jueves, 17 de mayo de 2018

“Un sombrero lleno de lluvia”, de Fred Zinnemann o el drama de los cocainómanos en la pantalla.



La vertiente social del cine de Fred Zinnemann: Un sombrero lleno de lluvia o el drama de la drogadicción llega a las pantallas y se visibiliza. 

Título original: A Hatful of Rain
Año: 1957
Duración: 109 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fred Zinnemann
Guion: Michael V. Gazzo, Alfred Hayes (Obra: Michael V. Gazzo)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)
Reparto: Anthony Franciosa,  Eva Marie Saint,  Don Murray,  Lloyd Nolan,  Henry Silva, Gerald O'Loughlin,  William Hickey,  Art Fleming.

Después de haber visto El hombre del brazo de oro, Pánico en Needdle Park o la serie The wire, entre otras muestras de lo que ya casi puede considerarse un subgénero del cine,  es posible que a algunos esta excelente película de Zinnemann les parezca algo “descafeinada”, como si la elisión del ritual de la administración de la droga o los estragos de las últimas fases de los consumidores, reducidos a puras piltrafas humanas, le quitara una capacidad emotiva de lo que supone para los drogadictos vivir anclados a esa necesidad imperiosa a la que lo sacrifican todo: familia, trabajo, pareja, descendencia, amistades…, todo. Aquí, hasta los mafiosos del trapicheo tienen una maldad con contemplaciones, a diferencia de la cruda realidad de ayer, de hoy y de siempre en la que estos sujetos jamás se paran en barras ante cualquier deuda no pagada. La llegada de un padre a Nueva York para reclamarle al hijo mayor unos dineros con los que poder acabar de arreglar el local que ha cogido en traspaso para poder montar su pequeño local dispara una trama angustiosa en la que nada de cuanto aparece en la pantalla en los primero quince minutos va a ser como pretende aparentar que es. El hermano drogadicto, en quien su hermano mayor ha “invertido/desperdiciado” esos dineros que necesita el padre, no tiene trabajo, su mujer está esperando un hijo, se ha quedado sin trabajo y está en plena fase de mono y sin dinero con el que comprar la droga que necesita. Como bien los tres, los dos hermanos y la mujer del pequeño, en la misma casa, el desinterés del marido por su esposa da pie a que el hermano mayor se atreva a insinuarle a ella el amor que le tiene, del mismo modo que, a su vez, ha de sufrir el terrible desprecio del padre por haberse convertido en un ser vulgar que trabaja como matón de seguridad de un local, un trabajo miserable que el padre le reprocha como un fracaso, hasta que se entera de que el dinero que buscaba ha desaparecido en la drogadicción de su hijo, momento en el que, al desmoronársele todo, inicia un camino de comprensión de cuanto ha estado ocurriendo a sus espaldas, sin que él tampoco hubiera sentido nunca un verdadero interés por cómo fuera  la vida de ninguno de sus hijos, tan lejos de él. La película, con abundantes exteriores, que no acaban de disimular el origen teatral de la obra, tiene un blanco y negro especial, definitorio de un nivel de calidad que se verifica en los encuadres y en las interpretaciones. Franciosa incluso estuvo nominado al Oscar al mejor actor. Eva Marie Saint, sobre todo en las equívocas relaciones con su cuñado, está sobresaliente. A medida que el mono del protagonista, un Don Murray más cerca del urbanita neoyorquino que fue que del vaquero temperamental y casi analfabeto que le consagró en  Bus Stop, con Marilyn Monroe, se va apoderando de él -y ahí están los ridículos intentos de convertirse en asaltante callejero para sacar los dólares con los que pagarse la mercancía- la película gana en el dramatismo de situaciones que nos son conocidas. Es cierto que el deseo del joven drogadicto por liberarse de esa maldición contribuye mucho a hacernos ver el problema social con cierta esperanza y a aplaudir la decisión de la esposa: denunciar a su marido a la policía para que pueda ser internado y sometido a una cura de desintoxicación que pueda ser definitiva, porque el hermano mayor ya empleó en ello buena parte del dinero con el que el padre esperaba instalarse por cuenta propia y no sirvió de nada. La llamada telefónica de la esposa a la policía es muy emocionante, porque quiere “denunciar” a un drogadicto, dice, para nmediatamente añadir que es “su marido… La estética de los planos exteriores me ha recordado mucho al cine de Cassavettes, pero sin la especial imaginación del director maldito. Zinnemann se ciñe más a un relato tradicional en el que se mezcla a partes iguales la maldición de la marginalidad  y la loa del espíritu de superación, tan usamericano. En aquellos años de finales de la década de los 50 no era, la drogadicción, y menos aún por cocaína, un tema que apareciese a menudo en las pantallas, de ahí el valor inmenso de Zinnemann al llevar a la pantalla esta propuesta de denuncia de lo que ya empezaba a convertirse en una plaga, si bien ceñida al mundo de los artistas y al de las clases pudientes que podan permitirse el lujo de su consumo. Es una película honesta y con un buen planteamiento, porque, desde el punto de vista del padre, que llega desde unos recuerdos en los que aún la familia, como concepto tradicional, tenía un sentido, el espectador se irá sorprendiendo a medida que llegue la información de lo que realmente está ocurriendo y de cómo han de adaptarse a esos hechos las personalidades de los protagonistas.

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