sábado, 29 de abril de 2017

Un dogmático desvarío danés en la Usamérica profunda: "Querida Wendy", de Thomas Vinterberg.



Armas, logias y adolescencia friqui en Usamérica o Querida Wendy, de Vinterberg, un guión excéntrico de Lars von Trier.

Título original: Dear Wendy
Año: 2005
Duración: 100 min.
País:  Dinamarca
Director: Thomas Vinterberg
Guion: Lars Von Trier
Música: Benjamin Wallfisch
Fotografía: Anthony Dod Mantle
Reparto: Jamie Bell,  Bill Pullman,  Michael Angarano,  Danso Gordon,  Novella Nelson, Chris Owen,  Alison Pill,  Mark Webber.


Quería colocar esta película discretamente en la estantería de los vídeos que habré de regalar para hacer sitio a los imprescindibles, pero me he dicho que una excentricidad del tamaño de Querida Wendy, que involucra nada más ni nada menos que a Vinterberg y a Lars von Trier, quien parece adaptar a escala juvenil su aburridísimo guión de Dogville, despojándolo de la abstracción, pero sin conseguir atraer en modo alguno el interés genuino de los espectadores con espolones, e imagino que ni de los novatos, no la podía pasar por alto sin dedicarle siquiera unas palabras con las que tratar de explicar por qué dos autores de tanto prestigio se han unido para restar fuerzas y ofrecernos una película cuya historia hace aguas por los cuatro costados, desde su inicio. La prueba inequívoca, para mí, de los grandes fracasos cinematográficas está siempre en el escepticismo respecto de sus personajes con que actúan actores y actrices, a veces de reconocida reputación y trabajos meritorios; esa sensación de navegar a la deriva, de haberse perdido en el zoco y no encontrar la salida,  de ignorar las motivaciones comprensibles de sus personajes, etc., son el indicio más fiable del fracaso del guión, al que suele acompañarle el de la realización, perdida en escenas o tópicas o absurdas o incapaces de poner en claro la médula de la historia que se quiere narrar. Un joven marginado, o automarginado, que se declara pacifista, se entera de que posee un arma de verdad, habiéndola comprado como “juguete” para regalar a un familiar. A partir de ese momento, gracias a un compañero de trabajo que es un enamorado de las armas y que guarda como oro en paño una pistola alemana, una Luger, creo recordar,  capturada por su padre en la Segunda Guerra Mundial, ambos crearán un grupo de admiradores de las armas que, reunidos bajo el nombre de los Dandis, a cuya estética se acogen para celebrar sus reuniones e incluso pasearse desafiantes por la calle, mantienen sesiones de estudio de las armas sobre las que aspiran a saberlo todo. Lo inofensivo de todo ello es evidente hasta que la policía asigna al protagonista la tutoría del nieto de la criada negra que ha cuidado al protagonista, un joven que, a pesar de su minoría de edad, ya se ha cargado a una persona con un arma. No es la entrada del joven negro el detonante de la conversión de los jóvenes, todos ellos se declaran pacifistas, en asiduos practicantes del tiro, sino la propia dinámica del estudio de las armas y los efectos de los impactos de las balas en el cuerpo humano. Que toda esa tediosa preparación ha de llevarnos a que empuñen las armas en su limitadísima comunidad, una plaza cuadrada es el único escenario de la película, está cantado desde el principio. En realidad, podríamos decir que la película sería algo así como una versión adolescente de Dillinger è morto, de Ferreri, por la devoción a las armas que desarrollan los jóvenes, un culto que implica, como ceremonia de iniciación en su logia, que le pongan nombre al arma y se desposen con ella. De hecho, la película es un flash back del momento en que el personaje le escribe a su querida Wendy, su pistola, su desolación porque va a encontrar la muerte sin que salga de ella el disparo mortal que acabe con él, lo que le parece una traición imposible de soportar. No creo que haya muchos candidatos a verla, la verdad, a poco que se informen, pero para aquellos valientes que soporten el exceso de metraje y las inverosimilitudes abracadabrantes de la película, como la escopeta de cañones recortados con que la criada negra, que apenas puede moverse, se lleva por delante a un policía que pretendía ayudarla cuando resbaló y cayó al suelo, me abstengo de revelarles el final. En realidad, la voz en off del protagonista es, más allá de un recurso narrativo, algo así como un entorpecimiento del relato, una vía para intentar darle a la acción alguna trascendencia que esta, per se, no tiene en ningún momento. La supuesta crítica a la posesión de armas o al culto a la violencia tiene poco sentido; la necesidad de agruparse en una sociedad secreta, al estilo de la de El club de los poetas muertos, sustituyendo la poesía por las armas, algo más, pero resulta todo demasiado superficial y cutre, digámoslo así, para tomárnoslo en serio como expresión genuina de la juventud usamericana. Sí, es cierto que todos los protagonistas tienen “pocas luces”, eso está claro, pero, por eso mismo, resultan tantas cosas incomprensible en el forzado desarrollo del guion hacia un desenlace al estilo de Grupo Salvaje o de Bonnie & Clyde y otras parecidas. Insisto, demasiado talento reunido para un resultado tan mediocre. Usamérica no es un país fácilmente transportable a la pantalla con códigos tan lejanos como los del grupo Dogma. Y se nota ese abismo entre guionista y realizador a la hora de “retratar” a un grupo de jóvenes airados dispuestos a cumplir la máxima petrarquesca: un bel morir tuta una vitta onora. Dejo en el aire que tal cosa se acabe produciendo.

viernes, 28 de abril de 2017

“Un lugar en la cumbre”, de Jack Clayton: retrato al ácido del pijoaparte inglés.



La historia secular del trepa y la clase social como estigma en Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton.

Título original: Room at the Top
Año: 1959
Duración: 115 min.
País: Reino Unido
Director: Jack Clayton
Guion: Neil Paterson (Novela: John Braine)
Música: Mario Nascimbene
Fotografía: Freddie Francis (B&W)
Reparto: Simone Signoret,  Laurence Harvey,  Heather Sears,  Hermione Baddeley, Donal Wolfit,  Ambrosine Phillpotts,  Donald Huston.


Ambientada en una ciudad imaginaria del norte de Inglaterra, Warnley (en realidad las secuencias ciudadanas  se rodaron en Halifax), el protagonista, Joe Lampton, un exprisionero de guerra, llega a ella para incorporarse al ayuntamiento como contable. Un compañero le encuentra una habitación y lo acompaña, primero a una obra teatral en la que participan amigos suyos y, más tarde, incluso a los ensayos de un grupo teatral en el que conoce a dos mujeres, una atractiva y madura francesa casada e infeliz en su matrimonio, y una joven, hija del gran magnate de la ciudad, a quien corteja un amigo rico, también exprisionero de guerra pero condecorado por haberse evadido de la prisión, y que no tarda en marcar las férreas líneas rojas que separan a los miembros de la clase superior de los de la clase inferior, con quienes se puede tratar, pero en modo alguno confraternizar. Desde el comienzo de la película, el protagonista advierte al espectador de cuáles son sus objetivos: llegar a esa cumbre social cuyas mansiones le muestra el colega del Ayuntamiento, señalando más allá del paisaje urbano de barrios de clase obrera y fábricas inhóspitas; una declaración de intencioneshecha al compañero de trabajo que lo acompaña a instalarse en la habitación y que coincide con el plano en picado de una pareja de jóvenes subidos a un descapotable. La tensión que se genera entre ambos militares no impide que la jovencísima hija del magnate acabe prendándose del trepa recién llegado, lo mismo que le pasa a la madura, y bellísima, actriz francesa, un papel por el que Simone Signoret ganó merecidamente un Oscar. Todo está claro, pues, desde el principio, y, desde entonces, no asistiremos sino a una partida de ajedrez cuya finalidad no ignoramos, y de la que conocer el posible final no nos impide degustar los movimientos previos. La película es el retrato de un trepador con un fuerte complejo de inferioridad que está dispuesto a hacer lo posible y lo imposible por salir de su clase social para escalar a los puestos que él cree que merece y que, por ser quien es, le están reservados, aunque tenga que conseguirlos a través de la seducción hipócrita, fingiendo un amor que no siente y que acabará entrando en conflicto con el descubrimiento real del verdadero amor “en brazos de la mujer madura”. Que haya un embarazo de la joven por medio lo complica y lo allana todo, porque el padre acaba reaccionando como cualquier padre de aquella época, que asegura la honorabilidad del nacimiento a través de una boda que impida, en aquel entonces, algo tan infamante como ser madre soltera. La obra es un estudio psicológico muy depurado del protagonista, el exmilitar que quiere comerse el mundo, a pesar de no tener más cualidad que su apostura y su atrevimiento, su osadía -el ridículo hecho en los ensayos teatrales, cuando confunde brazier, brasero, con brassier, sujetador, en una escena de un obra policiaca, delata sus orígenes populares, de clase trabajadora, de los que, frente a los demás, se muestra profundamente orgulloso- y un innegable palmito que atrae la atención de ambas mujeres, la hija del magnate y la actriz francesa que comparten escena en el teatro cuando él va a ver al grupo aficionado, en preludio perfecto del enfrentamiento que, sin embargo, no va a tener lugar abiertamente en la película, sino de forma soterrada, como dos vías paralelas que, finalmente, se encuentran en la asunción de la paternidad del hijo que espera la hija del magnate, Susan. El suicidio de la actriz, cuyo marido se niega rotundamente a concederle el divorcio, acaba cayendo sobre la conciencia del flamante marido de la joven millonaria, de ahí que se cumpla a la perfección la maldición clásica: cuando los dioses quieren perder a alguien, le conceden lo que más desea. La línea de conflicto social que está presente a lo largo de toda la película, y magníficamente escenificada en la entrevista del magnate y del trepa en el restaurante del club privado conservador del primero, es paralela al retrato psicológico de un joven ambicioso y sin particular talento que, sin embargo, está dispuesto, finalmente, por amor, a renunciar a sus sueños de grandeza y prosperidad, de ahí que esa muerte pese tanto sobre él y sea capaz de llevarnos a un final con un equívoco tan magnífico como al que asistimos en el coche en el que se alejan los novios hacia su luna de miel, hacia su penitencia de hiel. Las tres interpretaciones del trío amoroso son excepcionales, así como las del resto del reparto, dentro de esa exquisita escuela inglesa que tantísimos grandes actores han dado a la cinematografía y, sobre todo, al teatro. La película, muy exitosa en su momento, puede considerarse algo así como la primera muestra de la “Nueva ola” de cine inglés que, en paralelo a la Nouvelle Vague, va a llevar la vida de las calles y de los locales ciudadanos reales al cine, con un afán de documentar un realismo crudo, sin almíbar, directo, contundente, seco, sin escamotear los verdaderos conflictos que han existido siempre en la sociedad, y en la inglesa en particular, como el rancio clasismo aún vigente y que en tantísimas películas hemos podido ver. La película fluye narrativamente con buen pulso y con magníficas escenas, como las reticencias de Susan a entregarse sexualmente al protagonista o los magníficos primeros planos y contraplanos de los dos amantes en las dos escenas en que, en tan corto periodo de tiempo, rompen relaciones, sobre todo en la segunda, en la que sobrecoge el derroche de emoción que nos transmiten ambos, cuando el cumplimiento del deber -hacer frente a una paternidad acaso buscada para coronar su ascenso a la cumbre- se interpone entre ellos. Como ya me ocurrió con El ingenuo salvaje, de Lindsay Anderson, otro eminente miembro de la New Wave, con la que esta guarda algún parecido por el estudio psicológico de ambos protagonistas, la factura de esta ópera prima de Jack Clayton en modo alguno parece obra primeriza, sino un auténtico clásico que culmina toda una trayectoria. 

