick.  Ya puestos en el capítulo de las actuaciones, si algo hace acreedora a Mientras sean felices de una visión urgente es el estado de gracia de todo el reparto, sin excepción alguna. En febrero de este año hice la crítica de Fuego en las calles, de Roy Ward Baker, y destaqué el excepcional papel de Brenda de Banzie, a la que ya había destacado en El déspota, esa maravillosa película de David Lean, y ahora me cruzo con ella en un papel cómico de esposa resignada al “aburrimiento” inglés de su insípido matrimonio y me descubro ante su talento y una vis cómica que, antes de la presente cinta, me costaba dios y ayuda ni siquiera sospechar en ella. La película tiene un inicio fabuloso, que nos acerca a un humor algo más salvaje de lo que se considera propiamente el british humour, en el que la ironía y el sarcasmo, ambos delicados, suele manifestarse más a través de los diálogos inteligentes que de la acción trepidante. En este caso aparecen ambas cosas y dosificadas a la perfección. La trama, simple, se acerca al mundo novedoso de las fans arrebatadas que comienzan a surgir en los años 50 con los cantantes melódicos que se convierten en ídolos adorados por las jovencitas y que desembocará en esas conocidas escenas de histeria de las primeras apariciones de los Beatles, en los años 60. Aquí, el cantante es un crooner usamericano interpretado a la perfección por un Jerry Wayne cuyo personaje, Bobby Denver, aterriza por un malentendido en la casa de un corredor de bolsa con tres hijas, dos casadas en el extranjero y una adolescente enamorada de Denver que es quien, se aprovecha de la equivocación telefónica para citar al cantante en su casa. La presentación de las dos hijas, una de ellas cantante, casada con un pintor inglés residente en Paris, y la otra casada en América con un vaquero de rodeos al que los forúnculos traseros no le dejan ganarse la vida, lo que implica que la película no desdeña ni siquiera cierto humor de trazo grueso, y su llegada al hogar paterno servirán para ir complicando progresivamente la trama, si bien todo transcurre con una gracia incomparable y en un crescendo que no solo hará las delicias del espectador, sino que, por arte de birlibirloque del medido guion, resolverá todos los núcleos de acción planteados, entre los que la aburrida relación entre los esposos tiene especial fuerza. Es una lástima que la película esté contemplada desde un punto de vista ciertamente conservador, y que las bromas sobre lo ridículo de ciertas corrientes contemporáneas como el existencialismo en el que milita la hija “parisina” -que pronuncia insistencialismo…, by the way- lastren algo el interés de la cinta, pero, hecha abstracción de esa nimiedad, la película es un bálsamo de buen humor para estos tiempos de politicastros y mediocridades generales. La película bien puede considerarse un musical, no solo porque la trama gira en torno al cantante que, llegado de Usamérica, pone “patas arriba” la solo en apariencia ordenada vida inglesa, puesto que el fenómeno de las fans representa ya una alteración notable de ese tradicionalismo representado por el cabeza de familia que acaba saltando por los aires, sino porque, a lo largo de la película se suceden números musicales absolutamente canónicos, y uno de ellos especialmente atractivo, el de la hija “parisina” que pasa de un columpio del back yard a un escenario, o como los del propio padre, un Jack Buchanan lleno de vis cómica y habilidades coreográficas más que notables, como en el número cómico de baile con la criada cuyos desmayos cada vez que entra en escena y ve al cantante nunca dejan indiferentes a los espectadores. ¿Se advierte que me lo he pasado de lo lindo con esta “rareza” de Thompson? Pues tengo para mí que no he de ser el único, por más que en esto del humor es donde más cerca estamos de lo de para gustos colores… Con todo, el guion medido, la realización agilísima y las interpretaciones, todas ellas brillantes, del último al primero del reparto, hacen de Mientras sean felices una comedia auténticamente familiar y divertidísima, que revalida, además, la universalidad de ese british humour tan dado a reírse de su inveterado y sacrosanto tradicionalismo. Dentro de lo anecdótico hemos de considerar la aparición de Diana Dors, la espectacular réplica inglesa de Marylin Monroe, con un minúsculo papel que no guarda relación alguna con su sobreexposición en la publicidad de la película, como reclamo comercial.