lunes, 14 de mayo de 2018

Robert Hamer: “Siempre llueve en domingo” y “Ocho sentencias de muerte”, un director de vida “maldita” y clara visión cinematográfica.



La vida casi neorrealista de los eastenders en Siempre llueve en domingo y una exquisita comedia Ealing de humor negro: Ocho sentencias de muerte o un “festival” de Alec Guiness y del impagable humor británico.

Título original: It Always Rains on Sunday
Año: 1947
Duración: 92 min.
País: Reino Unido
Dirección: Robert Hamer
Guion: Henry Cornelius, Robert Hamer, Angus MacPhail (Novela: Arthur La Bern)
Música: Georges Auric
Fotografía: Douglas Slocombe (B&W)
Reparto: Googie Withers,  Edward Chapman,  Jack Warner,  Susan Shaw,  Patricia Plunkett, David Lines,  Sydney Tafler,  Betty Ann Davies,  John Slater,  Jane Hylton, Meier Tzelniker,  John McCallum,  Jimmy Hanley,  John Carol,  Alfie Bass.


Título original: Kind Hearts and Coronets
Año: 1949
Duración: 106 min.
País: Reino Unido
Dirección: Robert Hamer
Guion: Robert Hamer, John Dighton (Novela: Roy Horniman)
Música: Ernest Irving
Fotografía: Douglas Slocombe (B&W)
Reparto: Dennis Price,  Alec Guinness,  Joan Greenwood,  Valerie Hobson,  Audrey Fields, John Penrose,  John Salew,  Arthur Lowe,  Clive Morton,  Hugh Griffith.