miércoles, 26 de abril de 2017

El inmarcesible encanto del viejo género gótico: “Horror en el cuarto negro”, de Roy William Neill



La belleza de la puesta en escena de estudio y el bien hacer de Boris Karloff en una película de factura clásica: Horror en el cuarto negro o las atávicas profecías de los linajes malditos.

Título original: The Black Room
Año: 1935
Duración: 70 min.
País: Estados Unidos
Director: Roy William Neill
Guion: Henry Myers, Arthur Strawn (Historia: Arthur Strawn)
Música: R.H. Bassett, Milan Roder, Louis Silvers
Fotografía: Allen G. Siegler (B&W)
Reparto: Boris Karloff,  Marian Marsh,  Robert Allen,  Thurston Hall,  Katherine DeMille, John Buckler,  Henry Kolker,  Colin Tapley,  Torben Meyer.


A los amantes del género gótico, o llanamente de terror sin casquería, nos llega el aroma de la madera y la textura del cartón piedra de los estilizados decorados trabajosamente levantados en el estudio para historias de las que todo lo sabemos y seguimos, sin embargo, la peripecia de los protagonistas con el corazón en un puño, porque los obstáculos a la verdad siempre parecen más poderosos que la propia verdad languideciente hasta que… La presencia de Boris Karloff, como la de Lon Chaney, con la película del cual, Maldad encubierta, dirigida por Tod Browning y ya criticada en este Ojo, guarda alguna similitud, o Bela Lugosi  significa siempre una garantía de que la historia en la que los divos del terror se embarcan tendrá los niveles de calidad que su fama exigía, y la verdad es que nunca defraudan. En esta ocasión, un noble ya mayor ha tenido descendencia en forma de mellizos, el menor de los cuales, además, ha sido alumbrado con un brazo paralitico. Ambos hermanos viven, desde que nacen, bajo los auspicios de la terrible maldición que aqueja a la casa noble: que el hijo pequeño acabará con la dinastía asesinando a mayor. Desdoblado en dos hermanos antitéticos, el primogénito que ostenta el título de barón es un déspota criminal que abusa y se deshace por la vía expeditiva de las mujeres de su territorio, y el hermano lisiado es una bellísima persona, culta, educada y cordial que se granjea el respeto de los demás sin apenas esfuerzo, frente al odio que despierta el hermano mayor. Como es de esperar, el barón, que comete sus fechorías en un cuarto negro porque las paredes son de ónix negro, donde hay un pozo al que va arrojando los cadáveres de sus víctimas, no tardan en concebir un plan que le permitirá, camuflado, seguir viviendo, porque sus gobernados, enfurecidos, pretenden acabar con él: propone dimitir, cederle el título de barón a su hermano y él desaparecer para siempre y rehacer su vida en otro país. Lo aceptan, pero ignoran que el plan pasa por deshacerse del lisiado y ocupar su lugar, al ser gemelos idénticos. Y entonces comienza un acoso al coronel de su milicia para casarse con su hija, pretendida por un joven y apuesto capitán. La complicación de la trama pasa por hacer al capitán responsable de la muerte del coronel, quien ha descubierto, a través de un espejo, cómo el barón asesino se delata al “activar” el brazo lisiado con el que firmar el contrato de boda que le ofrece el coronel, lo que acaba significando que ha de cargarse un testigo que los sería de cargo contra él por el asesinato de su hermano. Se advierte, pues, que el juego del doble está perfectamente llevado, y progresa todo él hasta una ceremonia de boda que supone la alegría de todo el pueblo, un día de fiesta mayor, que se tuerce cuando el cura dice las palabras de rigor: si alguien sabe de algún impedimento para celebrar esta unión, que hable ahora o calle para siempre. Y ahí lo dejo, porque el desenlace enérgico, dinámico, incluso vibrante, es de esos que hacen al público ingenuo estallar en un aplauso liberador. La película tiene algo de expresionista por el uso continuo del claroscuro en justa consonancia con el carácter sombrío, pendenciero y criminal del aristócrata que quiere impedir a toda costa que se cumpla la profecía bajo cuyo temor ha vivido siempre la familia. La puesta en escena es muy meritoria, a medio camino entre los Estudio 1 de nuestra veja TVE y los decorados efectistas de las viejas aldeas centroeuropeas del mejor cine alemán de los 30. Y quien ha montado con todo ello una narración que no decae en ningún momento y que sigue una línea ascendente de interés y misterio por los destinos de los protagonistas es un director desconocido hoy, Roy William Neill, pero de quien nadie ha dejado de ver alguna de las películas dedicadas a Sherlock Holmes con la interpretación paradigmática de Basil Rathbone y Nigel Bruce, y de quien nadie debería dejar de ver una reconocida joya del cine negro como es Ángel negro. He aquí, pues, una clásica película de “doble sesión” de las que vi miles en mi adolescencia y de las que guardo un recuerdo que el paso del tiempo no ha desmejorado en absoluto, a juzgar, al menos, por lo visto en este Horror en el cuarto negro.

martes, 25 de abril de 2017

El intelectual ante la barbarie y el exilio: “Stefan Zweig: Adiós a Europa”, de Maria Schrader.





La endeble película sobre un escritor cuyas historias han dado grandes películas: Stefan Zweig: Adiós a Europa o la melancolía del exiliado de la cultura en la exuberancia de la naturaleza


Título original: Stefan Zweig: Farewell to Europe
Año: 2016
Duración: 106 min.
País: Austria
Director: Maria Schrader
Guion: Maria Schrader, Jan Schomburg
Música: Tobias Wagner
Fotografía: Wolfgang Thaler
Reparto: Tómas Lemarquis,  Barbara Sukowa,  Nicolau Breyner,  Charly Hübner, Lenn Kudrjawizki,  Ivan Shvedoff,  Josef Hader,  Harvey Friedman, Nahuel Pérez Biscayart,  André Szymanski,  Matthias Brandt,  Nathalie Lucia Hahnen, Oscar Ortega Sánchez,  Vincent Nemeth,  João Cabral,  Márcia Breia.


