miércoles, 22 de noviembre de 2017

Los límites de Dios: “My Father, my Lord”, de David Volach.


Una miniatura de la opresión y el dolor: My Father, my Lord o la asfixia de la fe, entre Bergman y Vermeer.

Título original: Hofshat Kaitsaka
Año:2007
Duración: 72 min.
País: Israel
Dirección: David Volach
Guion: David Volach
Música: Michael Hope, Martin Tillman
Fotografía: Boaz Yaacov
Reparto: Assi Dayan,  Sharon Hacohen Bar,  Eilan Grif.


Imposible me parece hacer la crítica de esta película sin revelar lo que le da sentido a una introducción morosa e indispensable que nos retrata la vida cotidiana de una familia ultraortodoxa judía cuyos actos, todos, están sometidos al dictado de la Torá. Que nos llegue esa vida a través del despertar a la vida de un niño acentúa aún más la transgresión que supone la película, porque no habrá sido del agrado de esa comunidad, me imagino, a pesar de contar con financiación estatal y haber sido premiada dentro y fuera de Israel. Es cierto que David Volach parece adoptar una cuidadosa neutralidad ante lo que ocurre y deja que las cosas sucedan ante nuestros ojos sin tratar de condicionar nuestra respuesta. El rabino, su mujer y su hijo son filmados casi con espíritu documental, con una objetividad a veces incluso marmórea, que los retrata, gesto a gesto, en una convivencia a la que, al menos la mujer y el hijo, parecen someterse con ciertas reservas. La amenaza de que la idolatría entre en la casa, a través de un cromo canjeado en el patio escolar, por ejemplo, se convierte en paradigma de las infinitas restricciones de quienes han de ajustar sus vidas a los preceptos milenarios de una narración escrita en el exilio de Babilonia y conservada en formol a través de las generaciones. El papel del rabino, enterrado literalmente bajo una montaña de libros y de papeles que consulta constantemente para preparar sus sermones en la sinagoga, los midrashim o intentos de explicación de los libros sagrados. Hay, pues, una vida ritual que se cumple escrupulosamente y de la que las salidas del niño a la escuela talmúdica constituyen una suerte de desahogo que van introduciendo en su cerebro en formación no pocos interrogantes, como, ante la insistencia del perro de una mujer que es llevada al hospital en una ambulancia por hacer el viaje con su dueña, si los perros tienen alma y si hay un cielo para ellos. Del mismo modo, la atracción por  un nido con algunas crías que observan en un árbol a través de las ventanas de la escuela conduce a un diálogo sobre la ausencia de la madre que acongoja al hijo, teniendo en cuenta que la Ley, según el padre, prescribe que, antes de acceder a las crías, se ha de ahuyentar del nido a la madre. Si la figura del hijo permite tejer un relato de las limitaciones hermenéuticas de la Torá ante el deslumbramiento que produce la realidad en el hijo, es la figura de la madre, sin embargo, que cuida de él con verdadera devoción, la que mantiene una extraña ambigüedad a lo largo de toda la acción, como si intuyera que su sometimiento voluntario puede ser refutado por cualquier acontecimiento extremo que haga titubear su fe. Que es lo que ocurre. El mimo intimista con que David Volach nos ofrece los códigos de comportamiento de los dos personajes adultos, soterradamente enfrentados en cuanto a la educación del hijo se refiere, construye una película de enormes silencios liberadores frente a los preceptos tajantes de la Ley divina personificados en el rabino que la impone. Todo discurre, pues, bajo esa normalidad preceptiva, rigurosamente preceptiva, hasta que un episodio trágico tiene lugar. Él revelará las carencias de lo establecido y la fragilidad de las creencias, reforzando el poder de sentimientos que van más allá de dichas creencias. Las piezas de la banda sonora de Herman Langschwert, sobre todo la pieza para violencelo Notre Dame, que cierra la película, es un factor compositivo como hacía tiempo que no percibía en una película. La educación en la sumisión siempre deja mal sabor de boca, y en esta ocasión ni siquiera la belleza de las imágenes o la propia música nos sirven de consuelo. Se sale de ella destrozado espiritualmente, pero con un final que deja abierto el camino a la esperanza, a pesar de los pesares, de los desgarradores pesares. Y no puedo decir más, lo siento. Hay que verla.

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