martes, 28 de febrero de 2017

Gozosa inmersión primeriza en Yasujiro Ozu: “Su único hijo”. “¿Qué olvidó la señora?” “Había un padre”




El cine actualísimo de un clásico universal: Yasujiro Ozu o la intimidad trascendida: El deseo del padre: Había un padre; Tradición y ¿modernidad?: ¿Qué olvidó la señora? y los sueños rotos: Su único hijo.



Título original: Hitori musuko (The Only Son)
Año: 1936
Duración: 87 min.
País: Japón
Director: Yasujiro Ozu
Guion: Yasujiro Ozu, Tadao Ikeda, Masao Arata
Música: Senji Itô
Fotografía: Shojiro Sugimoto (B&W)
Reparto: Chouko Iida, Shinichi Himori, Masao Hayama, Yoshiko Tsubouchi, Mitsuko Yoshikawa, Chishu Ryu, Tomoko Naniwa, Bakudankozo, Kiyoshi Seino, Eiko Takamatsu.

Título original: Shukujo wa nani o wasureta ka (What Did the Lady Forget?)
Año: 1937
Duración: 71 min.
País: Japón
Director: Yasujiro Ozu
Guion: Yasujiro Ozu, Akira Fushimi
Música: Senji Itô
Fotografía: Yuuharu Atsuta, Hideo Shigehara
Reparto: Tatsuo Saitô, Michiko Kuwano, Shûji Sano, Sumiko Kurishima, Takeshi Sakamoto, Chôko Iida, Ken Uehara, Mitsuko Yoshikawa, Masao Hayama, Tomio Aoki


Título original: Chichi ariki
Año: 1942
Duración: 94 min.
País: Japón
Director: Yasujiro Ozu
Guion: Yasujiro Ozu, Tadao Ikeda, Takao Yanai
Música: Kyoichi Saiki
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Chishu Ryu, Shuji Sano, Shin Saburi, Takeshi Sakamoto, Mitsuko Mito, Masayoshi Otsuka, Shinichi Himori