Salgo de la sala deshabitada, éramos no más de veinte personas y hubo tres bajas antes de que acabara la película, con una sensación muy agridulce. Por un parte, me parece que la película es una obra fallida, a medio camino entre el biopic, el documental y el drama psicológico; por otra, se me agiganta la figura de Zweig y me paso toda la película recordando la emoción que me produjo en su momento la lectura de El mundo de ayer, el libro de memorias al que se hace referencia en la película. ¡Qué ironía, el hecho de que un autor de relatos de los que han salido películas como la excepcional de Ophüls, Carta de una desconocida o la intensa y desengañada Ya no creo en el amor, de Rossellini, haya dado de sí tan poco para una película sobre él!  La directora ha desaprovechado una oportunidad que, hemos de reconocerlo, no era asunto fácil, porque, a pesar de la reconocida cordialidad de trato de Zweig, su propensión al aislamiento y a la distancia crítica, a no dejarse llevar por proclamas idealistas y estériles, más de escaparate que efectivas, hacía difícil lograr la conexión emocional con los espectadores. Pienso ahora en la película relativamente reciente sobre Hanna Arendt y la diferencia es abismal. Schrader, no siendo infiel a los últimos años del autor, no acaba de transmitir el terrible desasosiego íntimo que trasluce cada una de las páginas de su libro de memorias, de obligada lectura. Hay momentos de la película en que sí se acerca, cuando va a visitar la casa del amigo en Brasil y abren la puerta que da la terraza y se enfrentan a la naturaleza desbordante que está en las antípodas de lo que había sido siempre su mundo: el de la más elevada y exquisita cultura. El descubrimiento de la naturaleza, del que se podrían haber extraído imágenes tan seductoras como las de Terrence Malik en Nuevo mundo, se queda, en la película, en mero contraste y anécdota, si bien en esa terraza, los dos hombres silenciosos, Zweig al borde del llanto, logran uno de los pocos momentos intensamente emotivos de la película. Sí que hay una visión del personaje famoso y de la relación popular con la cultura que deriva en situaciones incluso cómicas, como la del recibimiento en un pueblo perdido de la selva brasileña, pero no se trata de algo que acabe dándonos una visión profunda del personaje. La película huye de la perspectiva emocional, pero también de la intelectual, y hay algo tópico de gloria nacional que visita la aldea de los antepasados y vive/sufre la obsequiosidad de las gentes que desconocen totalmente la dimensión cultural de su persona, un calvario al que se somete con el agradecimiento del apátrida al que cualquier sonrisa y cordialidad le parece una declaración de amor. Exiliado forzoso de su Austria natal muy poco antes de ser anexionada por Hitler, la vida errante de Zweig lo lleva primero a Inglaterra y después a Hispanoamérica y a Nueva York, donde se encuentra con su exmujer y las dos hijas del primer matrimonio de esta, poco antes de volver a Brasil para instalarse y, finalmente, sucumbir al convencimiento de que la victoria de Hitler era inevitable, algo que no estaba dispuesto a ver con vida, como fue su determinación. Como es obvio, la película rebosa buenas intenciones, y ellas son el principal obstáculo para que esos últimos días del gran escritor acaben constituyendo un relato que seduzca al espectador no interesado especialmente en su figura, algo que, a mi modo de ver, no logra. A quienes nos estremecemos al oír la lista de autores alemanes “represaliados”, pensando en la terrible agonía final de Benjamin en la frontera franco-española o en la miseria preludio de la inanición de Salomo Friedlaender en París, entre otros, es evidente que la dramática aventura de Zweig,  consecuente con su convicción de que se estaba destruyendo la Europa de donde se sentía ciudadano, antes que de un pequeño país como el suyo, Austria, a pesar de haber sido Imperio; es evidente, digo, que, a pesar de la frialdad documental de la película, nos sentimos tocados por ese destino común a tantos intelectuales en aquel tiempo de devastación y barbarie. Vuelvo a repetir que narrativamente la película no funciona y que ha de traer uno del recuerdo las lecturas de Zweig para acompañarse en la odisea del escritor europeo, uno de los primeros forjadores del ideal de la Europa unida, junto con Romain Rolland, otro incomprendido como él cuando defendían ambos la cordura y el pacifismo a ultranza ante el estallido de alegría enajenada con que recibieron pueblo y políticos el estallido de la Primera Guerra Mundial. El final de la película sí que remonta, cinematográficamente y es una muestra elocuente de lo que la película podía haber sido, de haberse definido en uno u otro sentido. Mi consejo, con todo, es ir a verla, siquiera sea para que, al salir, se vaya a cualquiera de las muchas obras fantásticas de Zweig, desde Los ojos del hermano eterno hasta las biografías ejemplares de La lucha contra el demonio, sin olvidar, y esto lo prescribo como deber inexcusable, su autobiografía El mundo de ayer, una declaración de amor a Europa y la cultura universal que esta ha alumbrado a lo largo de su dilatada y asendereada historia.

lunes, 24 de abril de 2017

¡Quién no tiene un cadáver en el armario! “Le Paltoquet” ¿de Michel Deville?



Rareza suprema y rigor mortis cinematográfico. Le Paltoquet o un insulso oficio de difuntos.

Título original: Le Paltoquet
Año: 1986
Duración: 92 min.
País: Francia
Director: Michel Deville
Guion: Michel Deville (Novela: Franz-Rudolf Falk)
Música: Antonín Dvorák, Leos Janácek
Fotografía: André Diot
Reparto: Fanny Ardant,  Daniel Auteuil,  Richard Bohringer,  Philippe Léotard,  Jeanne Moreau, Michel Piccoli,  Claude Piéplu,  Jean Yanne,  Thuy An Luu.


Michel Deville es tan singular como prolífico, y los desniveles en su obra, al menos las que yo he visto, son espectaculares. Desde La lectora, con la desbordante Miou-Miou, hasta Las confesiones del Dr. Sachs, psando por  la ya ojeada aquí Dossier 51, todo cabe esperarse de Deville y siempre es capaz de sorprender, pero he de confesar que Le Paltoquet lleva la sorpresa hasta los límites del disparate. Se trata, a mi modesto entender, de una obra fallida. Ambiciosa, pero marmórea, sepulcral y profundamente aburrida que en ningún momento de su metraje, ni con el final que intenta recomponerlo todo, seduce al espectador, antes al contrario, parece dispuesto a echarlo cuanto antes de la sala, como si quisiera quedarse con los cinco que sean capaces de convivir con los pocos que representan una inane trama policíaca en un espacio cerrado, un bar habilitado en un barracón industrial inmenso donde destaca una hamaca sobre la que “habita” la única mujer del absurdo enredo policiaco como si fuera Pinito de Oro en su trapecio, pero con menos glamour y con una sensualidad esquelética tirando más a cadavérica que a seductora. Paltoquet, el nombre del camarero que sirve en el fantasmagórico café, significa nulidad, y lo encarna un Michel Piccoli muy metido en su papel, prácticamente el único, frente a unos pobres diablos que, reunidos para una permanente partida de cartas, ni siquiera saben cómo han de “componer” sus propios personajes, no hay “método” capaz de enfrentarse a la falta de vida. La impresión del espectador es, además, esa: estamos en presencia de espíritus que continúan, en otra dimensión, sus vidas insignificantes. Y el espectador está dispuesto a aceptar cualquier variación paranormal que le alegre el visionado. No hay tal. Antes al contrario, la presencia de un comisario que investiga un crimen cometido por alguno de los participantes en la partida, lejos de constituir un aliciente de la trama, no hace sino remansarla con mayor intensidad en el tedio más profundo. No niego que la puesta en escena es espectacular, tanto el destartalado café como los interiores y una calle, todo ello de estudio, que aparecen, con una iluminación y un color muy llamativos, casi una promesa de que la trama puede tener derivaciones hacia complicaciones dignas de interés. No hay tal. Es un espejismo. La investigación sigue su curso y van bailando los nombres en la lista de los sospechosos, hasta llegar a un final que no es un final. Piccoli, el paltoquet, lee, en el desvencijado mostrador, Le paltoquet, Jean Moureau, la dueña del bar, inmóvil en la otra esquina de la barra, va subrayando algunas intervenciones con aire desdeñoso, atareada en sus quehaceres de belleza, y, mientras, Fanny Ardant se empeña en aparecer seductora, como una diosa de cámping en su hamaca blanca. Auteuil, jovencísimo, destaca por el esfuerzo inmenso de intentar insuflar algo de vida al absurdo representado con un aire de rito teatral propio de buzos en el fondo del mar. En efecto, no se trata tanto de que todo transcurra “a cámara lenta”, cuanto de que la cámara no se mueva en absoluto, salvo las excepciones de las secuencias ajenas al café. Sí, claro, planos y contraplanos hay para dar y tomar, y muchos planos generales que abarcan el gélido vacío del espacio de la nave industrial reconvertida en café miserable, una suerte de pausada recreación en la atmósfera plomiza que de ninguna de las maneras es capaz de atraer la atención ¡ni siquiera de quienes como yo veo la película con un motivado interés por ser el autor quien es! En fin, me abstengo de comentar el final “sorprendente” por si alguien se arriesga a verla a pesar de este acto disuasorio, pero es incapaz de redimir el sopor en que sume la contemplación de obra tan extravagante como somnífera.

domingo, 23 de abril de 2017

El desenfadado machismo posbélico usamericano: “Sucedió en el tren”, de Mervyn Le Roy.


Comedia de enredo que se enreda en la testosterona: Sucedió en el tren o “antes enamorada que mujer”, una comedia al servicio del varón casi indomable.

Título original: Without Reservations
Año: 1946
Duración: 107 min.
País: Estados Unidos
Director: Mervyn LeRoy
Guion: Andrew Solt (Novela: Jane Allen, Mae Livingston)
Música: Roy Webb
Fotografía: Milton R. Krasner (B&W)
Reparto: Claudette Colbert,  John Wayne,  Anne Triola,  Don DeFore,  Phil Brown, Frank Puglia,  Thurston Hall,  Dona Drake,  Charles Arnt,  Louella Parsons, Raymond Burr.

