miércoles, 13 de junio de 2018

"Las estrellas de cine no mueren en Liverpool", de Paul McGuigan o la última pasión de una diosa menor del celuloide.



Emotiva, técnicamente brillante, y con alguna escena camino de las antologías, como la lectura de Romeo y Julieta sobre las tablas del viejo teatro vacío… Un melodrama sin sentimentalismos.  


Título original: Film Stars Don't Die in Liverpoolaka
Año: 2017
Duración: 106 min.
País: Reino Unido
Dirección: Paul McGuigan
Guion: Matt Greenhalgh (Memorias: Peter Turner)
Música: J. Ralph
Fotografía: Urszula Pontikos
Reparto: Annette Bening,  Jamie Bell,  Julie Walters,  Vanessa Redgrave,  Stephen Graham, Leanne Best,  Kenneth Cranham,  Frances Barber,  Tom Brittney,  Ben Cura, Bentley Kalu,  Adam Lazarus,  Tim Ahern,  Rick Bacon,  Nicola-Jayne Wells.

¡Corran a verla! Da igual que se la cuenten…, porque nunca nadie les podrá contar las imágenes con la fuerza impresionante con que te entran por los ojos tal y como McGuigan las ha filmado, en una apoteosis narrativa de la complejidad de los sentimientos más delicados. Sí, sí, vaya por delante que los amantes del kleenex están delante de “una de las suyas”, de una de las mejores de las nuestras. Una película en la que el clímax de la escena de Romeo y Julieta en las tablas del viejo teatro vacío de una ciudad industrial como Liverpool, dicha con los más puros acentos de la agudeza barroca de Shakespeare, capaces de sacudirte las entretelas del corazón con un ingenio que deja chicos, de pronto, todos los diálogos de todas las películas de todas las historias de amor que se hayan podido escribir, representar o filmar después de él, provoca el lagrimal como solo los gases lacrimógenos de la policía, las cebollas agrestes o las erupciones volcánicas son capaces de provocarlo. La historia del amor entre una diva del cine en horas bajas, Gloria Grahame y un joven actor que se inicia en la profesión, con quien coincide en una residencia, the boy next door…, y con quien acabará teniendo una apasionada historia de amor que es lo que se cuenta en la película, está magnifícamente interpretada por dos actores para los que parecía haber sido escrita la historia: Annette Bening y Jamie Bell, ¡el eterno Billy Elliot! Hablar de compenetración es poco, y ambos se superan en un crescendo de sentimientos vividos con puro método stanislavski, porque se trata de una actuación que se ve claramente cómo les sale desde dentro. Es tal la identificación de Bening con la Grahame, que la película acepta pasar de un plano de la Grahame de ficción a la Grahame real en la pantalla sin que el espectador suspenda en ningún momento la verosimilitud de lo que está viendo, ¡hasta ese punto llega la identificación del trabajo de Bening con la vida de Grahame en aquellos infaustos años de su final marcado por el cáncer!. Desde que supe que se había estrenado la película quise ir a verla, porque, además, acababa de ver Encrucijada de odios, de Dmytryk, hace cinco críticas de este Ojo, y no hace sino unos meses que habíamos revisitado, con total delectación, mi Conjunta y yo, Cautivos del mal, de Minnelli, la actuación que le valió su único Oscar. Sobre la ajetreada vida amorosa de la actriz, su boda con Nicholas Ray, con cuyo hijo se acabaría casando bastantes años después, antes de, iniciado ya el declive de su carrera cinematográfica, instalarse en Inglaterra como actriz teatral, poco sabía y poco me importaba. Para eso se inventaron las columnas maledicentes al estilo de las de Louella Parsons o las del columnista cruel que se describe en Chantaje en Broadway, de Mackendrick. Así pues, cuanto se cuenta de su vida proviene de la visión del joven amante a quien puede considerarse, con toda propiedad, el último gran amor de su vida .La historia se ciñe cronológicamente a los últimos tres años de vida de la artista, cuando la metástasis del cáncer de pecho que había tenido la lleva a cortar de raíz la historia de amor con el joven actor y alejarlo de su vida, aunque ella siguió actuando en Inglaterra. La película comienza con la recaída de la actriz