miércoles, 30 de noviembre de 2016

La película de la que renegó John Ford: “Paz en la Tierra” (y que ya quisieran muchos otros para sí…, Trueba incluido, naturalmente.)



Un fallido guion de saga para una película con aciertos fordianos plenos:  Paz en la Tierra o el peaje del genio a la desmesura irregular: entre la Historia, la transmigración de las almas, la crítica del capitalismo desalmado y el antibelicismo.

Título original: The World Moves On
Año: 1934
Duración: 104 min.
País: Estados Unidos
Director: John Ford
Guión: Reginald Berkeley
Música: R.H. Bassett, David Buttolph, Louis De Francesco, Hugo Friedhofer, Cyril J. Mockridge
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Madeleine Carroll, Franchot Tone, Reginald Denny, Sig Ruman, Louise Dresser, Raul Roulien, Stepin Fetchit, Lumsden Hare, Dudley Digges, Frank Melton, Brenda Fowler, Russell Simpson, Barry Norton, George Irving.

La filmografía de John Ford es inacabable incluso para los buenos aficionados, a no ser que se convierta en objeto de estudio monográfico, que no es mi caso, aunque, eso sí, película del director que cae en mis manos, película que veo con una complacencia total, porque incluso en el caso de una película como esta, de la que el propio director renegó siempre, hay destellos inequívocos del genio cinematográfico del autor. La película narra muy sintéticamente la historia de una saga de comerciantes dividida, por el testamento del fundador de la misma, en cuatro ramas, que se establecen en cuatro países, Usamérica, Inglaterra, Francia y Alemania, en un afán monopolista que adelanta, curiosamente, lo que ahora conocemos como capitalismo global, heredero del reciente capitalismo multinacional. Como en el arranque de la narración se nos muestra un conato de relación adúltera en la época de la guerra de Secesión usamericana, que no llega a materializarse, por esa división familiar, la historia salta de finales del XIX al siglo XX, antes de la Primera Guerra Mundial, para reencontrarnos con una reunión de la familia en la sede original de la empresa, en Nueva Orleáns, y allí, los descendientes de aquella pareja adúltera in péctore se reencuentran en lo que podríamos llamar amor trangeneracional, porque, desconociéndose, tienen la sensación de conocerse íntimamente, lo que se manifiesta a través de la canción favorita de ambos, que suena antes de la emocionante despedida final de sus antecesores. Que actor y actriz, Franchot Tone y Madeleine Carroll interpreten ambas parejas, genera una situación que,  a medio camino entre una extraña película de amores imposibles y otra de reencarnaciones inverosímiles, logra crear un clímax muy particular, porque todo apunta a que los herederos de aquellos amantes que no pudieron serlo de facto, tampoco lograrán serlo ahora, dado que uno de los primos, el de la rama alemana, dice públicamente, en una reunión familiar con motivo de la boda de un miembro de la rama alemana, que él se va a casar con ella, si bien ella lo disuade, finalmente, de la imposibilidad de tal compromiso. La historia de ese amor se ve atravesada por la Primera Guerra Mundial, que separa a los miembros de la familia, pero temporalmente, porque el juramento de anteponer los intereses de “la familia” por encima de todo prevalecen sobre las fidelidades “nacionales” de cada rama. En ese tramo de la Primera Guerra Mundial, mientras el protagonista usamericano está en Francia, donde decide enrolarse en el ejército francés en defensa de las libertades democráticas amenazadas por los alemanes, se centra para muchos lomejor de la película, las escenas de guerra, que a mí también me parecieron de lo mejor de la película…Ahora bien, ni las rodó Ford ni pertenecen propiamente a la película, sino que fueron tomadas prestadas de una notable película francesa que sin duda no debió de ser vista en Usamérica, me refiero a Las cruces de madera (1932), de Raymond Bernard, un director que realizó en España, por cierto, La bella de Cádiz (1953) con Luis Mariano y Carmen Sevilla. Lo curioso es que las mismas imágenes las tomara prestadas también Howard Hawks en 1936 para su película Camino a la gloria, de temática casi idéntica a la de Bernard. Finalmente, esos primos se casan, en medio del conflicto, y después los vemos ya en plena fiebre empresarial antes de que se produzca el crack del 29 y se arruinen, en parte, porque el protagonista logra poner a salvo la empresa de su mujer, no así la suya. La distancia entre los esposos en la época de la abundancia, en la que al marido le excitan más los trust empresariales que los encantos de su señora, da pie a un curioso discurso anticapitalismo avariento, del mismo modo que la Primera Guerra Mundial da pie a un discurso antibelicista algo ajeno a la propia ideología de Ford, quien se quejaba amargamente ante Peter Bogdanovich de que se “había visto obligado a hacer la película por estar bajo contrato”, pero que no le parecía un guion del que pudiera sacarse algo en claro. Aun así, a pesar de las quejas, la película, que toma como motivo argumental la obra de Nel Coward Cabalgata, llevada al cine poco antes de esta de Ford por Frank Lloyd, con el mismo título, y que obtuvo un gran éxito, no deja de tener un interés más que notable y los espectadores, a mi juicio al menos, no se sentirán decepcionados por esta película que no tiene nada de menor, en la filmografía de Ford, a pesar de que la repudiara, y en la que tanto Madeleine Carroll como Franchot Tone, a quien he visto en películas recientemente criticadas, como Tempestad sobre Washington o Así aman las mujeres, tienen una destacada interpretación. Ni siquiera el clásico humor de Ford, tan característico de sus películas, está en esta ausente, y es el magnífico secundario Sig Rumann  (Siegfried Rumann), a quienes todos recordaremos siempre por su desternillante actuación en To be or not to be, entre tantas otras, el encargado de sacarnos la sonrisa, con aquella vis cómica tan particular que lo hizo famoso. La película cuenta, además, con una fotografía muy ajustada a las diferentes épocas, obra de un viejo conocido de Ford, George Schneiderman, con quien trabajó en su primera gran película, El caballo de hierro (1924), una epopeya de la construcción del ferrocarril de costa a costa y en Barco a la deriva, rodada en 1935, una obra notable que ya comentamos en este Ojo en su momento. Diga Ford lo que diga, y a pesar de las imperfecciones evidentes de un guion que quiere abarcar demasiado, no es menos cierto que, en lo esencial, la estructura narrativa de la película no padece en exceso esa ambición y se admiten con amabilidad ciertas elipsis generosas y ese aire un poco de rompecabezas que tiene la historia, con tantas ramas familiares dispersas y unidas, sin embargo, por una lealtad inquebrantable a “la familia”, al seno originario de la cual, en Nueva Orleans, vuelven los medio derrotados protagonistas para empezar de nuevo desde una perspectiva ética que no anteponga la avaricia al amor.











domingo, 27 de noviembre de 2016

Entre la propaganda postbélica y el cine de acción psicológica: “A diez segundos del infierno”, de Robert Aldrich.





En el Berlín de posguerra, las siempre imprevisibles pasiones humanas: A diez segundos del infierno, una producción de la Hammer llena de tensión, dramatismo y muy buen cine.
 Título original:Ten Seconds to Hell
Año: 1959
Duración: 93 min.
País: Reino Unido
Director: Robert Aldrich
Guión: Robert Aldrich, Teddi Sherman (Novela: Lawrence P. Bachmann)
Música: Kenneth V. Jones
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)
Reparto: Jack Palance, Jeff Chandler, Martine Carol, Robert Cornthwaite, Virginia Baker, Richard Wattis, Wesley Addy, Dave Willock, James Goodwin, Nancy Lee, Charles Nolte.


Hace más de un año tuve la suerte de rescatar una película “maldita” de Robert Aldrich, El asesinato de la hermana George, y le hice esta crítica para divulgar, sobre todo entre aquellos lectores de estas páginas que no sean cinéfilos, su existencia y animarles a verla, porque la película, aunque con un exceso de morbo y una atmósfera que a veces se hace irrespirable, es de una valentía que merecía la pena verse. Esta otra película de Aldrich, un director polivalente que ha prestado atención a géneros muy distintos, y casi siempre con notable acierto, no tiene absolutamente nada que ver con la de la hermana George. La película es modesta, producida por la Hammer y la renovada UFA alemana, antes de dedicarse la productora británica casi por entero a la “fabricación” de sus reconocidas películas de terror, a las que este crítico ha sido, desde adolescente, tan aficionado, y de las que ya he hecho varias críticas en este Ojo Cosmológico. Aunque la película es de 1959 y lo más duro de la posguerra en Berlín se había dejado atrás, aún continuaba el denodado esfuerzo por reconstruir la ciudad, razón por la cual la ciudad aún estaba llena de ruinas que permitieron una filmación respetando los escenarios originales, y dejando para estudio algunas secuencias de interiores. La trama es sencilla: a un grupo de seis artificieros alemanes licenciados se les ofrece la posibilidad de dedicar profesionalmente su recién ganada libertad militar a la desactivación de las bombas que impedían un normal proceso de reconstrucción de la ciudad sin causar excesiva bajas. Desde el comienzo de la película, una vez que todos ellos han aceptado el peligroso trabajo con ventajosas condiciones de salario y una ración doble de cupones del racionamiento, los artificieros hacen una apuesta sobre la imposible supervivencia de todos ellos en el plazo de dos meses de dedicación al trabajo. Si alguno quedara con vida, se llevaría la bolsa de las apuestas de todos. Se trata de seis personajes que, en vez de ir en busca de su autor, van en busca de bombas que, con toda probabilidad, pueden acabar con ellos, sobre todo por las bombas británicas de doble espoleta que les es imposible desactivar. Se trata de seis personajes que han sobrevivido a la guerra, pero que, desde un nihilismo de base que no les ha dejado sueños por cumplir, piensan que es muy difícil sobrevivir a la paz. De entre ellos, la historia se centra en los dos que viven en casa de una francesa a la que uno corteja y de la que el otro se enamora, creándose, en consecuencia, una tensión narrativa que se cruza, sin que declare más al respecto, con la dedicación profesional, logrando emotivos momentos de tensión. En general todos los actores cumplen a la perfección, pero sería injusto no destacar a un Jack Palance hiperconvincente y capaz de unos registros de ternura que se dan de coces con su rostro anfractuoso, tantas veces usado por los directores para encarnar a los “malos” de las tramas. Destacaría su aterciopelada voz susurrante que me ha recordado con toda propiedad la de Chet Baker, el doumental sobre el cual Let’s get lost, de Bruce Weber, es de obligada visión, por cierto. Hay en la película una herencia indiscutible de El salario del miedo, de Henri Georges Clouzot, a la que recuerda constantemente en esas escenas en las que los artificieros, sudando, han de retirar, con precisión milimétrica la espoleta de las bombas para desactivarlas. El propio blanco y negro de la realización ayuda lo suyo a esa comparación. El grupo de “personajes” que se reúne y ha de escoger democráticamente un representante que actíue como referente del grupo en relación con las autoridades para quienes trabajan -Berlin era, en aquel momento de posguerra un ciudad dividida en cuatro, con cuatro administraciones distintas de cada una de las fueras aliadas- recuerdan mucho, también, aunque anacrónicamente, una película de Aldrich que ha de entenderse como inspirada en estos A diez segundos del infierno. Me refiero a Doce del patíbulo,  una de las grandes películas de acción de todos los tiempos, con unas interpretaciones que bien podrían ponerse en relación con las de otra docena célebre, la de Doce hombres sin piedad, y las tres versiones que he visto me parecen excepcionales, la de Lumet, la de Friedkin y la española de Pérez Puig, aunque las dos últimas sean para la televisión, lo cual no les resta un ápice de su valor cinematográfico.  Hay una cierta simplicidad en la película que algunos espectadores verán con agrado, porque, a pesar de ciertas complicaciones psicológicas, la línea argumental es bastante clara y progresa, salvo algún momento repetitivo, en un incremento de la tensión, del suspense que logra apoderarse de los espectadores, a los que retribuye sobradamente con el desenlace. A los enamorados de Berlín, incluso del de posguerra, como es el caso de esta producción británico-alemana, es probable que le vuelvan a la memoria las estremecedoras imágenes de la película Alemania, año cero, de Rossellini, tan hermosamente trágica. Martine Carol se desenvuelve magníficamente en su papel a medio camino entre la resignación y la supervivencia, y les da una réplica muy acertada tanto a Palance como a Chandler, en un trío de amor y pasión que complementa a la perfección la trama de los artificieros en aquella Alemania a cuyo resurgimiento también contribuyeron esos artificieros que arriesgaron sus vidas. Supongo que alguna relación podría establecerse entre esta película artesanal, rodada con pocos medios a los que se les extrae un rendimiento extraordinario, y la gran superproducción de Bigelow, En tierra hostil, que no he visto, por mi pereza para las películas bélicas que, salvo los clásicos de rigor, suelen aburrirme profundamente, aunque no a los obispos de la Conferencia Epicopal, ¡bien lo sabe Dios!, porque en 13TV suelen ponerlas, o solían, que no sé si ya lo han cerrado, por docenas…

sábado, 26 de noviembre de 2016

Compota de impostura: “El porvenir”, de Mia Hansen-Løve


 La gata (negra) por liebre o los interminables cien minutos de lo más rancio de la delicatessen progre, es decir, El porvenir, o, como sentenció Ferlosio, vendrán más años malos y nos harán más ciegos.

Título original: L'avenir
Año: 2016
Duración: 100 min.
País: Francia
Directora: Mia Hansen-Løve
Guión: Mia Hansen-Løve
Fotografía: Denis Lenoir
Reparto: Isabelle Huppert, Edith Scob, Roman Kolinka, André Marcon, Sarah Le Picard, Solal Forte, Elise Lhomeau, Lionel Dray, Marion Ploquin.
  
¡Vaya, hombre, veo que le ha tocado recibir, desde el título, a una película que poco menos que corre el riesgo de convertirse en película de “culto”, es decir, esos engendros solo aptos para complacer a una minoría que cifra en su reducida hermandad, sobre todo, el prestigio de películas como El porvenir, una insufrible sosería rellena de tópicos hasta resultar indigesta! ¡A su lado, La academia de las musas es casi un Dreyer…! Lo que más me llama la atención de las muchas críticas que he leído es, curiosamente, lo que a mí me ha parecido más anodino: la interpretación “contenida” (¿filosófica…?) de una Isabelle Huppert que trata de ocultar un fracaso que incluso la lleva al romanticismo pueril de creer que puede seducir a su brillante-tópico alumno, embarcado en una aventura de cambio radical de paradigma vital haciendo queso en el campo, reinventando las comunas de la Década Prodigiosa y endilgando al espectador un discurso casi de anuncio de Eko…, entre libros y asnos, por más que aparezca ŽiŽek, del mismo modo que aparecía el fenomenólogo Lévinas, realmente un filósofo “secreto” frente a la “popularidad” transgresora de ŽiŽek, por ejemplo, y aun antes, en el contexto académico, apareciera Alain, así de enigmático, y casi sin lectores, cuyos Propos sí que me parecen, sin embargo, sin desmerecer a los otros, de obligada lectura confortadora. El elogio de la película lo hacen los siguientes críticos profesionales, con esta galería de juicios sólitos que tanto valen para un roto como para un descosido: Reflexión profunda y elegante. Logra diagnosticar un presente de humanidades asediadas. Francesa hasta la médula. Isabelle Huppert consigue que la inteligencia de la construcción de la película, su fluidez y su transparencia tomen cuerpo sin apenas esfuerzo. Soberbio retrato de una mujer. Es un film intimo (…) Sus puntos de inflexión ocurren en un nivel emocional. Y solo el crítico de The Guardian se atreve a desnudar al emperador: Dispersa y un poco imprecisa…, aunque después le regale la propina de la compasión: trabajo honesto e inteligente. Sin embargo, sin otro compromiso que consigo mismos, algunos críticos aficionados desvelan en Filmaffinity una visión muy diferente: Gustará a: críticos de cine, gatos negros, Woody Guthrie. No gustará a: madres locas, estudiantes de secundaria, editores de libros de texto, concluye uno, sintéticamente. Yo no sé hacer cine; no sé cómo debería haber sido “El porvenir” para que a mí me hubiera gustado; lo que sí sé es que me resultó plana, fría y distante a pesar de tocar temas que, habitualmente, me gustan, escribe otro, con quien coincido plenamente, porque siendo, como soy, un rohmeriano de pro me rebelo contra quienes quieren hacerme pasar la gata negra del simbolismo cutrebarato: la caja de Pandora que va abriendo la protagonista allá donde llega para liberar todos los males que se van cebando en ella, uno tras otro, desde el abandono del marido hasta la convulsa, doliente y llorosa necesidad de la hija primípara de que le “devuelva” a su hija recién nacida…; de hacerme pasar, digo, esta película por la liebre robusta, ágil y despierta del cine de Rohmer, en cuya genealogía aspiraría esta directora a figurar. Quienes no hayan visto aún la película han de saber que la obesa gataza negra que no responde al nombre de Pandora, aunque lo lleve, porque va a su aire, es la herencia que le deja su madre, quien, trastornada, muere tras ser recluida en una residencia, al no poder su hija hacerse cargo de ella y de sus excentricidades, como la de llamar a los bomberos diciendo que ha abierto la espita del gas para suicidarse, por ejemplo.  ¡Esto, señores, es una castaña pilonga! ¡Críticos y aficionados "enterados", no engañen al personal!, grita, finalmente, un espectador que se siente estafado por una película para la que no sé si la castaña pilonga será la metáfora más adecuada, porque El porvenir, que es el presente de quien ya ha perdido casi todos los trenes de la autorealización personal, se acerca más al río que fluye, con suaves meandros y sin rápidos ni cataratas, por una extensísima pradera sin un árbol que interrumpa el monótono paisaje del mero fluir antiheraclitiano, porque la vida de la protagonista sí que parece que siempre se meta dos y tres y mil veces en el mismo río, el del infortunio que sobrelleva con un estoicismo de medio pelo, algo forzado en el rictus amargo de la expresión contraída de la mandíbula, y una absurda caída en la tentación adolescente de poder seducir al joven alumno que ha hecho carrera filosófica y al que, por ser directora de una colección de filosofía en una editorial, le ha abierto las puertas de la edición y del posible reconocimiento público. Ya he avanzado buena parte de la situación existencial de la protagonista absoluta de la película, un protagonismo tan excesivo que, a su lado, la figura del marido apenas parece la de un comparsa funcional que sirve para lo que sirve, sin más relieve que esa funcionalidad absurda, dado que a la  protagonista le sorprende lo suyo que, de buenas a primeras, se haya acabado ese amor que ella creía “que era para siempre”, una ingenuidad solo a la altura de la del intento de seducción del alumno, que coincide, en el plano del vestuario, con la aparición de un casi ridículo vestido florido ad hoc para el conato fallido de seducción en el ámbito de la casa de campo donde su alumno se ha instalado en régimen e comuna con otros compañeros, con la intención de compartir, un poco a lo Thoreau, a quien ni se nombra, por cierto, la vida en los bosques y la reflexión filosófica y ética. Hay, por lo tanto, una deliberada reducción del punto de vista que priva a la realidad de la complejidad propia de un conflicto que, de suyo, es también dual, no solo individual, y de esa monotonía de la observación desde un solo punto de vista es de donde le viene a la película la falta de pulso narrativo, porque, además, la historia de la protagonista es como una continua sucesión de derrotas que va sumando y encajando con una actitud a medio camino entre el estoicismo y la indiferencia que concluye, tan planamente como empezó, con ella cantándole, como una antigua criada, una nana a la nieta mientras sus hijos y su yerno dan cuenta de la tradicional cena de nochebuena sin esperarla. Hay películas que hacen de la vida corriente su objeto y logran transmitir a los espectadores la magia de la misma a través de una narración en la que no suceden grandes cosas, Marty, de Delbert Mann, por ejemplo, sería una de ellas; pero lo que ya cuesta más aceptar es que la película sea incapaz de mostrar esa “magia” y nos endilgue un retrato tan soso como anodino de un ser condenado a la sucesión de pérdidas y resignaciones sin que, en ningún momento, haya siquiera una justificación narrativa para ello, y que persuada al lector de la inexorabilidad de su pasividad, ajena al drama, pero un auténtico drama en sí misma que la directora renuncia a contarnos, y ella sabrá por qué. La elipsis que nos lleva desde el inicio en la tumba de Chautebriand, durante unas vacaciones familiares, a la vida profesional de una profesora de instituto que parece tener cierto éxito por sus métodos innovadores, frente a un marido que, profesional de la misma asignatura, Filosofía, tiene fama de ser un temible ogro, nos oculta una parte sustancial de la degradación que se nos cuenta acto seguido, y en la que la protagonista parece una suerte de juguete roto de las circunstancias, en las que su participación es mínima, salvo en lo referente a su madre, a quien decide internar. Con todo, no se nos ofrece tanto el retrato de una sufridora cuanto el de una perpleja, aunque la coraza de la que se reviste la protagonista, ¡tan forzada cuando se venga de su marido al final y no lo invita, pues está solo en París, a pasar la velada de Nochebuena con ella y con sus hijos!, le sirva de bien poco y advirtamos no solo que es ridícula, sino que se resquebraja a cada nuevo paso que da. En fin, ahí queda expuesto el disentimiento, pero, por encima de cualquier consideración, no quiero dejar de decir que la película me ha aburrido solemnemente, y albergo la duda de si, en el fondo, la directora no ha construido una burla inmisericorde de ciertas mentalidades que el paso del tiempo ha erosionado hasta dejarlas hechas trizas, piezas de mercado de las pulgas…, más que de anticuario o de museo; no lo sé…




