sábado, 1 de julio de 2017

La perfección rozada: “Laura”, de Otto Preminger


Enamorarse a través del relato o un sueño hecho realidad: Laura o la pasión fatal del esteta, la película que siempre se ve "por primera vez".

Título original: Laura
Año: 1944
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Director: Otto Preminger
Guion: Jay Dratler, Samuel Hoffenstein, Betty Reinhardt (Novela: Vera Caspary)
Música: David Raksin
Fotografía: Joseph LaShelle (B&W)
Reparto: Gene Tierney,  Dana Andrews,  Clifton Webb,  Judith Anderson,  Vincent Price, Dorothy Adams.


¿Qué decir de Laura, de Otto Preminger, que no sea una muestra más de rendida admiración? No seré original, ni lo pretendo, pero tengo para mí que Preminger dirigió una película “a la manera de” Max Ophüls, porque el modo de describir con la cámara, tanto en la casa-museo del columnista de verbo acerado, ingenio feliz y desalmada ironía, como en la propia casa de la protagonista, dos espacios sutilmente unidos por ese afán descriptivo, como si el segundo fuera una extensión del primero, solo lo he visto con anterioridad en el mago Ophüls, cuyo arco cronológico coincide con el de Preminger. Laura es una película cuya realización permitiría crear un nuevo film, al estilo del que rodó Benjamin Ross, RKO 281 La batalla por ciudadano Kane, porque casi nos parece imposible, después de leer al respecto, que el film llegara a hacerse realidad. La circunstancia de la película es, así pues, tan interesante como la propia película, y bien merecería esa reflexión sobre los entresijos despiadados del mundo de Hollywood, que tantas obras maestras ha dado al cine, como Cautivos del mal, de Minnelli. Mientras no llega lo que bien podría ser, según cómo se hiciera, un éxito tan notable como el de la propia Laura,  no me queda más remedio que convertir estas líneas en una reiteración del pasmo que supone, mucho tiempo después de haberla visto por primera vez, “volver a Laura” para sentirse “en casa”, en el espacio del cine eterno e indiscutible. La película es algo así como el paradigma del thriller elegante, en el que incluiría, a pesar del abismo estético y argumental que hay entre ellas, y el color de por medio, La casa de bambú, de Samuel Fuller, un guionista con quien trabajó Preminger, por cierto. Buena parte de esa elegancia tiene que ver con el refinamiento de la maldad, por supuesto, que es una de las razones que alegó Preminger para deshacerse de quien incluso llegó a iniciar el rodaje de la película, Rouben Mamoulian, un magnífico director que, al decir del Preminger, por su bondad innata, era incapaz de comprender la refinada maldad del coprotagonista de la película, un excelente retrato de la exquisitez estética cuya encarnación fue una batalla ganada por Preminger al “sistema”, puesto que a Clifton Webb lo quisieron eliminar por su manifiesta homosexualidad. ¡Lo que hubiera perdido la película sin él! ¡Y lo que hubiera perdido si, como querían, Jennifer Jones hubiera hecho el papel de Laura! Ya, ya sé que, a toro pasado, es fácil decir que “solo” Gene Tierney podía hacer ese papel, pero ha de decirse que la primera sorprendida por el éxito de la película fue ella, quien juzgaba que su trabajo había sido bien modesto. A pesar de que contemplar su propia imagen en la bañera casi le causa un infarto, por el horror, ha de recordarse que la última actuación cinematográfica de Webb se había producido en 1925, en el cine mudo, con 35 años, bien pronto se vio que ese personaje, central en la trama, iba a resarcirle del olvido en que el cine le había tenido, aunque su carrera teatral musical había sido tan fulgurante como la de muchas estrellas del cine. Que ganara el Oscar al mejor actor de reparto era un trámite de obligado cumplimiento. El choque de caracteres entre el exquisito esteta y el policía vulgar, que esconde, como todos saben -¿a quién se le podría chafar el argumento de una película tan archiconocidísima?, excepción hecha de jóvenes que se incorporen a la cinefilia-, un drama de celos absolutos capaces de llevar al asesinato, acaba constituyéndose en el eje alrededor del cual pivota toda la película. Choca, y creo que a cualquier espectador, que un actor como Vincent Price aparezca como un galán poco menos que