domingo, 18 de noviembre de 2018

«Ángel negro», de Roy William Neill o la apoteosis de Dan Duryea.



La perfecta caligrafía genérica con un secundario en plan estrella: Black Angel o una lección de interpretación de Dan Duryea

Título original: Black Angel
Año: 1946
Duración: 81 min.
País:Estados Unidos
Dirección: Roy William Neill
Guion: Roy Chanslor (Novela: Cornell Woolrich)
Música: Frank Skinner
Fotografía: Paul Ivano (B&W)
Reparto: Dan Duryea,  June Vincent,  Peter Lorre,  Broderick Crawford,  Constance Dowling, Wallace Ford,  Hobart Cavanaugh,  Freddie Steele,  John Phillips,  Ben Bard, Junius Matthews,  Marion Martin,  Archie Twitchell.

Con más de 90 películas en su haber, antes de dirigir la serie de las dedicadas a las aventuras de Sherlock Holmes -protagonizadas por el dúo Basil Rathbone/Nigel Bruce, para algunos críticos las mejores interpretaciones posibles del clásico de Conan Doyle-, en las que la iluminación presagiaba ya la atmósfera de lo que se convertiría en el género del cine negro, Neill estrenó en agosto, cuatro meses antes de su fallecimiento, esta película plenamente identificada con dicho género, del que constituye una elegante muestra, filmada con exquisitez por quien, quizás ignorándolo, se despedía del Séptimo Arte con una magnífica película. No está, por supuesto, entre las “grandes” del género, a pesar de sus muchas cualidades, como tampoco es frecuente oír hablar de su director, si acaso, más allá de como un excelente artesano, pero alejado del “estrellato”. Ángel negro, sin embargo, me parece una película que debería ser reconsiderada en ese escalafón cambiante en el que entran y salen las “mejores” películas de un género. De entrada, el cambio que supone otorgar a Dan Duryea el protagonismo casi absoluto de la cinta, tras una larga carrera como secundario característico que alternaría, además, con sus muy frecuentes apariciones en series televisivas, permite calibrar a la perfección, más allá el encasillamiento, el trabajo de un actor que, al menos en esta película, nos ofrece hasta cuatro registros diametralmente opuestos y todos ellos con una solidez muy convincente. La historia gira en torno al asesinato de una cantante, de la que se acusa al marido  de otra cantante que era el amante de la asesinada, y a quien la empleada del hogar de la cantante vio por la escalera, huyendo a la carrera, poco antes de descubrir el cadáver. Antes de ese suceso, el exmarido de la cantante asesinada (Duryea) y compositor de sus éxitos musicales, pretendió acceder al piso de su ex, pero fue disuadido de hacerlo por el conserje de la finca, quien, como es lógico, lo señala como sospechoso. Estuvo allí lo suficiente para advertir que a un señor de cierta edad el conserje le franqueaba el paso para subir al piso de su ex. En apenas  un cuarto de hora, pues, que incluye también la deriva alcohólica del exmarido, se nos plantea una historia cuya voz cantante investigadora va a llevar la sorprendida esposa del acusado, quien es incapaz de siquiera sospechar que su marido tuviera alguna relación, ni siquiera que la conociera, con la cantante asesinada: June Vincent, otra actriz que, sumada a Duryea, podría darnos e mejor equipo posible de una serie B cuya dignidad, sin embargo, eleva la presencia de un Peter Lorre capaz de transformar una película de la serie B en una de la serie A, y de las buenas. En menor medida, pero igualmente efectiva, también contribuye a ese elevación la aparición de Broderick Crawford como capitán de policía, si bien tiene un papel muy breve. En cuanto la esposa del acusada es capaz de hacer reaccionar al alcoholizado Duryea para que la ayude en su búsqueda de evidencias que prueben la inocencia de su marido, la película inicia un camino de descubrimientos que, de forma paralela al juicio, que se nos ofrece en resúmenes de titulares, condena a muerte incluida, pretenderá lograr el objetivo buscado. La carrera de tiempos -los sorprendentemente rápidos de la justicia contra los desesperadamente lentos de la pareja investigadora- genera una notable ansiedad en el espectador. Gracias al azar, un encendedor que no funciona y una caja de cerillas que coge el supuesto asesino en la casa de la cantante, la pareja investigadora llega hasta el local de un empresario de aire mafioso, Mr. Marko ante quien se presentan como pareja artística, pues se trata de un local con actuaciones musicales. A partir de ese momento hay dos vías de desarrollo delicadamente tratadas por el director: el intento de seducción de Marko, vía joyas y atenciones, y el inevitable enamoramiento entre el pianista y la improvisada cantante que da a entender que bien puede afectar a la investigación en curso. No voy ni siquiera a insinuar como se desenlaza esa trama, porque está resuelta perfectamente, con una habilidad dramática que no excluye la sorpresa. Para quienes no estén al caso de los autores en que se basan algunas películas, conviene recordar que Cornell Woolrich es el autor d ellos relatos en los que se basan dos excelentes películas: La novia vestía de negro, de Truffaut y La ventana indiscreta, una de las grandes películas de Hithcock. Así pues, la pericia narrativa, al menos, está suficientemente acreditada. En cualquier caso, el aire absoluto de película de un género con infinitos seguidores entre los espectadores está más que logrado, neón sobre el dintel del club del sospechoso Marko incluido y sicarios y policías y un piano en el que, con la sutileza de un leve apoyo de las manos en la espalda del pianista se insinúa una tórrida historia de amor. En fin, espero que para muchos constituya la misma excelente sorpresa que ha supuesto para mí descubrirlo.

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