martes, 22 de noviembre de 2016

Un polar admirable e innovador: “Max y los chatarreros”, de Claude Sautet.


  

Entre el amor, el maquiavelismo y la ley: Max y los chatarreros, de Claude Sautet, o una cumbre del polar en color.

Título original: Max et les ferrailleurs
Año: 1971
Duración: 110 min.
País:  Francia
Director: Claude Sautet
Guión: Claude Sautet (Novela: Claude Néron)
Música: Philippe Sarde
Fotografía: René Mathelin
Reparto: Michel Piccoli, Romy Schneider, Georges Wilson, Bernard Fresson, François Périer, Boby Lapointe, Michel Creton, Henri-Jacques Huet, Jacques Canselier.



Mientras veía esta magnífica película de Sautet no podía dejar de pensar en Le Samuraï, de Melville, acaso porque en esta Michel Piccoli representa a un policía hierático y silencioso que recuerda, incluso por la vestimenta, al personaje de Alain Delon, salvando las distancias entre una y otra trama y en el protagonismo que se le concede al asesino o al policía en cada caso. Con todo, Piccoli y Delon componen dos tipos enigmáticos a los que cuesta entender, aunque la razones de Piccoli sean más evidentes en la película de Sautet que la de Delon en la de Melville. Max y los chatarreros es una película en la que incluso los exteriores parecen interiores y el color adquiere una textura casi otoñal, con un predominio de la gama oscura de negros, marrones y grises, lo cual no impide que a veces, como ocurre con las escenas de los chatarreros, los contrastes de color sean muy vivos, propios, además de la moda pop que caracteriza a los muchos jóvenes que aparecen en pantalla o del vestuario propio de la prostitución, tan chillón. La historia es sencilla y perversa, porque, hartos de ser burlados por los delincuentes, un inspector de policía decide convertirse en el incitador de un golpe para poder estar prevenidos y coger in flagrante delito a los miembros de una banda capitaneada por un antiguo compañero de armas del policía, con quien se encuentra por casualidad. Lo que ya no lo es, casualidad, es la buscada relación con la pareja de ese amigo, una prostituta que ejerce por su cuenta y a quien el protagonista seduce haciéndose pasar por un extraño banquero que, sin querer tener relaciones sexuales con ella, la alquila para compartir unas horas, en las cuales se va fraguando una amistad y una confianza que anulen el posible recelo de la prostituta y que actúe como correa de transmisión a su novio del día en que dispondrán de mucho efectivo en el banco para atender ciertos pagos. La clara inducción al delito y la preparación del mismo constituyen la base de la trama, pero esta se alarga muy convincentemente a través de la relación del policía/banquero con la prostituta, una maravillosa y bellísima Rommy Schneider ,“la alemana”, en la película. La relación entre el policía y la prostituta se plantea como un crescendo que nos deparará una impactante sorpresa final que no quiero desvelar. Piccoli está soberbio en el papel del policía hastiado de fracasar que crea el delito para poder tener un éxito que justifique su dedicación profesional, y junto a Schneider tiene escenas muy logradas, como la de las fotos en la bañera, por ejemplo. La película tiene una espléndida fotografía que destaca, sobre todo en la profusión de planos medios que usa el director y que en los trávelins en los coches, le otorga esa sensación de escena de estudio en vez de exterior, gracias a una iluminación de la escena que destaca la nitidez de las figuras al tiempo que, combinándolos con los primeros planos, en el interior, nos acentúa la condición de película psicológica, antes que policiaca, porque lo verdaderamente importante, como en aquella otra película hiperromántica de Rommy Schneider, Lo importante es amar, de Andrzej Zulawski, es la relación amorosa entre el policía y la prostituta lo que se va apoderando de la historia, aunque la organización del atraco y de la captura de los delincuentes que caen en la trampa del inspector constituyen secuencias de acción perfectamente rodadas, con una naturalidad que ni siquiera excluye, mediante un cordón policial, la afluencia de curiosos a las primeras de cambio. La música casi hipnótica de Philippe Sarde contribuye en sumo grado al impacto de ese primer clímax que es el atraco fallido al banco. Hay en el protagonista una suerte de integridad moral que le lleva a sentir enseguida una repugnancia inmediata por la felonía que acaba de cometer, por el juego sucio practicado para atrapar a unos pobres diablos que malvivían ganándose la vida con la chatarra, y a quienes ha embaucado para ir más allá de donde podían gracias a una prostituta que, despechada por la frigidez del policía, lo traiciona, como estaba previsto, para que la policía pueda alardear de haber capturado a quienes agigantará ante la opinión pública como temibles maleantes para justificar su cometido en defensa de la seguridad ciudadana.  La película combina adecuadamente la trama del policía y la prostituta y el mundo simple y de pocas luces de los chatarreros, aunque no tarda en derivar hacia la prostituta como eje de un conflicto moral, pues ella está en medio de los delincuentes y del policía, siendo la pareja sin compromiso del antiguo amigo del policía y la posible amante de un banquero que bien podría sacarla de su vida como prostituta. Pero por ahí nos acercamos a ese impactante final del que no quiero revelar nada. No hace mucho tuve la oportunidad de criticar otra película de Sautet, A todo riesgo, con Lino Ventura y Jean Paul Belmondo, que me pareció excelente. Es inútil pretender descubrir la valía de un director como Sautet, pero no está de más recordar que existe, porque, a menudo, somos frágiles de memoria y tendemos a olvidar lo razonablemente satisfechos que nos dejan productos de tanta calidad como este polar también extrañamente sentimental, como titulé la crítica de A todo riesgo. Michel Piccoli tiene decenas de películas geniales, y no olvidemos que debutó, junto a Brigitte Bardot,  nada menos que con El desprecio, una joya indiscutible de Jean Luc Godard, en la que aparecía ni más ni menos que el mismísimo Fritz Lang, interpretándose a sí mismo. 