irresistible. No hace mucho lo vi en Las fronteras del crimen, de Farrow, donde representaba a un famoso actor de Hollywood a quien se le presenta la ocasión de convertir sus ficciones en acción real y verdadera y allí si que su ironía y su autoparodia daban la dimensión exacta de su saber hacer. Aquí, en Laura, donde ejerce de Mcguffin viviente, o poco menos, resulta difícil de encajar en el estándar del amante de Laura, una beldad poco menos que celestial, a juzgar por el aura que emana el propio retrato. UNn famoso retrato omnipresente en multitud de tomas en su casa, primero sin ella, como cuando aparece en el plano en medio de los dos rivales, el policía y el crítico, por ejemplo, o como cuando, paseándose por casa de la asesinada, el policía, un impecable Dana Andrews, a quien la película lanzó al estrellato, se instala en ella como si fuera su propia casa y esperara que de un momento a otro volviera su mujer, una secuencia íntima en la que el personaje va “poniéndose cómodo” y tomando posesión de la casa como quien es, en efecto, el dueño de ella, y de ahí la magnífica aparición que todo el mundo recuerda frente al gesto tradicional de incredulidad del policía, frotarse los ojos con los nudillos para comprobar que no está en un sueño, sino en la realidad, y que esta, la realidad, ha de volverse a reescribir tras esa aparición, un proceso que irá descubriendo, poco a poco, el verdadero retrato de cada uno de quienes, hasta ese momento, no constituían sino piezas de un relato que no acababan de encajar en un argumento razonable. Que el columnista sea capaz, mediante su narración fervorosa, de que el policía se enamore de Laura, acaso porque es él, Waldo Lydecker, el creador de Laura, quien la rescató de un anonimato inmerecido y la catapultó al éxito, nos permite pasar del relato a la dramatización, podríamos decir, donde se ha de verificar la fuerza de ese hechizo que está sufriendo el policía, de quien Lydecker dice dos veces que ha sido herido en una pierna para justificar que, en periodo de guerra, un hombre joven, aunque policía, no estuviera en ella. Que Laura se convirtiese en el éxito que fue no estaba escrito en parte alguna, pero la decisiva intervención de Preminger, escogiendo un nuevo director de fotografía, Joseph LaShelle, cuyos requisitos para la iluminación adecuada de cada espera implicaban larguísimos momentos de tediosa espera para los actores, por ejemplo, pero que a él le deparó un merecidísimo Oscar. Hay mucha penumbra en Laura, y mucho claroscuro propio de lo mejorcito del género al que pertenece, por más que la película supere ese género al que se la adscribe y acabe conformando un relato que, sin caer de lleno en el melodrama, bien pudiera ser tenido por uno de ellos, acaso el mejor, de igual manera que puede encuadrársela en la película de estudio psicológico, si nos atenemos a la espléndida creación de Waldo Lydecker.  Laura es una historia de contenidas pasiones enfrentadas en la que la sutileza abre las puertas del misterio, las del crimen y las de la fascinación que ejerce la propia Laura. El retrato que preside la película, por cierto, que había sido pintado, originalmente, por la mujer de Mamoulian, y que Preminger desechó, con aquella altivez suya que tan pocas amistades le granjeó, por no hablar de enemigos como los que tanta vida le dan a Lydecker, no es, en realidad, un retrato, sino una fotografía ampliada y luego retocada con pintura para crear el efecto de un óleo, con lo que se adelantó, ciertamente, a algunas posibilidades del Photoshop actual y programas similares… Es difícil, lo dije al principio, añadir nada, ni técnica ni estética ni críticamente a una película como Laura. Pero quería dejar constancia de que, al verla, más de veinte años después de haberla visto por última vez, su poder de fascinación sigue intacto, como su magia cinematográfica para cuya explicación habríamos de ir comentando la película plano a plano, travelín a travelín, y detenernos sus buenos momentos en cada uno de ellos, porque nada, en Laura, es producto del azar o de la improvisación, sino de un deliberado esfuerzo poético que lo controla todo y de todo es capaz de dar la explicación necesaria y oportuna.

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