Dicho y hecho, me quedé con la copla de ver algo más de Robert Hamer, tras su estupendo episodio en Al morir la noche, el del espejo encantado, y hete aquí que en Filmin he encontrado estas dos buenas muestras de un director que, tras lo visto, debería tener mayor predicamento del que goza, que se acerca injustamente a “ninguno”. Me queda por ver un thriller con John Mills, rodado en el estuario del Támesis y no estrenado en España, The long memory, absolutamente prometedor. La vida personal de Hamer, alcohólico, expulsado de la Universidad y homosexual -en aquella época en que era delito  y se penaba con años de cárcel y con la ruina de cualquier carrera profesional por brillante que fuera, como vimos con el genio de la computación, Alan Turing- es la historia de cómo el alcohol puede truncar una más que prometedora carrera, porque Hamer incluso llegó a sufrir ataques de Delirium tremens en el rodaje de su última película. Encorsetado por las exigencias de la Ealing, adonde lo llevó Alberto Cavalcanti, fue capaz de imprimir un profundo aire de thriller desengañado a un planteamiento neorrealista en Siempre llueve en domingo y de primar la burla cruel de la mezquina aristocracia británica en Ocho sentencias de muerte. Su retrato de unas vidas marcadas por el desencanto y la necesidad de huir de los chatos horizontes de una vida gris en Siempre llueve en domingo nos acerca a un ejercicio de cine social, mezclado con una estructura de suspense que anticipa, en cierto modo, un tipo de historias y de enfoques que hará suyo el Free Cinema posterior. Una camarera de un pub se enamora de un cliente que la seduce y justo cuando van a casarse recibe la noticia de que su flamante novio ha sido detenido y ha de cumplir una larga pena de cárcel. La película comienza con la huida del preso y con su llegada a la casa de su antigua novia, ahora casada con un hombre que ya tiene dos hijas mayores con quienes la madrastra anda siempre en pleitos de malquerencia. La presencia del “extraño” en la casa obliga a la protagonista a disimular no solo la tensión que le genera dicha presencia, sino, también, lo que esa presencia ha removido en su interior, porque el suyo ha sido un matrimonio casi de conveniencia antes de “quedarse para vestir santos” (To be left on the shelf, en inglés), y de ahí la no aceptación por parte de las hijas. La película narra la excesivamente tranquila vida del hombre y el intento de la hija por buscarse una salida a través de una relación adúltera con un don juan de baratillo, un músico de barrio que tiene una tienda de discos y a quien su mujer, con quien acaba de tener un hijo, está dispuesto a abandonarlo si continúa con sus flirteos. A lo largo de un día inacabable, la presencia del antiguo novio, que se instala, además, en el dormitorio del matrimonio, y donde descansa y se repone del sueño y del hambre de los días de huida, descubre a la mujer la diferencia entre la no extinguida pasión y la conllevancia matrimonial insípida que es todo su presente. El hijo de ese matrimonio, además, que descubre la relación del músico con su hermanastra, y que aprovecha para hacerle un chantaje y conseguir una armónica detrás de la que va desesperadamente y que su familia no se puede permitir comprarle, nos acaba de redondear el degradado panorama moral de una familia típica del East End, un microcosmos en el que advertimos cómo se resquebraja la institución familiar hasta convertir el castillo-hogar británico por excelencia en un complejo mundo de transgresiones, enfrentamientos, mentiras y torpes representaciones de normalidad. Una vez repuesto, el preso le pide algo de dinero a la antigua enamorada. No puede darle nada, pero le da el anillo de prometida que él le regaló para que saque algo por él…, y que guarda como un tesoro sentimental, ¡pero él no lo reconoce y solo advierte su valor de mercado! Cuando él se va, un periodista de sucesos ha descubierto por azar, en el pub, que el fugado había sido novio de la antigua camarera, se dirige a su casa para proseguir la investigación y le da el queo a la policía. Al final el protagonista agrede al periodista y se fuga hacia no se sabe bien qué, si la muerte o un futuro incierto en tensa libertad. La persecución policial, aunque modesta desde los medios, es muy buena desde la planificación de las escenas y de la iluminación, con unas escenas en la estación de lo mejorcito del cine de suspense. La fluidez con que hasta ese momento ha transcurrido la película, en un ejercicio de realismo lleno de verdad y exento de tendenciosidad nos revela la excelente mirada crítica de un director muy atento a la construcción el retrato social desde los detalles. No estamos ante una historia “singular”, excepcional, sino ante un trozo de vida expuesto con la intensidad exacta con que todos solemos vivir nuestras propias vidas. Y Hamer, en un drama que va más allá de las típicas comedias que hicieron famosa a la productora Ealing, sabe hacernos llegar ese tejido de vidas determinadas por muy distintas motivaciones. Hay algo de visión poética tan desolada como auténtica en esa permanente lluvia dominical que parece excluir la “fiesta” de nuestras vidas, como si pertenecer a determinada clase y vivir en ciertas condiciones fuera incompatible con ella.
Ocho sentencias de muerte, sin embargo, es totalmente diferente. Aquí sí que estamos ante una “clásica” comedia Ealing, aunque la mordacidad crítica del planteamiento va, acaso, algo más allá de lo deseado por la productora, porque la historia es poco menos que una descalificación radical de la familia aristocrática inglesa, presentada en la película como la suma de la mezquindad, la ruindad y la bajeza moral. A partir del presente de un condenado a la horca que está a punto de concluir sus memorias poco antes de ser ejecutado, un noble típico y tópico, con toda la elegancia y la distinción de un aristócrata de cuna, retrocedemos en un flash back lineal a la historia de cómo cometió los ocho crímenes que le llevaron a quedar como único aspirante a la titularidad del ducado de Chalfont, lo que incluso añade la boda con la viuda de uno de los asesinados. Louis D'Ascoyne Mazzini, que así se llama el personaje -genialmente interpretado por Dennis Price, quien le roba el mérito al esfuerzo caracterizador de Alec Guiness, quien interpreta a ocho personajes distintos- es el fruto del matrimonio no autorizado de la hija del duque con un tenor italiano que actúa para la familia ducal, una suerte de prologo encantador de lo que supuso para el joven Louis una vida expulsado del ámbito aristocrático al que pertenecía por derecho. La madre muere abandonada por su familia, nadie de la cual irá siquiera a su entierro, y ello se convierte en algo así como en el detonante que activa la sed de venganza del hijo, quien, merced a su ingenio, su determinación y su inequívoco porte aristocrático, irá escalando en los negocios de la familia y quitándose de en medio en la carrera hacia el título de duque a todos los adversarios. No en todas las muertes se recrea la historia de igual manera, algunas, como la del cazador o la del  ministro de la iglesia, ambas buenísimas, se extienden más y otras se despachan en modo rápido contable, como esas clásicas hojas del calendario que el viento arranca para marcar el paso del tiempo. Como el protagonista está leyendo las memorias que está a punto de concluir, la voz en off es la suya propia, y se agradece el tono irónico permanente de esa narración. No provoca la carcajada, pero no podemos dejar de sonreír durante todo el metraje, sobre todo por la interpretación exquisita y remilgada del protagonista, más aristocrático que toda su parentela. La vida sexual del protagonista será determinante, por la venganza despechada de su amante cuando se entera de que quiere casarse con una aristócrata, despreciándola a ella. ¿De qué lo acusa? De la muerte de su marido, a quien el banco del amante prestaba dinero para sus negocios y, al negarle el último crédito y saber el marido que ella era la amante del prestamista, acabó matándole en el curso de  una discusión. El juicio y la solución al mismo, cuando cede al chantaje de su amante para casarse con ella si, “de repente”, apareciese una nota en que su marido indicara claramente que se había suicidado, son de una sensibilidad exquisita desde el punto de vista de la secuencia final, con el duque saliendo de la prisión y dos carruajes esperándole en la puerta, el de la aristócrata y el de la plebeya. En ese momento, no obstante… Y ahí queda el toque genial de un desenlace inesperado y estupendo que podrán ver quienes opten por pasárselo la mar de bien con esta joya de la Ealing que acabo de descubrir.

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