miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cine negro de manual, “El soborno”, de John Cromwell (y Nicholas Ray en la sombra).





El paso de la violencia a la política en el crimen organizado: The racket (El soborno o La trampa) de John Cromwell: antológico Robert Ryan.


Título original: The Racket
Año: 1951
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos Estados Unidos
Director: John Cromwell
Guión: William Wister Haines, W.R. Burnett (Obra: Bartlett Cormack)
Música: Paul Sawtell
Fotografía: George E. Diskant (B&W)
Reparto: Robert Mitchum, Lizabeth Scott, Robert Ryan, William Talman, Ray Collins, Joyce Mackenzie, Robert Hutton, Virginia Huston, William Conrad, Walter Sande, Les Tremayne, Don Porter, Walter Baldwin, Brett King, Richard Karlan, Tito Vuolo.



No es El soborno un film negro que pueda considerarse un clásico del género, aunque reúne todos los requisitos propios del mismo para haberse podido convertir en uno de ellos, pero diversos factores de producción y dirección lo hicieron imposible. The racket (traducida por La horda) fue una película muda que en 1928, corrijo gracias a la amabilidad y detallismo lectores de Rafael Iglesias, fue nominada, no lo  ganó, como decía yo equivocadamente, al Oscar a la mejor película, y que fue producida por Howard Hughes, quien volverá a ser el productor del remake que ahora comento. La presencia del magnate en el proyecto invita a pensar en su intervencionismo constante, que fue lo que sucedió. De hecho, varios directores, además de Nicholas Ray, contribuyeron a esa sensación de pieza deslavazada que a veces nos da la impresión de estar viendo, porque ciertos personajes se resienten de una indefinición que los marca y, con ello, a la película en su conjunto. Es el caso, por ejemplo del mismísimo Robert Mitchum en un papel de policía insobornable en el que encaja con mucha dificultad frente a la propiedad inequívoca del gánster violento y despótico encarnado por un más que convincente Robert Ryan, nacido para esa clase de papeles, ciertamente. Otro tanto le sucede a la bellísima Lizabeth Scott, cuyo papel de mujer fatal queda reducido poco menos que al de una infeliz sin suerte que va dando tumbos por la vida y acaba colándose por un pipiolo de 23 añitos. El planteamiento de la película, que incide en el control que el crimen ejerce sobre el estamento político, con ese pez gordo al que llaman El viejo, que mueve todos los hilos oficiales para proteger a sus sicarios, es muy notable, así como el enfrentamiento entre el capitán de policía (Mitchum) y el mafioso encarnado por Ryan, quienes son viejos conocidos por haber convivido en el mismo barrio hasta que siguieron caminos tan diferentes a ambos lados de la ley. A la película le cuesta despegarse del origen teatral de la pieza, en la que, por cierto, el director John Cromwell actuaba en el papel que hace Mitchum en la pantalla, y ni siquiera una persecución en coche y una explosión en casa del capitán bastan para equilibrar ese decantamiento hacia las escenas de interior en las que paulatinamente se hace entrar al espectador en materia, de la que se va enterando con cuentagotas, porque cuesta trabajo acabar de entender, por ejemplo, el papel del ayudante del Fiscal, encarnado por William Conrad, quien más tarde se haría famoso en series de televisión como Cannon, por ejemplo, muy efectivo en su papel de autoridad sobornada al servicio de la organización mafiosa, y fundamental en el desenlace de la historia. La película es algo meliflua, y los caracteres de los principales personajes se ajustan escrupulosamente al arquetipo de manual, lo cual no significa que no muestren personalidades bien definidas, antes al contrario, tanto Mitchum como Ryan enriquecen esos arquetipos, si bien el peso interpretativo cae del lado de Robert Ryan, cuya entrega al personaje supera con mucho cierta frialdad de Mitchum, acaso no muy convencido de tener que estar en el lado de la ley en el que está, porque no ignora el escaso lucimiento del mismo. La película tiene un blanco y negro muy conseguido y los personajes secundarios brillan con luz propia en papeles indispensables para tramas como la ofrecida por la historia. La escena del barbero que quiere convencer, como ha quedado con unos esbirros, al jefe de la banda, Ryan, de que los tiempos están cambiando y de que los asuntos delictivos se han de llevar con otros métodos que no incluyan la violencia es una buena muestra de ese buen hacer de los secundarios. De hecho, la novedad de esta película sería la tensión dialéctica entre los mafiosos que rehúyen la violencia e incluso se enfrentan a su jefe para tratar de acomodarlo a los “nuevos tiempos” del cobijo político, frente a los desfasados usos criminales de la “vieja escuela”. A la película, en cierto modo, hasta puede vérsele un claro tinte propagandístico en defensa de la efectividad del trabajo de la policía y de la justicia, muy justificado en una época en que el crimen organizado estaba adquiriendo la fisonomía que se describe en la película, es decir, los más que estrechos lazos entre políticos y delito.

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