lunes, 26 de noviembre de 2018

«La buena esposa», de Björn Runge o el dilema entre el amor y la militancia feminista.



Una obra previsible y un apreciable documental sobre la interioridad de los Premios Nobel: La buena esposa o la versión literaria de Big Eyes.

Título original: The Wife
Año: 2017
Duración: 100 min.
País: Reino Unido
Dirección: Björn Runge
Guion: Jane Anderson (Novela: Meg Wolitzer)
Música: Jocelyn Pook
Fotografía: Ulf Brantas
Reparto: Glenn Close,  Jonathan Pryce,  Christian Slater,  Max Irons,  Harry Lloyd, Elizabeth McGovern,  Annie Starke,  Alix Wilton Regan,  Karin Franz Körlof, Morgane Polanski.

─¿Y cuándo te diste cuenta de que…? ─Cuando deja de botar con él sobre la cama festejando el Nobel que le acaban de comunicar que ha ganado… Tal cual sucedió la conversación con mi Conjunta a la salida de la sala la recojo. No sé si peco de lo que tampoco sé si se podría llamar excitación hermenéutica o hipersemiotismo…, pero lo cierto es que si algún misterio puede haber en un matrimonio como el presentado que arruine semejante “momentazo” no puede deberse más que a una larga vida de infidelidades consentida o a lo que sucede en esta película. Es tan evidente que, sin embargo, se lo ahorraré al posible espectador de esta película que plantea una situación quizás en exceso previsible, aunque resuelta con mucha dignidad cinematográfica, porque con una estructura clásica de narración que alterna entre el presente de la ceremonia de entrega del Nobel y los flash backs del pasado que permiten “explicar” el porqué de la crisis matrimonial que estalla, por sus gestos contados, durante la estancia en Estocolmo, la película progresa hacia la satisfacción narrativa del espectador, quien, hasta el momento, ha observado en cada uno de los gestos de la “secundaria” en dicha ceremonia, la “acompañante”, todo un drama que, por suerte, acaba conociendo con todo detalle. Mientras la veía, pensaba en la diferente situación que debió de vivir CJC o incluso Mario Vargas Llosa, cuya situación personal se acercaba bastante más  la de los personajes de La buena esposa. No son infrecuentes las crisis matrimoniales en la vejez, desde luego, con esos “¡Hasta aquí podríamos llegar!” que tienen toda la humedad de la gota que rebosa, quién sabe si el vaso, el bol o el búcaro de una dignidad malherida. Enfocar una ceremonia como la del Nobel desde la perspectiva de quien acompaña a la “lumbrera” es un acierto narrativo. Glenn Close, en este sentido, se lleva la película de calle, máxime si resulta que el “premiado” tiene mucho de frívolo e inane, algo que afecta negativamente a la película, porque no solo queda en entredicho la decisión de la concesión del Nobel en sí, sino, y eso se ve ya en el primer flashback, la integridad del “misterio” que comparte la pareja y que cualquier intelector avispado habrá adivinada cuál es, aunque yo voy a cumplir con mi rol y de estas líneas no saldrá el nombre del mayordomo… La situación, explotada en otras películas, como ocurrió en Big Eyes, de Tim Burton,por ejemplo, o en el doblete de Polanski: El escritor fantasma y Basada en hechos reales, deriva en esta película hacia una crisis de identidad que culmina una crisis matrimonial y una suerte de reivindicación feminista que, al final, acaba como acaba, porque, a todo esto, después de una accidentada entrega en la que “el florero” se niega a seguir siéndolo, en un arrebato de dignidad que se produce cundo ambos acaban de ser abuelos por primera vez, a él le da un infarto y muere con el premio puesto, por así decirlo, en un plano cenital de hermoso verismo: rara vez vemos morir a alguien cercano así. Se trata de una película de detalles, de miradas, de gestos, de renuncias, de complicidades, de chantajes, de decisiones equivocadas que han construido una mentira que el propio interesado ha interiorizado de tal manera que ni siquiera concibe que lo sea. Al fin y al cabo, y eso parece decírsenos en los flash backs de la juventud, sin ser demasiado explícitos sobre las responsabilidades de cada uno, todo da a entender que forman un equipo con un reparto de papeles que a ella solo se le aparece injusto al final de sus vidas. La presencia de un biógrafo no autorizado, una especie muy usamericana, algo así como un paparazzo en el ámbito de la paraliteratura, anima la trama y la sitúa en el camino adecuado que lleva al desenlace. Con todo, y a pesar del esfuerzo de Jonathan Pryce por estar a la altura de las circunstancias, reconozco que la situación exhala un tufo de impostura y de insinceridad que antes he querido sintetizar con el concepto “previsible”. Planas, me parecen ambas vidas, y no las redime la excelente composición de los planos o la magnífica puesta en escena. Sí, sin embargo, todo el aspecto del protocolo que han de seguir los premiados, que es, a mi entender, lo mejor de la película. Se intenta alguna digresión erótica sin sentido para dotar de coherencia a los protagonistas -el detalle de la nuez dedicada va por ahí, aunque resulta ridículo, por supuesto,  y ella se salva con total dignidad del miniacoso interesado del cazaexclusivas- y se pretende conseguir algo de tensión dramática mediante el conflicto con un hijo que aspira a ser escritor y un padre que marca distancias abismales con él. La película tiene entidad, a pesar de todo, pero el drama de ella se hace patente cuando ¡ay! ya no toca, sin que, si toca, se entienda como un arrebato extemporáneo que pretende enderezar no un momento biográfico dado, sino toda una vida. Hay, por lo tanto, una visión nada feminista de la historia, pero sí muy realista. A los espectadores toca juzgar al respecto. La obra, pues, pretende ser polémica. Y en estos tiempos de empoderamiento feminista, bien está que películas así contribuyan como elemento de debate para una situación social tan compleja.

sábado, 24 de noviembre de 2018

«Cómo triunfar sin dar golpe», de David Swift, un musical naíf con estética almodovariana.



Un éxito de Broadway en Panavisión: Cómo triunfar sin dar golpe o la endeblez argumental para un musical que triunfa con una puesta en escena cautivadora y un número fantástico de Bob Fosse.

Título original: How to Succeed in Business Without Really Trying
Año: 1967
Duración: 121 min.
País: Estados Unidos
Dirección: David Swift
Guion: David Swift (Novela: Shepherd Mead; Libreto: Abe Burrows, Jack Weinstock, Willie Gilbert)
Música: Nelson Riddle
Fotografía: Burnett Guffey
Reparto: Robert Morse,  Michele Lee,  Rudy Vallee,  Anthony "Scooter" Teague, Maureen Arthur,  John Myhers,  Carol Worthington,  Kay Reynolds,  Ruth Kobart, Sammy Smith,  Murray Matheson,  Hy Averback.