 Quizás las películas de Mervyn Le Roy sean mucho más conocidas que él mismo, uno de esos casos en los que el “producto” eclipsa al productor. Todo el mundo ha visto (o debería haberlo hecho) Quo vadis, y es probable que algunos menos recuerden que Niebla en el pasado, una de las películas más emocionantes que haya visto nunca, sobre un caso de amnesia profunda, también es suya, a pesar de la hierática y esfíngica interpretación de un Ronald Colman que a duras penas da el papel. Acabo de ver Treinta segundos sobre Tokyo, además de la presente y he escogido la comedia para echarle mi ojeada crítica porque, a pesar de tener la primera un guion de Dalton Trumbo, el exceso de patriotismo propagandístico de la cinta bélica se me ha atragantado, si bien reconozco que la película se sigue con interés y las escenas de acción son formidables, pero también anda por el medio Van Johnson, y eso sí que es, francamente, too much for this eyes… En el caso de Sucedió en el tren es el machismo implícito, o la tibia burla del feminismo, lo que amenaza con arruinar la función, aunque la historia sabe sortear ese peligro y permite un visionado, si no entregado, ni cómplice, al menos entretenido. No se trata de una película de gags, aunque algunos excelentes haya, sino de enredo, un enredo que se mantiene hasta casi el desenlace, por más que, en el momento en el que el malentendido se deshace se inicia el lento camino hacia el desenlace. La historia, en resumen, es sencilla. Una escritora ha triunfado con un libro en el que se destacan los valores de la mujer fuerte e independiente que triunfa en sana competencia con el mundo de los varones. La novela va a ser llevada al cine y se piensa en Cary Grant y en Lana Turner para los papeles principales. Perdido Grant por una cuestión de contrato, la autora coincide en un viaje en tren con dos aviadores que van camino de incorporarse a su destino. Uno de ellos es John Wayne, y con eso ya anticipo, para el buen entendedor, la mayor parte del guion. El otro es Don Defore, que juega el rol del criado gracioso de las comedias barrocas. La autora se empeña en que su compañero de viaje se convierta en la estrella que sustituya a Grant y, a partir de ahí, supeditará su viaje a no perder de vista a sus dos “alegres compañeros”, quienes incluso llegarán a comentar, discrepando seriamente de las tesis del libro, la novela de la autora, un libro que desprecian porque suponen la antítesis del machismo dominante que ellos dos representan. Y ya tenemos montada la típica guerra de sexos que ha sido filón inagotable de la imaginación hollywoodiense. Claude Colbert, ocho años mayor que Wayne en la película, da el papel de mujer intelectualmente potente y emocionalmente débil que contrasta con la reciedumbre honesta del antagonista Wayne, a quien desagrada como una traición imperdonable la representación impostora en la que les han hecho participar, a él y a su compañero. Esa complicación en la trama servirá para alargar la película desde el desengaño hasta el desenlace, cuyo sentido supongo que se intuye tan fácilmente como qué tesis acabará triunfando al final. La película, ya digo, en la medida en que es una comedia de enredo, tiene un toque alocado, sin llegar a la screwball comedy, que permite una entretenida sucesión de situaciones, alguna de ellas disparatada, como la visita a la casa de los mejicanos o graciosas como el enredo con la camarera que aspira a convertirse en actriz en Hollywood. Un cameo de Cary Grant haciendo de sí mismo, así como la presencia de Louella Parsons, también interpretándose a sí misma, otorgan un encanto especial a la ambientación de la historia en el ambiente del mundo del cine al final de la película. Sí, es cierto que ambos personajes, al final, se retractan de sus sólidas posiciones machista y feminista, porque ambos acaban cediendo, pero no conviene cerrar los ojos ante lo que queda por medio: una voladura controlada en clave de ridículo -así lo indica la escena del club de lectura (solo mujeres) que va a recibirla de forma entusiasta en el hotel donde se hospeda- del discurso feminista. Con todo, insisto, la película es una comedia eficaz que se ve con agrado y en la que se aprecia la eficacia narrativa del director, lo que no excluye algunos momentos líricos de notable intensidad al comienzo del romance entre el aviador y la escritora.

sábado, 22 de abril de 2017

Denostada ayer, hoy más que revisitable: “Absolute Beginners”, de Julien Temple.


Un musical ambicioso y notable a pesar de la inexperiencia de Julien Temple: Absolute Beginners o el ritmo frenético de unos tiempos socialmente convulsos.
  
Título original: Absolute Beginners
Año: 1986
Duración: 107 min.
País: Reino Unido
Director: Julien Temple
Guion: Christopher Wicking, Richard Burridge, Don MacPherson (Novela: Colin MacInnes)
Música: Gil Evans, Varios
Fotografía: Oliver Stapleton
Reparto: Eddie O'Connell,  Patsy Kensit,  David Bowie,  James Fox,  Ray Davies, Mandy Rice-Davies,  Steven Berkoff,  Lionel Blair,  Alan Freeman,  Robbie Coltrane, Irene Handl.


El Londres de finales de los 50, con una juventud que se va abriendo camino en las costumbres y el arte a fuerza de descoser las viejas prendas imperiales del conservadurismo británico, dispuesto, sin embargo, a sacar tajada del filón que representa la entronización del concepto “juventud” en el mercado, sumado a los problemas raciales que fomenta el auge del movimiento fascista de Oswald Mosley constituyen los ejes básicos de una película rodada con un ritmo frenético por Julien Temple. Una diseñadora y un fotógrafo que forman pareja han de separarse porque a ella, por un improvisado happening en un desfile de modas, le sale la oportunidad de trabajar a un nivel que exige no solo plena dedicación, sino, de paso, una interesada boda con el promotor que controla y explota su talento. Por vía indirecta, el fotógrafo también es seducido por un empresario, conchabado con el primero, dedicado al negocio inmobiliario: erradicar a las minorías étnicas de un popular barrio londinense -donde nació y ha vivido el fotógrafo toda su joven vida- para construir pisos de lujo que cambien la fisonomía del barrio, un fenómeno de carácter universal. A través de agitadores supremacistas blancos se instala la violencia en los barrios, unos hechos que recuerdan los conflictos raciales ocurrido en Notting Hill en 1958, en el que los Teddy Boys proclives al racismo, aliados con los fascistas de Mosley, provocaron graves algaradas en ese barrio londinense hoy más conocido por la almibarada película del mismo nombre, dirigida por Roger Michell. La película de Temple, prácticamente toda ella de estudio, con una puesta en escena eficaz y deslumbrante, narra la aventura de esa pareja mediante una serie de números musicales algo deslavazados y con un afán documental notable -al fin y al cabo, el documentalismo es la especialidad de Temple-, aunque al espectador le cuesta ubicarse en ese punto de vista tan reducido que es la exclusiva perspectiva del fotógrafo, privilegiado punto de vista que, dado el ritmo frenético de su función de cronista -García-Alix con la movida sería algo así como el equivalente español, para entendernos-, con un incesante movimiento de la cámara y  un ametrallamiento constante de los diálogos consiguen que el espectador no halle ningún punto de reposo desde el que comenzar a digerir tantísima información visual como recibe. Son escasos los momentos de calma en que podemos “fijar” la mirada en la puesta en escena y apreciar en lo que vale, que vale mucho, el esfuerzo creativo de la película, como si hubiéramos mezclado en un frasco West Side Story, Grease, Ellos y Ellas, Corazonada, El guateque y La fiera de mi niña y lo hubiéramos agitado hasta la total disolución de los ingredientes: a eso se parece Absolute Beginners. Hace algún tiempo, vi  Fuego en las calles, de Roy Ward Baker, una sólida película de tesis sobre el racismo en Gran Bretaña, que no tiene nada que ver con esta, pero que nos muestra de una forma dramática lo que supuso aquel conflicto y el poso que, a través del Bréxit, por ejemplo, hemos visto que ha pervivido en la sociedad británica. No quisiera desviar el foco hacia el racismo como eje de la película, pero sin duda lo es, y los conflictos que estallan al final se van preparando a lo largo de toda la historia. Todo ello, en la medida que es un musical, nos llega a través de la distorsión estética de la música y el baile, y lo hace, con algunos números que nada tienen que envidiar a los mejores del género, como los de la lucha en la calle, purito West Side Story, o el dúo del protagonista con David Bowie, quien se asoció a este proyecto porque vio con claridad la ambición del mismo. Y, al menos a mi entender, el “camaleón” no se equivocó, y contribuyó poderosamente, además, a que hoy, muy lejos del fracaso de su estreno, la película sea vea con admiración y con placer . No es un musical redondo, no es tampoco un musical ful, como La La Land, pero, además de la vertiente social, tiene el acierto de una puesta en escena a la altura de las mejores producciones de estudio usamericanas del esplendor del género, años 30 y 40. Estoy convencido de que si se repusiera hoy, cosecharía un éxito que sorprendería a sus detractores de entonces.

viernes, 21 de abril de 2017

Un maestro del terror psicológico: “Canción de cuna para un cadáver”, de Robert Aldrich



Aldrich, el gran explorador de la maldad humana: Canción de cuna para un cadáver o la segunda entrega de la trilogía tenebrosa que forma con ¿Qué fue de Baby Jane? Y El asesinato de la hermana George.


Título original: Hush... Hush, Sweet Charlotte
Año: 1964
Duración: 133 min.
País: Estados Unidos
Director:: Robert Aldrich
Guion: Lukas Heller, Henry Farrell
Música: Frank DeVol
Fotografía: Joseph Biroc (B&W)
Reparto: Bette Davis,  Olivia de Havilland,  Joseph Cotten,  Agnes Moorehead,  Cecil Kellaway, Victor Buono,  Mary Astor,  George Kennedy,  William Campbell,  William Marshall, Bruce Dern.


Si algo comparten las tres películas de Aldrich que relaciono en el título de esta crítica es una  marcada agorafobia, porque las tres transcurren, básicamente, en interiores opresivos y con personajes trastornados por una u otra razón. Cada una de ellas tiene un rasgo distintivo, pero en las tres las interpretaciones son sobresaliente y a la altura de unas historias retorcidas en las que el espectador va entrando poco a poco, recibiendo la información a través de una sabia dosificación, lo que permite crear varias vueltas de tuerca que acaban descolocando a los intuitivos y confirmando a los pacientes escarmentados en la lectura de maestros del género del suspense como Simenon o Christie. En la presente, Aldrich iba a repetir el reparto que tan bien le funcionó en la primera, en ¿Qué fue de Baby Jane?, pero una enfermedad sospechosa de Joan Crawford, algo disconforme con la relevancia de su papel frente al de la Davies, hizo que fuera reemplazada por Olivia de Havilland, con quien tuvieron que volver a rodar no pocas escenas que ya habían rodado con Crawford. La historia y el guion son del mismo autor que la primera y la estructura de la película, con un prólogo ambientado en la juventud de las intérpretes reproduce, simplificado, los dos de la primera antes de entrar en el presente, del 62, la primera, del 64 la segunda. Se trata de una historia del Sur que transcurre en una mansión en la que el padre se entrevista con el amante de su hija para obligarle a suspender un proyectado matrimonio, puesto que se trata de un hombre ya casado. El amante es asesinado con un machete y la novia irrumpe en el baile con el vestido lleno de sangre. El presente  nos habla de una anciana que ha de ser desahuciada del caserón donde ha vivido toda su vida, sin apenas salir de él, acompañado por una criada en la que Agnes Moorehead destaca , con mucho, incluso respecto a las dos divas, la novia y una prima suya que se presenta en casa para ayudar a su enloquecida prima a no perder la casa. Lo mismo ocurre con el doctor, amigo de la familia, e insinuado exgalán de la prima, que cuida de la anciana, un Joseph Cotten en un papel inusual que borda con una naturalidad sureña asombrosa, también muy por encima de las dos divas, quienes, con todo, mantienen el suspense de la historia en todo momento con gran convicción. Es extraño hacer una crítica de una película en la que poco se puede avanzar de la historia, si lo que se quiere es no arruinarle al espectador las sorpresas que la trama le depara. Vayamos, en todo caso, al aspecto artístico de la realización. En blanco y negro, como la anterior -solo la última de la trilogía será en color-, estuvo nominada al Oscar por la mejor fotografía, del mismo modo que la Davies para la mejor actriz, aunque se lo llevó, bien llevado,  Anne Bancroft por El milagro de Ana Sullivan. La nominación por la fotografía ya fa a entender que el mundo tenebroso de la locura de la novia tiene una traducción en el claroscuro casi expresionista con que está rodada la casa y no pocas escenas en las que la distorsión de las luces contribuyen a la creación de un pathos que acongoja a los espectadores desde el mismísimo inicio, cuando una banda de niños se acerca a la casa y empuja al más tímido de ellos a que entre en la mansión, curiosamente, se trata del niño que interpreta en Matar a un ruiseñor, al niño Truman Capote, compañero de juegos de la autora de la película, y le toca hacer un papel en parte semejante. El niño entra a una habitación vacía, se pasea por ella, ve una caja, la abre, suena la música y del sillón que estaba de espaldas, se alza como con un resorte la figura espectral de Bette Davies. El susto del niño es el escalofrío del espectador. A partir de ese momento, ya sabemos con qué cartas va a jugar el director y nos creemos a salvo, pero la película tiene muchas balas en la recámara del interés y van apareciendo poco a poco, manteniéndonos en una tensión constante, a pesar de la duración del film. La música que se escucha es la de una canción compuesta para la anciana por su prometido y que da título a la película en versión original:  Hush... Hush, Sweet Charlotte, que sustituyo, por imposición de la Davies, al demasiado explícito de ¿Qué fue de la prima Charlotte? con el que se le presentó el guion. El resto de la banda sonora es parte destacada de la película, siguiendo una pauta que ya marcara Hitchcock en Psicosis, claro.  El repertorio de planos que usa Aldrich para narrar una historia tan reconcentrada y con tan pocos ingredientes, que recuerdan al uso extraordinario que hará años más tarde Manckiewicz de un espacio y dos personajes en La huella, viene servido por los dos espacios de la casa, tan determinantes, incluso, en el desarrollo de la trama. Los planos cenitales, junto con los contrapicados y los primerísimos planos dotan a la película de una variedad que nos permite movernos por el espacio con una fluidez que parece chocar con el estatismo propio del progreso estrictamente psicológico del conflicto entre las primas. Ni que decir tengo que la cámara de Aldrich logra embaucar al espectador y este se deja llevar derecho a las muchas trampas que le tiende la historia para agradecer salir con bien de ellas y reconfortado con la justicia poética que al final prevalece. Aldrich es mucho Aldrich, y su versatilidad -Doce del patíbulo fue, quizás, su gran éxito mundial-  no puede apartarle del lugar de honor que merece entre los directores por obras como las de esta trilogía del desvarío y la maldad.

martes, 18 de abril de 2017

Un plagio evidente en una película notable: “Mi adorado Juan”, de Jerónimo Mihura.


Un año después de la ópera prima de Manuel Mur Oti, Un hombre va por el camino, Miguel Mihura le plagia el personaje en Mi adorado Juan, de Jerónimo Mihura.
 Título original: Mi adorado Juan
Año: 1950
Duración: 115 min.
País: España
Director: Jerónimo Mihura
Guion: Miguel Mihura
Música: Ramón Ferrés
Fotografía: Jules Kruger (B&W)
Reparto: Conchita Montes,  Conrado San Martín,  Alberto Romea,  Rafael Navarro, Juan de Landa,  José Isbert,  Julia Lajos.


