lunes, 24 de septiembre de 2018

«París, Texas», de Wim Wenders, revisitada.



 La mística de la derrota y la incomunicación: París, Texas o las elipsis anticlimáticas en un canto lírico al espacio de la memoria cinematográfica.

Título original: Paris, Texas
Año: 1984
Duración: 144 min.
País: Alemania del Oeste (RFA)
Dirección: Wim Wenders
Guion: Sam Shepard
Música: Ry Cooder
Fotografía: Robby Müller
Reparto: Harry Dean Stanton,  Nastassja Kinski,  Dean Stockwell,  Aurore Clément, Hunter Carson,  Bernhard Wicki.

En su momento, París, Texas, de Wenders, me había dejado un regusto de película fallida, artificiosa. Como en tantas otras ocasiones, la he revisitado para saber si  me “superó” en su momento, y fui incapaz de entender su poética o si bien se confirmaban mis recelos de entonces en la visión de hoy, 34 años después de que fuera estrenada. Lo primero que sorprende es lo intacta que sigue la maravilla de sus imágenes y sus planos en la parte de película que sigue los esquemas de la road movie, necesaria para ir acercándonos poco a poco al conflicto del personaje, un ser ultrasensible que entró, como sabemos al final, en una espiral de amor/destrucción que lo llevó, en pleno shock, a la huida y al olvido. La película, así pues, es un viaje al pasado de un señor con traje, corbata y gorra roja que recorre el desierto con una garrafa de agua en la mano. Cuando se le acaba, y a pesar de que se halla en el desierto de Texas, llega a un bar de carretera donde cae redondo. En una clínica próxima lo “reaniman” y se ponen en contacto, por un papel que llevaba consigo, con su hermano, que vive en Los Ángeles. El encuentro entre ambos es el encuentro entre dos extraños, uno de los cuales, el protagonista extraviado -lleva cuatro años vagando a la deriva por todo tipo de espacios, alejado de su mujer y de su hijo, de quien su hermano se ha hecho cargo, junto con su mujer-parece privado del don de la palabra, lo que acaba desesperando al hermano. Antes de que empiece a hablar, ya ha pasado media hora de película, que conste, y sí, las casi dos horas y media de película son necesarias porque salir del entumecimiento físico y moral del protagonista es la verdadera aventura que se cuenta. Digamos que nos aproximamos, en tiempo real de filmación al lento proceso del “renacimiento” del sujeto en cuestión. La película tiene una puesta en escena de exteriores que son todo un canto a la memoria cinematográfica del mundo americano del director alemán. Eso ya se había producido en su obra maestra, El amigo americano, pero, ahora, trasplantado de Hamburgo a Usamérica, Wenders se da el gustazo de recrear, ayudado por el director de fotografía Robby Müller, habitual de Wenders y Jarmusch, de un imaginario usamericano que ha alimentado la formación como espectador, primero y como cineasta después, de toda una generación de jóvenes europeos que, gracias a la nouvelle vague, volvieron sus ojos a la grandeza del cine usamericano, cuyos códigos alimentaron la imaginación de cineastas transgresores como Jean-Luc Godard, sobre todos. El desierto, los moteles, las gasolineras, los semáforos en esas calles eternas, las carreteras que se pierden en la inmensidad, los coches/apartamento, la conducción sin descanso, bajo el sol, bajo las estrellas, el propio coche y dos hermanos como un microcosmos… No hay plano que no hayamos visto en mil y una películas americanas de los años 30 a los 50, y sería labor de investigadores expertos, ciertamente, buscar el referente exacto de cada uno de ellos. La efectividad está fuera de toda duda. Y la película se sigue con la satisfacción de esa puesta en escena de exteriores y con la intriga por la historia del propio personaje, un perdedor que se engolfó en su perdimiento como una suerte de suicidio ritual sin la pena máxima. Si la soledad que rodea a los personajes es una vasta extensión de desierto -en la segunda parte se cambia por el desierto habitado de Los Ángeles-, en planos panorámicos que los sitúan como meros accidentes del azar, transeúntes sin importancia en la majestuosidad de la naturaleza descarnada; la soledad interior del protagonista tiene una función especular: todo ese silencio del paisaje estremecedor lo lleva dentro, y solo a muy duras penas iremos sabiendo por qué escogió esa identificación con el sueño alimentado por una referencia materna: una foto de un terreno baldío y comprado en Paris, Texas, hacia donde se dirige el personaje cifra el sinsentido de su vida, como el Godot a quien esperan Vladimir y Estragon. En este caso es el protagonista quien va hacia él. Por el camino vamos a descubrir el casi imposible reconocimiento por parte del hijo, una anagnórisis imposible, dada la edad de la criatura cuando su padre lo abandonó, y la súbita intención de “devolvérselo” a su verdadera madre. La huida de padre e hijo en busca de la madre es una segunda road movie, esta vez en ámbitos urbanos, que acaba cuando, con información cuya procedencia se le ha hurtado al espectador, logra el protagonista identificar a su ex como una prostituta que ejerce en un peep-show, un espectáculo erótico de cabinas para mirones, sin contacto físico. Esas escenas del contacto entre los esposos a través del teléfono, como prisioneros ambos, cada uno de su pasado, eran lo que yo recordaba con un alto grado de artificiosidad e impostura. Hoy no me atrevería a decir tanto por supuesto, sobe todo porque hay un acto de sincera expiación que va más allá de la incomprensible relación entre una jovencita como la Kinski y un hombre maduro como él, y porque, cinematográficamente, la superposición de imágenes entre ambas figuras en el cristal o la penumbra que destaca el espejo como una suerte de ventana abierta a las sangrantes heridas del pasado son demasiado poderosas como para obviarlas en aras de una relación comprensiblemente fracasada entre dos seres llamados a no entenderse. La degradación de la vida en común, el alcoholismo, la sensación de estar atrapada en una relación tóxica que ni siquiera la maternidad es capa de lenificar, todo ese pasado que emerge en la conversación a través el teléfono, en una suerte de reedición de La voz humana, de Cocteau, se va desgranando con una objetividad serena que permite atenuar el dramatismo al tiempo que intensificarlo. Travis, el marido errante, sabe que esa expiación no basta y que ha de seguir alejado de su ex y de su hijo, que ella puede recuperar después de tantos años de haber sufrido en la distancia no haber podido acompañarlo en su crecimiento. Hay una crítica de la dificultad intrínseca de la vida en pareja, pero en esa crítica está implícita una doble elegía, la del amor fraterno y la del amor materno. De hecho, Travis parece perseguir, en su huida, un destino que le señala la voz de su madre… ¡Qué injustos seríamos si no recordáramos en esta película la función protagonista de una música de guitarra, la de Ry Cooder, que acompaña la deriva mística del protagonista con un lirismo que no deja indiferente a ningún espectador! Oyéndola ahora, de nuevo, me ha parecido, no sé por qué, que tenía una cierta relación con la de Twin Peaks, de Badalamenti y, después de haber vuelto a escuchar esta, está claro cuál fue la fuente de inspiración de Badalamenti…, no me cabe duda, violines al margen, claro.


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