martes, 15 de noviembre de 2016

Al propio Faulkner le gustó: “Han matado a un hombre blanco”, de Clarence Brown.




Han matado a un hombre blanco o parte de la Usamérica de Trump en los años de la segregación racial; una magnífica adaptación cinematográfica de Intruder in the Dust, a cargo de un realizador, Clarence Brown, no tan menor como se suele considerar, pero sí tan olvidado como no merece.

Título original: Intruder in the Dust
Año: 1949
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Clarence Brown
Guión: Ben Maddow (Novela: William Faulkner)
Música: Adolph Deutsch
Fotografía: Robert Surtees (B&W)
Reparto: David Brian, Claude Jarman Jr., Juano Hernandez, Porter Hall, Elizabeth Patterson, Charles Kemper, Will Geer, David Clarke, Elzie Emanuel, Lela Bliss, Harry Hayden, Harry Antrim.


Bueno, bueno, bueno…, ¡cómo podía imaginar que esta vieja adaptación de la famosa novela de Faulkner Intruder in the Dust, de discutida traducción al castellano como Intruso en el polvo*, iba a ser el peliculón que es, una obra maestra de Clarence Brown! No hace mucho que he visto dos notables obras suyas, Anna Karenina, con la espléndida pareja Greta Garbo y Fredric March, y Así ama la mujer, en este Ojo criticada, un potente melodrama interpretado por Joan Crwaford en una historia similar a la de Mildred Pierce que ella misma interpretaría una década más tarde y que en español sería titulada Alma en suplicio. Clarence Brown fue un director prolífico y desigual, como suele ocurrir en esos casos, pero le cabe el honor de  haber “visto” su película tras leer las pruebas de imprenta de la novela de Faulkner y haber forzado a la Metro a adquirir los derechos. La rodó en el pueblo natal de Faulkner, Oxford, Misisipi, no sin vencer la resistencia de las autoridades y la cámara de comercio, a quienes convenció Brown por su simpatía y por la promesa de los posibles beneficios que pudieran derivarse de, como se dice ahora, “situarlos en el mapa”, aunque por aquel entonces aún el turismo no fuera la industria que ahora es. El equipo de rodaje se hospedó en casas de vecinos de la localidad, pero el protagonista negro, Juano Hernández, puertorriqueño, se tuvo que alojar en casa de un enterrador negro, alejado del resto del equipo de rodaje. Faulkner, supongo que por su amistad con Brown, cuya gestión para la compra de los derechos le reportó la bonita suma de 50.000 dólares en aquel entonces, se implicó en el rodaje, aunque la venta le prohibía condicionarlo a través del guion, pero hizo no pocas sugerencias y contribuyó a que la dicción de Hernández se asemejara a la de un negro de Misisipi, haciéndole perder la dicción chespiriana que le era propia. El resultado final fue de su agrado, que no es poco. Ahí tenemos a Juan Marsé, que no ha quedado satisfecho con ninguna de las versiones cinematográficas que se han hecho de algunas de sus novelas, por ejemplo. Han matado a un hombre blanco es una película que puede ponerse en relación perfectamente con Matar a un ruiseñor, aunque en esta de Clarence Brown no aparece, o solo muy levemente, la sentimentalidad que aparece en la otra.  Hay dos abogados que defienden a un negro frente a los deseos de la comunidad blanca de condenarlo a muerte o, por vía expeditiva, lincharlo sin juicio, como aquí parece, durante toda la obra, que vaya a acabar sucediendo. Pero esos abogados, Atticus y Stevens, son muy distintos, porque mientras en Atticus se advierte una compasión humana genuina, el de Faulkner es un abogado convencido de que la sociedad en la que vive es la que es y, da la impresión de que lo piense, la que debe ser, de lo que se deriva que, por ejemplo, lo propio del acusado sea declararse directamente culpable y optar el abogado por la vía de la petición de clemencia para disminuir la pena. Matar a un hombre blanco y ser declarado inocente en un juicio es algo que, lógicamente, ¡“lógicamente”, nada menos!, le parece imposible al abogado. Y ahí entra en juego su sobrino, a quien el acusado, que se ha entregado voluntariamente al sheriff para evitar ser linchado sin más, salvó en una ocasión de morir ahogado en las tierras de su propiedad, porque Lucas Beauchamp, el negro protagonista, es un orgulloso propietario de unas hectáreas y, aun viviendo en una sociedad que lo margina, trata a los blancos, a quienes nada debe, de igual a igual, aunque no ignore el poder social que ellos tienen, parcialidad de la Justicia incluida. A partir de la petición que le hace el detenido al sobrino del abogado -y es espectacular el trávelin que repasa los rostros en primer plano de quienes siguen en silencio el lento desfile del acusado esposado hacia el interior de la cárcel- se inicia una investigación que, aliándose con una old lady del lugar opuesta a la segregación racial, y que recuerda no poco a la Miss Marple de Agatha Christie, con igual valor, como lo demuestra en la escena antológica en la que ella sola, haciendo punto en el vestíbulo