Dos líneas, eso es lo que, sin más, le dedica la Wikipedia al director Jerónimo Mihura, hermano del dramaturgo Miguel Mihura, un clásico de la escena española no solo por su obra surrealista Tres sombreros de copa, sino por una producción humorística que le consagró como autor indiscutible del teatro de posguerra. A pesar de que algunas obras suyas se llevaron al cine, como Maribel y la extraña familia, de José María Forqué, Mihura escribió dos guiones originales para el cine, el de La calle sin sol, magnífica película dirigida por Rafael Gil, y este de Mi adorado Juan que, curiosamente, luego rehízo como obra teatral que estrenó seis años después. Es proverbial la fama de perezoso de don Miguel, y de ahí, probablemente, que, a falta de mejor inspiración y con necesidades que cubrir, decidiera adaptar al teatro una historia que tan buen resultado había dado en el cine. Mi sorpresa, que se ha consumado sobre todo al advertir que Javier Ocaña nada ha dicho al respecto en la presentación de la película, es que el personaje central de la historia es un calco fiel, es decir, un plagio de tomo y celuloide, del protagonista de la ópera prima de Manuel Mur Oti, Un hombre va por el camino, una excelente película del atrabiliario Mur Oti, autor sobresaliente de obras ya vistas en la Historia del Cine Español, de La 2, como Condenados u Orgullo. En ambos casos, el protagonista es un hombre que representa al vagabundo feliz, tan popularizado por Mingote en su obra gráfica, y antes por los humoristas de La Codorniz, en la que Mihura colaboraba, un ser que vie alegremente, despreocupado del mañana y dedicado a vivir con intensidad el tiempo presente, el aquí y ahora, tan de moda. Ninguno de los dos quiere ataduras de ningún tipo, ni sentimentales ni laborales; viven de espaldas a la ambición, a la gloria, al trabajo…. Hasta aquí pudiera pensarse que esas coincidencias son solo eso, coincidencias, azares de imaginaciones que participan de una misma atmósfera intelectual. Ahora bien, en ambos casos, y por imperiosa y dramática necesidad de las circunstancias, ambos personajes han de revelar que son médicos y contribuir a la cura de otro personaje de la historia. Para coincidencia ya son muchas, parece. Pero resulta que ambos son cirujanos, que a ambos se les ha muerto un paciente al que operaban y que, desde esa desgracia, han renunciado a la profesión para ejercer la de cigarra cantora que vive al día, pendiente de no hacer sino aquello que les apetece y de seguir el camino que el albur del capricho decida. ¿Coincidencias, aún? Es evidente que las tramas de ambas películas son lo suficientemente distintas, ¡faltaría más!, como para no cometer tan burdo error imperdonable del plagio al por menor, pero por lo dicho creo que es evidente la existencia de un plagio hasta ahora no revelado. Añádase que la película de Mur Oti fue un fracaso comercial, pasó sin gloria de público pero sí con la de la crítica, y la de los hermanos Mihura fue un éxito de público, y menor de la crítica, razón por la que, probablemente, pasó desapercibido lo que, a mi entender, es un plagio evidente. Dicho lo que me parecía de obligado cumplimiento, es evidente que la película de Mur Oti es bastante mejor que la de los hermanos Mihura, pero esta, como comedia brilla a gran altura, pues están presentes en ella los excelentes recursos cómicos que acreditaron a Miguel como el dramaturgo clásico que es. La situación arranca como una imitación de Eloísa está debajo de un almendro, y el hecho de que la protagonista se llame Eloísa ha de entenderse como un homenaje a quien Mihura siempre tuvo por su maestro; homenaje que lleva incluso a la situación de partida, con un científico tan famoso como extravagante que investiga cómo combatir el sueño para que las personas no lo necesitemos y podamos tener una vida más activa y plena sin los efectos negativos de la falta del descanso nocturno.  A partir de esa situación tan disparatada, no tarda en aparecer la persona de Juan, a quien nadie desconoce porque es amigo de todo el mundo, siempre dispuesto a hacer favores a los demás sin pedir nada a cambio, un ser que vive casi de prestado, pero sin deber nada a nadie, que no tiene ambiciones de prosperar y que, como dijimos al comienzo, representa algo así como lo que el bandido representaba para los poetas románticos: un ser de excepción. En este caso, sin embargo, y dada la adición al dolce far niente, propia del autor, el protagonista no aspira ni a salir de las cuatro calles entre las que vive y deja vivir, aunque siempre dispuesto a echar una mano a quien la necesite. La hija del profesor, que se dedica a robar perros para los experimentos del padre, acaba enamorándose de Juan, como mandan los cánones de las buenas historias y, a partir de ahí, incluso con boda de por medio, la película tiene una magnífica progresión que no suspende el interés por el desarrollo de la trama. Las interpretaciones son fantásticas, con un Conrado San Martin que bien podría haber sustituido a James Stewart en ¡Qué bello es vivir! y con una Conchita Montes espléndida en los variados registros que interpreta y siempre llena de una gracia apicarada, como cuando, y es un gag extraordinario que lamento arruinar al espectador, el protagonista, al despedirse de ella, le da su tarjeta con el teléfono donde le puede encontrar cuando ella quiera: “Espero no tener que necesitarlo nunca” dice ella haciendo mutis, toda digna, para empalmar con un plano en el que se la ve en la cama colgada del teléfono con una rendida sonrisa, diciendo: “Lo que tú quieras, Juan”, en el curso de una conversación que diríase de viejísimos amigos. Y están extraordinarios a pesar de que ambos han sido doblados, Montes por Elsa Fábregas y San Martín por Juan Manuel Soriano, aquellas cosas que se hacían entonces..., y aun después. Decía que la corte de secundarios es de un nivel solo equiparable al de las películas de Berlanga: Ahí están Pepe Isbert, Alberto Romea, el inolvidable hidalgo de Bienvenido Míster Marshall, entre otras felices creaciones suyas o Julia Lajos, nuestra Margaret Dumont particular, José Ramón Giner, en el criado Paulino, y, en definitiva, todos cuantos consiguen que esa inverosimilitud poética que es toda la trama acabe teniendo un empaque realista como si la vida solo pudiera ser exactamente como los personajes de la película la viven, algo que, desde el punto de visto de la vida de barrio y las buenas relaciones vecinales, bien merecería ser imitado, desde luego. La película está tan llena de estupendos diálogos -marcas de la casa Mihura- como de escenas sorprendentes, rodadas con una fluidez narrativa que rara vez tropieza con un callejón sin salida. Incluso el desenlace de la película, con su pizca de intriga que se tensa entre el desastre emocional y el triunfo del bien, más el pertinente castigo de la ambición tramposa, deja un excelente sabor de boca en el espectador.

lunes, 17 de abril de 2017

"Rosalie Blum", la ópera prima amable de Julien Rappeneau.




La amabilidad sin asperezas; las sombras sin espesor: Rosalie Blum o las limadas tragedias de las pequeñas comunidades, y las cometas…

Título original: Rosalie Blum
Año: 2015
Duración: 97 min.
País: Francia
Director: Julien Rappeneau
Guion: Julien Rappeneau (Cómic: Camille Jourdy)
Música: Martin Rappeneau
Fotografía: Pierre Cottereau
Reparto: Noémie Lvovsky,  Kyan Khojandi,  Alice Isaaz,  Anémone,  Philippe Rebbot, Sara Giraudeau,  Camille Rutherford,  Nicolas Bridet,  Pierre Diot, Matthias Van Khache,  Grégoire Oestermann,  Jean-Michel Lahmi,  Aude Pépin, Jaouen Gouevic,  Vincent Colombe,  Pierre Hancisse,  Luna Picoli-Truffaut.


El autor debuta en la dirección, después de haberse curtido en la escenografía, y lo hace con una película amable, entretenida y superficial, pero con un guión muy bien elaborado, porque, a través de la narración de la vida de los tres personajes en los que se centra la acción, el espectador sufre una desorientación temporal respecto de los sucesos que tiene su reparación cuando se reinicia el relato desde cada una de las tres perspectivas desde la que se nos cuenta. Hay una petición de principio que hemos de aceptar: no busquemos explicaciones a lo disparatado, ni tratemos de entender qué ata a ciertos personajes a otros, porque hay una vocación bufa en la obra con la que se ha de contar, y aceptar, si queremos “entrar” en la película y tomarnos relativamente en serio las andanzas detectivescas que se nos ofrecen por partida doble. Un joven peluquero de una pequeña ciudad francesa, esas ciudades típicas de las películas de Chabrol, por ejemplo -en este caso se trata de la hermosísima ciudad de Nevers, si bien la acción transcurre en un espacio acotado de la misma-, cree reconocer a la dueña de una tienda de comestibles cuando, esclavo de su madre autoritaria, va a comprar una lata de cangrejos. A partir de ese flash identificador, pero imposible de ubicar en el tiempo, el peluquero, de vida anodina, con una medio novia que nunca acaba de darle el plantón definitivo y que vive en París, y aficionado a la construcción y posterior vuelo de cometas, se dedica a seguir a la mujer para informarse sobre ella y poder descifrar el misterio de su presencia en la localidad, porque de lo que no cabe duda es de que tras esa mujer se esconde un misterio, uno “de los gordos”, y él se empeña en descubrirlo.  Ha de decirse que tanto la presencia física del peluquero como la de la mujer nos sitúan en una aventura cotidiana con gentes comunes y mortales, dentro, pues, de un realismo francés sin estrellas conocidas por estos pagos, pero si en el país vecino, y en el que solo choca la presencia cinegénica (aceptémoslo como paralelo a telegenia, ¿no?) extraordinaria de Alice Isaaz, quien tuvo un pequeño papel en la película de Verhoeven, Elle. Todo transcurre, ya digo, dentro de un tono amable y superficial que no parece esconder ningún misterio de envergadura, hasta que, finalmente, emerge, pero tímidamente, cuando la mujer recurre a su sobrina -la única que acepta visitarla en la familia, se nos dice enigmáticamente, como todo en la película- para seguir al seguidor y descubrir con qué propósito efectúa su seguimiento. Esa es la parte cómica de la película, cuando la sobrina y dos amigas, una de ellas realmente muy graciosa, se dedican a seguir al enigmático peluquero para descubrir sus intenciones. La situación de la sobrina, que ha abandonado los estudios universitarios, vive con un disparatado artista trasnochado que se dedica a lo que, no sin cierta relajación, podríamos llamar “arte circense”, encuentra trabajos, pero los pierde porque no acude, etc., se sumará pronto a la revelación del rechazo familiar por parte de su madre a su hermana, a la tía a quien ella sí acepta ver: fue encarcelada por robo y pasó varios años en la cárcel, pero lo importante no fue eso, sino que perdiera la patria potestad de su hijo, que fue dado en acogida. Y por ahí ya nos instalamos en el drama o, acaso sería más propio decir en el melodrama, porque la imposibilidad de la madre por entrar en contacto con su hijo, a quien ve a escondidas y quien seguramente lo ignora todo de su existencia, es uno de esos momentos climáticos de la película, que tiene algún otro la mar de desconcertante, como el absurdo enamoramiento del peluquero cometista que experimenta la sobrina, más propio de la novela rosa que de la realidad, pero no haré cuestión de semejante inverosimilitud. Eso sí, el afán de un final feliz no puede llevar la excelente técnica del rompecabezas, o de la diseminación/recolección, seguida por la narración hasta el punto de que todo haya de encajar, por bemoles, porque, al final, claro está, a pesar del buen rollo armonioso y tal, la película blandea demasiado y se acerca peligrosamente a lo naíf, y ahí ha de entrar la metáfora de la cometa que se aleja en el cielo como una metáfora de la dependencia materna superada del protagonista y la entrada en la madurez del verdadero amor real. Deja un buen sabor de boca, en efecto, pero se trata de esa amabilidad tan hija de la ficción como engendro extraño en la realidad. La realización ha sabido jugar perfectamente con los excelentes exteriores de Nevers y sin buscar una originalidad a toda costa, que es lo propio de las óperas primas, se ve con el mismo agrado con que, en su momento, disfruté de La vida es un largo río tranquilo, de  Étienne Chatiliez,  por ejemplo, salvando las distancias, por supuesto.

domingo, 16 de abril de 2017

Las relaciones de pareja vistas por Ferreri y Azcona: “Marcha nupcial”, de Marco Ferreri.





