viernes, 16 de febrero de 2018

El drama familiar de la discapacidad infantil: “Mandy”, de Alexander Mackendrick.



La sordera de nacimiento o los padres inermes: Mandy o cómo afrontar desde la frustración la única vía posible de autorrealización: la educación especializada.

Título original: Mandy
Año: 1952
Duración: 93 min.
País:Reino Unido
Dirección: Alexander Mackendrick
Guion: Jack Whitingham, Nigel Balchin (Novela: Hilda Lewis)
Música: William Alwyn
Fotografía: Douglas Slocombe (B&W)
Reparto: Phyllis Calvert,  Jack Hawkins,  Terence Morgan,  Mandy Miller,  Godfrey Tearle, Marjorie Fielding,  Patricia Plunkett,  Dorothy Alison,  Edward Chapman,  Jane Asher.

Bien, pues ya está. De la Mandy Miller adolescente, en The snorkel, de Guy Green, a la Mandy Miller niña en esta película de un director excepcional, porque Mackendrick, quien tiene en su haber títulos capitales del cine británico como El quinteto de la muerte, El hombre del traje blanco -donde debutó Mandy Miller, por cierto- o del usamericano, Chantaje en Broaday, ya comentada en este Ojo, es un cineasta enorme, digno de admiración. El nacimiento de una hija sorda en el seno de una familia pudiente se convierte, en manos de Mackendrick, en una historia que trasciende el propio caso médico para presentársenos como una radiografía de la condición humana enfrentada a una situación límite, porque el amor hiperprotector, el orgullo herido, la ignorancia propia de estas situaciones extraordinarias y la escasa atención social dedicada en los presupuestos educativos a la educación de los sordos nos sitúan ante un drama en toda regla. En el extrarradio de Londres hay una escuela dedicada a la educación de los niños sordos, auspiciada por un patronato que provee de los fondos necesarios -siempre escasos- para su funcionamiento. El padre va a verla y le parece poco menos que una prisión horrible donde por nada del mundo metería a su hija. La madre va a verla, también, y, después de visitarla a fondo, de ver el trabajo que se hace con las criaturas y, sobre todo, el ejemplo de la fundadora, con quien la madre habla normalmente hasta que, estando aquella de espaldas a la protagonista, le interpela y la fundadora no le contesta, porque, sí, ella también es sorda y si no le lee los labios no entiende qué le dicen, la madre llega a la conclusión de que esa escuela es el único sitio donde pueden ayudar a su hija a salir del silencio de la incomunicación. La discordia familiar que supone tomar una decisión en uno u otro sentido llega al extremo de que el hombre, al verse acosado por su mujer, en el sentido de responsabilizarlo, por no llevarla a esa escuela, de negarle a su hija la posibilidad de salir de su silencio, acaba golpeando a su esposa. A partir de entonces, la mujer decide separarse del marido y, amparada por una pareja amiga, llevar a su hija a la escuela. Primero, interna, pero la niña es incapaz de adaptarse. Después, externa, para lo que la madre ha de irse a vivir junto a la escuela, estando dispuesta incluso a buscarse un trabajo para no depender del marido. A ese planteamiento, ya de por sí dramático, ha de sumarse el enfrentamiento entre el director del patronato y el director de la escuela, que se cruzará con la historia de los esposos al  tratar de acusar al director, que ayuda cada día por las tardes de forma gratuita a la niña en casa de la madre, de tener una relación adúltera con ella. La situación es compleja, porque el director sí que acaba enamorándose de la madre quien no ve en él al hombre enamorado, sino al abnegado educador de su hija. Estamos, pues, ante un drama realista ajustadísimo a la verosimilitud de todas las acciones y reacciones que va robándole a la minusvalía su papel protagonista, aunque no deja de emocionar, como es lógico, en este tipo de películas -de la que El milagro de Ana Sullivan, de Arthur Penn, es el paradigma-, el momento en que la niña es capaz de llegar a articular “mamá” por vez primera. La dirección de Mackendric, apoyada en un trabajo excepcional de Douglas Slocombe, director de fotografía de obras clásicas como El sirviente, de Losey o la poderosa El tercer secreto, de Charles Crichton, se pone al servicio de la narración y con una selección de planos perfectamente adecuados a la voluntad narrativa del caso, parece querer abstenerse de cualquier tipo de veleidad estética que nos distraiga del drama de los esposos. Con todo, las escenas en el colegio, con los niños sordos, son de una naturalidad tan asombroso que diríase que no han hecho otra cosa en toda su vida, todos los niños, que actuar ante las cámaras. Mandy Miller, que no es sorda, realiza una interpretación cargada de emoción y expresividad a cuya altura en modo alguno está la de la otra película suya que venía de ver, The snorkel. No sé si la transición a la edad adulta le supuso alguna decepción profunda, pero es el caso que The snorkel fue su última película y que a los 21 se casó y abandonó el cine. Esta película, desde el inicio, se centra casi exclusivamente en cómo el caso de la sordera congénita de la hija influye en la convivencia de un matrimonio a la hora de buscar la terapia educativa adecuada, algo muy frecuente y doloroso, porque las minusvalías, del orden que sean, no dejan de tener una suerte de poderoso, ¡y aun hasta indeleble!, estigma social que deja a quienes han de convivir con ellas sumidos en un desconcierto y en un aislamiento que puede llevar a la destrucción de vínculos íntimos. La película, así pues, que no cae en ningún momento en el melodrama o en el dramón lacrimógeno, es un caso notabilísimo de verdadero cine social, si bien la pericia psicológica de Mackendrick va más allá del “caso” y nos ofrece un caso singular en todo lo que tiene de común, pero sin perder la individualidad de los personajes que sufren una situación compleja y dolorosa, pero, ¡afortunadamente!, no desesperada.

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