martes, 29 de enero de 2019

«El método kominsky» de Chuck Lorre (creador) o una «sitcom» al ácido…



Una vuelta de tuerca a las sitcom: El método Kominsky o el espíritu de Wilder para un comedia de humor negro centrada en la vejez: Arkin & Douglas, los nuevos Lemmon & Mathau…

Título original: The Kominsky Method (TV Series)
Año: 2018
Duración: 240 min.(1ª temporada)
País: Estados Unidos
Dirección: Chuck Lorre (Creator),  Chuck Lorre,  Andy Tennant,  Beth McCarthy-Miller, Donald Petrie
Guion: Chuck Lorre
Música: Jeff Cardoni
Fotografía: Anette Haellmigk
Reparto: Michael Douglas,  Alan Arkin,  Sarah Baker,  Nancy Travis,  Jenna Lyng, Casey Thomas Brown,  Ashleigh LaThrop,  Melissa Tang,  Emily Osment, Graham Rogers,  Susan Sullivan,  David Astone,  Lisa Edelstein,  Anoush NeVart, Tacey Adams,  Jeremy Andorfer-Lopez,  William Belli,  Corbin Bernsen,  Melody Butiu.

Me resulta difícil, aunque el editor de Ataraxia Magazine me lo pida, estar “al día” de las películas y las series, porque la vida es corta y el arte cinematográfico larguísimo hacia atrás, una senda retrospectiva en la que cientos de joyas están por descubrir para una mirada atenta y desprejuiciada. Hoy, sin embargo, y por invitación expresa de mi buen amigo Alberto Revenga, traigo a este Ojo una serie recién estrenada y de la que ignoro si, acabada la primera temporada, el invento habrá dado como para una continuación. ¡Ojalá sí! La verdad es que la primera serie nos la hemos zampado mi conjunta y yo en dos sentadas, por el interés de la misma, por el magnífico sentido del humor negrísimo del guion, por las estupendas actuaciones de todos los intérpretes y por la cercanía de edad (relativamente) con los protagonistas, lo que permite al espectador de la misma compartir preocupaciones, enfermedades y estados de ánimo. Se trata de una serie sin complicaciones argumentales, salvo las que se derivan de las dos diferentes situaciones individuales y familiares de los protagonistas. Douglas es un reputado profesor de teatro y Arkin un representante del show business que, curiosamente, no le busca ningún contrato, porque no ignora el carácter difícil e incumplidor de su amigo íntimo. La serie arranca con la muerte de la mujer del representante, un matrimonio muy unido, y con los problemas prostáticos del maestro de actores. Pronto, en esas dos focos de interés, aparecen las hijas de ambos, que son el reverso de cada padre: la del alocado maestro de actores -empeñado en que no pasa el tiempo ni por él ni para él- es la sensatez personificada; la del representante, un ser metódico y ordenado, la viva imagen del caos, una mujer que ha pasado por siete centros para luchar contra la adicción a las drogas y cuya vida es eso: un caos absoluto. La irrupción de la hija del representante en la vida de este supone, para él, la contemplación de su mayor fracaso vital, todo lo contrario de lo que le ocurre en los negocios, donde triunfa de una manera que la serie recoge perfectamente cuando se incorpora a la oficina tras la muerte de su esposa, un lugar donde, propiamente, ni pinta nada ni sabe cuáles son los nuevos métodos de trabajo, por lo que no tarda en hacerse también a un lado y dejar que el negocio “marche solo”. Una sitcom se caracteriza por la circunscripción de las preocupaciones de los personajes a la vida cotidiana, en lo que podríamos llamar, un radio de acción íntimo, y, por lo general, suelen ser series cómicas, en las que se suceden los gags y las risas enlatadas. El método Kominsky tiene otros planteamientos que no pasan por la potenciación del gag, sino por la construcción de dos personajes con cuyas preocupaciones nos vamos encariñando a medida que vamos viendo episodios, porque, más allá de una trama propia de cada episodio, hay un relato de fondo en el que se van integrando las diferentes “aventuras” que se sustancian, narrativamente, en cada episodio y que, a veces, se extienden a los venideros. Desde esta perspectiva, la visión de la serie, a toro pasado, es gratificante, porque permite verla como una película larga, aunque salpicada por los puntos y aparte inevitables del final y comienzo de cada capítulo. Dos viejos, llenos de achaques y con dos maneras de ser muy distinta: uno, con el optimismo inmarcesible del ser vital y juvenil, por el que no parecen pasar los años, aunque pasan ¡y de qué manera!; el otro, un ser pesimista y gruñón al que la muerte de su mujer le ha cambiado una vida que le satisfacía, excepción hecha, claro está, de la existencia de una hija “problemática” con quien mantiene una ambigua relación, más marcada por la indiferencia que por el remordimiento, aunque este opere, en gran medida, en su relación con ella. Los momentos “estelares” de los capítulos no siempre se desarrollan hasta sus últimas consecuencias, como la llegada, tarde y “catastrófica”, de la hija al funeral de su madre. La sutileza, pues, del planteamiento narrativo no lo lleva a explotar situaciones de las que hubiera podido sacarse una mina de humor, sino a enunciarlas y conseguir que el humor, por negro que sea, crezca a partir de las relaciones interpersonales entre el quinteto protagonista, porque el maestro de actores no tarda en “liarse” con una divorciada solo un poco más joven que él que asiste a sus cursos. Finalmente, la aparición de stars en papeles cortos y agradecidos, son un aliciente que, con toda probabilidad, la serie explote en nuevas temporadas, ¡si haylas!. En esta primera serie, tienen papeles destacados Danny de Vito -graciosísimo-; Ann-Margret -demasiado liftingada- y Elliot Gould -solvente como siempre y muy gracioso también-. Series como esta son, también, una “escuela de directores”, donde los jóvenes aprenden el oficio y se “ruedan”. Así, no me ha extrañado ver que uno de ellos sea Donald Petrie, hijo del reputado Daniel Petrie. El método Kominsky es, en el panorama de las series, donde tanta competencia hay, una narración que ha entrado con el buen pie de la nula generación de expectativas, y su mejor baza es, sin duda, la solvencia de la trama, la altura de las interpretaciones y la ternura no azucarada que rezuma una capa protectora de humor negro que, al mismo tiempo, no impide ver la profundidad de los sentimientos que están sobre la mesa  en cada capítulo. No diría que los intérpretes principales Douglas y Arkin están en “estado de gracia”, porque siempre han sido actores muy competentes, pero brillan a una enorme altura, lo que contribuirá, sin duda, a que la serie vaya ganando adeptos. ¡Gracias por la recomendación, Alberto! Te debo una.