Tres cortos sobre la vida sexual con un poderoso preámbulo perruno o la sátira mellada a cincuenta años vista: Marcha nupcial, de Ferreri o una reliquia bien conservada.

Título original: Marcia nuziale
Año: 1965
Duración: 100 min.
País: Italia
Director: Marco Ferreri
Guion: Rafael Azcona, Diego Fabbri, Marco Ferreri
Música: Teo Usuelli
Fotografía: Benito Frattari, Enzo Serafin, Mario Vulpiani (B&W)
Reparto: Ugo Tognazzi,  Shirley Anne Field,  Alexandra Stewart,  Gaia Germani, Catherine Faillot,  Tecla Scarano,  Gianni Bonagura,  Julia Drago.


Hace poco, un error comprensible me llevó a adjudicar Tamaño natural, sin más averiguaciones, en una respuesta inmediata a Marco Ferreri. Me corrigieron y ahí quedó la cosa. Ahora, sin embargo, después de haber visto estos cuatro cortos que forman la Marcha nupcial, aún quedaría más disculpado mi garrafal fallo de memoria de entonces, porque uno de ellos, el último, La familia feliz, nos plantea una utopía -en un paisaje que parece isleño- en la que parejas e hijos son muñecos hinchables, en un anticipo de lo que, ocho años después y el mismo guionista por medio, Azcona, sería Tamaño natural. No reclamo acierto en el error, está claro, pero estos cortos han venido a darme algo de razón aun en el error. Supongo, ya en plena ficción, que incluso hubo un momento en que Berlanga y Ferreri se disputarían rodar el guion de Azcona, pero detengamos aquí la espiral de la ficción y atengámonos a estos cortos de desigual factura pero inequívoco interés sociológico, al menos dos de ellos, los centrales, El deber conyugal e Higiene conyugal, porque el primero, Primeras nupcias, es una introducción paródica a través de la unión de dos perros con pedigrí aristocrático cuyo cruce se realiza con todo lujo de detalles en una clínica veterinaria tras haber firmado los dueños los papeles de la boda ante el notario propio de esos menesteres, y el último, La familia feliz, se desvía hacia una utopía desoladora cuyo alcance satírico no acaba de redondearse con una puesta en escena ridícula y una situación que no admite la más mínima extensión narrativa. En los cuatro cortos, sin embargo, la poderosa presencia de Ugo Tognazzi es suficiente atractivo como para pasar una buena tarde viéndole superarse corto a corto, con dos actuaciones estelares en el primero y en el tercero. En el primero, su omnipresencia de amanerado propietario de una perrita con un pedigrí insuperable en busca de descendencia, un personaje en el que parece lejanamente inspirado, mutatis mutandi, el del Landa de No desearás al vecino del quinto, lo es todo, aunque el resto del reparto contribuye a crear esa atmósfera de extrañeza que roza la inverosimilitud y que, sin embargo, se instala en el espectador como una realidad de tomo y lomo, algo que para quien ha visto Very Important perros (The best show, en el original), de Christopher Guest, una fantástica comedia, le parecerá de lo más normal. El segundo corto, El deber conyugal, sí que es una verdadera joya. Un hombre que vive con su mujer, su hijo mal criado y la suegra, que padece insomnio y a quien su mujer le niega sistemáticamente el “débito” conyugal, básicamente por su escaso atractivo y porque, una vez ha conseguido ser mantenida y tener descendencia, se desentiende de ese débito que va posponiendo día tras día hasta conseguir que el marido, bueno hasta decir basta, se someta a una cruel resignación. La situación es totalmente neorrealista, y a ello contribuye la puesta en escena de una casa en sombras y opresiva, por la que la suegra se mueve espiándolos como una sombra maléfica, y patética; pero el monólogo de Tognazzi deriva hacia lo bufo en vez de hacia el drama, porque la situación es, realmente, como para que la aciaga sombra de la tragedia se cerniera sobre ellos. La contrastada fotografía en blanco y negro y ciertos encuadres de ambos en la cama recuerdan lo mejor del neorrealismo italiano de veinte años atrás, si bien, insisto, la deriva cómica de la actuación de Tognazzi nos sitúa en una suerte de parodia de aquél, perfectamente imitada en el aspecto técnico. El corto “moderno”, por así decirlo, frente al tradicional de la vivencia del sexo por las clases populares, que sería el del débito, sitúa la acción en Nueva York y nos introduce en una vivencia, diríamos científica, de las problemas sexuales de los personajes, quienes no solo siguen técnicas innovadoras, como el sexo diurno frente al clásico de las noches, para lo cual la pareja ha de contratar una babysitter mientras intenta vencer sus incompatibilidades, sino que, además, y eso es lo mejor del corto, participan en terapias colectivas en las que se habla abiertamente de los problemas que tienen las diferentes parejas y de los métodos que han empleado para vencerlos. La reunión terapéutica es, acaso, lo mejor del corto y da pie a no pocos gags de notable interés, como el asedio final del protagonista a la anfitriona, que pone punto y final al corto. Después, como ya dije, viene el corto dedicado a la utopía deshumanizada que preludia claramente la película de Berlanga, Tamaño natural, sobre la que ya me he extendido lo suficiente como para insistir en ello. Que Marco Ferreri es un director “clásico” no admite objeción, y que, dentro de lo que cabe, es subversivo, también. Pero el tiempo lamina y desgasta, socava y transforma la sátira en ingenuidad, de ahí que, vistos los cuatro episodios, si alguno hubiera de pasar a una antología de cortos de la cinematografía italiana, ese sería el primero de todos, Primeras nupcias, que aún mantiene un sano poder corrosivo.

sábado, 15 de abril de 2017

La ebriedad de la humillación: “El viajante”, de Asghar Farhadi



El patetismo del mal indecoroso o un thriller escabroso de Asghar Farhadi: El viajante o la tentación del mal.

Título original: Forushande (The Salesman)aka
Año: 2016
Duración: 125 min.
País: Irán
Director: Asghar Farhadi
Guion: Asghar Farhadi
Música: Sattar Oraki
Fotografía: Hossein Jafarian
Reparto: Shahab Hosseini,  Taraneh Alidoosti,  Babak Karimi,  Mina Sadati.


