martes, 2 de mayo de 2017

Un clásico sustantivo: “El amigo americano”, de Wim Wenders





El prodigio estético de una aventura moral: El amigo americano de Wenders, o la declaración de amor cinematográfico al género negro usamericano.

Título original: Der Amerikanische Freund (The American Friend)
Año: 1977
Duración: 121 min.
País: Alemania del Oeste (RFA) Alemania del Oeste (RFA)
Director: Wim Wenders
Guion: Wim Wenders (Novela: Patricia Highsmith)
Música: Jürgen Knieper
Fotografía: Robby Müller
Reparto: Bruno Ganz,  Dennis Hopper,  Lisa Kreuzer,  Gérard Blain,  Andreas Dedecke, David Blue,  Stefan Lennert,  Rudolf Schündler,  Heinz Joachim Klein, Rosemarie Heinikel,  Nicholas Ray,  Samuel Fuller,  Lou Castel,  Daniel Schimd, Sandy Whitelaw,  Jean Eustache.


Hace exactamente 39 años que vi El amigo americano, una película que literalmente me hechizó de tal modo que nunca me atreví a revisitarla para no emborronar el recuerdo esplendente, y sombrío, que tenía de ella. De hecho, a Bruno Ganz, que nos ha regalado después trabajos espléndidos -como Hitler en El hundimiento logra una de sus cimas interpretativas- lo tengo siempre asociado a la imagen poderosa del enmarcador que se deja seducir por el mal en aras del bien postmórtem de su familia, un argumento novedoso en aquel entonces, y que sin embargo aún consiguió llamar mucho la atención en el personaje de Walter White, de Breaking Bad, curiosamente. Hoy vengo a esta crítica como si me hubiera dado un chute gigante de láudano, dispuesto a laudar plano a plano todita la película para consagrarla como “el” thriller por excelencia del último tercio del siglo XX. Wenders pertenece al selecto grupo de creadores alemanes que se dejaron hechizar por lo usamericano, muchos de los cuales acabaron viviendo en aquel auténtico Nuevo Mundo y desarrollando carreras excepcionales, como Billy Wilder, a quien su madre llamaba Billy, precisamente por su prousamericanismo, del mismo modo que el pintor Georges Grosz solía vestirse como un cowboy para pasearse por las calles de Berlín o asistir a la tertulia artística del Romanische, años antes de tener que exiliarse a Usamérica como tantos alemanes perseguidos por el nazismo. Que en la película de Wenders participen dos monstruos cinematográficos como Nicholas Ray y Samuel Fuller prueba ya hacia qué estética se decanta Wenders, alumno aventajadísimo de ambos. Aún tengo presente el efecto indescriptible que me causó el uso del color y el encuadre en La casa de bambú, de Fuller, lo que en mi crítica, aquí en el Ojo, titulé como El mejor color del cine negro y ahora advierto que he sufrido el mismo hechizo, con el color de la película de Wenders. La renuncia al blanco y negro y el uso del color tan destacado en la película consigue una calidez de imagen que contrasta con la sordidez de la trama. El protagonista, un enmarcador, conoce en una subasta de arte a Tom Ripley, marchante de un falsificador de cuadros de autores valorados pero poco conocidos, y lo ignora con cierto desprecio. A partir de ese momento, Ripley urdirá una trama, a medio camino de la venganza por el despecho y a medio camino lúdica, que llevará al protagonista, aquejado de una enfermedad terminal, a involucrarse en unos asesinatos para asegurar el futuro económico de su familia. El puerto de Hamburgo -ignoro cómo estará hoy, después de 39 años de especulación urbanística- se me quedó en la memoria como un espacio idealizado, tanto por la luz como por las calles y los edificios -que hoy supongo desaparecidos…No sé, pero ni quiero lanzarme a Google maps a comprobarlo para no dañar mi admiración- fotografiados con una sensibilidad paisajística que me han hecho recordar ciertas imágenes inolvidables de la reciente Mr. Turner, de Mike Leigh. Ya he dicho al principio que no hay plano de la película, a pesar de su extensión, que no merezca un elogio y un aplauso, lo cual me obliga a considerar El amigo americano como lo que es, algo que raramente acontece en el mundo del cine: una obra perfecta, inobjetable. La emoción que me ha deparado revisitar la película en la vejez, exponiéndome a sufrir otro de esos desengaños a que solemos enfrentarnos cuando revisitamos ciertas obras que nos apasionaron o nos influyeron de jóvenes -pongo por caso El lobo estepario de Hesse…, en la literatura-, no solo no se ha producido, sino que doy gracias a mi grafomanía la posibilidad de poder expresar, por imperfectamente que sea, mi admiración por una película cuya modernidad asombra hoy como asombró en su momento la casi precocidad del autor para conseguir una joya como esta. La carrera de Wenders, muy dilatada, ha seguido dándonos obras que tengo en la memoria muy vivas, como El cielo sobre Berlín, otra de sus obras maestras y de la que ahora leo que el caprichoso Boyero, ciego por completo, escribió una injusticia tan grande como esta: “Pretenciosa, falsa, boba, sensiblera”;  la muy reciente, Pina, un homenaje a la bailarina  y coreógrafa Pina Bausch, rodada, además en 3D, con un uso de la profundidad de campo que deja alucinado al espectador, hechizado por coreografías ya de por sí formidables; o la aún más próxima La sal de la Tierra, un biodocumental sobre la vida y la obra del fotógrafo Sebastiao Salgado. Como se advierte por el recuento que pongo sobre el tapete de apuestas estéticas, los intereses cinematográficos de Wenders son tan variados como su maestría para llevarlos a cabo, y todo ello porque ha bebido los fundamentos de su cine en las grandes obras del cine mundial. Su película documental dedicada a Yasujiro Ozu es prueba inequívoca del insuperable criterio estético de Wenders, de la solidez de sus tendencias narrativas. El amigo americano la he visto como si no la hubiera visto hace tanto tiempo, y algunos extremos de la trama se me habían desdibujado lo suficiente como para seguir, ahora, el desarrollo de la historia con la ansiedad que la película exige. Quizás ahora haya descubierto lo que es posible que entonces no viera, como el indudable homenaje a las películas del maestro Hitchcock que son las secuencias de los asesinatos en el tren, llenas del suspense del que D. Alfred parecía tener en exclusividad la patente. Si alguien hoy mismo me preguntara qué película debía ver sin falta, no dudaría en indicarle que El amigo americano. Ninguna apuesta más “moderna” en la cartelera; ninguna historia más turbadoramente cinematográfica que la inmoral aventura criminal de un artesano de los marcos; ninguna realización más precisa, ninguna fotografía más ajustada y hermosa; ningún reparto tan ajustado a la trama y tan eficaz como el incomensurable Dennis Hopper, el ingenuo y enigmático Bruno Ganz o los dos cameos extensos de lo que en aquel momento debían de ser dos dioses de la realización para Wenders, Ray y Fuller, con quienes, después de una carrera espectacular, ha conseguido compartir plaza en el Olimpo.  Me queda una duda, pero no tiene que ver con El amigo americano. Me gustó tanto esta película cuando la vi de joven como me decepcionó hasta la irritación, seis años más tarde, París-Texas. Siempre he albergado la duda de si fui yo quien, por la razón que sea, no conectó con la película o si, por el contrario, la película se pasó de pose rompedora. No sé, ya digo. Si cayera en mis manos en ese almacén de sueños que es Tallers 79, seguro que le daba una segunda oportunidad.

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