domingo, 20 de noviembre de 2016

Una ágil comedia con algunas secuencias inolvidables: “La dama no se rinde”, de Alexander Hall


El don usamericano para la comedia sofisticada o cómo ir saltando alegremente de tópico en tópico hasta el disfrute final: La dama no se rinde, es decir, La dama se rinde



Título original: She Wouldn't Say Yes
Año: 1945
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander Hall
Guión: John Jacoby, Sarett Tobias, Virginia Van Upp
Música: Marlin Skiles
Fotografía: Joseph Walker (B&W)
Reparto: Rosalind Russell, Lee Bowman, Adele Jergens, Charles Winninger, Harry Davenport, Sara Haden, Charles Winninger, Harry Davenport, Percy Kilbride.



Que el cine hecho en Usamérica tiene un don especial para la comedia, sobre todo para la sofisticada, y que eso ha sido así desde que se comenzaron a hacer películas en aquel país no es un secreto para nadie; que son miles las películas de ese género que no hemos visto, tampoco. Descubrir una, al azar, como She wouldn’t say yes, traducida de dos maneras distintas: La dama no se rinde y La dama se rinde, es motivo de regocijo para este espectador, tan aficionado al género cuando este es inteligente. Que Virginia Van Upp, responsable en buena medida del éxito de Gilda, así como del de Cover Girl o de La dama de Shanghai, en su doble dedicación de guionista y productora, estuviera en el equipo guionista de la película debió ser algo así como un espaldarazo para intentar conseguir un éxito de taquilla. Que no se hubiera podido contar con James Stewart  para el papel que, con sus más y menos desempeña Lee Bowman, algo corto de registros, pero eficaz, al fin y al cabo en su papel de decidido conquistador de la más firme fortaleza levantada nunca contra el amor, es decir, la impresionante Rosalind Russell que aquí borda su papel de desengañada y experta psiquiatra harta de tratar pacientes a las que el amor contrariado ha destrozado. La dama no se rinde es una comedia en la que se meclan diferentes subgéneros, incluyendo el gracioso homenaje al slapstick del comienzo, cuando ambos personajes coinciden en la agencia de viajes en la que dos secundarios de lujo nos ofrecen una secuencia impagable de ese tipo de comedias en las que ni un extremo se dejaba al azar. Conocer después al mayordormo de la casa de la doctora y al padre de la misma, quien comparte consulta con ella, aunque sea ella quien aporta la riqueza al hogar a través de su consulta, nos permite, desde la primera escena en que ambos aparecen, intuir que nos van a deparar excelentes momentos a lo largo de la película, como así sucede, tanto Charles Winninger, como padre que arde en deseos de que su hija “se rinda” a algún hombre para poder tener nietos, como Harry Davenport en su papel de vagabundo rescatado socialmente por la doctora, quien lo convence de que tener un empleo como el que tiene le da sentido a su vida, cuando en realidad lo que él ha querido ser siempre es vagabundo, van a tener un papel de coprotagonismo total con la pareja Russell-Bowman, entre los que se establece una complicidad perfecta en el antagonismo de sus personajes. La historia se nos presenta como una sucesión de tópicos y, desde ese punto de vista, conviene tener las suficientes tragaderas como para echar pelillos a la mar de cierto retrato de los personajes que en modo alguno se ajusta a la corrección política actual, aunque, por otro lado, algunas de sus actuaciones superan los límites de esa corrección, como la secuencia fantástica de la boda fake que resulta ser legal, para desesperación de la protagonista. La historia tiene una urgencia temporal, porque el militar que se enamora de la psiquiatra está de paso en Chicago camino del frente, adonde va como corresponsal artístico, pues es el creador de un personaje cuyos dibujos se publican en la prensa, un duendecillo que incita a las personas a dar rienda suelta a sus deseos más íntimos para poder autoafirmarse en ellos y ser felices, en vez de reprimirlos y convertirse en seres amargados y solitarios que no disfrutan de la vida. Él y Ella, así pues, puesto que adquieren categoría de representantes de la viejísima lucha de sexos que ha dado tan gloriosas películas a la historia del cine, como representantes de ambas tendencias, van a encontrarse y desencontrarse en una comedia con un ritmo agilísimo que no decae en ningún momento y que, como ya he mencionado, tiene secuencias extraordinarias, diálogos muy ingeniosos y una suerte de naturalidad, de espontaneidad, en la sucesión de las situaciones que hacen imposible no satisfacer la demanda exigente del espectador que espera, a cada nueva escena, una vuelta de tuerca del argumento para ir contemplando, desde la delicia espectadora, cómo todo se complica y cómo se saldrá de ese enredo, porque sí, también tiene mucho de vodevilesca comedia de enredo. Que la protagonista sea una reconocida psiquiatra, se la presenta inicialmente como una experta en el tratamiento de los soldados que han regresado heridos psíquica y físicamente del frente, permite ciertos diálogos ingeniosos que, unidos a la interpretación más que convincente de Rosalind Russell, no menoscaba en absoluta la ciencia de la palabra y sí nos confirma el rendimiento que, a través de ella, puede sacársele a esos diálogos que fluyen admirablemente a través de toda la obra, incluso en el segundo plano de los secundarios absolutamente de lujo en esta película. Las secuencias con el juez, una divertidísima interpretación de un clásico de los característicos usamericanos, Percy Kilbride, tanto en casa de la doctora como en la propia casa del juez, adonde llega la superioridad siquiátrica hecha persona para curar al juez de su “manía” de casar a quien se pusiera a tiro, en una treta urdida por el padre para atraer a su hija a una boda ful que sería verdadera sin ella saberlo, gracias a su condición de médico mediante la que puede firmar la licencia matrimonial y haberlo hecho en nombre de su hija, alegando que tenía ambos brazos escayolados…, es decir, esa suerte de disparates imprescindibles para que la acción fluya camino de gags espectaculares, como el de esa boda con la mujer del juez y una vecina de testigos que luego acaban siendo sustituidas por un taxista y un transportista que acaban de aparcar delante de la casa del juez y que, junto con los protagonistas, acaban componiendo un disparatado diálogo a cuatro que acaba, finalmente, en la boda en cuestión, de cuyo desarrollo nos priva una elipsis que permite, a su vez, que continúe la acción, pues, nada más descubierta la trampa, y tras haber salido de la habitación y de la casa de la doctora, en su noche de bodas, con una rica paciente de origen boliviano a quien solo el beso de ese hombre casado puede liberarla de una maldición que la convirtió en paciente de la doctora, la trama se complica lo suficiente como para seguir teniéndonos pendiente de su ingeniosa resolución. Poco a poco asistimos al deshielo del polo norte que es la doctora y, camino del final, ignoramos si será posible o no que ambos esposos, ya divorciados, acaben casándose otra vez o no, pero eso, obviamente, no lo voy a revelar en esta crítica que se limita a recomendar una comedia que, acaso no esté a la inescalable altura de La novia era él, de Howard Hawks, pero que hará las delicias de quien no la vea fijándose únicamente en los tópicos y cierta frivolidad argumental que no empañan en modo alguno el poder cómico de muchas situaciones y la excelencia de no pocos gags, físicos y dialécticos, both.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Una breve exquisitez moral: “Singularidades de una chica rubia”, de Manoel de Oliveira.




Entre el realismo y el romanticismo, un homenaje transtemporal a Eça de Queiroz: Singularidades de una chica rubia o el arte translúcido de Manoel de Oliveira.


Título original: Singularidades de uma rapariga loira
Año: 2009
Duración: 64 min.
País: Portugal
Director: Manoel de Oliveira
Guión: Manoel de Oliveira (Historia corta: Eça de Queirós)
Fotografía: Sabine Lancelin
Reparto: Ricardo Trêpa, Catarina Wallenstein, Diógo Dória, Júlia Buisel, Leonor Silveira, Naria-João Pires, Maria Burmester.
  