Vaya por delante que David Swift es el director de una película excepcional: Tú a Boston y yo a California, basada en la obra de uno de los grandes escritores alemanes: Erich Kästner, el autor de Emilio y los detectives, ¡ahí es nada!, una obra prohibida por el régimen nazi y llevado al cine en varias ocasiones, una película que constituye una importantísima parte de mi autobiografía sentimental cinéfila, pues la vi a la temprana edad de 9 años ¡y aún conservo el impacto de aquel visionado! Aunque hablamos de un director que ha dedicado su carrera profesional a la televisión, esta claro que no lo habrá hecho por falta de condiciones para dirigir largometrajes como el mencionado o este musical que, vencidas algunas reticencias, sobre todo la elección del protagonista, tiene muchos elementos muy valiosos para poder disfrutar de un espectáculo en el que lo que más se echan de menos, por supuesto, son coreografías como las que vi recientemente en el musical de  Donen y Kelly o, al menos, de similar calidad. Sí, hay una, A secretary is not a toy, coreografiada por Bob Fosse, que reúne esas características; pero, en términos generales, se trata más de un musical cantado, que bailado. La historia es propia del género, y un pretexto argumental para que “veamos” el mundo por de dentro en una empresa neyorquina que recuerda mucho a la primera temporada de Mad Men y ese mundo peculiar de los jefes y las secretarias. Aquí, un limpiacristales tropieza con un libro, “How to Succeed in Business Without Really Trying”, que se resuelve a seguir y aplicar al pie de la letra para “forjarse un futuro”. La historia progresa, así pues, en la rapídisima escalada al edificio de oficinas, desde la planta baja hasta la planta noble de la más alta dirección del negocio en apenas unos días, gracias a una encadenada serie de oportunidades que el libro le dice cómo aprovechar. El tono de cuento infantil, concretamente de la Cenicienta, pero en este caso con un protagonista masculino, se alía con una poderosísima puesta en escena que a través del espacio y, sobre todo, del uso de los colores primarios, consigue generar una atmósfera de fantasía inocente en la que no faltan, por supuesto, no pocas transgresiones morales digamos de orden menor que nos acercan a la realidad, si bien lo hace de una forma tan estilizada que incluso esas transgresiones parecen formar parte del “orden natural de las cosas”. El retrato del “trepa”, que no otra cosa es la ascensión buscada por el protagonismo va adquiriendo tintes menos amables a medida que va ascendiendo más, puesto que los amables azares del principio se transforman en estudiadas estrategias maquiavélicas, que incluso le llevan a chocar, para uno de los ascensos, con un rival que, ¡ay!, también guía sus pasos con el mismo libro que guía los del protagonista, algo blandengue y melifluo y para mi gusto, aunque eficaz, de eso no cabe duda. Ese giro sorprendente, por ejemplo, nos da a entender que la distancia con la realidad, como ya he dicho, se va acortando a medida que se asciende hacia la cúspide, como si en ese terreno de excepción no cupiera una versión naíf de la misma, como lo prueba la sátira  despiadada de los concursos televisivos, por ejemplo. El hecho de haber sido rodada en Panavisión permite la creación de unos planos anchísimos con una especial profundidad de campo que posibilita algo que puede pasar desapercibido: aunque dije que la película es más cantada que bailada, lo cierto es que en buena parte de la película el movimiento, llamémosle “normal”, de los actores compone una suerte de coreografía no específicamente asociada al baile, como cuando las secretarias  inician su jornada laboral  acabando de arreglarse el pelo, las uñas, la pintura, etc. Lo mismo cabe decir de los movimientos de los directores cuando escoltan a la explosiva secretaria, que nalguea (o anadea, según se mire) como Marilyn en Con faldas y a lo loco…, y  que es “enchufada” en la compañía por su amante: el director general. Esa coreografía oculta vendría a equivaler a los recitativos de la ópera, y le confieren a la película un poderoso atractivo visual. Ya digo, con todo, que lo más atractivo de todo el musical es la brillante puesta en escena, que también  recuerda, por su selección cromática, la cinematografía de Almodóvar. En fin, que estamos en presencia de un musical de estudio, como han de ser los buenos musicales, en el que, curiosamente, la creación del espacio a través de la escenografía consigue  deslumbrar al espectador. No hay temas musicales que hayan quedado en la historia del género, pero algunos de ellos, como el de la “carabina” entre los dos amantes introduciendo lo que uno y otro piensan son incluso brillantes. Nada que ver, por descontado,  con una perspectiva social como Pennies from Heaven, de Herbert Ross, pero tampoco tan escapista como las glorias del género en los años 40. Digno de sentarse a verlo.


viernes, 23 de noviembre de 2018

«Una herencia de miedo», de George Marshall o Martin &Lewis «at their peak».



Avanzando el esplendor futuro de un cómico excepcional: Una herencia de miedo o Jerry Lewis en su salsa con Carmen Miranda…

Título original: Scared Stiff
Año: 1953
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Marshall
Guion: Norman Lear, Herbert Baker
Música: Leith Stevens
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)
Reparto:  Dean Martin,  Jerry Lewis,  Lizabeth Scott,  Carmen Miranda,  George Dolenz, Dorothy Malone.

Me reconozco incondicional de Jerry Lewis desde que vi su primera película, quizás cuando tenía 13 o 14 años. Y aunque en su ingente obra hay un abanico que va desde las prescindibles hasta las obras maestras, jamás, por insulsa que haya sido la película  suya que he visto he dejado de descubrir en todas ellas rasgos muy definidos de su reconocida genialidad. Una herencia de miedo vendría a ser una suerte de parodia de un gran éxito como The Ghostbreakers (aquí titulado El castillo de maldito) con Bob Hope, de quien me reconozco furibundo detractor, y cuya gracia, para mí, solo es comparable a la de ese otro gran incompetente, en el campo del humor, que es Louis de Funès. Los lectores de  este Ojo saben perfectamente que nada tan “personal” como la “gracia” que nos hacen unos u otros “graciosos”, y el abismo que hay entre Groucho Marx y Woody Allen, pongamos por caso, y los anteriormente citados, por no referirnos a los clásicos mudos del cine cómico, por supuesto. Aunque sea anecdótico el nacimiento como parodia de esta película -el dúo Martin&Lewis rodó nada menos que 18 película-, quedará para la historia anecdótica del cine como la primera en la que se introduce un término que luego tendría no poca repercusión cinematográfica: ghostbuster, formado, según se indica en los diálogos, a partir del término económico trustbuster. Estaba claro que la palabra era una alternativa a Ghostbreakers, pero, al final, acabó teniendo, como sabemos, más éxito. La historia es absolutamente intrascendente, una heredera de un castillo en Cuba recibe una poderosa oferta de compra del mismo, así como una serie de amenazas terribles para que no vaya a tomar posesión del mismo. La heredera es Lizabeth Scott, por quien Dean Martin -y cualquiera- iría al infierno si fuera necesario, aunque antes de enamorarse de ella, ha de “liberarse” -¡nada menos que "liberarse"!- del asedio de una Dorothy Malone, de brevísima aparición y largo recuerdo… Martin, cantante en un club, como es de rigor en su asociación con Lewis, ha de llevar “colgado de sí” a Myron/Lewis, quien lo considera su único amigo. La pareja habrá de pasar por no pocas penalidades cuando Martin cree que, en una refriega con pistolas en un hotel, ha matado a un miembro de la banda mafiosa que lo persigue. Acaban en el barco, con la heredera, y forjándose un futuro en el show business de la mano de Carmen Miranda que también viaja con ellos. Los gags que se suceden en la película tienen ya una entidad considerable y algunos son magníficos, como el del ventrílocuo de Martin con Lewis dentro del baúl de la heredera que ha de ser llevado al buque o como el número que, ya en Cuba, interpreta un travestido Lewis haciendo play back a la voz de Carmen Miranda. Así mismo, hay gags verbales tan buenos como este: Tony Warren/Dean martin: It's worse than horrible because a zombie has no will of his own. Every once in a while you see him walking about with dead eyes blindly following orders, not knowing what they do and not caring. Myron Mertz/Jerry Lewis: Just like husbands. En el campo de la anécdota ha de contarse también que una de las canciones que interreta Martin en la película, I don’t  care if the sun don’t shine, de Mack David, autor de la letra de Walk on the wild side , el tema principal de esa joyita que es La gata negra, de Edward Dmytryk, con guion de John Fante, fue la canción escogida por Elvis Presley para su segundo sencillo, si bien adaptada a ritmo de rock. La llegada al castillo encantado entra por derecho propio en el terreno de esas obras en las que se juega con el miedo y la risa, como la excelentísima Abbott y Costello contra los fantasmas, de Charles Barton que, cuando la vi de niño, me hizo pasar un miedo terrible, superando la dimensión cómica que tenía la cinta. Aquí, los tres personajes van superando una suerte de pruebas, a cual más inocente y divertida, para descubrir, finalmente, quién hay detrás de tantas amenazas para que la heredera no entre en posesión de la herencia y la venda a… y aquí sí que he de poner los puntos suspensivos *antichafadura (permítamonos el neologismo castizo frente a spoiler) para que los futuros espectadores de esta entretenida comedia no me acusen de arruinarles el secreto; de todos modos, en cuanto aparece el personaje en escena, no se ha de ser muy listo para incluir lo en la reducidísima nómina de personajes sospechosos con muchas papeletas para ser elegido. La puesta en escena es magnífica, y crítico malicioso (o no) hay que dice que la película se rodó para aprovechar los escenarios de la película de Hope. En cualquier caso, se agradece que el cartón piedra sea tan generoso en su reproducción y nos permita disfrutar de lo lindo con las peripecias del trío en el “lóbrego” castillo. En fin, que se trata de una película a medio camino entre Una noche en la ópera y El jovencito Frankestein, y pueden disfrutar d su visionado no solo los aficionados a ultranza de Lewis, como un servidor, sino cualquiera cuyo sentido del humor no ande embotado con la ristra de “cómicos” que a todas horas os castigan desde la radio o la televisión…

