sábado, 18 de marzo de 2017

Delicias turcas: “Kosmos”, de Reha Erdem.




Kosmos o el retrato de un “rico de espíritu”, como los definió Jaime Vándor, una película lírica y enigmática de Reha Erdem

Título original: Kosmos
Año: 2010
Duración: 122 min.
País: Turquía Turquía
Director: Reha Erdem
Guion: Reha Erdem
Fotografía: Florent Herry
Reparto: Türkü Turan, Saygin Soysal, Sermet Yesil, Nadir Saribacak, Suat Oktay Senocak, Serkan Keskin, Asil Buyukozcelik, Hakan Altuntas, Murat Deniz, Korel Kubilay, Sencer Sagdiç.


Acabo de ver las dos horas cortas de Kosmos y me he quedado clavado en el sitio por la insólita maestría de la dirección de Reha Erdem y la potente historia de un derviche con poderes taumatúrgicos que es acogido como un “hombre santo” por los vecinos de un pueblo turco fronterizo con Rusia tras haber salvado de morir ahogado a un niño de la comunidad ante la impotencia estupefacta de su hermana que lo contempla deslizarse río abajo hasta que el protagonista entra en el río, lo saca, lo abraza y le devuelve la vida que ya había perdido. No he visto cine turco, ni siquiera la célebre Yol, que tanto éxito tuvo en su momento, aunque sí cine rodado en Turquía, claro; pero puedo decir que con que haya un solo director o directora más con la misma calidad que la exhibida, con potente musculatura, en esta película por Erdem, aventuro que me esperan tardes gloriosas. La fotografía de un mundo crepuscular y casi en ruinas, atávico, olvidado del progreso, como si vivieran en los años cincuenta españoles, por ejemplo, silencioso, condicionado por una climatología extrema, la película transcurre toda ella, de principio a fin, bajo una nevada interminable, y un discurso entre la religión y el escepticismo filosófico, esgrimido por el derviche, cuyos extraños poderes alimentan toda clase de esperanzas entre los tullidos y enfermos de la localidad, que acuden a él en patética romería cuando se propagan, nos ofrece una película “de atmósfera”, además de la creación de un personaje que escapa a cualquier convencionalismo y al que podemos clasificar entre lo paranormal y lo místico. La localidad de Kars, donde se rodó la película, supongo que en sus barrios más pobres, es un escenario que va más allá del simple decorado, porque la austeridad de la pobreza, las casas en ruinas, los comercios miserables, los cafés como salas de espera donde los parroquianos beben sus tés en silencio e irónica actitud vital pasiva, por ejemplo, nos hablan de una idiosincrasia que forma parte de la trama, pues su reacción ante la llegada del “derviche” salvador marca el desarrollo de la trama. La pequeña vida de la localidad en la que aparece el santón se muestra en varios personajes en cuyas historias de soledad y marginación se inmiscuye, con su proverbial beatitud, el recién llegado: el padre del niño que lo acoge, que trabaja en un matadero, del que se nos ofrecen espeluznantes y bellísimas imágenes metafóricas que han de ponerse en relación con la aceptación serena del propio destino, y el supremo y último de la muerte, que predica en hermosos e intensos diálogos el “santo”. Quienes tengan Ordet, de Dreyer, como una de las película emocionantes de su vida cinéfila me entenderán perfectamente si les digo que este Kosmos mirífico es hermano de fe del místico Johannes de aquella. No solo, además, está de por medio la capacidad sanadora, sino el ensimismamiento asombrado ante la realidad y las personas que lo conduce hacia el bien desde la íntimo convicción de estar en posesión de la verdadera comprensión de lo que es el destino de los seres humanos. La belleza lírica del discurso de Kosmos se manifiesta en la selección de los decorados de la puesta en escena, interiores y exteriores, y el maravilloso color de una fotografía que busca los contrastes de colores y formas arquitectónicas en ruinas, en las que los encuadres fijos al estilo de Kaurismäki de paredes desconchadas, ventanas cubiertas con plásticos, vestíbulos de estación pobres como salas de convento, etc. constituyen una superación continua de la belleza de la destrucción y del paso del tiempo. Paralelamente, se nos habla del poder militar que todo lo controla y de una campaña para promover el levantamiento de la frontera con el vecino ruso, de modo que fluya el comercio y llegue algo de riqueza a la ciudad, campaña a la que se oponen quienes creen, desde el punto de vista nacionalista, que eso acabará con la paz, las costumbres y las tradiciones de un lugar que parece castigado por la naturaleza, la de las cosas y la de los hombres, a ir desapareciendo lentamente. La película nos habla, pues, de un extraño -su monodieta es el azúcar…; necesita estar siempre en movimiento, entona un canto aullador con el que se relaciona con la hija del niño al que salvó, quien encarna para él la belleza absoluta, etc.- que llega huyendo a través de campos y montes nevados, no se sabe de dónde, y cuya acción benefactora entre los habitantes del pueblo acaba torciéndose, en parte por la incredulidad, en parte por el temor a estar ante una encarnación del mal y que provocará una huida hacia ninguna parte a través de los campos nevados por os que llegó, en una secuencia que lo ve perderse como un bulto minúsculo en la nieve, confundido con los matorrales, antes de elevarse hacia un plano estremecedor de la terrible inmensidad de las galaxias. Es difícil plantarse racionalmente ante la historia que nos relata Erdem, porque no apela a la razón para desentrañarla, sino a pulsaciones humanas profundas que él representa a través de un ser excepcional que, en contacto con las personas normales y corrientes de una pequeña colectividad, es capaz de hacer emerger. Hay algo de visión antropológica en la sucesión de primeros planes de los “lugareños”, de sus costumbres; así como en historias cotidianas como la del hermano acusado por los hermanastros de la muerte del padre o la bellísima de la maestra represaliada que ha sido destinada al “culo del mundo”… Pero no adelanto nada, porque Kosmos es eso, un cosmos muy particular en el que se ha de entrar con la mente alerta para descubrir ciertas analogías entre el mundo de los humanos y el de la naturaleza, sabiendo que las fronteras entre ambos son delgadas como la binza de la cebolla.

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