Poco a poco, como quien, de hecho, hubiera querido la cosa, estoy acabando por cumplir aquella travesura que le propuse a mi Conjunta como reto de júbilo laboral: abrir un blog, ver una película cada noche y hacer dos críticas, la suya y la mía. No nos hemos sometido a él -el jubiloso es, por definición, quien “no tiene tiempo para nada”, y quien nunca sabe si lo pierde o lo gana, añadiría hoy, con alguna experiencia-, pero no es menos verdad que vamos cumpliendo, con muy leve desajuste temporal, el placer de ver una película diaria, de ahí la fiebre crítica que a algunos benévolos lectores -si existentes…- puede darles la impresión de que me aqueje. El caso es que la película de Manoel de Oliveira es tan ajustada en metraje al cuento que traslada a imágenes, que no excede el metraje de Dementia sino en apenas un par de minutos, es decir, que frisa la hora. Con este metraje no ha de extrañar, pues, que el ritmo de críticas se ajuste al de visionados. Con todo, no de cuantas películas vemos hago la crítica, está claro, sino de aquellas que, por una u otra razón, me parece conveniente hacerla. Respecto de esta, Singularidades de una chica rubia, sería imperdonable no añadirla al archivo de las que merecen habitar, y esta cum laude, en mi Ojo Cosmológico. Con La caja, ya criticada en su momento, dije que comenzaba a saldar mi deuda con Oliveira, la de hoy continúa haciéndolo, para pasmo de quien ha quedado maravillado por esa delicadeza sutil de quien nos ha contado una historia en la que el choque entre romanticismo y realismo, e incluso realismo picaresco, que es como una suerte de degradación desgarrada del noble realismo tradicional, nos llega a través de una historia de amor ciertamente como de otra época y de todas. El encuentro visual entre un contable de una tienda de paños y una vecina rubia, un enamoramiento “de visu”, al lírico modo provenzal, irá progresando lentamente y tratando de vencer, habiendo llegado el caso de decidir casarse, la, en apariencia, irracional decisión del tío, dueño de la pañería, de no permitir al sobrino que se case. La decisión del sobrino de hacer caso omiso de la del tío comporta su expulsión del trabajo y su súbito empobrecimiento. La puesta en escena de la película, que se plantea, a través de una velada artística en el Círculo de amigos de Eça de Queiroz, como un homenaje al gran maestro de la literatura portuguesa, de un preciosismo exacerbado y con unos encuadres y trampantojos notables como el del espejo en el descansillo de dos tramo de escalera, por ejemplo, va fluyendo casi inadvertidamente, como si nada pasara aunque subterráneamente, de manera muy sutil se van dejando pistas que permitirán entender el terrible final de la aventura amorosa. La velada en el Círculo incluye dos actuaciones reales de dos artistas portugueses reconocidos, el actor, en este caso en funciones de rapsoda, Luis Miguel Cintra y la arpista Ana Paula Miranda, que interpreta una pieza de Debussy. Los dos poemas que recita Cintra son de Alberto Caeiro, uno de los heterónimos de Pessoa, y el segundo es una suerte de declaración de principios: se ha de existir dejándose llevar por la corriente del existir, fluyendo, sin pensar en ello. Y así parece que fluya la película, en una suerte de tono menor, en el que la rebeldía del sobrino y su huida a Cabo Verde para hacer fortuna, con la que vuelve para acabar perdiéndola, teniendo que rehacer la huida y la vuelta, apenas tiene el relieve de hechos trascendentales en el anticuado proceso de amores de la solemne seriedad del cual, como un brochazo surrealista, solo se escapa, incontenible un estrambótico baile de alegría del sobrino en su despacho, frente a la ventana donde apareció, para su gloria, a quien quiere convertir en su mujer. Hay algo de cuento moral de Rohmer en esta película de Oliveira y también de Hitchcock, aunque no indico de qué película para no desvelar extremos de la trama que conviene ignorar al sentarse a verla. Los planos fijos y la lentitud de las evoluciones de los protagonistas le confieren a la película ese ritmo lento del sentimiento profundo, intenso, como conviene al exacerbado romanticismo del protagonista, a quien deslumbra la joven rubia, bellísima, que juega con su presencia y su ausencia ante, entre y tras las dos cortinas que decoran su ventana, en un juego de señales amorosas que procede de Goethe, como se especifica en el cuento, al que he recurrido para entender esa alusión en la película al clásico alemán. Hay un color casi tangible en la película, y unos contrastes muy marcados, como ocurre con la intensa presencia ocre del armario en el cuarto de la pensión en penumbra donde se refugia tras ser expulsado de casa del tío, o la iluminación con velas, “a lo Kubrick” de Barry Lyndon en algunos planos rodados en el Círculo dedicado al autor del cuento Eça de Queiroz, un palacete con una decoración suntuosa, recargada, preciosista, en la que los dos enamorados se dirigen la palabra por primera vez. El guion respeta escrupulosamente la narración de Queiroz, pero la adapta a nuestros tiempos. Así, el recuento de la vida del joven, en vez de hacerlo en una posada, después de una jornada de diligencia, lo hace el protagonista a una compañera de autobús que lo invita a cumplir la máxima que da pie al relato: “Lo que no le cuentas a tu mujer, lo que no le cuentas a un amigo, se lo cuentas a un extraño”. La “extraña”, en este caso, interpretada por Leonor Silveira, actriz con quien Oliveira trabajó en hasta 18 películas, presenta la singularidad de no cruzar la mirada con su acompañante durante toda la revelación de este, por lo que a veces cuando se queda mirando hacia la nada, hacia un más allá de su presente inmediato del viaje, el espectador duda de si será ciega o no. Quizás hilo muy fino, pero la actitud de la interlocutora de Macario, el protagonista, me parece una metáfora de la propia del espectador, que intenta representarse, a través de la distorsión que es la versión del joven, esa peculiar historia de amor. El protagonista omnipresente, un Ricardo Trepa totalmente identificado con su papel, nos impide a veces tener una visión clara de lo que está sucediendo “realmente”, de ahí ese esfuerzo de audición e intelección que hace la compañera de viaje en el autobús, y que se corresponde con el que tenemos que hacer quienes asistimos a esa evolución parsimoniosa, muy siglo XIX, de unos amores muy otros de los que ya se estilan en el XX, en las maneras, claro está, no en el fondo del sentimiento. Si La caja me había parecido un prodigio de contención, Singularidades de una chica rubia, de aire tan francés, tan del mejor Rohmer de La inglesa y el duque, es un prodigio narrativo y un espectáculo visual lleno de aciertos imaginativos, como la visión casi cenital del personaje en la acera de enfrente de la enamorada, mezclándose en el mismo plano picado tres dibujos geométricos de tres superficies distintas, la pared, el suelo y la calzada, por ejemplo. Hablamos de un cine en el que la descripción aún tiene un estatus propio, como ocurre en el cine de Ophüls o en los títulos de crédito de Matar a un ruiseñor, un lento movimiento de cámara que quiere apresar la singularidad de los objetos y también, como en este caso, de una rubia… ¿peligrosa? Hay que verla. En todo caso, esos movimientos de cámara y el  montaje de la película constituyen su propia banda sonora, pues carece de tal, salvo la interpretación al arpa de Ana Paula Miranda, que acompaña, precisamente, el momento en que ambos jóvenes se hablan por primera vez. Sí, creo que puede hablarse de música de las imágenes, una sinestesia que describe, a mi entender, con total propiedad el cine magnético de Manoel de Oliveira.

jueves, 17 de noviembre de 2016

La crisis económica y moral de los años 30 desde los ojos de un niño: “Liam”, de Stephen Frears.




La inocencia en el contexto del paro, la miseria, la xenofobia y el antisemitismo: Liam, de Stephen Frears o la serenidad ecuánime del cronista.


Título original: Liam
Año: 2000
Duración: 87 min.
País:  Reino Unido
Director: Stephen Frears
Guión: Jimmy McGovern
Música: John Murphy
Fotografía: Andrew Dunn
Reparto: Ian Hart, Claire Hackett, Anthony Borrows, David Hart, Megan Burns, Anne Reid, Russell Dixon, Julia Deakin, Andrew Schofield.