miércoles, 21 de noviembre de 2018

«El color de la sangre», de Alfred L. Werker, un documento que sobrepasa la ficción.



El caso de los negros-blancos en la era de la segregación usamericana: El color de la sangre o un caso real de segregación racial llevado al cine. 

Título original: Lost Boundaries
Año: 1949
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Alfred L. Werker
Guion: Eugene Ling, Charles Palmer, Virginia Shaler, William L. White (Diálogos: Ormonde Dekay Jr., Maxime Furlaud)
Música: Louis Applebaum
Fotografía: William Miller (B&W)
Reparto: Beatrice Pearson,  Mel Ferrer,  Susan Douglas Rubes,  Robert A. Dunn, Richard Hylton,  Grace Coppin,  Carleton Carpenter,  Seth Arnold,  Wendell Holmes, Parker Fennelly,  Ralph Riggs,  William Greaves,  Ray Saunders,  Leigh Whipper, Morton Stevens,  Maurice Ellis,  Alexander Campbell,  Edwin Cooper,  Royal Beal, Canada Lee.

El aval de una historia real no  necesariamente hace buena una película, y son conocidas los trucos de las productoras al añadir en los títulos de crédito el famoso “basado en un hecho real” más falso que Judas. En este caso, sin embargo, el caso es tan excepcional y poco frecuentado en las pantallas que la película se ve como una aproximación insólita al problema de la segregación racial en Usamérica. Un joven mulato, tan claro que es indistinguible de los blancos, y  que se ha inscrito como negro en una universidad para cubrir el cupo de reserva racial que esta ha de cumplir, se licencia en medicina e inmediatamente se casa con su novia, otra joven mulata pero absolutamente blanca,  con quien, por recomendación del catedrático, se presenta para ocupar un puesto de interino en un hospital para negros en el sur de Usamérica. Allí, ante la evidencia de su blancura, le es negado el puesto, en un caso de segregación racial inversa, y ha de buscarse la vida por su cuenta. Regresa con su mujer a la casa de sus suegros y encuentra un empleo en el que, por un azar de sustituciones del turno de urgencias, acaba salvando la vida a quien le ofrece ocupar el puesto vacante de su padre en un pueblecito del norte donde, como es de prever, flota en el ambiente, una profunda discriminación racial, aunque superficialmente no se exprese. En cualquier caso, se instalan en el pueblo, ocultando su condición “oficial” de “pertenecientes a la raza negra” y no solo logran conservar la clientela del antiguo doctor, sino que se significa en pro de la comunidad de tal manera que acaba obteniendo el reconocimiento de esta públicamente. El estallido de la guerra lleva al doctor a solicitar el ingreso en la marina, de idéntico modo que el hijo, estudiante universitario, se enrola para  marchar al frente. Entonces, después de 20 años en el pueblo, dedicado de forma devota a su profesión, con el reconocimiento de sus convecinos, llega la terrible noticia: un oficial de la marina se presenta en su casa y le dice que, por ser negro, como figura en los archivos oficiales, no puede ser admitido como oficial médico en la Marina. Comienzan los rumores en el pueblo y los padres se ven en el brete de tener que revelarles a sus hijos su origen. La hija ya ha manifestado su hostilidad a los negros en una escena en la que no entienden que el mejor amigo de su hermano en la universidad sea un negro, por ejemplo; y el hijo, que se ve forzado a renunciar al enrolamiento para no acabar en las cocinas o como sirviente de los oficiales, sufre un trauma identitario que lo lleva a escapar de casa y buscar refugio en el barrio de Harlem -unas escenas de calle, por cierto, llenas de un excelente sabor de cine negro en el sentido detectivesco de la palabra. El hijo, que es pianista -y una de las composiciones que ejecuta el actor en la película ha sido compuesta por el verdadero hijo del Dr. Johnston -que así se llama el verdadero protagonista del hecho real-, resulta acusado de un crimen que no ha cometido, solo por estar en el lugar de los hechos en el momento en que se produjo. Todo ello es algo así como el prólogo para una conversación entre el jefe de policía del distrito, negó, y él, de modo que acabe entrando en razón y vuelva a su casa ara enfrentarse a la realidad. La hermana, que de repente rechaza al enamorado que la corteja, porque le ha caído encima lo que ella sufre como un estigma, la “diferencia” que la aparta de lo que había sido su vida, ha de sufrir también su propia evolución ante una realidad  que la trastoca. El protagonista, después de no haberle sido permitido alistarse, desaparece d su consulta y se coloca en un hospital para negros adonde va a buscarlo su hijo para “rescatarlo” y estrechar los lazos de la familia, de modo que juntos le hagan frente a esa nueva realidad que ha condicionado la visión que e ellos tienen sus vecinos. La película bien podía haber caído en el sentimentalismo fácil, en el chantaje emocional al espectador y en otras debilidades que el director, con mano maestra, esquiva para entregarnos una reflexión honesta, sincera sobre la teoría de la adaptación al medio, sin excluir la crisis de conciencia que supone saberse íntimamente un “impostor”. La película está llena de escenas que revelan el insufrible y desquiciado racismo cotidiano de la mayoría blanca usamericana, expresado de mil maneras, pero todas hirientes, aunque algunas estén revestidas de una capa de caramelo que no engaña a nadie. El director, Alfred L. Werker, forma parte del nutrido grupo de artesanos de Hollywood que han sabido -él procede del cine mudo- dotar de unos estándares de calidad al cine usamericano que ya quisieran muchas otras cinematografías. Después de este drama racial, Werker se especializó en el rodaje de westerns, alguno de los cuales tiene muy pero que muy buena pinta. Y veremos si soy capaz de ver alguno, porque no es fácil encontrar sus películas. En El color de la sangre, título harto expresivo, Mel Ferrer y Beatrice Pearson saben transmitir fielmente no solo la fuerza de un joven matrimonio que quiere salir adelante con un plus de esperanza y energía que les lleva a triunfar, sino también el secreto de su íntima condición en un medio hostil y de su naturalidad absoluta cuando se hallan entre “los suyos” donde son mirados como iguales aunque la claridad de su piel pudiera suponer una barrera. Todos estos temas están tratados en la película con una delicadez absoluta que no excluya la crudeza de la segregación, por supuesto. La situación es extraordinaria y, partiendo de un hecho real, a veces nos da la impresión de estar en una sofisticada ficción. En cualquier caso, la película se ve con un interés creciente y los intérpretes saben transmitir la complejidad propia de la situación. A mí me parece una película valiente y sobre un tema poco tratado cuando e habla de la discriminación racial: la de los mulatos cuya blancura les permite pasar perfectamente por lo que son teniendo orígenes diferentes. Beatrice Pearson, valga esto para la anécdota, es una actriz que solo hizo dos películas, esta y Force of Evil («La fuerza del destino», de Abraham Polonsky -uno de los represaliados en la caza de brujas-, de la que, lamentablemente, ahora me doy cuenta de que no hice la crítica en este Ojo, algo que voy a remediar en un futuro muy inmediato, porque La fuerza del destino es un thriller tan vigoroso que no entiendo que no la haya hecho, excepto que se deba a la poderosa impresión que me causó en su día, con un John Garfield de quien sí he criticado otras no tan excelsas como esta que fue el debut cinematográfico de Polonsky, por cierto. Después de haber protagonizado estas dos películas, Pearson se dedicó en cuerpo y alma al teatro. En fin, deberes, deberes, deberes…
El doctor en el que se inspiró la película.


