sábado, 23 de junio de 2018

“Jeanne Eagels”, de George Sydney: una actriz olvidada, una tragedia eterna…



Magnífico guion de John Fante, novelista “maldito”, para una biografía espectacular interpretada por una Kim Novak mítica: Jeanne Eagels o una digna heredera de Eva al desnudo.

Título original: Jeanne Eagels
Año: 1957
Duración: 108 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Sidney
Guion: John Fante, Daniel Fuchs, Sonya Levien
Música: Mischa Bakaleinikoff, George Duning, Gil Grau, Howard Jackson
Fotografía: Robert H. Planck (B&W)
Reparto: Kim Novak,  Jeff Chandler,  Agnes Moorehead,  Charles Drake,  Larry Gates, Virginia Grey,  Gene Lockhart.

No ha sido premeditado, que conste, esta coincidencia biográfica en dos actrices usamericanas de muy diferente condición y no contemporáneas, pues hay una generación de distancia entre una y otra. Si Frances Farmer encarna la maldición de la fama y la caída del ídolo fabricado por Hollywood, Jeanne Eagels es la clásica historia de la decidida voluntad de alcanzar el estrellato en el mundo del teatro viniendo desde lo más cutre, las barracas de feria con números picantes para aldeanos reprimidos. Allí estaba Jessica Lange, con una interpretación muy destacada; pero aquí, dilectos frecuentadores de este Ojo, está nada menos que Kim Novak, que venía de Picnic, de Joshua Logan e iba hacia Vértigo, de Hitchcock el año siguiente a esta, o sea, en el momento cumbre de su carrera, porque en el mismísimo 1957 también rodaría a las órdenes de Sidney Pal Joey, con Frank Sinatra y Rita Hayworth. La vida de Jeanne Eagels arranca con el sueño de una joven que está dispuesta a todo para conseguir llegar a su meta: debutar como actriz en  Broadway, por más que el camino para llegar allí esté lleno de no pocos contratiempos y una vida vagabunda en el mundo de los circos ambulantes, a los que se une porque uno de los propietarios de una barraca acepta “recogerla”, tras ser engañada por un vendedor ambulante de que sería elegida la reina de un concurso de belleza entre las jóvenes de la localidad, que había de realizarse en la barraca del singular “empresario”, quien, como Jeanne, también tiene sus sueños de convertirse en el gran propietario de las atracciones de Coney Island. El malentendido de su relación sentimental supone, sin embargo, la primera dificultad seria a la que habrá de enfrentarse para determinar cuál ha de ser el rumbo de su vida, porque mientras ella lo subordina todo, absolutamente todo, a su ambición profesional; su empleador y luego amante, quien vende su negocio para instalarse con ella en Nueva York y poder facilitarle así  la conquista de su objetivo, tiene unos planes tradicionales y familiares en los que ella no se ve de ninguna de las maneras. Poco a poco, pues, las vidas de se separan y ambos llegan a triunfar, pero el precio que han de pagar ambos es muy diferente: el empresario, el de la soledad y la imposibilidad de formar una familia; ella, su propia vida. Si la película me ha sorprendido no es, ¡aunque parezca mentira esta afirmación!, por la exquisita, sólida y convincente interpretación de Kim Novak, un auténtico animal fotogénico, sino por una dirección y una puesta en escena que tiene momentos en que roza incluso la grandeza. Hay encuadres de una originalidad indiscutible y de un clasicismo propio de los grandes directores. Sobre todo en los interiores con una profundidad de campo que revela un suerte de dialéctica entre el espacio y los personajes que sorprende a los espectadores, arrastrados a la confrontación con la permanente esquizofrenia en que vive la protagonista: sumisa a su codicia; añorante de los tiempos felices anteriores. Las secuencias del robo de una obra a la actriz caída en desgracia que aspira a volver con ella a la primera fila de la profesión constituyen un pequeño minidrama que se resuelve, a la manera de las películas de terror, con la irrupción de la actriz robada en las bambalinas del teatro, junto a la actriz que escucha los aplausos que la reclaman para salir a escena, para pasar, posteriormente, a la escena del suicidio de la desdichada, una suerte de premonición de su propio final, y de ahí la congoja callada con que vive el desenlace de ese drama paralelo dentro del de la propia Jeanne Eagels. La película es, sin duda, una crónica de la insatisfacción y la comprobación empírica de que los caminos no éticos que llevan al triunfo nunca permiten que la felicidad sea su meta. Sí, la mezcla de ficción y realidad está lo suficientemente dosificada como para que las licencias dramáticas postizas permitan construir un hilo narrativo que atrape a los espectadores y realce, como se debe, el drama íntimo que vivió la actriz durante esos años de profesión en los que, presionada por el sindicato de atores, que incluso le prohibió actuar, llegó a triunfar efímeramente en el cine poco antes de iniciar un descenso a los infiernos de la drogadicción del que ya no saldría. Las escenas de la despedida del año con su marido, un exjugador de football americano,  ambos borrachos y solos como dos perros, están rodadas con una frialdad casi documental que recuerda algunas de Días de vino y rosas, de Edwards. Del mismo modo que una secuencia final, con la aspirante a actriz que entra en el camerino de la estrella a la que pide una ayuda que la impulse hacia el camino del triunfo nos devuelve a la memoria de Eva al desnudo, de Mankiewicz, como no puede ser de otra manera… Y a fuer de sincero he de reconocer que esta película de Sidney bien merecería una reconsideración crítica para ser mencionada con todos los honores en ese reducido círculo de las películas de carácter metaartístico que, centrada en este caso en el teatro, exploran el difícil terreno de la estabilidad mental de las personas que alcanzan la cima en tan difícil profesión.


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