Poco a poco, por ese azar que habita en Tallers, 79 , espoleado por mi paciencia al mirar y remirar entre los miles de películas que allí aguardan la mano de la emoción que las descubra, voy accediendo a títulos que en su momento, por una u otra razón, no pude ver. No hace mucho tuvimos, mi Conjunta y yo, oportunidad de ver la antepenúltima película de Frears, Philomena, ya criticada en este Ojo Cosmológico, que nos pareció excelente y conmovedora. Lo mismo ha de decirse de esta película, Liam, que nos ofrece una visión descarnada de cómo sufrió la clase trabajadora la gran crisis mundial posterior al crack del 29 que acabó potenciando la hegemonía de los fascismos, como se advierte en la película cuando el padre, incapaz de encontrar trabajo, es seducido por las agresivas sirenas xenófobas de los fascistas ingleses -que húbolos… y en todas las esferas sociales, como en Lo que queda del día nos mostró Ivory o demostró nada menos que el abdicado Eduardo VIII- y se enrola en sus huestes terroristas ante la imposibilidad de continuar desempeñando el rol del hombre de la casa que lleva el sustento a la misma, papel en el que acaba siendo sustituido por su hermano que vive con él y su familia. La película sería algo así como esa tranche de vie que se le ocurrió al dramaturgo naturalista Jean Jullien para definir su teatro: un trozo de vida llevado a las tablas con arte, un trozo de vida que no acaba cuando baja el telón, sino que deja al espectador en libertad para especular sobre lo que pasará después, como sostuvo en su obra El teatro vivo, de donde ignoro si tomaron su nombre los usamericanos  Judith Malina y Julien Beck para su grupo The living theater. Desde el punto de vista inglés, la película bien podría considerarse como una secuela de aquellas películas “airadas” de los 50 que se atenían a lo que entonces se denominó kitchen sink realism, porque Frears nos ofrece una crónica muy dura de la caída en la pobreza de una familia trabajadora en aquella crisis económica de los 30, con todo lo que ello supone. Que haya escogido, además, a una familia irlandesa católica en el Liverpool industrial y protestante añade una dimensión terrible que sí que se relaciona, desde la omnipresencia de la iglesia en las familias irlandesas, con Philomena. Como la historia se nos cuenta a través de las reacciones del hijo menor de la familia, Liam, un niño tartamudo, que da título, como no podía ser de otra manera, a la película, y se centra en la preparación amenazadora de quienes han de hacer la primera comunión, además de otros descubrimientos propios de la edad, la crónica social de Frears repasa con realismo estremecedor esa suerte de callejón sin salida que sobrepone la religión a la pobreza ante la desesperación de un padre que acaba rebelándose contra esa explotación, como cuando, nada más recibir el sobre con el salario, el último, se presenta el cura de la parroquia a exigir su diezmo. Las imágenes de la maestra y del cura, a dos voces, atemorizando a los futuros comulgantes sobre lo que significa el pecado y la comunión, o el recado que cumple el niño para llevar a empeñar los pocos bienes de valor de la familia van entregándonos capítulos de una realidad miserable que traza un deterioro progresivo de la situación de la familia, solo aliviada, mínimamente porque la hermana mayor de Liam entra de sirvienta en una familia judía rica y porque el hermano del padre encuentra trabajo, invirtiendo la situación inicial de la película, lo que acentuará la sensación del fracaso del protagonista. Que Frears haya sido capaz de mantener el protagonismo de Liam y de su punto de vista de la manera como lo ha hecho lo acredita como una suerte de “director bien temperado”, podríamos decir, remedando a Bach, porque el drama familiar en que nos embarca, tomándole a él como centro de la película, pero sin que parezca serlo, gana en intensidad y veracidad, sobre todo el de la insoportable distancia entre los padres. Desde el inicio de la película, en el que los hermanos se convierten en espectadores de la celebración achispada del Año Nuevo por parte de los mayores, que acaba, como acaba pasando con el vino malo, con un fuerte enfrentamiento vecinal de índole político-religiosa, nos rendimos a la actuación de Liam, Anthony Borrows, cuya naturalidad, expresividad y espontaneidad constituyen lo mejor de una película en la que el resto de los actores rozan el nivel de lo extraordinario, pero el desvalimiento del niño, los tremendos castigos que recibe en la escuela, la perplejidad y la angustia culpable que siente tras sorprender, sin pretenderlo, obviamente, a su madre aseándose desnuda en la tina, la complicidad con su hermana, su mirada expresivísima y ese toque de la tartamudez que opera tanto en un sentido cómico como en un sentido trágico, según la escena en la que el pobre no pueda “sacar” palabra, todo ello en conjunto nos regala una actuación infantil a la altura de las grandes interpretaciones de niños de todos los tiempos, un mérito de Frears, sin duda, porque “arrancar” de una criatura tan pequeña una interpretación que llena la pantalla y deja al espectador asombrado no debe de ser nada fácil. Casi todos los directores han confesado temer sobre todas las cosas a tener que trabajar con niños, pero no creo que Frears pueda suscribir ese temor, por lo menos a la vista de resultado tan espléndido como el que nos ha regalado. No quiero revelar nada del final que tiene la película, porque, aunque pueda parecer un cierre brusco, se resuelven las principales líneas narrativas que se han establecido desde el principio. El resto es historia tan conocida como la que hemos visto antes de llegar a ese final, pero no cabe duda de que la sensibilidad de Frears sitúa al espectador ante un retrato sin miramientos ni endulzamientos absurdos de una realidad tan trágica como el desempleo y la castradora educación católica integrista. Una película en la línea de Philomena pero con una ambientación impecable, como es tradicional en el cine inglés, y con una puesta en escena que le saca un partido estéticamente impecable a un barrio obrero y, por contraste, a una mansión de la burguesía, además de a la tétrica escuela ya la iglesia. A pesar del color, la estética de las tomas del barrio obrero recuerda mucho a las de David Lean en El Déspota, una película excepcional, también aquí criticada.


martes, 15 de noviembre de 2016

Al propio Faulkner le gustó: “Han matado a un hombre blanco”, de Clarence Brown.




Han matado a un hombre blanco o parte de la Usamérica de Trump en los años de la segregación racial; una magnífica adaptación cinematográfica de Intruder in the Dust, a cargo de un realizador, Clarence Brown, no tan menor como se suele considerar, pero sí tan olvidado como no merece.

Título original: Intruder in the Dust
Año: 1949
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Clarence Brown
Guión: Ben Maddow (Novela: William Faulkner)
Música: Adolph Deutsch
Fotografía: Robert Surtees (B&W)
Reparto: David Brian, Claude Jarman Jr., Juano Hernandez, Porter Hall, Elizabeth Patterson, Charles Kemper, Will Geer, David Clarke, Elzie Emanuel, Lela Bliss, Harry Hayden, Harry Antrim.