La historia comienza abruptamente, con un temblor de tierra que abre grietas en las paredes de un edificio que, por consiguiente, ha de ser desalojado de inmediato, para evitar pérdidas humanas. Sí, hay metáfora en ello, y aun hasta parábola, si se me apura, pero la lectura realista del texto fílmico nos impide detenernos en pormenores estilísticos.  Emad y Rana, dos actores que representan en Teherán La muerte de un viajante, de Arthur Miller -lo que, de por sí, ya suena a notable osadía en el régimen de los ayatolás-  se ven obligados a buscar alojamiento urgente, porque no saben cuándo repararán el edificio que se han visto obligados a desalojar, para poder seguir trabajando él, da clases en un instituto, y representando ambos la obra. El director de la obra les ofrece un piso que tenía alquilado a una misteriosa joven de dudosa reputación -la de recibir visitas masculinas en su casa-  y a partir de ahí se desencadenan los acontecimientos en torno a los cuales girará el resto de la película, porque, hasta entonces, todo ha transcurrido dentro de un tibio costumbrismo que llama la atención por el hecho de entrar en una sociedad muy cerrada a la influencia exterior y de la que se desconoce no poco. En la otra película que vi de Farhadi, Una separación, ya me llamó la atención el nivel de occidentalización de la sociedad iraní a pesar de su Régimen teocrático y lo cercana a nuestra sensibilidad que era la peripecia de la separación de ambos cónyuges, porque, al fin y al cabo, los asuntos que Farhadi lleva a la pantalla tienen una decidida voluntad de universalidad, por más que las severas circunstancias de la sociedad islámica en la que se suceden dichos acontecimientos les imprime una personalidad que los hace extraños a nuestras costumbres. No ocurre así en El viajante, porque, por un encadenado de circunstancias azarosas -llaman por el interfono y Rana, que comienza a lavarse el pelo, abre abajo y deja abierta la puerta de arriba porque cree que es su marido que regresa …- un individuo desconocido se cuela en el piso de los jóvenes y acaba agrediendo físicamente a la mujer tras, supuestamente, haber intentado abusar sexualmente de ella y esta haberse resistido gritando, razón por la cual el agresor sale de naja dejando sobre un sillón nada menos que las llaves de la furgoneta, dinero y un teléfono móvil. Los vecinos recogen a la mujer herida y la llevan al hospital, adonde llega su marido. A partir de ese momento, la vivencia del asalto condiciona la relación de ambos jóvenes y se produce un distanciamiento físico y emocional que él resuelve por vía de buscar la venganza individual, al más puro estilo del western. Está justificada su decisión por la negativa de la propia mujer a que se dé parte a la policía y se convierta su humillación en habladuría vecinal. Un vecino, sin embargo, confirma con resignación que, en efecto, dar parte a la policía no sirve de nada. A partir de ese momento, toda la acción se divide en dos centros de interés, por un lado, los problemas que el asalto suponen para la representación de La muerte del viajante, porque Rana es intérprete esencial de la misma, y, por otro lado, en la infructuosa búsqueda del asaltante por parte de un marido que no puede lidiar con la situación hasta que vengue rotundamente la afrenta sufrida. En el fondo hay también un drama de honor al estilo calderoniano, pero la venganza es un motor universal en las relaciones humanas, por lo que lo propio es entender el deseo del marido como una suerte de imperativo de la especie, razón por la que asuntos de esta índole suelen atraer la atención de los espectadores de cualquier parte del mundo. Andando la investigación llegaremos, después de un par de movimientos de despiste, a la cruda realidad del desenlace que nos coge por sorpresa en tiempo presente, esto es, reaccionamos ante el descubrimiento al mismo tiempo que el protagonista y como él, nos sentimos asaltados por todos los escrúpulos morales del mundo, porque, al final, todo se va a resolver en clave de supuesto ético que se ha de resolver escogiendo, ¿qué?, ¿el menor daño posible?, ¿la salvación del más débil en términos biológicos, que no morales? Me niego a revelar los términos exactos del dilema que se les plantea a los esposos ante la figura del asaltante, pero tiene mucho que ver con una suerte de cul-de-sac: no hay manera de salir con bien una vez se ha entrado en él: todas las decisiones nos llevan a la culpa, al remordimiento y a la pesadumbre. Sí, El viajante, como el drama de Miller, es también otro drama. Son, pues, dos dramas superpuestos, que se potencian, para darnos una idea exacta de la miseria humana. La película de Farhadi interpela directamente al espectador, no lo hace cómplice de nadie ni lo inclina en una u otra dirección: observamos el desenlace como jueces que han de pronunciarse, y eso te hace salir incómodo de la proyección, y acongojado, pensando que hay algo de inhumano en el hecho de ser juez, ¡y no digamos en el caso de ser juez y parte! Es tan sobrecogedora la situación que apenas tiene el espectador tiempo para poder derivar su atención a la exquisita factura técnica de la película, una narración funcional al servicio de la potente historia que no busca recrearse en esteticismo que desvíen la atención del espectador, excepto cuando entramos en el mundo de la representación teatral, en el que Farhadi logra planos brillantes subrayados por una iluminación exquisita. Casi toda la obra transcurre en interiores, como si se tratase de un paralelismo con la representación teatral, de ahí que la puesta en escena tenga esa vertiente popular, acorde con el barrio donde se les ofrece la casa a la pareja protagonista, en cuya vida actúa, como un fantasma no invitado, la presencia determinante de la mujer libertina que ocupaba el piso antes que ellos y que les ha dejado todas sus cosas porque aún no puede llevárselas, al no disponer de alojamiento. Tiene mucho que ver con el desarrollo de la trama esa presencia fantasmal de la mujer libertina, pero de todo ello es mejor que se informe el espectador en la propia sala. Me lo agradecerá.

La ficción de la ciencia o la salvación por la lírica: “Alphaville”, de Jean-Luc Godard.





 Un thriller intergaláctico, metafísico y político: “Alphaville”, de Godard, o lo mejor del cine negro contra el delirio maquinal del totalitarismo.
  
Título original: Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution
Año: 1965
Duración: 99 min.
País:  Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guion: Jean-Luc Godard
Música: Paul Misraki
Fotografía: Raoul Coutard (B&W)
Reparto: Eddie Constantine,  Anna Karina,  Akim Tamiroff,  Valérie Boisgel, Jean-Louis Comolli,  Michel Delahaye,  Jean-André Fieschi,  Christa Lang, Jean-Pierre Léaud,  László Szabó,  Howard Vernon.


Del mismo modo que en Alphaville es imposible regresar al pasado, para cualquiera de sus habitantes, mutantes o no, así me lo es elaborar una hipótesis razonable sobre cuál hubiera sido mi reacción ante esta película a medio camino entre la ciencia ficción y el ensayo, ignoro si me hubiera parecido de una pretenciosidad insufrible o me hubiera impresionado una puesta en escena fantástica, a través de los edificios, la calle, la noche, los días velados, los recursos técnicos de la supercomputadora o la presencia de los clones numerados al servicio de los visitantes. Supongo que en aquella crítica de entonces, ¡supongamos que la viera con 18 años!, hubiera destacado la maravillosa fotografía y el uso de los primeros planos con una iluminación a medio camino entre el cine negro y el cine expresionista, para destacar una interpretación que oscila entre la parodia y la fe absoluta en la realidad posible de aquel mundo totalitario condenado, sin embargo, por una guerra mal calculada, a un fracaso que el agente secreto disfrazado de periodista, Lemmy Caution, descubre en su arriesgada misión, llena, sin embargo, de momentos cómicos hilarantes. No sé si en aquel visionado que apenas puedo imaginar, pues una niebla espesa me veda mi propia reacción de sorpresa, me embargó el estupor ante un guion milimétrico y unas actuaciones que dejan boquiabierto, tanto la de Eddie Constntine, de impasible cara granítica picada de viruela, y la de Anna Karina, seductora desde su cloneidad y a quien el protagonista salva a través de la poesía que el mundo lógico de Alphaville es incapaz de descifrar. Quiero suponer que, poeta básicamente yo por aquel entonces de la juventud desorientada, me hubiera llegado al alma ese altísimo concepto de la poesía como lenguaje liberador, a fuerza de abstracción y vehemente surrealismo, porque es en La capital del dolor, de Paul Eluard, cuyos versos recita la protagonista en la habitación del hotel, en la que se cifra el poder auténticamente revolucionario de la poesía. Insisto en que fabulo sobre una reacción que no acierto a intuir sino desde este presente tan mediatizado por más de cuarenta años de esforzada ascensión por el monte empinado, dulcísimo y áspero, a partes iguales, de la cultura. De lo que sí creo estar seguro es de que la economía de medios con que Godard nos ofrece una visión futurista me hubiera complacido, habituado como estaba entonces a defender lo que Grotowski llamaba el “teatro pobre”, en el que hacía mis torpes pinitos con un grupo propio Eczema, Teatro Experimental. Es curioso que la representación del futuro suela conseguirse, sobre todo, mediante espacios muy fríos, por lo general pasillos muy iluminados, escaleras retorcidas, salas de ordenadores, planos nocturnos de los edificios, profusión de batas científicas, algunos militares de uniforme austero, y sorprendentes reacciones de los personajes, como el desdén hacia quien no saben, desde el punto de vista lógico, si supone una amenaza contra el sistema o no. Lo que no me hubiera dejado indiferente entonces, como tampoco lo ha hecho ahora, es el hallazgo de la vieja voz casi gangosa del cerebro que “ordena” la vida de Alphaville, una mente lógica que no es sino el resultado de una depuración de la vida hacia su vertiente lógica, que excluye las emociones, los sentimientos, de ahí que la vertiente lírica de la trama destaque tanto, como se manifiesta en ese desenlace en que la protagonista recupera la columna vertebral de la actitud lírica, un Te amo extraído con dificultades de parto y confirmado como esperanza de futuro. Quizás en aquella visión juvenil se me hubiera quedado impreso el ceremonial de las ejecuciones de los habitantes “echados a perder” por los sentimientos, una ceremonia que el agente secreto, en calidad de periodista, observa y fotografía con la impasibilidad con que va descubriendo el imposible futuro de Alphaville y su nula amenaza para los “países exteriores” de donde ha llegado para descubrir intenciones y abortarlas, en la medida de lo posible. Me hubiera llamado mucho la atención, ya digo, esos fusilamiento en el borde de la piscina, sobre la madera del trampolín, como en las viejas aventuras de piratas, y cómo las ondinas “del Régimen”, cuchillo en mano, se lanzan al agua, como en un espectáculo coreográfico de Busby Berkeley, para rematar con arma blanca lo que quede de vida del fusilado. Son detalles de crueldad que, sin embargo, por su propia condición ceremonial, están desprovistos de dramatismo. Casi llego a convencerme de que hubiera salido del cine con el entusiasmo con que salí de muchas otras películas que, pocos años más tarde, me impresionarían, aun dentro de su rareza: Dillinger è morto, de Ferreri o Goto, l’ile d’amour, de Borowczyk, entre otras muchas por ejemplo. Alphaville, vista a medio siglo vista, conserva un poder de seducción visual que sitúa su estética a la vanguardia más  enconada de este primer tercio del siglo XXI, y pocos autores “modernos” podrían competir en hallazgos de iluminación, encuadre, ritmo e imágenes como los que la película de Godard derrocha a secuencias llenas de inteligencia cinematográfica. Alphaville es, también, un homenaje al cine, por supuesto, y eso sí que tal vez en aquella visión juvenil me pasase por alto, por mera cuestión de falta de experiencia, pero en la visión de hoy es imposible no recordar desde el expresionismo hasta el cine negro de los 40 y 50 la huella que el mejor cine de todos los tiempos ha dejado en un ser tan receptivo a soluciones fílmicas innovadoras como Jean-Luc Godard.