Es probable que de las 53 películas de Ozu alguna haya visto a lo largo de mi vida, pero no tengo memoria fiel ni de cuál puede haber sido ni de asociar a ella el nombre de Ozu. Así pues, al margen de algún posible reencuentro, bien puede decirse que me sumerjo en el cine de Ozu con tanta curiosidad como, desde las primeras secuencias de la primera que he visto, profunda emoción estética, porque del arte de Ozu hay mucho, y bueno, en un gran número de directores de todo el mundo que han sabido captar un modelo de narrativa cinematográfica que se ajusta a un tempo, el de su propio país, que es producto de una refinada civilización y unas arraigadas tradiciones que, tanto en el cine de Ozu, como en el de otros autores japoneses, será puesta en cuestión, sobre todo nada más perder la Segunda Guerra Mundial, derrota que significó el fin de un modo de concebir la realidad que fue rápidamente sustituido por una occidentalización cuya oscura vertiente es hoy el plano nuestro de cada día en cineastas como Kitano o el capítulo tenebroso de la novelística de Murakami, por ejemplo. Lo que más me ha llamado la atención ha sido, al margen de ciertos encuadres y de esa especie de contrapicado que actúa como el sutil bajo continuo barroco, la familiaridad que he percibido con el cine de autores tan dispares como Dreyer, Bergman, Antonioni, Rossellini, Bresson, y una inacabable lista de directores que han construido sus películas tratando de reflejar la realidad del modo más intenso y verídico posible, sin más artificio que adentrarse hasta lo más profundo de unas psicologías, habitualmente sometidas a tensos conflictos que, al menos en el cine de Ozu, no suelen estallar sino en la versión calmada del dolor hondo, inexpresable, como sucede en Había un padre, cuando, tras la muerte de este, el hijo sale de la habitación y Ozu lo enfoca de espaldas. Llega el mejor amigo del padre y le dice al hijo que no llore, pero de este lo único que observamos es un movimiento de los hombros que trasluce el desbordamiento de la emoción de un hijo que le reprocha al padre no haber querido convivir con él para que tuviera la mejor educación y el mejor empleo, al que ha de consagrarse en cuerpo y alma, como una misión: esa norma tan “de toda la vida”, que a mí me llegó, también, por vía paterna, aunque formulada con referente religioso: antes la obligación que la devoción. Padre e hijo se van encontrando y compartiendo algunos días de vacaciones -impagables las escenas de la pesca fluvial-, pero el padre, un profesor que dejó la profesión porque en una salida a la naturaleza se le ahogó un alumno en un lago, no cede a la presión emocional de su hijo para renunciar a su trabajo y buscar uno en Tokyo, con su padre, para convivir con él, su máxima aspiración vital, y ha de entenderse, además, que quedó huérfano de madre muy pronto, de ahí el apego a quien, además, se ha des-vivido, literalmente, renunciando a su compañía, para que tuviera el mejor futuro posible. En general, al menos en estas tres películas, las relaciones familiares son el eje de las mismas. En Su único hijo, que puede y debe entenderse como una variación de Había un padre, la situación se plantea -en la primera película hablada de Ozu, quien se negó durante no pocos años a abandonar el cine mudo por su apego al silencio, elemento fundamental, para él, de la naturaleza humana y de las relaciones interpersonales-  entre una madre viuda, trabajadora de un telar, y su hijo, a quien su maestro le recomienda que siga estudios en Tokyo porque advierte en él muchas posibilidades de labrarse un buen futuro. Con enormes sacrificios, la madre lo envía allá y malvende todas sus propiedades para que el hijo pueda estudiar. Pasados los años, la madre va a visitar a su hijo y se encuentra con una realidad que no se esperaba: el hijo trabaja como profesor, sí, pero en las “clases de tarde”, un complemento a modo de repaso de las clases oficiales, mal pagado, casado, con un hijo y viviendo en condiciones casi misérrimas. La presencia de la madre, a quien el hijo quiere agasajar, para lo que ha de endeudarse, genera una situación  falsa que solo se esclarecerá cuando madre e hijo, tengan un diálogo, aprovechando el insomnio de la madre, en que caen las máscaras, los tapujos, las mentiras y quedan exhibidos, el uno frente al otro, en un duelo en el que la madre, ejemplo de tenacidad y valor, acusa al hijo de rendirse ante “las circunstancias”, de refugiarse en una suerte de derrotismo que lo lleva a negarse a lucha por cambiar su situación. El encuadre de esa conversación retrocede hasta mostrarnos a la nuera en primer plano llorando, sobre la cama, al lado de su marido y de su suegra, de quien elogiará su sabiduría y su sensatez, en conversación con el marido. Antes, ya hubo un conato de sincerarse, mientras hijo y madre dan un paseo y él la lleva a que contemple la inmensa incineradora de basuras de Tokyo. Ahí, con el fondo de la fábrica de destrucción de los residuos, madre e hijo inician el diálogo sincero que el hijo había rehuido desde que la madre llegó, avergonzado por su situación y sus nulas perspectivas. El hijo vive, además, junto a un telar cuyo ruido “de fondo” no cesa en todo el día, como si le recordara los esfuerzos hechos por su madre para sacarlo adelante.  Toda esta situación, sin embargo, progresa hacia el desenlace de una manera tan pautada, tan casi inadvertidamente, que ni siquiera ciertos episodios colaterales que contribuyen a conseguir un giro en la relación entre madre e hijo se apartan de ese tempo de adagio que gobierna, estas dos películas de las que hablo. ¿Qué se le olvidó a la señora?, sin embargo, es una comedia, no me atrevo a decir que sofisticada, pero casi, porque se estructura en torno al contraste entre la tradición y la modernidad, representadas, respectivamente, por una tía, vestida con kimono, y una sobrina que va a vivir con ellos, vestida a la occidental y con costumbres, como fumar y beber, que a sus 21 años chocan frontalmente con esa mentalidad tradicional. La relación de dominanta y dominado entre ambos tíos, entre quienes se coloca la sobrina, siempre de parte del tío, para que le pare los pies a su mujer y no se deje dominar por ella, es la otra trama que, mezclada con el ansia de liberación de la sobrina, a quien el tío lleva incluso a una casa de Geishas, donde asisten a una sesión de baile de las cortesanas y la joven acaba poco menos que con una cogorza de campeonato, con el consentimiento del tío, no menos aficionado que ella a la bebida -y es chocante que el tío vaya a beber a un bar llamado Cervantes, en cuya pared de detrás del mostrador se lee la leyenda: bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo… La película es una joya costumbrista que permite asomarse a un trozo de la vida cotidiana japonesa con todas sus contradicciones, y alguna suerte de censura autoimpuesta, porque en Había un padre, que es de 1942, en modo alguno la realidad terrible de aquellos momentos, nada menos que la Segunda Guerra Mundial, forma parte de la trama, ni siquiera anecdóticamente. Por otro lado, hay una escena en la que el marido acaba pegándole una bofetada a su mujer para pararle los pies en su afán de dominación sobre su sobrina y, sobre todo, sobre él mismo.  En conversación con las amigas, de las mejores escenas de la película, una de ellas acaba confesando que tiene envidia de esa manifestación “viril” del marido de su amiga, que el suyo es “un enclenque”. En Su único hijo, llama la atención que el hijo lleve a la madre al cine y que esta se duerma, desinteresada de lo que ve en pantalla, que no es otra cosa que una película alemana sin ningún relieve especial, acaso por la entente germano-japonesa que deparó un interés japonés por lo alemán, exhibida, además, en alemán, sin que en las tomas de Ozu se advierta que haya subtítulos en japonés. Decía que la técnica de Ozu, amante de planos estáticos, con profundidad de campo, y muy detallista, se caracteriza por su tendencia a situar la cámara a la altura de las personas sentadas en las casas, de tal modo que, en cuanto se ponen de pie, nos las vemos con un contrapicado que no abandona hasta que o salimos al exterior o cambia a una alternancia de planos de fachadas, ventanas, objetos o paisajes en los que se detiene la acción casi como contrapunto de las emociones que van aflorando en las relaciones de los personajes. Que hay un fuerte poder simbólico en muchos de esos planos está fuera de duda. Ozu es un creador de atmósferas, aunque no descuida la narración de la historia, por muy lentamente que se sucedan las acciones, pero hay una especie de recreación en esa solemnidad protocolaria que afecta a todos los personajes sin distinción; de igual manera que fuman o beben los distintos personajes, poniendo su plena atención en lo que hacen, como si fuera a acabarse el mundo después de esa copa o de ese cigarrillo que apuran con una intensidad extraordinaria. El cine japonés, y ahí esta otro genio como Kurosawa, solo un poco más joven que Ozu, está ligado a su cultura milenaria de tal manera que hasta me atrevería a hablar de un tempo japonés específico que bien podría ejemplificar Mizoguchi, el hermano mayor de los otros dos, en películas tan maravillosas como estas de Ozu y que ya he tenido la ocasión de criticar en este Diario.

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