jueves, 8 de junio de 2017

El humor absurdo y la personalidad múltiple: “Tres vidas y una sola muerte”, de Raúl Ruiz.


El placer de narrar, los trampantojos de la personalidad y la exquisita puesta en escena o Tres vidas y una sola muerte, del singular Raúl Ruiz. 

Título original: Trois vies et une seule mort
Año: 1996
Duración: 123 min.
País:  Francia
Director: Raoul Ruiz
Guion: Pascal Bonitzer, Raoul Ruiz (AKA Raúl Ruiz)
Música: Jorge Arriagada
Fotografía: Laurent Macheul
Reparto: Marcello Mastroianni,  Anna Galiena,  Marisa Paredes,  Chiara Mastroianni, Melvil Poupaud,  Arielle Dombasle,  Féodor Atkine,  Jean-Yves Gautier, Jacques Pieiller.


Por ciertos directores se siente una devoción laica que va bastante más allá del real gusto del espectador o de las virtudes técnicas y artísticas del director: se siente uno, en sus películas, partícipe del mismo ámbito imaginativo, en un mundo narrativo en el que todo sorprende y nada nos extraña, en un alud de planos y escenarios medidos al milímetro y  poseedores de una capacidad de turbación infinita. Si a todo ello añadimos la presencia de un crepuscular Marcello Mastroianni en un espectacular despliegue de sus recursos interpretativos, todo se confabula para contemplar unas de esas películas “rarísimas” para el gran público y abolutamente modélicas para los amantes del cine. A partir de una narración radiofónica, se suceden en pantalla cuatro historias que, sin aparente relación entre ellas, acabarán teniendo un vínculo secreto y fabuloso que permite aclarar -si aclarar es la palabra, que mucho me temo que no sea así…- una complicada trama en la que los desdoblamientos de personalidad se multiplican por dos. Cuando hablo o escribo sobre Raúl Ruiz, además de estimar como es debido, es decir, sobre las nubes, Genealogías de un crimen, nunca dejo de recordar la matinal del cine Alexandra -hoy ya desaparecido- en la que mi Conjunta y yo vimos, en constante arrobo, las casi cuatro horas y media de una película monumental: Los misterios de Lisboa: una experiencia, no creo exagerar, que me retrotrajo a mi juventud cinéfila y al asombro que me produjo el Napoleón, de Abel Gance. De esas contemplaciones está hecha, sin duda, la materia del cinéfilo. Tres vidas y una sola muerte es un ejercicio narrativo y estético casi perfecto. Que lo fabuloso se integre en lo cotidiano con una naturalidad apabullante y que destile, al tiempo, un sentido del humor que enlaza con lo mejor de la literatura del absurdo no son bazas menores de la película, pero hemos de bucear en algo tan particular de Raúl Ruiz como los encuadres y, sobre todo, la puesta en escena, con constantes juegos visuales y efectos sorprendentes que deslumbran a cualquier espectador, más allá de que haya podido “entrar” o no en el juego que nos plantea el director francochileno. La escena, por ejemplo de Marisa paredes situándose con un vestido ante un papel pintado con los mismos motivos florales que los de su vestido es algo más que espectacular, del mismo modo que el encuadre en el despacho de una de las personalidades del protagonista -la del traficante de armas-, en el que, en la ventana, se recorta, como situada a menos de un metro, la imponente Torre Eiffel… Y son dos ejemplos traídos un poco al azar, porque no hay en la película plano que no haya supuesto una estudiadísima composición de los elementos que entran en cada uno de ellos, como aquellos en los que la serpiente domina el plano deslizándose sobre un objeto en el centro de la imagen, o el escenario de las calles inclinadas en un escorzo de terremoto por las que se pierde el protagonista, huidizo…o la claridad de líneas de ciertos planos de los edificios y las calles por donde se mueve el protagonista con un desconcierto que lo impulsa hacia el exterior de sí mismo, hacia el desconocimiento y el desasimiento de sí, como cuando se convierte en mendigo reiteradas veces, suspendiendo su  vida y recuperándola tiempo después y volviendo a suspenderla… Hay, y no podía ser de otra manera, cuando incluso el mismo Topor anda de por medio haciendo un pequeño papel, un humor negro, cruel y disparatado que se acepta con total naturalidad, como si fuera algo del día a día, nada de lo que sorprenderse, como “naturales” nos parecen los “invasores” de la casa del marido que, veinte años después, quiere volver con su exmujer, para lo que despacha al marido actual por la vía rápida, después de haberlo enredado en una narración que tendrá su continuación con cada una de las otras personalidades del protagonista. Hay un momento, en el desenlace, que la historia se desmanda hacia la screwball comedy, un poco al estilo de Mujeres al borde del ataque de nervios, pero dura lo suficiente para considerarlo una anécdota y no ensombrece de ninguna manera la línea narrativa ejemplar de la película. Se trata de una película que, eso siempre ocurre con las grandes obras, volveré a ver de aquí a pocos días, porque sé que, aun habiendo disfrutado enormemente, algunas cosas he pasado por alto, a pesar de la entrega incondicional con que la he visto. Lo que no pasa desapercibido es el poderío de la hermosura de Anna Galiena y su doble vida, tan divertida. Que por el medio se cruce Carlos Castañeda de forma tan recurrente tiene su explicación que no daré, claro, porque el desenlace de la película actúa como broche de oro, y la imagen acompaña, ciertamente, esa función. En fin, cine que complacerá a quienes no ignoran las peculiares leyes de un arte tramposo y esencial. 

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