de la prisión detiene el intento de la multitud de prender fuego al edificio bien para quemar al prisionero con él, bien para obligarlo a salir y poderlo linchar acto seguido, y con no poco sentido del humor, y del amor a sus semejantes marginados. La película, así pues, presenta un esquema policíaco peculiar: un negro es detenido por el sheriff acusado de un asesinato que, sin embargo, no ha cometido, aun a pesar de haber sido encontrado con un arma en las manos junto al cadáver. A partir de esa situación, toda la película se convertirá en una investigación para determinar quién ha sido el asesino de uno de los hijos del propietario blanco de una serrería. Los tres detectives serán el sobrino del abogado, un joven negro amigo suyo y la old lady, quienes acabarán decantando la actuación del abogado hacia la admisión de la presunción de inocencia del detenido, porque le cuesta mucho admitir que pueda ser inocente, con las antecedentes sabidos. Son muy notables las escenas de cómo, mientras unos salen del pueblo para investigar qué ha ocurrido realmente, los habitantes del pueblo y del condado se van reuniendo en el pueblo, frente a la cárcel porque saben que se va a producir un linchamiento así que la familia del muerto pretenda hacer justicia por su propia mano, sin esperar a la de la Justicia. Esos planos de la concentración para el espectáculo cruel del linchamiento, como si fuera una feria popular son de lo mejorcito de la película, y en ella se van alternando los planos generales y los primeros planos de quienes eran extras de la propia ciudad de Faulkner, por cierto, un contraste que acentúa la barbarie sosegada que allí se manifiesta hasta que empiece el jaleo. A mí, particularmente, me ha recordado a la multitud que se agolpa para contemplar la ejecución por garrote vil en el cuadro de Ramón Casas, aunque en el caso de la película de Brown el movimiento, las partidas de cartas, la música, los planos generales y los primeros planos alternándose, las madres con niños en brazos, etc. crean una naturalidad de documental que no debía de estar muy lejos de lo que verdaderamente ocurría en la realidad. De hecho, la novela de Faulkner está basada en hechos reales. La naturalidad con que progresa la acción y la evolución, llamémosla ideológica, del abogado defensor son pilares básicos de la película, junto a la psicología de hombre fuerte de Beauchamp, nunca dispuesto a aceptar favores y sí a retribuir lo que por él se haga. Un personaje que acaba convirtiéndose en el “guardián de la conciencia del abogado defensor”, como así se reconoce en un hermoso diálogo final entre tío y sobrino mientras se va desalojando la plaza donde se habían congregado esas gentes dispuestas a tomarse la justicia por su mano tras saber que el asesino…., y ahí me callo, claro, que quien no la haya visto, o leído el libro, tiene derecho a que no le chafen el final. La película sabe captar plenamente esa manera sureña de ser y de relacionarse que Clarence Brown conocía bien, aunque naciera en Massachusetts, porque su familia se instaló en Tennessee. Queda fuera de toda duda la excelente labor de Brown en defensa de la supresión del sistema de segregación racial imperante en Usamérica, sobre todo el sur, hasta la llegada a la presidencia de John Kennedy y su clara defensa del ideario de Martin Luther King de los Derechos Civiles de la población negra. Pero lo cierto es que la película no puede verse ni ha de verse como una loable película de tesis, sino como una historia humana, demasiado humana, en una pequeña localidad de ese profundo sur al que la elección de Trump parece haberle dado una coartada para desenterrar lo peor de sí mismo, Ku-kux-klan incluido. Estoy convencido de que esta película merecería, incluso, un reestreno en pantalla grande, pero, de momento, cualquiera puede verla de forma gratuita en YouTube, aquí. Conviene recordar, lo digo por tener una dimensión exacta de la valía de Brown, que se inició en el cine mudo como asistente de dirección de Maurice Tourneur, el padre de Jacques Tourneur, en una película, Trilby (1915), sobre una obra de George du Maurier, el abuelo de Daphne du Maurier, autora de Rebeca y de Los pájaros, ambas llevadas al cine por Hitchcock. En el 31, Archie L. Mayo rodaría Svengali, una nueva adaptación de Trilby, que es una película no lo suficientemente vista ni alabada. Aún habría una versión intermedia de Svengali, en 1927, dirigida por Gennaro Righelli e interpretada, en el papel de Svengali, nada menos que por Paul Wegener, el autor de El Golem.


*En el blog El lamento de Portnoy leo que Juan Carlos Onetti sostiene que Dust debería haberse traducido por “lucha”, no por polvo. Supongo que, al final, un título tan extraño y que ha hecho fortuna es casi imposible de cambiar, como la imposibilidad de hablar de La transformación para la obra de Kafka que todos conocemos como La metamorfosis.

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