jueves, 17 de noviembre de 2016

La crisis económica y moral de los años 30 desde los ojos de un niño: “Liam”, de Stephen Frears.




La inocencia en el contexto del paro, la miseria, la xenofobia y el antisemitismo: Liam, de Stephen Frears o la serenidad ecuánime del cronista.


Título original: Liam
Año: 2000
Duración: 87 min.
País:  Reino Unido
Director: Stephen Frears
Guión: Jimmy McGovern
Música: John Murphy
Fotografía: Andrew Dunn
Reparto: Ian Hart, Claire Hackett, Anthony Borrows, David Hart, Megan Burns, Anne Reid, Russell Dixon, Julia Deakin, Andrew Schofield.


Poco a poco, por ese azar que habita en Tallers, 79 , espoleado por mi paciencia al mirar y remirar entre los miles de películas que allí aguardan la mano de la emoción que las descubra, voy accediendo a títulos que en su momento, por una u otra razón, no pude ver. No hace mucho tuvimos, mi Conjunta y yo, oportunidad de ver la antepenúltima película de Frears, Philomena, ya criticada en este Ojo Cosmológico, que nos pareció excelente y conmovedora. Lo mismo ha de decirse de esta película, Liam, que nos ofrece una visión descarnada de cómo sufrió la clase trabajadora la gran crisis mundial posterior al crack del 29 que acabó potenciando la hegemonía de los fascismos, como se advierte en la película cuando el padre, incapaz de encontrar trabajo, es seducido por las agresivas sirenas xenófobas de los fascistas ingleses -que húbolos… y en todas las esferas sociales, como en Lo que queda del día nos mostró Ivory o demostró nada menos que el abdicado Eduardo VIII- y se enrola en sus huestes terroristas ante la imposibilidad de continuar desempeñando el rol del hombre de la casa que lleva el sustento a la misma, papel en el que acaba siendo sustituido por su hermano que vive con él y su familia. La película sería algo así como esa tranche de vie que se le ocurrió al dramaturgo naturalista Jean Jullien para definir su teatro: un trozo de vida llevado a las tablas con arte, un trozo de vida que no acaba cuando baja el telón, sino que deja al espectador en libertad para especular sobre lo que pasará después, como sostuvo en su obra El teatro vivo, de donde ignoro si tomaron su nombre los usamericanos  Judith Malina y Julien Beck para su grupo The living theater. Desde el punto de vista inglés, la película bien podría considerarse como una secuela de aquellas películas “airadas” de los 50 que se atenían a lo que entonces se denominó kitchen sink realism, porque Frears nos ofrece una crónica muy dura de la caída en la pobreza de una familia trabajadora en aquella crisis económica de los 30, con todo lo que ello supone. Que haya escogido, además, a una familia irlandesa católica en el Liverpool industrial y protestante añade una dimensión terrible que sí que se relaciona, desde la omnipresencia de la iglesia en las familias irlandesas, con Philomena. Como la historia se nos cuenta a través de las reacciones del hijo menor de la familia, Liam, un niño tartamudo, que da título, como no podía ser de otra manera, a la película, y se centra en la preparación amenazadora de quienes han de hacer la primera comunión, además de otros descubrimientos propios de la edad, la crónica social de Frears repasa con realismo estremecedor esa suerte de callejón sin salida que sobrepone la religión a la pobreza ante la desesperación de un padre que acaba rebelándose contra esa explotación, como cuando, nada más recibir el sobre con el salario, el último, se presenta el cura de la parroquia a exigir su diezmo. Las imágenes de la maestra y del cura, a dos voces, atemorizando a los futuros comulgantes sobre lo que significa el pecado y la comunión, o el recado que cumple el niño para llevar a empeñar los pocos bienes de valor de la familia van entregándonos capítulos de una realidad miserable que traza un deterioro progresivo de la situación de la familia, solo aliviada, mínimamente porque la hermana mayor de Liam entra de sirvienta en una familia judía rica y porque el hermano del padre encuentra trabajo, invirtiendo la situación inicial de la película, lo que acentuará la sensación del fracaso del protagonista. Que Frears haya sido capaz de mantener el protagonismo de Liam y de su punto de vista de la manera como lo ha hecho lo acredita como una suerte de “director bien temperado”, podríamos decir, remedando a Bach, porque el drama familiar en que nos embarca, tomándole a él como centro de la película, pero sin que parezca serlo, gana en intensidad y veracidad, sobre todo el de la insoportable distancia entre los padres. Desde el inicio de la película, en el que los hermanos se convierten en espectadores de la celebración achispada del Año Nuevo por parte de los mayores, que acaba, como acaba pasando con el vino malo, con un fuerte enfrentamiento vecinal de índole político-religiosa, nos rendimos a la actuación de Liam, Anthony Borrows, cuya naturalidad, expresividad y espontaneidad constituyen lo mejor de una película en la que el resto de los actores rozan el nivel de lo extraordinario, pero el desvalimiento del niño, los tremendos castigos que recibe en la escuela, la perplejidad y la angustia culpable que siente tras sorprender, sin pretenderlo, obviamente, a su madre aseándose desnuda en la tina, la complicidad con su hermana, su mirada expresivísima y ese toque de la tartamudez que opera tanto en un sentido cómico como en un sentido trágico, según la escena en la que el pobre no pueda “sacar” palabra, todo ello en conjunto nos regala una actuación infantil a la altura de las grandes interpretaciones de niños de todos los tiempos, un mérito de Frears, sin duda, porque “arrancar” de una criatura tan pequeña una interpretación que llena la pantalla y deja al espectador asombrado no debe de ser nada fácil. Casi todos los directores han confesado temer sobre todas las cosas a tener que trabajar con niños, pero no creo que Frears pueda suscribir ese temor, por lo menos a la vista de resultado tan espléndido como el que nos ha regalado. No quiero revelar nada del final que tiene la película, porque, aunque pueda parecer un cierre brusco, se resuelven las principales líneas narrativas que se han establecido desde el principio. El resto es historia tan conocida como la que hemos visto antes de llegar a ese final, pero no cabe duda de que la sensibilidad de Frears sitúa al espectador ante un retrato sin miramientos ni endulzamientos absurdos de una realidad tan trágica como el desempleo y la castradora educación católica integrista. Una película en la línea de Philomena pero con una ambientación impecable, como es tradicional en el cine inglés, y con una puesta en escena que le saca un partido estéticamente impecable a un barrio obrero y, por contraste, a una mansión de la burguesía, además de a la tétrica escuela ya la iglesia. A pesar del color, la estética de las tomas del barrio obrero recuerda mucho a las de David Lean en El Déspota, una película excepcional, también aquí criticada.


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