martes, 20 de noviembre de 2018

«Niñera moderna», de Walter Lang, una comedia perfecta, «aamof….»




Humor impecable, con un guion milimétrico, para la crítica de las pequeñas comunidades cerradas: Niñera moderna o la creación de todo un “personaje”, gracias a Clifton Webb: Mr. Belvedere…

Título original: Sitting Pretty
Año: 1948
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Walter Lang
Guion: F. Hugh Herbert (Novela: Gwen Davenport)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Norbert Brodine
Reparto: Robert Young,  Maureen O'Hara,  Clifton Webb,  Richard Haydn,  Louise Allbritton, Randy Stuart,  Ed Begley,  Larry Olsen,  John Russell.

Lo sé, el título es escandalosamente horroroso y no invita, ciertamente a la contemplación de la película: Todo en orden, que sería, más o menos, la traducción literal de Sitting Pretty, a pesar de su  sencillez, hubiera sido una opción preferible. En fin, dejemos de lado la escasa inventiva, por lo general, de los traductores de títulos y centrémonos en una película que reúne todos los ingredientes para hacerles pasar a los espectadores, salvando las distancias políticamente correctas con que se ha de ver una película de 1948, un rato estupendo. El humor de la cinta, que emerge en principio de lo que el matrimonio con tres hijos y un perro considera un malentendido: que se presente un hombre para desempeñar las labores de niñera de sus tres cachorros y un perro crecidito, como respuesta al anuncio puesto por la pareja, a quien cualquier cuidadora se le despide, dada la imposibilidad de meter en vereda a la cuatro criaturas, tres humanas y una animal, cede pronto su puesto a un desarrollo perfectamente medido y cuyos gags arrancan prácticamente desde la llegada del niñero a la casa. La escena del desayuno, con la criatura lanzándole el porridge al niñero, que concluye con el bol en la cabeza del niño y un llanto estentóreo -una acción que disipa ipso facto las dudas del marido acerca de emplear a un hombre en ese menester tan exclusivo de las mujeres en 1948 y, no nos sorprendamos…, también en 2018. De ahí que la comicidad “sexual” sea un factor que funcionaba entonces y sigue funcionando ahora. La evidente homosexualidad del personaje, además, que encuentra un antagonista, el genial Richard Haydn, con idéntica condición en la pequeña comunidad en la que transcurre la acción, lo que genera una divertidísima  rivalidad entre ellos, implica unos malentendidos sociales que repercuten en la trama de una manera a la vez ingenua y efectiva. Digamos, para entendernos, que se trataría de un Lubitsch ingenuo o sin acritud, pero con la misma efectividad. La responsabilidad de la película cae enteramente en un actor, Clifton Webb, nominado para un Oscar a la mejor interpretación que no ganó, aunque fue un papel que consolidó su carrera. Los cinéfilos lo recordamos más, sin embargo, por su exquisito protagonismo en Laura, de Preminger. Aquí, sin embargo, cumple a la perfección con un papel en el que, más que niñera, se nos presenta como el auténtico mayordomo inglés cuyo dominio del protocolo y la salvaguarda del buen nombre de la casa a la que sirve es superior a los de los propios dueños. El matrimonio, la “encantadora” y eficaz pareja formada por Robert Young y Maureen O’Hara, la inolvidable pelirroja de El hombre tranquilo, de Ford, consigue darle a sus interpretaciones una naturalidad absoluta y exhibe una compenetración a la que los niños colaboran con una excelente aportación.  Mr. Belvedere se presenta como la “panacea” para todos los contratiempos posibles en el seno de una familia de clase media en un suburb usamericano en el que el control moral vecinal se ejerce de una manera férrea e implacable, y en el que las habladurías son algo así como la auténtica vida de la comunidad. Con ese planteamiento, los gags, hasta que las cosas se complican por la llegada de los celos al marido, inducidos por dichas habladurías, se centran en la actuación del niñero, que no deja de sorprender constantemente a los esposos, no solo porque tiene unas trazas envidiables para gobernar a los niños y al perro, sino porque no hay parcela de la realidad en la que él no sea un manifiesto conocedor y dominador: desde la electricidad hasta la avicultura, pasando por la cocina, la decoración y, por supuesto, la pedagogía. La película, en la línea de las supernannys, como Mary Poppins , de Robert Stevenson o la excelente Nanny McPhee, de  Kirk Jones, se aeja de los modelos fantásticos a los que llega, sin embargo, por la acumulación de saberes que son poderes del todopoderoso señor Belvedere. El director, Walter Lang, conocido por sus musicales, y en especial por El Rey y yo, dirige esta película, sobre un guion tan excelente de F. Hugh Herbert, que le valió la obtención del premio a la mejor comedia de la Writers Guild of America de 1949, con un sentido narrativo y una intuición nítida para lograr la mayor efectividad de los gags, aunque buena parte de ellos hayamos de encontrarlos en la interpretación del protagonista, Clifton Webb y en la del vecino chismoso especialista en la floricultura -que era la pasión, al parecer del actor que lo encarna, Richard Haydn, un característico inglés con una voz impostada que podía considerarse “marca de la casa”-que le da una perfecta réplica. Aunque se trata de una comedia, digamos que la trama se va complicando de tal manera que el desenlace viene a ser algo así como la resolución de un caso detectivesco, razón por la cual me abstendré totalmente de siquiera  insinuar nada al respeto. Fue tal el éxito de esta vieja comedia, hoy ya casi olvidada, que hubo las preceptivas continuaciones para explotar en taquilla una primera entrega tan original como divertida. Y atentos al final, que es un auténtico  (finis) coronat opus.



domingo, 18 de noviembre de 2018

«Ángel negro», de Roy William Neill o la apoteosis de Dan Duryea.



