domingo, 25 de diciembre de 2016

"Chantaje en Broadway", de Alexander Mackendrick: thriller psicológico y periodismo megalómano.



Un ácido retrato del poder mediático: Chantaje en Broadway, o la ciudad donde las miserias humanas nunca duermen: excepcionales Curtis y Lancaster .

Título original: Sweet Smell of Success
Año: 1957
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander MacKendrick
Guión: Ernest Lehman, Clifford Odets
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: James Wong Howe (B&W)
Reparto: Burt Lancaster, Tony Curtis, Susan Harrison, Martin Milner, Sam Levene, Barbara Nichols, Emile Meyer.


Usualmente me llevo de Tallers 79 películas que a lo largo de mi vida cinéfila no he tenido ocasión de ver, se me pasaron en su momento o, simplemente, la falta de liquidez me vetó en aquellos días lumpenproletarios. La televisión, los ciclos de La 2 cuando aún era el Canal UHF, Sirk, Busby Berkeley, Boetticher, Ford…el programa de Garci o los ciclos encubiertos del verano, sobre todo de westerns, me han ayudado mucho a rescatar títulos emblemáticos del cine que incluso en la pequeña pantalla exhiben un poder imaginativo desbordante. Cuando apareció Chantaje en Broadway entre títulos anodinos, de repente me vinieron imágenes nocturnas de una película con un ritmo endiablado, y una banda sonora de jazz espectacular, junto a un personaje muy pero que muy del Manhattan de aquellos años 50 en los que ciertas columnas, como ciertos programas, al estilo del de Edward R. Murrow, tenían un poder real sobre ciertos acontecimientos de la vida social. Como la memoria es corta, y el cine ubérrimo y fecundo, ni siquiera pude recordar qué otras películas de mérito podían avalar la extraordinaria realización de esta “Dulce olor del éxito”, en transcripción literal del título original, que tan buen sabor deja en los ojos de los espectadores, ya puestos a sinestesiar, que no a anestesiar, ciertamente, de Alexander Mackendrick. En cuanto he tirado de la benemérita Film Affinity para recordar su obra, han aparecido ahí dos películas tan magníficas como El quinteto de la muerte (de la que los Cohen hicieron un remake que podían haberse ahorrado) y El hombre del traje blanco, cuya persecución final y deshilachada aún se me representa ante los ojos…, ambas interpretadas por otro genio de la escena: Alec Guinness.  Chantaje en Broadway es una película que se agarra con fuerza a los esquemas del mejor cine negro y arranca de un guion espectacular un retrato de la sordidez humana y del servilismo que encarna con una versatilidad fuera de lo común ese pedazo de actor que fue Tony Curtis, a quien poco favor le han hecho tantos bodrios como rodó, pero, cuando le tocaba en suerte un “personaje en dulce” como el publicista miserable que se convierte en lacayo del columnista para apartar del camino de su hermana a un pretendiente con quien se quiere casar, un guitarrista de jazz, nuestro buen amigo Curtis, el inmarcesible galán cómico de Con faldas y a lo loco,  se ha de reconocer que la pantalla se le quedaba chica, como ocurrió en El estrangulador de Boston. ¡Menudo repertorio de gestos, muecas, entonaciones, silencios, desesperaciones de guiñol, embaucamientos, zalamerías bribonadas y permanentes cuchilladas recubiertas de miel! A su lado, el casi impertérrito Lancaster, muy en su papel de megalómano, no muy diferente del que reseñamos hace poco en Siete días de mayo, casi resulta ortopédico, aunque baste decir que su sola y poderosa presencia no solo “compone” el personaje, sino que, en ciertos gestos para con su hermana -y hay latente un incesto como una catedral…-, para con sus “clientes”, quienes buscan el favor de su pluma, como un senador, o para con su “lacayo”, se advierte una biografía transparente. Es, a su manera, “el amo de la noche” de esa ciudad que ama y a la que, en su borrachera de poder (por ponernos chabrolianos), cree dominar con una mención, una crítica, un guiño, una complicidad o una descalificación. La escena en la que su hermana, después de intentar suicidarse, se va de casa para casarse con su prometido, a quien su hermano ha querido convertir poco menos que un drogadicto perseguido por un policía, conchabado con él…, y él se asoma al balcón y la ve marchar, su figura, tomada por la espalda, se recorta contra la noche de Manhattan, llena de neones y compases quebrados de jazz, como aparecía la de Fausto con sus brazos abiertos sobre la ciudad en la película de Murnau… No acabo de entender por qué, a la hora de hablar sobre películas que capten el latido de una ciudad, su sinfonía, no se menciona como un hito indiscutible Chantaje en Broadway, porque la cámara de Mackendrick nos ofrece una visión de la “ciudad que nunca duerme”, de sus bares, de sus calles, de sus clubes de jazz, de sus oficinas de medio pelo, como la del lacayo Sidney Falco (Tony Curtis), o de la mansión del todopoderoso periodista, que pueden competir e incluso superar cualquiera otra visión de la ciudad. La película comienza, sin embargo, desde la fábrica de realidad que es un diario y de la salida de los camiones de reparto, en un inicio de tipo documental que acaba con un fardo de diarios en el suelo, como una bomba arrojada a los pies de la ciudad, en un primer plano espectacular. A partir de la consulta de la columna del despiadado J.J. Hunsecker (Burt Lancaster), a quien todos se dirigen por las dos iniciales deletreadas, Sidney Falco inicia lo que parece ser un largo viaje hacia la noche para recuperar el favor perdido de J.J., quien deja de anunciar sus servicios como agente de publicidad porque aún no ha cumplido un trato miserable firmado con él: alejar a su hermana del músico de quien se ha enamorado. Falco se debate entre la necesidad, la supervivencia, y la repugnancia ética a cometer un acto tan depravado como el que le pide J.J. A lo largo de la noche Falco  buscará el modo y manera de rehuir el encargo de J.J. y de asegurar su negocio. Para ello, como la cola de un vistoso pavo real, con los mil ojos bien abiertos de la picaresca, Falco no dudará en utilizar recursos y personas que le permitan garantizar esa supervivencia en la dura competición de la vida social, y ahí, en secuencias como la exhibición de poder ante el viejo actor y su escamado representante, en un teatrucho de mala muerte, se retrata el personaje sin necesidad de subrayados ni de ulteriores explicaciones. La película es un puro presente: el espectador asiste en tiempo real a la evolución de la situación, a la representación del conflicto, y ello a través de un ir y venir lleno de dimes y diretes, de cirigañas y traiciones, de actos crueles y de egoísmos primitivos que desfilan ante sus ojos como una road movie de la vieja noche de las complejas relaciones de poder entre los seres humanos. A pesar de ser Burt Lancaster el productor, parece una película hecha a mayor gloria de Tony Curtis… No fue precisamente un éxito de taquilla en su momento, pero tampoco lo fue Sed de mal, de Welles, pero, con distintos méritos, ambas son, sin duda, parte de la mejor historia del séptimo arte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario