domingo, 20 de noviembre de 2016

Una ágil comedia con algunas secuencias inolvidables: “La dama no se rinde”, de Alexander Hall


El don usamericano para la comedia sofisticada o cómo ir saltando alegremente de tópico en tópico hasta el disfrute final: La dama no se rinde, es decir, La dama se rinde



Título original: She Wouldn't Say Yes
Año: 1945
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander Hall
Guión: John Jacoby, Sarett Tobias, Virginia Van Upp
Música: Marlin Skiles
Fotografía: Joseph Walker (B&W)
Reparto: Rosalind Russell, Lee Bowman, Adele Jergens, Charles Winninger, Harry Davenport, Sara Haden, Charles Winninger, Harry Davenport, Percy Kilbride.



Que el cine hecho en Usamérica tiene un don especial para la comedia, sobre todo para la sofisticada, y que eso ha sido así desde que se comenzaron a hacer películas en aquel país no es un secreto para nadie; que son miles las películas de ese género que no hemos visto, tampoco. Descubrir una, al azar, como She wouldn’t say yes, traducida de dos maneras distintas: La dama no se rinde y La dama se rinde, es motivo de regocijo para este espectador, tan aficionado al género cuando este es inteligente. Que Virginia Van Upp, responsable en buena medida del éxito de Gilda, así como del de Cover Girl o de La dama de Shanghai, en su doble dedicación de guionista y productora, estuviera en el equipo guionista de la película debió ser algo así como un espaldarazo para intentar conseguir un éxito de taquilla. Que no se hubiera podido contar con James Stewart  para el papel que, con sus más y menos desempeña Lee Bowman, algo corto de registros, pero eficaz, al fin y al cabo en su papel de decidido conquistador de la más firme fortaleza levantada nunca contra el amor, es decir, la impresionante Rosalind Russell que aquí borda su papel de desengañada y experta psiquiatra harta de tratar pacientes a las que el amor contrariado ha destrozado. La dama no se rinde es una comedia en la que se meclan diferentes subgéneros, incluyendo el gracioso homenaje al slapstick del comienzo, cuando ambos personajes coinciden en la agencia de viajes en la que dos secundarios de lujo nos ofrecen una secuencia impagable de ese tipo de comedias en las que ni un extremo se dejaba al azar. Conocer después al mayordormo de la casa de la doctora y al padre de la misma, quien comparte consulta con ella, aunque sea ella quien aporta la riqueza al hogar a través de su consulta, nos permite, desde la primera escena en que ambos aparecen, intuir que nos van a deparar excelentes momentos a lo largo de la película, como así sucede, tanto Charles Winninger, como padre que arde en deseos de que su hija “se rinda” a algún hombre para poder tener nietos, como Harry Davenport en su papel de vagabundo rescatado socialmente por la doctora, quien lo convence de que tener un empleo como el que tiene le da sentido a su vida, cuando en realidad lo que él ha querido ser siempre es vagabundo, van a tener un papel de coprotagonismo total con la pareja Russell-Bowman, entre los que se establece una complicidad perfecta en el antagonismo de sus personajes. La historia se nos presenta como una sucesión de tópicos y, desde ese punto de vista, conviene tener las suficientes tragaderas como para echar pelillos a la mar de cierto retrato de los personajes que en modo alguno se ajusta a la corrección política actual, aunque, por otro lado, algunas de sus actuaciones superan los límites de esa corrección, como la secuencia fantástica de la boda fake que resulta ser legal, para desesperación de la protagonista. La historia tiene una urgencia temporal, porque el militar que se enamora de la psiquiatra está de paso en Chicago camino del frente, adonde va como corresponsal artístico, pues es el creador de un personaje cuyos dibujos se publican en la prensa, un duendecillo que incita a las personas a dar rienda suelta a sus deseos más íntimos para poder autoafirmarse en ellos y ser felices, en vez de reprimirlos y convertirse en seres amargados y solitarios que no disfrutan de la vida. Él y Ella, así pues, puesto que adquieren categoría de representantes de la viejísima lucha de sexos que ha dado tan gloriosas películas a la historia del cine, como representantes de ambas tendencias, van a encontrarse y desencontrarse en una comedia con un ritmo agilísimo que no decae en ningún momento y que, como ya he mencionado, tiene secuencias extraordinarias, diálogos muy ingeniosos y una suerte de naturalidad, de espontaneidad, en la sucesión de las situaciones que hacen imposible no satisfacer la demanda exigente del espectador que espera, a cada nueva escena, una vuelta de tuerca del argumento para ir contemplando, desde la delicia espectadora, cómo todo se complica y cómo se saldrá de ese enredo, porque sí, también tiene mucho de vodevilesca comedia de enredo. Que la protagonista sea una reconocida psiquiatra, se la presenta inicialmente como una experta en el tratamiento de los soldados que han regresado heridos psíquica y físicamente del frente, permite ciertos diálogos ingeniosos que, unidos a la interpretación más que convincente de Rosalind Russell, no menoscaba en absoluta la ciencia de la palabra y sí nos confirma el rendimiento que, a través de ella, puede sacársele a esos diálogos que fluyen admirablemente a través de toda la obra, incluso en el segundo plano de los secundarios absolutamente de lujo en esta película. Las secuencias con el juez, una divertidísima interpretación de un clásico de los característicos usamericanos, Percy Kilbride, tanto en casa de la doctora como en la propia casa del juez, adonde llega la superioridad siquiátrica hecha persona para curar al juez de su “manía” de casar a quien se pusiera a tiro, en una treta urdida por el padre para atraer a su hija a una boda ful que sería verdadera sin ella saberlo, gracias a su condición de médico mediante la que puede firmar la licencia matrimonial y haberlo hecho en nombre de su hija, alegando que tenía ambos brazos escayolados…, es decir, esa suerte de disparates imprescindibles para que la acción fluya camino de gags espectaculares, como el de esa boda con la mujer del juez y una vecina de testigos que luego acaban siendo sustituidas por un taxista y un transportista que acaban de aparcar delante de la casa del juez y que, junto con los protagonistas, acaban componiendo un disparatado diálogo a cuatro que acaba, finalmente, en la boda en cuestión, de cuyo desarrollo nos priva una elipsis que permite, a su vez, que continúe la acción, pues, nada más descubierta la trampa, y tras haber salido de la habitación y de la casa de la doctora, en su noche de bodas, con una rica paciente de origen boliviano a quien solo el beso de ese hombre casado puede liberarla de una maldición que la convirtió en paciente de la doctora, la trama se complica lo suficiente como para seguir teniéndonos pendiente de su ingeniosa resolución. Poco a poco asistimos al deshielo del polo norte que es la doctora y, camino del final, ignoramos si será posible o no que ambos esposos, ya divorciados, acaben casándose otra vez o no, pero eso, obviamente, no lo voy a revelar en esta crítica que se limita a recomendar una comedia que, acaso no esté a la inescalable altura de La novia era él, de Howard Hawks, pero que hará las delicias de quien no la vea fijándose únicamente en los tópicos y cierta frivolidad argumental que no empañan en modo alguno el poder cómico de muchas situaciones y la excelencia de no pocos gags, físicos y dialécticos, both.

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