La perfecta caligrafía genérica con un secundario en plan estrella: Black Angel o una lección de interpretación de Dan Duryea

Título original: Black Angel
Año: 1946
Duración: 81 min.
País:Estados Unidos
Dirección: Roy William Neill
Guion: Roy Chanslor (Novela: Cornell Woolrich)
Música: Frank Skinner
Fotografía: Paul Ivano (B&W)
Reparto: Dan Duryea,  June Vincent,  Peter Lorre,  Broderick Crawford,  Constance Dowling, Wallace Ford,  Hobart Cavanaugh,  Freddie Steele,  John Phillips,  Ben Bard, Junius Matthews,  Marion Martin,  Archie Twitchell.

Con más de 90 películas en su haber, antes de dirigir la serie de las dedicadas a las aventuras de Sherlock Holmes -protagonizadas por el dúo Basil Rathbone/Nigel Bruce, para algunos críticos las mejores interpretaciones posibles del clásico de Conan Doyle-, en las que la iluminación presagiaba ya la atmósfera de lo que se convertiría en el género del cine negro, Neill estrenó en agosto, cuatro meses antes de su fallecimiento, esta película plenamente identificada con dicho género, del que constituye una elegante muestra, filmada con exquisitez por quien, quizás ignorándolo, se despedía del Séptimo Arte con una magnífica película. No está, por supuesto, entre las “grandes” del género, a pesar de sus muchas cualidades, como tampoco es frecuente oír hablar de su director, si acaso, más allá de como un excelente artesano, pero alejado del “estrellato”. Ángel negro, sin embargo, me parece una película que debería ser reconsiderada en ese escalafón cambiante en el que entran y salen las “mejores” películas de un género. De entrada, el cambio que supone otorgar a Dan Duryea el protagonismo casi absoluto de la cinta, tras una larga carrera como secundario característico que alternaría, además, con sus muy frecuentes apariciones en series televisivas, permite calibrar a la perfección, más allá el encasillamiento, el trabajo de un actor que, al menos en esta película, nos ofrece hasta cuatro registros diametralmente opuestos y todos ellos con una solidez muy convincente. La historia gira en torno al asesinato de una cantante, de la que se acusa al marido  de otra cantante que era el amante de la asesinada, y a quien la empleada del hogar de la cantante vio por la escalera, huyendo a la carrera, poco antes de descubrir el cadáver. Antes de ese suceso, el exmarido de la cantante asesinada (Duryea) y compositor de sus éxitos musicales, pretendió acceder al piso de su ex, pero fue disuadido de hacerlo por el conserje de la finca, quien, como es lógico, lo señala como sospechoso. Estuvo allí lo suficiente para advertir que a un señor de cierta edad el conserje le franqueaba el paso para subir al piso de su ex. En apenas  un cuarto de hora, pues, que incluye también la deriva alcohólica del exmarido, se nos plantea una historia cuya voz cantante investigadora va a llevar la sorprendida esposa del acusado, quien es incapaz de siquiera sospechar que su marido tuviera alguna relación, ni siquiera que la conociera, con la cantante asesinada: June Vincent, otra actriz que, sumada a Duryea, podría darnos e mejor equipo posible de una serie B cuya dignidad, sin embargo, eleva la presencia de un Peter Lorre capaz de transformar una película de la serie B en una de la serie A, y de las buenas. En menor medida, pero igualmente efectiva, también contribuye a ese elevación la aparición de Broderick Crawford como capitán de policía, si bien tiene un papel muy breve. En cuanto la esposa del acusada es capaz de hacer reaccionar al alcoholizado Duryea para que la ayude en su búsqueda de evidencias que prueben la inocencia de su marido, la película inicia un camino de descubrimientos que, de forma paralela al juicio, que se nos ofrece en resúmenes de titulares, condena a muerte incluida, pretenderá lograr el objetivo buscado. La carrera de tiempos -los sorprendentemente rápidos de la justicia contra los desesperadamente lentos de la pareja investigadora- genera una notable ansiedad en el espectador. Gracias al azar, un encendedor que no funciona y una caja de cerillas que coge el supuesto asesino en la casa de la cantante, la pareja investigadora llega hasta el local de un empresario de aire mafioso, Mr. Marko ante quien se presentan como pareja artística, pues se trata de un local con actuaciones musicales. A partir de ese momento hay dos vías de desarrollo delicadamente tratadas por el director: el intento de seducción de Marko, vía joyas y atenciones, y el inevitable enamoramiento entre el pianista y la improvisada cantante que da a entender que bien puede afectar a la investigación en curso. No voy ni siquiera a insinuar como se desenlaza esa trama, porque está resuelta perfectamente, con una habilidad dramática que no excluye la sorpresa. Para quienes no estén al caso de los autores en que se basan algunas películas, conviene recordar que Cornell Woolrich es el autor d ellos relatos en los que se basan dos excelentes películas: La novia vestía de negro, de Truffaut y La ventana indiscreta, una de las grandes películas de Hithcock. Así pues, la pericia narrativa, al menos, está suficientemente acreditada. En cualquier caso, el aire absoluto de película de un género con infinitos seguidores entre los espectadores está más que logrado, neón sobre el dintel del club del sospechoso Marko incluido y sicarios y policías y un piano en el que, con la sutileza de un leve apoyo de las manos en la espalda del pianista se insinúa una tórrida historia de amor. En fin, espero que para muchos constituya la misma excelente sorpresa que ha supuesto para mí descubrirlo.

jueves, 15 de noviembre de 2018

«Cuarenta pistolas», de Samuel Fuller, un innovador western clásico.



El poderoso impacto visual de un mundo lleno de pasiones encontradas: Cuarenta pistolas o la fidelidad a las tópicos del género desde una visión muy personal.

Título original: Forty Guns
Año: 1957
Duración: 79 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller
Música: Harry Sukman
Fotografía: Joseph F. Biroc
Reparto: Barbara Stanwyck,  Barry Sullivan,  Dean Jagger,  John Ericson,  Gene Barry, Robert Dix,  Eve Brent,  Hank Worden,  Chuck Roberson,  Paul Dubov, George Sowards,  Eve Brent,  Jack Stoney,  Sandy Wirth,  Chuck Hayward, Tex Driscoll,  Jack Perrin.

