martes, 23 de enero de 2018

Sobrevivir al odio genético: “Mis hijos”, de Eran Riklis.


La metáfora de la identidad intercambiable o el buenismo político en Israel: Mis hijos o una visión femenina y positiva del eterno conflicto árabe-israeli.

Título original: Dancing Arabsaka
Año: 2014
Duración: 105 min.
País: Israel
Dirección: Eran Riklis
Guion: Sayed Kashua
Música: Jonathan Riklis
Fotografía: Michael Wiesweg
Reparto: Tawfeek Barhom,  Ali Suliman,  Yaël Abecassis,  Razi Gabareen,  Michael Moshonov, Daniel Kitsis,  Marlene Bajali,  Laëtitia Eïdo,  Norman Issa,  Khalifa Natour.


Ignoro si una película israelí la hemos de considerar cine étnico, como hacemos con una producción iraní o una afgana, por ejemplo, pero de lo que no cabe duda es de que la película aborda una de las más delicadas situaciones que imaginarse puedan en la política internacional: la vida cotidiana en el estado de Israel y, especialmente, de su minoría árabe, permanentemente sospechosa para las autoridades israelíes y par la mayoría judía del país. Sí, es un choque de culturas y de resentimientos, un choque entre auténticos “enemigos”, aunque los israelíes árabes suponen el 20% de la población de Israel. He escogido esta película de Eran Riklis porque disfruté muchísimo con la única suya que había visto: Los limoneros. Moverse en la vida cotidiana de ambas comunidades y ver los puntos de intersección que se producen entre ellas no es un ejercicio fácil; menos aún si se quiere mantener una suerte de objetividad que no caiga en el panfleto o en la sumisión de la independencia crítica respeto de los extravíos sociales de cada una de las comunidades, de ahí el interés de eta cinta, de ahí el que advertí en Los limoneros, una película más que recomendable, y que hará las delicias de quienes sin reducirse a unos miopes sionismo o arabismo de pancarta, vayan más allá de las “circunstancias” y pretendan comprender las vidas individuales de los personajes a toda costa. Eso es lo que Eran Riklis nos ofrece en esta película dividida en dos partes muy marcadas. De un lado, el retrato del personaje desde la infancia hasta la primera juventud, en una pequeña ciudad israelí, dentro de la minoría árabe, un retrato en el que, sutilmente, se nos explica el fracaso social del padre, a quien se acusó de terrorismo, lo que acabó con su proyecto de graduarse en la universidad y se reconvirtió en recogedor de fruta. Dada la inteligencia natural del hijo, el padre se empeña en que vaya a estudiar a una universidad en Jerusalem en la que la presencia de algún miembro de la minoría árabe es considerada una auténtica rareza. Y ahí entramos en la otra parte de las dos muy marcadas que tiene la película: la vida del joven estudiante en un ambiente universitario en el que su presencia casi le obliga a tener que dar explicación de su presencia en él. A través de su relación con un joven judío que enferma de ELA y sufre el dramático deterioro de salud que acompaña a tan devastadora enfermedad, y de su enamoramiento de una joven judía, amores que adoptan la clandestinidad como forma de protección que rehúye el enfrentamiento con un medio hostil -y de ello hay suficientes escenas en la película, como para justificar tal precaución-  el joven Eyad irá comprendiendo la dificultad y fragilidad de su posición en esa sociedad en la que su pertenencia a la minoría árabe le dificulta incluso tener acceso a un puesto de trabajo. Tras haber descubierto los padres de su novia que él es un joven árabe, prohíben a la chica volver a la Universidad mientras Eyad siga en ella. Finalmente, él toma la decisión de abandonar la Universidad y  seguir estudios a distancia para que ella, que además se ha enrolado en el ejército, pueda seguir con sus estudios. Cuando consigue entrar como lavaplatos en un restaurante, se percata de que buena parte de los cocineros y camareros son árabes que se han israelizado nominalmente para ocultar sus orígenes. En ese momento, tras descubrir azarosamente que en la foto del carnet de identidad de su amigo enfermo ambos se parecen tanto como para que él pueda suplantar su personalidad, decide probarlo para conseguir un puesto de camarero, lo que consigue así que se presenta no como Eyad, sino Yonatan. Cuando la madre de Yonatan descubre el uso fraudulento que Eyad hace de la personalidad de su hijo, toma una decisión a la altura del profundo afecto que se profesan ambos jóvenes y que ha llevado a Eyad a convivir con madre e hijo para convertirse en la principal ayuda de la madre, cuyo marido murió de la misma enfermedad con 35 años: acepta la suplantación, la convierte en un secreto entre ella y él que nunca nadie ha de saber, y llevan el hecho incluso a la presentación de Eyad a los exámenes con la personalidad de Yonatan, de tal manera que no solo acaba sus estudios, sino que lo hace con unas notas como la madre jamás hubiera pensado que hubiera podido conseguir su hijo. La decisión de Eyad se confirma, tras la muerte de Yonatan, cundo este es enterrado como si fuera él mismo, Eyad, en un cementerio árabe y siguiendo dicho rito ante la presencia de la madre y él, como únicos testigos. Son escenas emocionantes, las del entierro, la del cadáver amortajado con la túnica mortuorio comprada por la abuela en La Meca y  la arena cayendo sobre tal derroche de blancura y pureza. Es en ese momento cuando el título abandona el plano metafórico para convertirse en una realidad que, nada más producida, ha de volver a entenderse en una lectura metafórica nueva sobre los procesos de renuncia que ha de seguir la sociedad israelí para superar la división que lastra su futuro. Las interpretaciones alcanzan un nivel de veracidad propio de esos actores que nos son desconocidos y que, en consecuencia, nos parece que no interpretan, sino que “son” a quienes interpretan. La ficción, desde esa perspectiva, pierde enteros en favor del documento social y, por ende, de una realidad aún más impactante, porque se entiende que es la “verdadera”. No es una película que deje indiferente, en efecto, y permite un ancho campo para el debate. Dada la situación, y dada nuestra circunstancia política actual, ¡qué fácil es pensar en la mala fe de la posición proisraelí del nacionalismo catalán, sabiendo en qué situación de marginación social vive el 20% de sus ciudadanos que no pertenecen al mainstream judío de la sociedad israelí! Pero la película no merece que se la contamine con conflictos ajenos al suyo, que ya es, de por sí, de auténtico órdago. Hace poco tuve la suerte de criticar en este Ojo otra película israelí que me pareció una joya, El divorcio de Viviane Amsalem, de Ronit y Shlomi Elkabetz, y que contribuye a que el espectador no israelí tenga un conocimiento más “real” de una sociedad de la que tanto desconocemos y contra la que tantos tan acerbamente se posicionan. Es tan dominante el conflicto identitario y social, que el crítico advierte qué poco espacio le ha dedicado a una realización que se pasea por Jerusalén con una sensibilidad espectacular para captar el ritmo de la vida cotidiana de una ciudad tomada militarmente. Los interiores, así mismo, como los encuentros de los jóvenes amantes en las tablas solitarias del teatro de la Universidad, adquieren una dimensión escenográfica muy sugerente. No hay más que contrastar la habitación que alquila Eyad  con la de su amigo, donde acaba instalándose después. El conflicto, pues, está presente en el plano estético porque la estética de la pobreza y la marginación, como las dificultades de la familia de Eyad para captar bien la señal de la televisión que les permita ver los canales egipcios en vez de los israelís cuando informan sobre la guerra de los usamericanos contra Irak, forman parte importante también de la realidad.

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