lunes, 11 de junio de 2018

“Los jóvenes salvajes” de John Frankenheimer, el compromiso social.



Desarraigo, integración y marginalidad: una juventud violenta, pero no indignada: Los jóvenes salvajes o la ley punitiva frente a la política de reeducación.

Título original: The Young Savages
Año: 1961
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Frankenheimer
Guion: Edward Anhalt, J.P. Miller (Novela: Evan Hunter)
Música: David Amram
Fotografía: Lionel Lindon (B&W)
Reparto: Burt Lancaster,  Dina Merrill,  Edward Andrews,  Vivian Nathan,  Shelley Winters, Larry Gates,  Telly Savalas,  Pilar Seurat,  Jody Fair,  Roberta Shore,  Milton Selzer, Robert Burton,  David J. Stewart,  Stanley Kristien,  John Davis Chandler, Neil Nephew,  Luis Arroyo,  José Pérez,  Richard Velez.

También podría haber titulado esta crítica La cara seca y amarga de West Side Story, porque bien puede decirse que esta película de Frankenheimer es el reverso de aquel musical algo edulcorado cuyo trasfondo vemos en esta película de Frankenheimer en toda su crudeza. John Frankenheimer debutaba en el cine, después del aprendizaje del oficio en la TV, con una película que era una declaración de intenciones. A su generación pertenecen grandes directores del cine comprometido socialmente, Martin Ritt, Sidney Lumet y Delbert Mann, por ejemplo. Centrarse en realidades hirientes, como, en este caso, la delincuencia juvenil en las grandes ciudades, sobre todo en Nueva York, donde la llegada de los puertorriqueños abrió la puerta enseguida a las luchas de bandas y al reparto de territorios, con las consiguientes defensas o ultrajes de los mismos. El ayudante del fiscal del distrito, un Burt Lancaster que trabajó con Frankenheimer en varias de sus películas, aunque no en la excepcional El mensajero del miedo, ha de investigar la muerte de un joven puertorriqueño ciego que ha sido asesinado a plena luz del día por tres jóvenes blancos que lo buscaban como objetivo de sus navajas. Así comienza la película, con el seguimiento de esos tres jóvenes por los barrios de Nueva York con una determinación absoluta, un conjunto de trrvelines que nos rcuerdan técnicas que hoy se usan para los vídeos musicales, por ejemplo. Se incluyen planos atrevidos, como el de la acción reflejada en los cristales de unas gafas de sol, por ejemplo, que nos dan a entender una voluntad de estilo que en modo alguno ha de estar reñida con el drama tenso, desagradable y violento que se escenifica. Estamos hablando, a fin de cuentas, de una ejecución despiadada, no de un enfrentamiento con resultado de muerte. Por la presión del Fiscal, que se presenta a las elecciones, el ayudante, una vez que los jóvenes han sido detenidos, y apartado uno de ellos, que es menor, se dejará persuadir de que la petición de pena de muerte ha de ser la medida ejemplar que ataje esos enfrentamientos que alteran la vida ciudadana peligrosamente. El menor resulta ser, además, el hijo de la primera novia del ayudante, quien se crió en esos barrios donde ahora ejerce su carrera profesional, con el convencimiento de que si él salió del gueto y de la miseria moral, todos esos jóvenes sin futuro podrían hacerlo igualmente, siempre que se les aparte de una vida de “aventura”, de riesgo, de acción criminal que parece darles sentido, como se aprecia en el diálogo que el ayudante mantiene con los jefes de ambas bandas, escenas muy diferentes, porque la visita del ayudante al piso del puertorriqueño, donde viven hacinados todos los miembros de la familia en dos habitaciones nos muestra una realidad dura de contemplar en las pantallas, y de ahí quizá el poco éxito que tuvo en su día la película, tan espléndida, por otro lado. La mujer del protagonista, firme enemiga de la pena de muerte, y menos aún para personas tan jóvenes, introduce en la trama una crisis familiar de envergadura. Todo ello va sumando, por tanto, algo así como una encrucijada de odios, de tensión, de crisis moral, que potencian enormemente la película y que le conceden un valor casi testimonial, documental, de una explosiva situación social. Si añadimos escenas logradísimas de acción, como la paliza que le dan al Ayudante en el metro los miembros de la banda “blanca”, en cuyo desarrollo el protagonista logra retener a uno de los miembros de la banda y comienza a estrangularlo, de tal manera que si el revisor del convoy no lo aparta mediante un soberbio puñetazo, allí mismo hubiera acabado con la vida del joven, comprobamos que la película añade una dosis de acción que la apartan de la mera película moralista o bien intencionada que deja de lado poderosos resortes de la narratividad cinematográfica. El uso del blanco y negro, la proximidad a la cámara de los personajes en ciertos encuadres en que se juega con la profundidad de campo y otros recursos no menos afortunados, nos hablan a las claras de una voluntad de estilo, próxima al lenguaje del thriller político que se manifestará también esa extraordinaria película icónica que es Pla  diabólico, un precedente poco estudiado del cine de David Lynch. Vista a más de medio siglo de su filmación, la película mantiene la tensión social de la misma a lo largo de su metraje y nos muestra a un protagonista que, con voluntad notarial, va levantando acta de la miseria humana que esconde la pobreza, la marginación, el racismo y la magnificación y embellecimiento de la violencia. Nada es lo que parece y todos son culpables: pero eso conviene que lo vean y juzguen los espectadores.


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