Bueno, bueno, bueno…, ¡cómo podía imaginar que esta vieja adaptación de la famosa novela de Faulkner Intruder in the Dust, de discutida traducción al castellano como Intruso en el polvo*, iba a ser el peliculón que es, una obra maestra de Clarence Brown! No hace mucho que he visto dos notables obras suyas, Anna Karenina, con la espléndida pareja Greta Garbo y Fredric March, y Así ama la mujer, en este Ojo criticada, un potente melodrama interpretado por Joan Crwaford en una historia similar a la de Mildred Pierce que ella misma interpretaría una década más tarde y que en español sería titulada Alma en suplicio. Clarence Brown fue un director prolífico y desigual, como suele ocurrir en esos casos, pero le cabe el honor de  haber “visto” su película tras leer las pruebas de imprenta de la novela de Faulkner y haber forzado a la Metro a adquirir los derechos. La rodó en el pueblo natal de Faulkner, Oxford, Misisipi, no sin vencer la resistencia de las autoridades y la cámara de comercio, a quienes convenció Brown por su simpatía y por la promesa de los posibles beneficios que pudieran derivarse de, como se dice ahora, “situarlos en el mapa”, aunque por aquel entonces aún el turismo no fuera la industria que ahora es. El equipo de rodaje se hospedó en casas de vecinos de la localidad, pero el protagonista negro, Juano Hernández, puertorriqueño, se tuvo que alojar en casa de un enterrador negro, alejado del resto del equipo de rodaje. Faulkner, supongo que por su amistad con Brown, cuya gestión para la compra de los derechos le reportó la bonita suma de 50.000 dólares en aquel entonces, se implicó en el rodaje, aunque la venta le prohibía condicionarlo a través del guion, pero hizo no pocas sugerencias y contribuyó a que la dicción de Hernández se asemejara a la de un negro de Misisipi, haciéndole perder la dicción chespiriana que le era propia. El resultado final fue de su agrado, que no es poco. Ahí tenemos a Juan Marsé, que no ha quedado satisfecho con ninguna de las versiones cinematográficas que se han hecho de algunas de sus novelas, por ejemplo. Han matado a un hombre blanco es una película que puede ponerse en relación perfectamente con Matar a un ruiseñor, aunque en esta de Clarence Brown no aparece, o solo muy levemente, la sentimentalidad que aparece en la otra.  Hay dos abogados que defienden a un negro frente a los deseos de la comunidad blanca de condenarlo a muerte o, por vía expeditiva, lincharlo sin juicio, como aquí parece, durante toda la obra, que vaya a acabar sucediendo. Pero esos abogados, Atticus y Stevens, son muy distintos, porque mientras en Atticus se advierte una compasión humana genuina, el de Faulkner es un abogado convencido de que la sociedad en la que vive es la que es y, da la impresión de que lo piense, la que debe ser, de lo que se deriva que, por ejemplo, lo propio del acusado sea declararse directamente culpable y optar el abogado por la vía de la petición de clemencia para disminuir la pena. Matar a un hombre blanco y ser declarado inocente en un juicio es algo que, lógicamente, ¡“lógicamente”, nada menos!, le parece imposible al abogado. Y ahí entra en juego su sobrino, a quien el acusado, que se ha entregado voluntariamente al sheriff para evitar ser linchado sin más, salvó en una ocasión de morir ahogado en las tierras de su propiedad, porque Lucas Beauchamp, el negro protagonista, es un orgulloso propietario de unas hectáreas y, aun viviendo en una sociedad que lo margina, trata a los blancos, a quienes nada debe, de igual a igual, aunque no ignore el poder social que ellos tienen, parcialidad de la Justicia incluida. A partir de la petición que le hace el detenido al sobrino del abogado -y es espectacular el trávelin que repasa los rostros en primer plano de quienes siguen en silencio el lento desfile del acusado esposado hacia el interior de la cárcel- se inicia una investigación que, aliándose con una old lady del lugar opuesta a la segregación racial, y que recuerda no poco a la Miss Marple de Agatha Christie, con igual valor, como lo demuestra en la escena antológica en la que ella sola, haciendo punto en el vestíbulo de la prisión detiene el intento de la multitud de prender fuego al edificio bien para quemar al prisionero con él, bien para obligarlo a salir y poderlo linchar acto seguido, y con no poco sentido del humor, y del amor a sus semejantes marginados. La película, así pues, presenta un esquema policíaco peculiar: un negro es detenido por el sheriff acusado de un asesinato que, sin embargo, no ha cometido, aun a pesar de haber sido encontrado con un arma en las manos junto al cadáver. A partir de esa situación, toda la película se convertirá en una investigación para determinar quién ha sido el asesino de uno de los hijos del propietario blanco de una serrería. Los tres detectives serán el sobrino del abogado, un joven negro amigo suyo y la old lady, quienes acabarán decantando la actuación del abogado hacia la admisión de la presunción de inocencia del detenido, porque le cuesta mucho admitir que pueda ser inocente, con las antecedentes sabidos. Son muy notables las escenas de cómo, mientras unos salen del pueblo para investigar qué ha ocurrido realmente, los habitantes del pueblo y del condado se van reuniendo en el pueblo, frente a la cárcel porque saben que se va a producir un linchamiento así que la familia del muerto pretenda hacer justicia por su propia mano, sin esperar a la de la Justicia. Esos planos de la concentración para el espectáculo cruel del linchamiento, como si fuera una feria popular son de lo mejorcito de la película, y en ella se van alternando los planos generales y los primeros planos de quienes eran extras de la propia ciudad de Faulkner, por cierto, un contraste que acentúa la barbarie sosegada que allí se manifiesta hasta que empiece el jaleo. A mí, particularmente, me ha recordado a la multitud que se agolpa para contemplar la ejecución por garrote vil en el cuadro de Ramón Casas, aunque en el caso de la película de Brown el movimiento, las partidas de cartas, la música, los planos generales y los primeros planos alternándose, las madres con niños en brazos, etc. crean una naturalidad de documental que no debía de estar muy lejos de lo que verdaderamente ocurría en la realidad. De hecho, la novela de Faulkner está basada en hechos reales. La naturalidad con que progresa la acción y la evolución, llamémosla ideológica, del abogado defensor son pilares básicos de la película, junto a la psicología de hombre fuerte de Beauchamp, nunca dispuesto a aceptar favores y sí a retribuir lo que por él se haga. Un personaje que acaba convirtiéndose en el “guardián de la conciencia del abogado defensor”, como así se reconoce en un hermoso diálogo final entre tío y sobrino mientras se va desalojando la plaza donde se habían congregado esas gentes dispuestas a tomarse la justicia por su mano tras saber que el asesino…., y ahí me callo, claro, que quien no la haya visto, o leído el libro, tiene derecho a que no le chafen el final. La película sabe captar plenamente esa manera sureña de ser y de relacionarse que Clarence Brown conocía bien, aunque naciera en Massachusetts, porque su familia se instaló en Tennessee. Queda fuera de toda duda la excelente labor de Brown en defensa de la supresión del sistema de segregación racial imperante en Usamérica, sobre todo el sur, hasta la llegada a la presidencia de John Kennedy y su clara defensa del ideario de Martin Luther King de los Derechos Civiles de la población negra. Pero lo cierto es que la película no puede verse ni ha de verse como una loable película de tesis, sino como una historia humana, demasiado humana, en una pequeña localidad de ese profundo sur al que la elección de Trump parece haberle dado una coartada para desenterrar lo peor de sí mismo, Ku-kux-klan incluido. Estoy convencido de que esta película merecería, incluso, un reestreno en pantalla grande, pero, de momento, cualquiera puede verla de forma gratuita en YouTube, aquí. Conviene recordar, lo digo por tener una dimensión exacta de la valía de Brown, que se inició en el cine mudo como asistente de dirección de Maurice Tourneur, el padre de Jacques Tourneur, en una película, Trilby (1915), sobre una obra de George du Maurier, el abuelo de Daphne du Maurier, autora de Rebeca y de Los pájaros, ambas llevadas al cine por Hitchcock. En el 31, Archie L. Mayo rodaría Svengali, una nueva adaptación de Trilby, que es una película no lo suficientemente vista ni alabada. Aún habría una versión intermedia de Svengali, en 1927, dirigida por Gennaro Righelli e interpretada, en el papel de Svengali, nada menos que por Paul Wegener, el autor de El Golem.


*En el blog El lamento de Portnoy leo que Juan Carlos Onetti sostiene que Dust debería haberse traducido por “lucha”, no por polvo. Supongo que, al final, un título tan extraño y que ha hecho fortuna es casi imposible de cambiar, como la imposibilidad de hablar de La transformación para la obra de Kafka que todos conocemos como La metamorfosis.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Desde una aparente comedia del absurdo hasta una persecución antológica: “Número 17”, de Hitchcock



Cómo reconocer al maestro en sus primeros bocetos: Número 17 o un thriller-comedia espectacular del Alfred Hitchcock en progresión geométrica hacia la genialidad labrada plano a plano.

Título original: Number Seventeen
Año: 1932
Duración: 62 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Alfred Hitchcock, Alma Reville, Rodney Ackland (Obra: J. Jefferson Farjeon)
Música: A. Hallis
Fotografía: Jack Cox, Bryan Langley (B&W)
Reparto: Leon M. Lion, Anne Grey, John Stuart, Donald Calthrop, Barry Jones, Garry Marsh, Ann Casson, Hugh Caine.


Sí, la casa donde transcurre más de la mitad de la película, un prodigio de colocación de la cámara y de absorbente intriga, aparentemente absurda y eminentemente teatral, es el número 17; pero el carácter lúdico de Sir Alfred hizo coincidir el número de la casa con el número de sus películas y, teniendo en cuenta que el primer corto que dirigió, perdido y luego recuperado, se llamaba Numero 13, no debió dudarlos dos veces a la hora de adaptar la obra del mismo título de  J. Jefferson Farjeon, representada en la escena por el mismo actor, Leon M. Lion, quien fue, a su vez, productor del film de Hitchcock. Adelanto que nadie ha de esperar una obra ni de lejos comparable a los grandes éxitos del autor, pero a los enamorados del cine, y del cine de Hitchcock en particular, les va a resultar más que interesante una obra en la que la primera secuencia, un sombrero llevado por el viento, en lo que todo indica ser un día otoñal, a tenor de las hojas que cubren la acera, cuyo dueño logra atraparlo delante del número 17 de la calle por la que aparentemente pasea sin otro motivo especial que el azar de pasar por allí, es ya una auténtica maravilla. A partir de ese momento, hay un desarrollo in crescendo en el que se van sumando personajes, hasta siete, cuya presencia en la casa solo se explica momentos antes de entrar en el trepidante desenlace de la película. Todos van detrás de un collar que ha sido escondido en la cisterna de la casa abandonada. Las conversaciones de quienes van llegando a la casa no dan pista alguna hasta bastante más que avanzado el metraje, lo que convierte la escena, con sus diálogos y personajes, casi en una perfecta obra del absurdo, hasta que se hace la luz… de la vela, claro, porque la casa está a oscuras y eso permite un impresionante juego de claroscuros con el que Hitchcock parece querer rendir homenaje al “teatro de sombras” que a buen seguro hubo de contemplar en su niñez, además de al cine expresionista del que tanto aprendió. Desde que se abre la puerta de la casa y aparece en primer plano una escalera que lleva al piso superior, sabemos que Hitchcock está en la puesta en escena “marca de la casa”, y el notable partido fílmico que le sacará a esa casa deshabitada, casi de cuento de terror, llena de telarañas y destartalada, y a su escalera, escena de pánico incluida, cuando el protagonista y una intrépida joven, hija del policía vecino que seguía la pista al collar robado, quedan colgados en el vacío tras haberse roto el barandal al que estaban atados, al forcejear para liberarse de las ligaduras. Gracias a una mujer que se nos ha presentado como sordomuda y que, posteriormente, se revela oyente y habladora, la pareja es rescatada en ese “in extremis” que tanto le gusta a Hitchcock y a sus espectadores. A partir de entonces -la casa conecta, vía subterránea, con una estación sobre la que parece estar edificada, los dos protagonistas, el vagabundo que se encontró un cadáver que no tarda en desaparecer, por cierto…, para reaparecer vivito y coleando al final de la escena en la casa, como policía y padre de la chica que colgaba en el vacío, y el propietario del sombrero que se siente obligado a cumplir el deseo de la chica exsordomuda de ser rescatada-, se inicia la persecución final de la película. Nos hallamos ante unas escenas de acción frenética que nada tienen que envidiar a las mejores secuencias del cine actual, excepto por lo que hace al trucaje, porque en la película tanto el autobús que ha tenido que “secuestrar” el protagonista, porque los ladrones no le han dejado subir al tren, aunque sí ha conseguido hacerlo el vagabundo, como el propio tren son reducidos a maquetas que distan mucho, en nuestros días, tan habituados a trucajes tan excepcionales, de la verosimilitud, aunque también se ha de decir que no son excesivas. En las escenas dentro del autobús, hacia el final, aparece en un visto y no visto el propio Hitchcock, aunque se ha de pasar el momento entre el minuto 51 y el 52 fotograma a fotograma para poder verlo, dada la acción vertiginosa que se sucede tanto en el autobús como en el tren, en el que los paseos arriba y abajo de los ladrones por los vagones de mercancías crean una intriga, basada en el riesgo personal que corren los personajes, muy notable. El tren de mercancías conecta con un barco que ha de transportar la carga al otro lado del canal, pero… Y hasta ahí llega cuanto puedo revelar de la trama, porque, aun siendo una película claramente menor en la obra del británico, es interesante la habilidad con que la trama se reserva algunas bazas sorprendentes para que los espectadores saboreen el desenlace y salgan más que satisfechos de la sala, algo que, en efecto, ocurrió, porque la película fue todo un éxito en su momento. ¡Cómo iban a saber, entonces, de lo que sería capaz Sir Alfred no muchos años después, tras aceptar la oferta para trabajar en Usamérica! Bienvenidos, pues, al número 17 de una calle sin nombre. Entren y disfruten del espectáculo…