Samuel Fuller es Samuel Fuller. Porque al cine también le es aplicable el celebérrimo axioma de Vujadin Boskov. Da igual el género que aborde, porque siempre es una película suya, aunque el envoltorio genérico le obligue a rodar en un marco cuyos códigos ya se encarga él de violentar lo suficiente como para que de la película se diga, como en este caso, no que es “un western”-“una del oeste”, que decíamos de chicos-, sino que es “un Fuller”. Este hombre, Samuel, tenía un ojo para los encuadres como pocos. Desde el comienzo de la película, una carreta que transita pacíficamente a través del típico paisaje del western, amplio, polvoriento, salvaje, lírico, y cuya travesía relajada se ve literalmente “sacudida” por un grupo de jinetes encabezado por una Barbara Stanwyck, de negro de pies a cabeza, con pantalones, montando un caballo blanco, que levanta una polvareda y hace piafar a los caballos de la carreta, un auténtico “torbellino” que preludia otro real que ha de venir y el propio de las pasiones sobre las que gira el relato. En la carreta, un marshall con órdenes de captura de miembros de esa banda de cuarenta ladrones que “sirven” a su patrona. En narración paralela, el hermano de la “patrona”, consentido por esta, que lo protege como hermano menor suyo que es, junto con otros compinches se adueña de la ciudad adonde se dirige el marshall y acaba matando al viejo sheriff, casi ciego, cuya huida interrumpe cruelmente. El planteamiento ya deja entrever lo que en efecto acaba ocurriendo: el marshall h de cumplir con su deber, y uno principal es acabar con el abuso de poder de una terrateniente que ha gobernado la ciudad a su antojo, imponiendo su voluntad al sheriff y al juez, y ello incluye llevar ante un juez imparcial a su hermano, con la imputación de asesinato. Sí, por supuesto, si es un Fuller ha de haber una historia de amor, y lo cierto es que el que nace entre los protagonistas, Stanwyck y Sullivan, tiene un no sé que de amor crepuscular que no le roba ni un ápice de pasión, aunque tarde lo suyo en estallar,  y le complica la vida por las responsabilidades a que han de hacer frente individualmente cada uno de ellos. El marshall viaja con un ayudante, su hermano y con otro hermano menor, que anhela convertirse en marshall, contra el deseo de su hermano de que se dedique a estudiar. En el poco tiempo que se instalan en la ciudad, el hermano intermedio no solo se enamora, sino que se casa con la hija del armero de la ciudad, siendo ella, una excelente armera a su vez, con no poca puntería y extraordinaria belleza y con larga experiencia, a pesar de su edad, en el género. Justo después de esta, rodaría Gun Girls de Robert C. Dertano, lo que parecía asociarla casi definitivamente con las pistolas, aunque no se tratase de un western. Los problemas familiares a dos bandas, así pues, contribuyen a tejer una narración en la que el punto climático fundamental es el enamoramiento de personalidades tan antagónicas como la patrona y el marshall. La película de Fuller está llenita, pero que muy llenita, de planos y secuencias de su “marca” inconfundible. Señalaré dos que, por otro lado, suelen ser las que señalan todos los críticos: la llegada del marshall con su orden de arresto al rancho de la patrona y la entrada en una sala en la que esta, ataviada con un vestido de gala con amplia falda, que contrasta con su traje vaquero de faena, preside una mesa a la que se sientan los cuarenta pistoleros a quienes ella gobierna, aunque así vestida, como uno más de la banda.  El otro es el del tornado que los sorprende cuando buscan, ambos, al subordinado acusado de homicidio y a quien el marshall ha de detener. Ella, vestida de cowboy escolta al representante de la ley que va en carreta. A medida que se intensifica el efecto del tornado, los caballos se desmandan y el de ella la tira al suelo y emprende una cabalgada arrastrándola tras él, pues no ha podido soltarse el pie de la espuela. Cuando queda libre, el marshall llega junto a ella y, muy a duras penas, la levanta y trata de buscar refugio junto a una pared de un chamizo en el que habían buscado al asesino, a quien la jefa en ningún momento trata de ayudar, porque no ignora lo que supone interferir en la acción de la Justicia. Aunque protegidos tras el muro, l acción devastadora del tornado incluso tierra parte de la casa por encima de ellos. Se trata de una acción fílmica muy parecida a la que recientemente comenté en una película de Griffith, y sería bueno habilitar dos pantallas en las que se pudiera cotejar el desarrollo según el particular estilo de cada director: veríamos entonces ya la modernidad total de Griffith, ya el clasicismo absoluto de un innovador. Aunque todo apunta, como se advierte, hacia un terreno trágico, de enfrentamiento, y el mejor exponente es el amor no correspondido del capataz por su patrona, que, finalmente, lo lleva al suicidio, el humor también hace acto de presencia en la película. Al espectador es posible que le llame la atención esa suerte de frío escepticismo y desapego del protagonista, a quien no parecen inmutarle las muertes que se suceden a su alrededor desde que llega al pueblo, salvo, claro está, la de su propio hermano, que acaba muriendo por interponerse entre la bala y su hermano mayor cuando le invita a besar a la novia. El fondo moral de la película, que también lo tiene, se aprecia bien en la desesperada ambición del hermano menor en convertirse en marshall y poder empuñar una pistola para matar… en defensa del orden, claro. Así ocurre en un emocionante duelo al que es atraído, mediante engaños, el marshall, quien, en un momento dado, se coloca de espaldas al fusil que lo apunta para matarle desde la ventana del piso superior. En ese momento, el hermano menor, a quien habían despachado al hogar familiar para hacer compañía al padre de los tres y para dedicarse a estudiar, informado de las intenciones de los facinerosos para tenderle la emboscada a su hermano, se presenta en la habitación desde donde van a disparar al arshall y acaba matando al pistolero. Orgulloso de haberle salvado la vida a su hermano mayor, el gesto de contrariedad de este desconcierta a su salvador: -¿Qué he hecho mal, ahora? -Acabas de matar a un hombre, le dice, como toda respuesta, el hermano mayor. Si hay cine de serie B para los thrillers y el cine fantástico, también lo hay para el western, y ahí están algunos grandes del género que suelen ser adscritos, sin embargo, a esa “segunda división”, como el excelente Budd Boetticher, por ejemplo, o Monte Hellman. Forty Guns, en ese caso, sería una “campeona” absoluta en esa división. Ni que decir tengo que, como buena muestra del género hay un duelo final con un desenlace tan sorprendente que quizás pueda ser calificado como el más original de este tipo de escenas dentro del género.





viernes, 9 de noviembre de 2018

«Traición», de Edgar G. Ulmer, un eco potente del cimero Orson Welles.



Un nuevo trepa de la estirpe de Julien Sorel: Traición o el retrato clásico de un desclasado sin escrúpulos que solo ambiciona el dinero y el poder.

Título original: Ruthless
Año: 1948
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edgar G. Ulmer
Guion: Alvah Bessie, S.K. Lauren, Gordon Kahn (Novela: Dayton Stoddart)
Música: Werner Janssen
Fotografía : Bert Glennon (B&W)
Reparto: Zachary Scott,  Louis Hayward,  Diana Lynn,  Sydney Greenstreet,  Lucille Bremer, Martha Vickers,  Edith Barrett,  Dennis Hoey,  Raymond Burr,  Joyce Arling, Charles Evans. Bobby Anderson.

