viernes, 1 de diciembre de 2017

El peculiar comunismo usamericano: “El pan nuestro de cada día”, de King Vidor.


Una hermosa loa a la solidaridad en tiempos de la gran depresión: El pan nuestro de cada día o los sólidos valores del esfuerzo cooperativo. 

Título original: Our Daily Bread
Año: 1934
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: King Vidor
Guion: Elizabeth Hill, Joseph L. Mankiewicz (Historia: King Vidor)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Robert H. Planck (B&W)
Reparto: Karen Morley,  Tom Keene,  Barbara Pepper,  Addison Richards,  John Qualen, Lloyd Ingraham,  Sidney Bracey.


La garantía Vidor era suficiente para lanzarme a la contemplación de esta obra que, según la publicidad del estuche, intuí que tendría mucho que ver con La sal de la Tierra, de Biberman, como, a su manera, así ha resultado ser, aunque con un discurso menos radical y complejo. Lo chocante, desde ese punto de vita ideológico es que Vidor haya sido capaz de rodar dos magníficas películas defendiendo ideologías totalmente opuestas: la presente y El manantial, esta muy posterior, de 1949, que representa, como nadie ignora, la brillante defensa del individualismo más feroz, el defendido por la campeona intelectual del neoliberalismo, la escritora Ayn Rand, en la línea de la escuela del filósofo Leo Strauss, cuya influencia alcanzó incluso a personas de reconocido izquierdismo como Susan Sontag, por ejemplo. El pan nuestro de cada día, centrémonos en la película, es una película al estilo de las de Capra, para que los lectores me entiendan correctamente: llena de personajes vitalistas, ingenuos, entusiasmados con la vida, presente esta las adversidades que presente, y dispuestos a dar la vida por ayudar al prójimo aun a costa de postergar sus propios intereses si fuera necesario. En este caso, una pareja en paro que no puede pagar el alquiler del piso que ocupan en la ciudad, aceptan la propuesta de un familiar de ocupar un rancho deshabitado, pero en el que hay una casa y posibilidades de trabajarlo para que rinda algo. Llegan, con el entusiasmo algo cargante del marido, y la complacencia infinita de su mujer, jamás dispuesta a llevarle la contraria ni a quejarse, y empiezan a tratar de sacar adelante una instalación agraria sin ningún conocimiento de cómo hacerlo con provecho. Un afectado por la depresión, que es lo que provocó la huida de la ciudad de los dos jóvenes, para con su coche, por una avería, delante de su granja y, tras una breve conversación, descubre que es un granjero que marcha hacia California en busca de una oportunidad. Le propone compartir con él la explotación de la granja y el otro acepta. Tras el primer refuerzo, deciden poner anuncios a lo largo de  la valle que separa la granja del camino buscando fontaneros, carpinteros, herreros, granjeros y cuantos tengan algún oficio necesario en una granja. Al final, dada la desesperación de las gentes que buscan una esperanza, por magra que sea, se quedan desde un violinista hasta un enterrador pasando por un contable, aunque todos dispuestos adobar el espinazo en las duras jornadas laborales del campo. La película exalta los valores de la cooperación. El grupo se organiza democráticamente y eligen al propietario de la granja -luego se verá que no es tal, porque la granja ha salido a subasta por impago de las deudas- el director de la empresa colectiva. La noticia del sheriff de que los terrenos han de salir a subasta supone el primer contratiempo fundamental, pero el “control” piadosamente mafioso que ejercen los trabajadores sobre los especuladores que quieren pujar lleva a que la granja sea adjudicada a sus explotadores por 1’75 dólares… La gran adversidad es, sin embargo, la sequía, la ausencia e lluvia que amenaza con acabar con la cosecha de maíz, ¡con la primera cosecha! ¡Con la lírica escena que se pudo ver cuando los personajes reparan en que empiezan a brotar los tallos de las semillas plantadas! La llegada de una mujer “de vida alegre” que pone en peligro el sólido matrimonio de los protagonistas, sumada a la de la sequía, alteran los ánimos de los socios, que comienzan a culpar al jefe por la falta de previsión para un caso así. Este abandona y decide huir con la joven, aunque, al poco de iniciar la huida, cuando pasa junto a un río cercano, cuyas aguas oye nítidamente en la noche, tiene una idea salvadora que le hace frenar el coche y volver a la carrera a la granja para convencer a sus colegas de esa única solución: canalizar una desviación del río, para llevar el agua hasta los campos de maíz. Solo por este final apoteósico merece muchísimo ver toda la película, algo aburridilla y un mucho buenista/podemita, con esa ingenuidad rayana en la bobería que parece excluir el mal por decreto en el mundo de los buenos. Las escenas vibrantes de la construcción del acueducto para llevar el agua a los campos ha de considerarse como una de las grandes secuencias de la Historia del cine. La coreografía de los picos y las palas, el movimiento de la intendencia para atender a los hombres en ese esfuerzo, la sustitución de unos por otros, la construcción de las vías elevadas para salvar las dificultades del terreno, el polvo, la noche, las antorchas que iluminan, el ritmo constante de los picos y las palas, el sudor, el desfallecimiento, el discurrir impetuoso del agua por el estrecho camino, la rectificación del cauce para no perder el preciosísimo elemento -¡cómo apreciamos hoy, en estos años de sequía, ese valor incalculable!- y la llegada extraordinariamente celebrada del agua a los campos, todo ello junto, constituye casi un documento excepcional de nervio cinematográfico de primera magnitud que conviene ver para apreciarlo en toda su belleza majestuosa, la del esfuerzo, la de la perseverancia, la de la unión de todos en pro del bien común, la loa del vigor, de la fe en el supremo bien del objetivo final que se desea: dar de beber a las plantas sedientas… Como no es difícil de imaginar, Vidor tuvo serios problemas para financiar la película y para estrenarla, de ahí la colaboración con actores desconocidos y muchos de ellos no profesionales, pero todos brillando a gran altura, la tópica “vampiresa” incluida. Enseguida la obra despertó las sospechas de criptocomunismo, como era de esperar, a pesar de la escena de Millet que componen los campesinos, agradeciendo a Dios, de rodillas, los brotes que alimentan su esperanza. En resumen, una película combativa, que verán, emocionados, todos los seguidores de Ken Loach, por ejemplo. Pero todos, sin excepción, deben de ver, al menos, el final de la película. Pocos hay tan buenos como este.

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