viernes, 31 de marzo de 2017

La precursora de “La noche de los muertos vivientes”: “El carnaval de las almas”, la única película de Herk Harvey.



La sobriedad metafísica del horror: El carnaval de las almas, una película de frontera…
  
Título original: Carnival of Souls
Año: 1962
Duración: 78 min.
País: Estados Unidos
Director:  Herk Harvey
Guion: John Clifford
Música: Gene Moore
Fotografía: Maurice Prather (B&W)
Reparto:  Candace Hilligoss,  Frances Feist,  Sidney Berger,  Art Ellison,  Stan Levitt, Tom McGinnis,  Forbes Caldwell,  Dan Palmquist,  Bill de Jarnette,  Pamela Ballard.

Por mi afición al género de terror, del que en mi adolescencia y primera juventud no me perdía título alguno, en reposición en salas de programa doble, claro, me vino a las manos en Tallers 79 esta película, Carnaval de las almas, cuya sinopsis bastó para que le diera la oportunidad que mi intuición me dictó sin equivocarse lo más móínimo. Leída la información necesaria para completar la visión de la película, ahora me entero de que Harvey es algo así como un referente de esos que llaman los cursis “de culto” para dos autores tan extraordinarios como David Lynch, Tim Burton y George Romero. La película es, no lo oculto, una absoluta rareza, estrenada en el 62 con una distribuidora que quebró enseguida y que dejo la película en los cajones sin fondo del olvido, donde seguro que tantas maravillas, como la presente, esperan pacientes su reencarnación lumínica, llegó a la fama en 1989, y, desde entonces, ha ido consolidándose como una película de referencia en el género del terror, si bien el de El carnaval de las almas es de muy peculiar naturaleza y quizás, dado el gorismo actual del género, algo ingenua para los amantes de la visceralidad. La película se inicia con una carrera de automóviles entre jóvenes: chicas en un coche, chicos en el otro. Al atravesar un puente, el coche de las chicas choca con la barandilla del puente de madera y caen al río cenagoso del que solo una de las chicas emerge, absolutamente llena de barro y andando a través de un banco de barro cercano al puente en una imagen muy poderosa y que preludia una auténtica colección de ellas que le otorgan a la película un nivel estético, del lado de la fotografía de Maurice Prather, sobresaliente. El blanco y negro muy tamizado, grisáceo diría, con una perfecta iluminación que destaca la actuación del reparto, especialmente de la actriz que domina la escena de punta a cabo, Candace Hilligoss, colabora intensamente en la creación de una atmósfera que irá apoderándose poco a poco de la trama, porque la protagonista, que encuentra trabajo como organista en una iglesia en Utah, comenzará a sufrir breves “desconexiones” de la realidad, escenas angustiosas en las que “desaparece” del mundo de los vivos, hasta que vuelve a él, confundida y temerosa. Desde poco después de su “vuelta de entre los muertos”, porque así puede considerarse, hitchcockianamente, su salida del río, la protagonista comenzará a ver una figura espectral que parece enviada para  buscarla y devolverla al mundo del que no debería haber salido. En inglés, un “ghoul”, cruce afortunado entre ghost y soul, y equivalente en todo a los muertos vivientes, pero sin la dimensión carnívora de las películas de Romero y las secuelas innúmeras que han tenido. Al centrar la acción en la protagonista de modo exclusivo y su proceso de desconexión, la película tiene más de terror psicológico que de otra cosa, y, por esa vertiente, bien puede enlazar con Repulsión, de Polanski, una obra maestra del terror psicológico. Es evidente que ciertas puestas en escena colaboran lo suyo a la creación de la atmósfera de terror, tan gratificante para los aficionados al género, y, en este caso, eso se produce al descubrir la protagonista un enorme centro de recreo abandonado, al que la lleva el cura de la parroquia donde ha sido contratada. Se trata de las magníficas  ruinas del Saltair Pavilion in Salt Lake City, Utah, del que el director saca un rédito extraordinario, no solo cuando la protagonista se aventura en ese espacio abandonado ella sola, sino cuando afloran las almas muertas y encarnadas que la persiguen, aunque, ya digo que no con las características gorísticas actuales, sino más bien, como si constituyeran la rueda de la danza de la muerte que quiere unirla a ella, que parece haberse escapado temporalmente y regresado a la vida. La película no renuncia a los clásicos recursos del género, pero hay una cierta ironía en las almas carnavalescas, comenzando por la propia intervención del director, que encarna al muerto viviente que parece perseguirla, acosarla, que relaja en parte la tensión y el horror, aunque los movimientos de cámara saben generar perfectamente la sensación de inseguridad, temor, temblor y desesperación que encarna la organista. La relación entre otro inquilino de la casa donde se hospeda y ella añade un intento de seducción erótica del que ella huye y en el que quiere caer, en esa tensión irresoluble de la ignorancia de su propia condición. La austeridad de medios, la película costó 33.000$ en 1962, se salva con una ambientación magnífica, con unos secundarios que actúan como si lo hicieran en un documental antes que en una obra de ficción, y con una narración ágil que no encalla en ningún momento y que deriva, gradualmente, hacia el único final posible, aunque no previsible.


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