Detour, también de Ulmer, tiene la fama de ser la mejor película de serie B jamás rodada. Eso es todo un título, y comparable, por consiguiente, dadas las condiciones de producción y rodaje a haber rodado Ciudadano Kane, con todas las facilidades del mundo. Lo traigo a colación por ciertas semejanzas que he advertido entre Traición y la película de Welles. Ciertos aspectos de la puesta en escena, cierta caracterización del gran magnate solitario en una mansión de la que se especula que ya ha dejado de ser suya justo cuando anuncia una considerable dotación de fondos para nutrir un organismo que trabajo en pro de la paz mundial. A esa reunión/anuncio ha sido invitado quien fue su mejor amigo de la infancia y quien, enamorado de una mujer que, a su vez, estaba enamorada de su amigo le dejó el campo libre, aunque su rival,  al final, no solo revelara que no la quería, sino que la había utilizado para que la familia que lo había acogido desde niño, después de haber salvado a su hija de morir ahogada, le pagara los estudios nada menos que en Harvard. La madre del nio/salvador impide que el hijo vaya invitado  a la fiesta de cumpleaños de la hija salvada, pero cuando, después de regresar de ver a su padre, sometido a una mujer que lo gobierna, ve a su madre besándose con su nuevo prometido, mientras planean cómo decírselo al hijo, este se escapa y s refugia en la casa donde desde el salvamento de la niña es tratado como un héroe.  La película empieza en el presente del anuncio del magnate, pero en cuanto su amigo le presenta a su novia, que es idéntica, como dos gotas de agua, a la antigua novia ya fallecida, la estupefacción del protagonista se instala en su rostro y se nos cuentan, en un largo flash back los antecedentes de la historia. A ese le seguirán otros, siempre desde el regreso a la fiesta/anuncio. Cuando los personajes alcanzan la madurez y la joven se decanta por su salvador frente al amigo, el joven comienza a revelar paulatinamente su carácter depredador y ambicioso, el de un auténtico trepa que no dudará en usar su apostura para escalar a través de las mujeres que pueden llevarle hasta el éxito financiero, porque hace de los negocios en bolsa su terreno de acción, en una prefiguración de futuras historias como la reciente de El lobo de WallStreet. El actor escogido para encarnar al protagonista, Zachary Scott, aun cumpliendo decentemente su papel, no es la elección idónea, sobre todo porque desde que decide que se ha peleado con el mundo, solo sabe poner una cara avinagrada que parece responder a la tensión interior que lo lleva a querer triunfar a toda costa en el mundo de los negocios para reivindicarse como alguien que, viniendo de la pobreza y el desamparo, ha sabido conseguir un patrimonio y una posición en la sociedad. ¡Qué diferencia con la ductilidad del joven que lo interpreta en el inicio de la adolescencia, Bobby Anderson, a esas alturas de su corta vida un actor ya experimentado con 14 apariciones en pantalla a sus espaldas, y entre ellas ¡Qué bello es vivir! y Las uvas de la ira!. Eso lastra la necesaria flexibilidad que exigen los constantes cambios del personaje, como cuando ha de convencer a un empresario para un negocio que, en realidad, es una estafa o ha de convencer a los padres de su segunda conquista/peldaño para invertir en una aventura societaria. Ahí ha de vérselas con un actor tan eminente como Sydney Greenstreet, quien literalmente se lo merienda en una parte de la historia en la que el protagonista ha de convencer, en presencia de su amante, la mujer de Greenstreet, al empresario de que invierta en un negocio que lo arruinará. Son unas secuencias magníficas en las que un gesto de Greenstreet agarrando a su esposa por el pelo y tirando de la cabeza hacia atrás para besarla apasionadamente crea un momento de crispada belleza cinematográfica insuperable. Más adelante, el desquite de la esposa, quien confiesa tener al intrépido bróker como amante, es magnífico, porque sitúa a Greenstreet frente al espejo y le obliga a mirarse en él para que saque por sí mismo la deprimente conclusión de con quién quiere ella estar. La despedida del protagonista de su primer peldaño, la hija salvada, una dulcísima Diana Lynn, excelente pianista tempranamente desaparecida, a quien ya vi y degusté en Mi amiga Irma, el debut del dúo Dean Martin-Jerry Lewis, es una muestra de la calidad de la realización y  los diálogos magníficos que abundan en toda la narración. Estamos, pues, ante una película compleja que traza un retrato moral de un trepador sin escrúpulos enfrentado a las dificultades de navegar, sin yate propio, al principio, en el mar de tiburones de los negocios en el que al tiempo parece haber triunfado, tras conseguirlo todo,  y fracasado, porque lo importante, desde el punto de vista del retrato del personaje es la imposibilidad de anteponer la honestidad, el amor o los principios a la ambición de conseguir un estatus y un patrimonio. A medio camino entre el thriller y el melodrama -es impresionante el suicidio del empresario de su segunda conquista que le ayuda a establecerse como empresa avalándolo desde su banco, con dos planos de la mano que empuña el revólver que acaba de ser disparado fuera de plano-, Traición deviene una muestra rotunda del mejor cine, del que ya había dado muestras inequívocas en Detour tres años antes. Un clásico sin discusión.


«Siempre hace buen tiempo», de Donen y Kelly o una vuelta de tuerca al gran musical de siempre.



Una reflexión agridulce sobre la amistad en un musical de la vieja escuela: Siempre hace buen tiempo o Cyd Charisse y Gene Kelly son los amos del cotarro…

Título original: It's Always Fair Weather
Año: 1955
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Donen,  Gene Kelly
Guion: Adolph Green, Betty Comden
Música: Andre Previn
Fotografía: Robert Bronner
Reparto: Gene Kelly,  Cyd Charisse,  Dan Dailey,  Dolores Gray,  Michael Kidd,  David Burns, Jay C. Flippen,  Hal March,  Steve Mitchell.

Lo extraño es que con esa pareja, Donen-Kelly, hubiera salido un musical mediocre, lo cual no es el caso, y lo insólito es que esa misma pareja haya parido un musical “comprometido”, esto es, más cerca de la realidad de las cosas cotidianas, dentro de lo que los planteamientos tradicionales del género permiten, que de idealismos vitalistas fuera de ella. Rodada en un cinemascope espectacular, con un color muy intenso y unos decorados fantásticos, la historia de la amistad entre tres soldados que se licencian y se van cada uno por su lado,  siguiendo su propio destino, pero que se citan para encontrarse en el mismo bar y a la misma hora diez años más tarde, permite acercarnos a una reflexión sobre el sentido y los límites de la amistad que sorprende en un musical que se abre con un número espectacular, lleno de entusiasmo e ingenio coreográfico, a pesar de componer, los tres amigos, un trío hiperdesigual, pero muy representativo de la sociedad real usamericana. Ojo, estamos ante un musical, no ante un relato de Stefan Zweig, pero el retrato de cada uno de los amigos dibuja tres personalidades tan absolutamente distintas que ocurre lo que casi era forzoso que había de ocurrir, que se reúnen para certificar que no tienen nada que ver, que han cometido un error reuniéndose de nuevo y que sí, que ciertas amistades, nacidas en según qué circunstancias, no sobreviven si estas se modifican sustancialmente o desaparecen. Que los destinos de Cyd Charisse y los de Gene Kelly se crucen es un motivo dinámico que alimentará el resto de la narración, tras el encuentro mortuorio de los tres exsoldados y  ahora ya examigos. Los destinos de cada uno de ellos encarnan, diferentes versiones del american dream: un hostelero emprendedor y cargado de hijos en una familia feliz; un ejecutivo de éxito a punto de divorciarse y con una salud deteriorada y un vividor que sobrevive en el duro mundo de las apuestas y los márgenes de la sociedad. La trama, enriquecida con unos mafiosos a los que Kelly, el jugador, estropea un combate de boxeo amañado, siendo él el apoderado de un boxeador ganado en una partida de dados, complica la trama con una vertiente humorística que sirve de contrapunto a la terrible visión que de la amistad plantea la película. El número de Cyd Charisse en el gimnasio, rodeada de los fornidos boxeadores y técnicos, es espléndido. ¡Qué manera de bailar! Ella sola se convierte en la atracción que imanta la atención de los espectadores, y es que el número tiene una música especialmente movida que facilita una coreografía rítmica impresionante. De igual modo, una vez que Cupido ha hecho de las suyas con sus armas, Kelly, elevado sobre los patines a las dulces nubes con ruedas del amor, ejecuta un número sobre ellos por las calles de Nueva York que supongo, aunque ahora no lo recuerdo, que formaría parte de uno de aquellos dos excelentes largometrajes tan del gusto de quienes somos aficionados a este género, That’s entertainment! Echo de menos un tercero que consolide la gran trilogía de los éxitos del musical usamericano, la verdad. En su momento fueron un gran éxito de público. Como lo fue este musical de Donen y Kelly que, sin llegar a la altura de Cantando bajo la lluvia, tiene no solo números fantásticos, sino una carga crítica, ácida, que acerca el musical a lo que sería el devenir del género con obras como Cabaret, de Bob Fosse, uno de los grandes bailarines y coreógrafos de la historia del musical. Solo tenemos que pensar en la crítica de los programas de televisión sensacionalistas, llenos de publicidad y con presentadoras-estrella como en esta ocasión encarna Dolores Gray con una propiedad exquisita y unas maneras de gran actriz que confirmó, sobre todo, en el teatro, aunque sus incursiones en el cine confirman su talento. La película tiene un final optimista, y esto no arruina nada, porque el musical tiene normas y rituales estrictos que conviene no transgredir, y menos aún si lo ofician dos de sus máximos sacerdotes, no solo por el bien del espectáculo, sino del espectador. La película, aunque más crítica humana y socialmente, no deja de moverse en ese terreno fantástico del cine de estudio en el que, por definición, todo es posible. La puesta en escena, por consiguiente, roza la perfección, y en esos espacios maravillosos que abre, a derecha e izquierda del espectador, el cinemascope, los bailarines se mueven y cantan como un regalo de los dioses del celuloide.
        


lunes, 5 de noviembre de 2018

«La clave de la cuestión», de Hubert Cornfield. Psiquiatría y nazismo en Usamérica.