jueves, 10 de noviembre de 2016

Esbozo final, británico, del gran Alfred Hitchcock usamericano: “Sabotaje (La mujer solitaria)”


Sabotaje, de Alfred Hitchcock, o, acaso, el embrión de Los pájaros y la definición magistral de la puesta en escena del suspense.



Título original: Sabotage (The Woman Alone)
Año: 1936
Duración: 76 min.
País: Reino Unido
Director: Alfred Hitchcock
Guión: Charles Bennett (Novela: Joseph Conrad)
Música: Louis Levy
Fotografía: Bernard Knowles (B&W)
Reparto: Sylvia Sidney, Oskar Homolka, Desmond Tester, John Loder, Joyce Barbour, Matthew Boulton, S.J. Warmington, William Dewhurst.


Aun siendo un admirador de Hitchcock, he de reconocer que ver todas sus películas requiere una entrega y, para algunas películas, una suerte y, para otras, una paciencia, de las que no todos pueden presumir. De momento, sigo encontrándome con joyas de las que, salvo a los íntimos del director, es decir, los de su club de fans, no había oído hablar a nadie a mi alrededor. Sabotaje es la última película de su etapa inglesa, de la que no hace mucho critiqué una película de carácter social, Juego sucio, que era una de sus primeras incursiones en el sonoro, pues Hitchcock tiene algo de auténtica historia viva del cine, al haber atravesado con éxito un arco temporal que va del cine mudo al cine en technicolor, en las múltiples evoluciones de este. Sabotaje se basa en El agente secreto, de Jack London y se narra en ella la historia simple de un  saboteador cuyas intenciones últimas no se sabe si lindan con la extrema izquierda, la extrema derecha o constituyen una variante casi metafísica de El hombre que fue Jueves, de Chesterton, una joya novelística de la intriga policiaca. En todo caso, hay una organización, con cómplices respetables, que pretenden llevar el terror a Londres, primero con un apagón general y, después, con una bomba en un lugar público concurrido. El agente secreto, un refugiado del este,  que regenta un cine de barrio que les depara a él y a su familia escasos ingresos, es una persona afable y callada que lleva el cine junto con su esposa, una norteamericana con un hijo de otro matrimonio, de quien, a lo largo de la película, nada se dice sobre su pasado, cubierto por un velo de misterio que afecta, igualmente, a las actividades clandestinas de su esposo, de quien ella valora, sobre todo, la delicadeza con que los trata a ella y a su hijo. Un agente de Scotland Yard, camuflado de frutero en un establecimiento colindante con el cine, será el encargado de ir estrechando el cerco en torno a Verloc, el refugiado del este, y lo hace a través de un conato de seducción de su mujer, quien comienza a sospechar de tantas desapariciones de su esposo, aunque, avanzada la trama, se niega a creer que tenga algo que ver con los sucesos terroristas que se producen en Londres. Es evidente, desde el punto de vista de la realización, que el mejor Hitchcock, el que deslumbrará a los realizadores y críticos de la nouvelle vague está de forma integral en esta película, en la que la intriga se va perfilando mediante escenas llenas de sabiduría fílmica, como la entrevista en el acuario donde su “superior” le pide que ponga una bomba, un paso que va más allá del sabotaje al suministro eléctrico de la ciudad. La capacidad visual de Hitchcock para resumir en escenas como el fundido de la pecera a la destrucción de edificios con las consiguientes muertes, como efecto de la bomba que habrá de poner, es una muestra de lo que caracteriza su mejor cine. La captación de la vida corriente, incluso desde una perspectiva costumbrista, como ocurre en la subasta de Juego sucio, por ejemplo, o bien la naturalidad de la secuencia terrible del niño que va amarrado a un rollo de película que ha de entregar, llevando con él la bomba que habrá de llevárselo por los aires, mientras contempla un desfile popular, o la naturalidad con que se pasa de la calle a la casa del saboteador a través del pasillo lateral del cine, hacia cuya pantalla se desvía, en un juego de homenaje a Walt Disney, la cámara, son recursos que nos hablan de una manera de hacer cine que le granjearía el respeto de la crítica, del público y de los productores, acreditándolo, para siempre, como “el mago del suspense”. En Sabotaje, que está llena de ausencias informativas, de simulaciones, de doble juego, como el propio de los agentes secretos que se camuflan como ciudadanos corrientes, quedan muchos cabos sueltos, pero no los de la trama principal que se resuelve admirablemente, aunque por el medio haya momentos de tensión ética notable que se resuelven felizmente, para los intereses de la protagonista, una Sylvia Sidney espléndida que va desvelando poco a poco el misterio de los movimientos horribles de su marido, al tiempo que recela del frutero cuya condición policial ve con profundas reservas. Ponía en relación esta película con Los pájaros, aunque sea a título anecdótico, porque es el dueño de una pajarería quien le entrega al saboteador la bomba camuflada en el cajón de una jaula con dos canarios que le regala el saboteador al hijo de su mujer para no levantar sospechas de su visita al pajarero suministrador de la bomba. ¡Cómo evitar esa analogía entre aquellos dos agapornis y los dos canarios que recibe el hijo de la protagonista con idéntica ilusión que la hermana pequeña del protagonista de Los pájaros! Que, por otro lado, el cajón inferior de la jaula contenga la destrucción y la muerte en forma de bomba que entra en casa con la jaula me parece que habilita para establecer el paralelismo que sugiero. Sylvia Sidney tiene rostro de actriz de cine mudo, porque toda él es de una expresividad tan acentuada que permite intuir buena parte de lo que siente y piensa con solo mirarla a la cara; algo parecido, pero en versión perversa, a lo que ocurre con los primeros planos inquietantes de su marido, el saboteador, plenos de eficacia dramática y tensión, sobre todo cuando ha despachado a la criatura con el rollo de película y la bomba y espera, junto a su mujer y al detective de Scotland Yard, el desenlace funesto de su acción terrorista. Estamos hablando, pues, de una obra mayor de Hitchcock, con una realización extraordinaria y una puesta en escena que combina eficazmente los exteriores londinenses con interiores como el cine o la casa del saboteador que dan pie a planos bien cargaditos de significados. Lo de no dar puntada sin hilo es de lo más aplicable a las realizaciones de Sir Alfred, en cuyos planos siempre hay una potenciación expresa o figurada del sentido último de la narración. Por supuesto que se le podrían poner algunos reparos, como la propia interpretación del detective, un John Loder que deja mucho que desear con su torpeza expresiva, aunque en algunas secuencias, sobre todo al final, consigue remontar y resultar convincente, aunque en su descargo ha de decirse que no se trata de un papel muy agradecido, por supuesto. También podía achacársele una suerte de aceleración narrativa que no permite saborear el contraste entre los momentos de tensión y los de la calma que precede a un incremento de la tensión básica, pero, en conjunto, se gana en capacidad de síntesis narrativa y de hallazgos visuales que acabarán siendo “marca de fábrica” del mago del suspense.