miércoles, 11 de enero de 2017

Un sobrio thriller político de posguerra: “Murió hace quince años”, de Rafael Gil





Entre la política y el drama sentimental: Murió hace quince años, una notable incursión en el género policiaco-político con un soberbio Paco Rabal. 

Título original: Murió hace quince años
Año: 1954
Duración: 101 min.
País: España
Director: Rafael Gil
Guión: Vicente Escrivá, Ramón D. Faraldo (obra: José Antonio Giménez Arnau)
Música: Cristóbal Halffter
Fotografía: Alfredo Fraile, Heinrich Gärtner, Pablo Ripoll
Reparto: Rafael Rivelles, Francisco Rabal, Lyla Rocco, Gerard Tichy, Carmen Rodríguez, Ricardo Calvo, Fernando Sancho, Maria Piazzai.



Ayer estrenaba televisión y, por puro azar, tras programar el aparato, recalé en La noche del cine español, ignorando qué película se había programado para esa noche. Al ver en los títulos de crédito que era una película de Rafael Gil, me acomodé en el sofá y me dispuse a darle el crédito que se había ganado con las tres películas que en este mismo ciclo ya he visto: La guerra de Dios, La Calle sin sol y Camarote de lujo, tres películas que bastan para acreditar una excelencia realizadora que Murió hace quince años ha acabado de remachar. Es cierto que Gil ha dirigido, sobre todo hacia el final de su carrera, bodrios infumables, pero las películas citadas, y supongo que otras muchas de su extensísima carrera, son prueba irrefutable de que no se trata de un director adocenado o “artesano” -que es calificación que sube un grado en la jerarquía respecto del realizador que trabaja “de encargo”-, sino de un creador al que ha de concedérsele el valor que indudablemente tiene en la Historia del cine español. Murió hace quince años es un thriller político-policial bastante atrevido para la época, porque, más allá de la impecable división entre patriotas y revolucionarios sanguinarios, bandos que se ajustaban a la realidad propagandística del Régimen de forma impecable, tanto los “peligrosos” agentes comunistas infiltrados en España para trabajar en pos de la Revolución, como los abnegados policías del Régimen, están vistos desde una óptica narrativa bastante respetuosa para con la coherencia del discurso de cada cual, aunque es evidente el sesgo patriótico desde el que se plantea la acción dramática, algo más que curiosa. Ciertas debilidades del guion llaman la atención, como que el hijo de un alto mando franquista haya acabado viajando a Rusia, cuando, supuestamente, todos esos niños eran hijos de republicanos que temieron por sus vidas y decidieron dar el paso traumático de llevarlos a la “gran patria del comunismo mundial”. Las escenas de la educación del protagonista, de la formación como “agente” operativo de la Revolución, dispuesto a intervenir allá donde se den las “condiciones objetivas” para propiciar revueltas contra el sistema capitalista, constituirían una cierta novedad en las pantallas españolas de la época, porque la adhesión del protagonista al ideal revolucionario por el que lucha sabe Paco Rabal transmitirlo a la perfección. Hay algo en él de “agente programado”, casi  de cíborg, que será puesto en una situación límite que devendrá el núcleo dramático del conflicto sentimental que lo pondrá a prueba: infiltrarse en su hogar, como niño que vuelve del infierno para ganarse el cielo del Régimen, y hacer el papel de agente doble: ganarse la confianza de su padre y sus superiores, traicionando, para ello, a otros agentes, y, después, espiar a su padre para alertar a sus superiores de Moscú sobre lo que el Régimen conoce de sus agentes en España. El papel de agente doble, del que las dos fuerzas acaban desconfiando, lo saca adelante Rabal con una convicción total, por más que, en el desarrollo de la trama, poco a poco vayan calando en él viejas emociones de cuando fue niño, emociones que rechaza con la seguridad de quien comulga con los valores inculcados durante su periodo de adoctrinamiento. Solo al final, cuando sus superiores lo ponen ante la prueba definitiva, llevar a su padre a una emboscada de la que no saldrá con vida, el personaje recobrará la fibra moral de la redención a través de la “llamada de la sangre”, podríamos decir, sin pecar de efectistas, porque es el momento en el que, como una anagnórisis diferida a lo largo de toda la historia, el protagonista alerta a su padre llamándolo por vez primera con ese nombre que sale de su garganta como un grito de arrepentimiento y de celebración: ¡Padre!, le grita cuando quiere evitar que, en un recorrido nocturno y solitario por las calles de Madrid, con unos planos que recuerdan en todo momento El tercer hombre y con un juego de sombras en los muros casi de carácter expresionista, el padre se meta en la cobarde trampa que él ha urdido. La puesta en escena de ese final de cine negro de muchos quilates no es la única que permite apreciar los sólidos valores cinematográficos de esta cinta de Gil, porque la persecución en El Escorial de un revolucionario al que traiciona el hijo para congraciarse con las autoridades es, así mismo, modélica. De igual manera, el encuentro del protagonista, en un escenario que parece de extrarradio, con un agente a quien también liquida, con el mismo propósito, está filmado con una estética del mejor cine negro, del que esta película, y así debe de ser vista, es un magnífico ejemplo. Está claro que el conflicto entre política y sentimientos lo ganan los segundos, en un final como corresponde al lugar y a la época en que se rueda la película, pero no es menos cierto que durante la mayor parte del metraje el tenso doble juego del protagonista sabe mantener en vilo la atención de los espectadores y en total incertidumbre hacia qué platillo de la balanza acabarán decantándose los acontecimientos. En resumidas cuentas, se trata de una película que, lejos de caer en el propagandismo fácil del Régimen, supone una incursión honesta en las magras perspectivas de la agitación comunista revolucionaria en la España de principios de los 50. Quienes ayer se la perdieron, deberían recuperarla. Seguro que coinciden conmigo en la revalorización de un director como Rafael Gil. Por otro lado, ha de reconocérsele la habilidad con que supo conseguir que tres de los mejores directores de fotografía del cine español trabajaran con él en esta película. Nada menos que Alfredo Fraile, quien ha dirigido dos películas en las que la fotografía tiene un valor protagonista, Muerte de un ciclista , de Bardem, y Las aguas bajan negras, de Sáenz de Heredia,  ambas vistas en este programa impagable que es Historia del cine español; Pablo Ripoll, que fotografió Brigada criminal, de Iquino, uno de los grandes éxitos del cine policiaco español; y Enrique Guerner (que es castellanización del austriaco Heinrich Gärtner), que fotografió películas clásicas como El cebo y Marcelino, pan y vino, ambas de Vadja, Los últimos de Filipinas, de Antonio Román o esa rareza sociológica que es Raza, de Sáenz de Heredia, con guion del cinéfilo Franco.

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