Una condena por sedición (tres años) a un nazi usamericano que ha de ser tratado, durante la Segunda Guerra Mundial,  por un psiquiatra negro: La clave de la cuestión o las raíces psicológicas, en un caso individual, de la mentalidad supremacista.

Título original: Pressure Point  
Año: 1962
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Hubert Cornfield
Guion: Hubert Cornfield, S. Lee Pogostin (Historia: Robert M. Lindner)
Música: Ernest Gold
Fotografía: Ernest Haller (B&W)
Reparto: Sidney Poitier,  Bobby Darin,  Peter Falk,  Carl Benton Reid,  Mary Munday, Howard Caine,  Gilbert Green,  Barry Gordon,  Richard Bakalyan,  Lynn Loring, Anne Barton.

Convenientemente aleccionado por Stanley Kramer (Fugitivos, Adivina quién viene esta noche y No serás un extraño -criticada en este Ojo-, entre otras…), que actuó de productor,  y con el aval de un director de fotografía como el oscarizado Ernest Haller de Lo que el viento se llevó o de ese joyón del cine negro que es Mildred Pierce, seleccionada para su colección dorada por la Biblioteca del Congreso, muy mal se le tenía que haber dado a Hubert Cornfield para malograr tanta inversión ganadora. La película se estrenó en España, sí, pero tuvo una distribución mínima y bien puede decirse que estoy hablando casi de un auténtico estreno. Hasta donde he podido llegar, la película se estrena en Madrid el diciembre de 1971 en el cine Infantas, que aparece en el ABC en la sección de Salas especiales, es decir, las conocidas como de “Arte y Ensayo”, donde iban cuatro gatos bien informados y duraban dos semanas contadas. La autoría de la película, por cierto, se le atribuye a Stanley Kramer, algo que ya he visto en otras páginas cinematográficas. Que la temática es propia de Kramer, el análisis del racismo en la sociedad usamericana, es indudable, pero no tengo pruebas de hasta dónde llegó la intervención de Kramer, más allá de la producción, para atribuirle la codirección de la película, como sí hace la plataforma cinéfila IMDB. Sea como sea, o bien Hubert Cornfield se imbuyó plenamente del espíritu combativo de Kramer y de su estética de índole expresionista, muy al estilo de la de algunas películas de Frankenheimer, compañero de generación, como la recientemente criticada en este Ojo, Plan diabólico, una maravilla, o supo leer perfectamente lo que quería Kramer conseguir con este drama carcelario de asunto psiquiátrico que tiene como tema fundamental la “creación” de un nazi racista usamericano. Desde el presente, en el que un ya madurito Peter Falk le confiesa a su director, un envejecido Sidney Poitier, que no sabe cómo “llegar” a un paciente suyo, un niño negro que rechaza ser tratado por un blanco, y que por ello  ha tomado la decisión de dejar su plaza, la película abre un largo flash back en el que Sidney Poitier le contará un caso, el de un nazi usamericano condenado por sedición a tres años de cárcel durante el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Avancemos que el preso/paciente está encarnado por Bobby Darin, ídolo musical que fue de las teenagers  y luego folclorista comprometido políticamente, y del que hay una película muy estimable, y muy comercial, dirigida e interpretada por Kevin Spacey, Beyond the Sea, el título de uno de sus éxitos. Podría pensarse que la cara mofletuda y de buena persona de Darin no fue una buena opción para representar a alguien tan malvado, pero a poco que avanza la película nos persuadimos, viendo su excelente interpretación, de que fue la opción adecuada.  La “lucha”, pues, entre el racismo y el fanatismo autoritario del prisionero y los sanos valores democráticos y constitucionales del psiquiatra negro es evidente que va a constituir el meollo de la película, como así es. Aquejado de migrañas e insomnio, el prisionero tarda lo suyo en acceder a dejarse “tratar” por el psiquiatra, el único que puede “ayudarlo”, aunque para ello necesita la colaboración del preso. Ahí, en la evocación de la infancia y la juventud del protagonista es cuando van a aparecer todos los conflictos familiares que han determinado que su pusilanimidad ante un padre déspota y una madre manipuladora se conviertan en un autoritarismo cruel contra los débiles, categoría nazi que engloba, por supuesto, a los negros, considerados infrahumanos por el prisionero. Las escenas de la niñez cuentan, además, con un niño protagonista, sorprendentemente parecido a Darin, que borda el papel y de quien el director -quien finalmente haya sido- extrae unos primerísimos planos francamente perturbadores y emocionantes. Que las fantasías del niño se conviertan en realidad en el mismo espacio de la consulta, irrupción de un elefante incluida, otorga a la película una atmósfera teatral y una dimensión fantasmagórica que enlazan directamente con la estética expresionista. La claustrofobia de la doble prisión, la de estar no solo prisionero del Estado, sino también, ¡y principalmente!, de su propia historia familiar, está perfectamente representada por los ángulos a veces muy forzados de la cámara para ofrecernos planos afilados y cortantes que la representan a la perfección. Recordemos que el espacio de la consulta es mínimo, y que en él se representa la mayor parte del metraje. Cuando, finalmente, el prisionero ha hecho avances significativos en su tratamiento psicoanalítico típicamente freudiano, no conductista, como sería de esperar, dada la razón de su internamiento, el psiquiatra ha de enfrentarse al establishment de los responsables -él es un joven acabado de llegar a su destino y sus supervisores son todos blancos- que  consideran al prisionero, cuando llega el final del cumplimiento de su condena, reeducado y listo para reinsertarse en la sociedad, por más que el psiquiatra responsable de su tratamiento sostenga que no ha habido tal corrección, que el prisionero vuelve a la calle siendo tan peligroso como cuando entró tras haber formado parte del partido nazi usamericano y haberse visto involucrado en numerosos actos de violencia de tipo racista e insurreccional, dado que su organización tenía como fin último la abolición del sistema político usamericano, esto es, un golpe de estado. La película bien podría ponerse de moda, dado el repunte racista y autoritario de la derecha nacionalista en todo el mundo, como aquí en España podemos comprobar por el proceso golpista del nacionalismo derechista catalán. En definitiva, una película de ideas y de traumas que se sigue con un interés reforzado por la actualidad social y política. Se trata del análisis de un caso individual, pero hay muchas perturbaciones psicológicas en todos esos movimientos populistas que, tratadas a tiempo, pueden ahorrar a las sociedades no pocos disgustos, constriñéndolas a sus orígenes. La política es muy a menudo la pantalla donde se proyectan las frustraciones individuales.
A título anecdótico, adviértase la semejanza iconográfica entre los carteles de ambas películas..., con idéntico tema.