miércoles, 27 de diciembre de 2017

Neorrealismo mágico y poético: “Un ángel pasó por Brooklyn”, de Ladislao Vajda.


Lo insólito: Brooklyn en Chamartin o la usamericanización del realismo poético europeo: Un ángel pasó por Brooklyn o un apólogo moral de hondas raíces grecolatinas. 

Título original: Un ángel pasó por Brooklyn
Año: 1957
Duración: 90 min.
País: España
Dirección: Ladislao Vajda
Guion: Ladislao Vajda, Ugo Guerra, Ottavio Alessi, José Santugini, Gian Luigi Rondi, István Békeffy (Historia: István Békeffy)
Música: Bruno Canfora
Fotografía: Heinrich Gärtner (B&W)
Reparto: Peter Ustinov,  Pablito Calvo,  Aroldo Tieri,  Maurizio Arena,  José Isbert, Renato Chiantoni,  Carlos Casaravilla,  José Marco Davó,  Enrique Diosdado.


Cuando empecé a ver la película no podía creérmelo: un barrio italiano de Brooklyn en el que todos se expresaban en el más castizo español imaginable, y eso incluía policías, jueces, abogados, e tuti quanti… Además, la españolidad de actores intransferibles a la realidad americana, como Pepe Isbert,  el propio niño Pablito Calvo -el inmortal Marcelino de Marcelino, pan y vino- o colaboraciones esporádicas de Luis Sánchez Polack, el Tip de Tip y Coll o la propia hija de Isbert añadía un factor de distorsión de la realidad que dura, prácticamente, desde que empieza la película hasta que acaba. No tarda mucho el espectador en ubicarse y darse cuenta de que la deslocalización geográfica no responde sino a un intento de internacionalizar una trama que, eso sí, es perfectamente universal, porque se trata de un apólogo moral que predica la bondad frente al neoliberalismo despiadado, para entendernos. Los niños van “disfrazados” de niños americanos y el resto de los personajes no han de adaptarse, porque son todos inmigrantes que viven, o mejor, malviven en pisos de alquiler que les cuesta mucho pagar religiosamente cada mes. Y ahí entra la figura del abogado administrador de las fincas que ha de cobrar esos alquileres y proceder, en caso contrario, al desahucio de las familias que no paguen: Peter Ustinov, en un papel de administrador sin entrañas que tiene esclavizado a su empleado y que es temido por todo el vecindario, pues incluso en las tiendas o en el restaurante repele su proverbial antipatía, da el papel con excelente severidad e impía fortaleza. Este abogado intenta enseñar a su empleado a ladrar desde dentro de la oficina para ahuyentar a los indeseables pedigüeños que llaman al timbre. Todo transcurre, dentro de esa realidad “impostada” de Brooklyn en Chamartín, en una recreación de estudio admirable, magnífica, que se ajusta a la realidad como un guante. Incluso el equipo de Vajda rodó algunas tomas en el Brooklyn verdadero para aumentar la verosimilitud de una recreación, ya digo, fantástica, y que, a veces, hace dudar al espectador de si está viendo, como en los cuadros de Elmyr de Hory, protagonista del F for Fake de Welles. Los personajes de la historia son, básicamente, gente humilde que trata de sobrevivir al desengaño del sueño usamericano en el que los perros se atan con longanizas, como tiene la infausta ocasión de reconocer uno de los “triunfadores”, el abogado que no les pasa ni una a los pobres diablos a quienes extrae alquileres que significan el hambre o la imposibilidad de hacer frente a las exigencia vitales de la vida diaria. Una anciana que vende cuentos por la voluntad, llama a la puerta del abogado para vender su humildísima mercancía, pero este, ladrando como un buen perrazo, la asusta y la echa, pero no puede evitar que la maldición de la vieja lo alcance y lo convierta en un perro. A partir de ese momento, Ustinov ha de compartir el estrellato de la película con Calígolo, el perro, que sabe estar a la altura del actor, a juzgar por la expresividad que logra arrancar la cámara del animal. La escena en la que un vagabundo que está comiendo frente a él, le da algo de comer para atraerlo a una tienda de fabricación de salchichas donde lo vende con tan siniestro fin es excelente. Y aquí entra en acción Pablito Calvo, quien, despreciado por otros zagales del barrio, y maltratado, se acaba haciendo amigo del perro, con quien tiene escenas muy logradas. La relación del empleado y el amo, convertido en perro, también es algo muy especial, porque Aroldo Tieri, quien vela por los intereses de una joven que ha de cobrar una herencia de 6000 dólares, y de la que está enamorado en secreto, aprovecha la  ausencia canina del jefe para conceder aplazamientos, pagar la herencia a la joven, etc. Por medio, porque se trata de una película coral, ha de mencionarse la historia del semi mafioso -por el traje oscuro de rayas blancas también- que quiere apoderarse del dinero de la joven y dejarla en la estacada, tras haberle prometido que se casaría con ella. Todo se resuelve cuando el jefe advierte lo que está ocurriendo y, cuando ella va a entregarle el sobre con el dinero al mafioso, el perro se interpone y, mordiendo el sobre, se coloca fuera del alcance de quienes se reúnen para detenerlo, ante quienes se zampa los seis mil dólares en billetes en un periquete. Un desastre que, sin embargo, le abre el camino amoroso al empleado, quien será correspondido. Es decir, la película tiene también una historia en clave de melodrama que se imbrica en el apólogo moral en el que se difuminan, más allá del bien y del mal, los matices de la conducta humana. Es un cine heredero del gran Capra, por supuesto, pero también del cine italiano de posguerra en películas como Milagro en Milán, por ejemplo. Hay que recordar que la película es coproducción italo-española, y de ahí la presencia de actores italianos que contribuyen espléndidamente a dar vida a una película cuyo carácter de fábula poética la sitúa más allá de la crítica realista que desmenuce ciertas alienaciones o resignaciones sociales que excluyen la conciencia de lucha activa contra las desigualdades. Aunque sean usamericanos de Chamartín, todos parecen haber asimilado el ideal usam3ricano del self made man… En fin, como la actuación del perro ocupa casi un tercio de la película y está espléndido, es indudable que los espectadores que acepten la petición de principio de la deslocalización fake de la historia disfrutarán lo suyo con una película para la que parece haberse inventado el adjetivo entrañable. No puede competir con la anterior, Mi tío Jacinto, ya criticada en este Ojo, pero le anda a la zaga, sobre todo por la fotografía y esa puesta en escena “lujosa” de la recreación del barrio neoyorquino.

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