en un teatro al que acude el examante para, finalmente, ante la negativa de la actriz a ser ingresada en un hospital, instalarla en casa de sus padres, donde él mismo vive, y aguardar la muerte en el único espacio y con la única gente donde y con quien ella se había sentido aceptada y querida. A partir de ese momento y mediante unas excepcionales transiciones fílmicas de espacios que se abren al recuerdo, iniciamos varios flash backs que narran una historia de amor entre dos amantes a los que les separan casi 30 años y les une, además del amor al teatro y a Shakespeare, una auténtica pasión amorosa que ha de luchar contra esos dos inconvenientes de primera magnitud: la condición de exdiva del cine de ella, junto a su pasado sentimental tormentoso -la escena con la madre y su hermana es excepcional por la crueldad que destila- , con escándalos que condicionaron su carrera, pero sobre los que se pasa de puntillas en la película, y la diferencia de edad que, en ciertos momentos de incontinencia verbal pueden provocar feroces malentendidos. En primer lugar ha de hablarse, como hemos hecho, de lo que bien puede considerarse una historia sepultada, porque Turner no llegó a casarse con Grahame y ni siquiera asistió a los funerales, porque él estaba trabajando en una obra en Inglaterra. El director de escena del teatro donde actuaba Turner, cuando este excusó sus retrasos con la situación que tenía en casa, con la actriz que no quería ingresarse en el hospital, fue quien le dio el título de lo que primero serían sus memorias y ahora una película: Las estrellas de cine no mueren en Liverpool, le dijo. Pero lo verdaderamente interesante de la película, más allá de la curiosa historia de amor entre dos actores tan distintos, es la realización cinematográfica de la misma, con una división de juegos cromáticos, según la acción transcurra en Inglaterra o Estados Unidos que constituyen un acierto de primera magnitud. Las escenas en California, en la especie de megarulote o casa prefabricada que tiene la actriz allí, en las antípodas de los lujos hollywoodescos marcan claramente espacios, personalidades y ambientes distintos, como sucede, después, con la magnífica iluminación del apartamento que comparte en Manhattan, cuando, por su secretismo con todo lo relacionado con su salud, algo muy idiosincrático de los usamericanos, acaba rompiendo la relación con ese gran amor. Esas idas y regresos al pasado y al presente permiten una continuidad narrativa que concede a los espectadores la información suficiente para comprender una psicología tan peculiar y enrevesada como la de la actriz y el desconcierto de un joven que ignora su propia responsabilidad en el deterioro de esa hermosa relación. En la medida en que estamos en presencia de una potente historia de amor, conmovedora, incluso, la cámara se recrea en planos excepcionales de los amantes, y en esos primeros planos es donde Bell y Bening exhiben un poderío interpretativo que le confiere una realidad extrema a la película. Empecé por el final, por aquella escena en el teatro, pero es también por la que hay que acabar, porque se trata de la última sorpresa que ella, a punto de morir, no se quiere perder, por fatigada que esté, y se cierra la película del modo más brillante posible: con una Grahame moribunda interpretando lo que siempre quiso interpretar, a Julieta sorbe las tablas. Y en ese momento privilegiado de la película es cuando los versos de Shakespeare, dichos por la Gahame de 58 años, convierten a esta en la joven Julieta de 13 que bebe los vientos por un Romeo a quien injustamente apartó de su vida en un arrebato de desesperación en Manhattan, y los besos que intercambian los jóvenes amantes sobre la desnuda escena revelan el milagro inexplicable del teatro y de la vida.

P.S. No había vuelto a ver a Jamie Bell desde la célebre Billy Elliot, pero hacía tiempo que no veía a un actor joven tan convincente en el registro amoroso como a este Bell al tiempo fuerte y delicado. Un placer.
Peter and Gloria


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