domingo, 27 de enero de 2019

«Se interpone un hombre», de Carol Reed, o el tercer hombre en Berlín.



El Berlín bombardeado como escenario de la represión política comunista: Se interpone un hombre o un subgénero del thriller político bien definido.


Título original: The Man Between
Año: 1953
Duración: 100 min.
País:  Reino Unido
Dirección: Carol Reed
Guion: Harry Kurnitz, Eric Linklater (Historia: Walter Ebert)
Música: John Addison
Fotografía: Desmond Dickinson
Reparto: James Mason,  Claire Bloom,  Hildegard Knef,  Geoffrey Toone,  Aribert Wäscher, Ernst Schröder,  Dieter Krause,  Hilde Sessak,  Karl John,  Ljuba Welitsch.

No lo he podido evitar. La tentación era demasiado grande: revisitar Se interpone un hombre, de Carol Reed, poco después de haber visto esa obra maestra que es Larga es la noche, en la que también tiene James Mason el papel protagonista. La recordaba a medias, como pasa con las películas que has visto hace mucho, pero enseguida, a medida que avanzaba el metraje, iba recordando el modo sutil y magistral como va construyendo Reed el misterio  través de los ojos de una testigo externo a los sucesos, la hermana de un militar británico destinado en Berlín y casado con una mujer alemana bellísima, Hildegarde Knef, una actriz que siguió viviendo y trabajando en Alemania durante el periodo nazi, y que tuvo una breve aventura usamericana que no cuajó. Aquí, como sus otros dos compañeros de reparto, Mason y la inocente pero perspicaz Claire Bloom, componen un trío maravilloso que sostiene la película como lo que es, un thriller de trasfondo político en un momento y en un escenario que tienen casi tanto protagonismo como sus aventuras delictivas y amorosas.  El Berlín en ruinas de la posguerra fue un escenario desolador en el que se rodaron no pocas película y documentales. En la memoria de la mayoría de simple aficionados al cine han de estar la desgarradora Alemania, año cero, de Rossellini, la tensa Berlín Express, de Jacques Tourneur y una aproximación satírica tan divertidísima como Berlín Occidente, de Billy Wilder, que parecía el preludio de la que, Alemania ya casi totalmente reconstruida, sería su 1,2,3, con un James Cagney ultraexcepcional. Hay algo magnético en esas ruinas de la que fuera la Babel de Europa, una ciudad donde la libertad, en el periodo de entreguerras, alcanzó sus más altas cotas y donde el arte halló su verdadera patria. La desolación que provoca la contemplación del entramado urbano en el que apenas quedan edificios en pie provoca una tristeza difícil de contener. Pero incluso en esas ruinas sigue la vida, que impone sus leyes inexorables. Y, dividida la ciudad en cuatro sectores, comienza pronto, en el sector soviético, a dibujar el perímetro de un campo de concentración que va a dividir a las dos alemanias, la democrática y la comunista. La película se centra en ese momento en que la Guerra Fría nace con un empuje que no ahorra, para escándalo de sus aliados, ni el asesinato de quienes quieren abandonar el paraíso comunista. Un enigmático personaje, el encarnado por Mason, se dedica, con diversas complicidades, dadas sus buenas relaciones con la cúpula represora de la nueva Alemania comunista, a pasar gente de uno a otro lado. En cuanto la mujer del militar británico sabe que el tal Ivo ha regresado a Berlín, comienza una tensión que coincide con la llegada de la hermana del militar, dispuesta a pasar unos días con ellos y a conocer, de primera mano, la terrible situación de un Berlín en la que el estraperlo, el trabajo de reconstrucción de la ciudad y una “normalidad” extraña domina la vida cotidiana. Entre ambas mujeres, la hermana y la cuñada se establece, de repente, una relación de tira y afloja causada por las extrañas reacciones de la cuñada, de las que el marido no se da ni cuenta, a pesar de ser militar. De hecho, en una de esas réplicas ingeniosas de los diálogos, que no faltan en las películas de Reed, la cuñada le dice que hace una semana que se ha cambiado el peinado pero que su marido no se ha dado ni cuenta. Cuando, a medio metraje se ponen las cartas boca arriba: la cuñada ha estado casada con el tal Ivo, peo no quiere volver a saber nada de él, la hermana comienza a enamorarse de un enigma vivo, de tal modo que acabará incluso asociándose a su destino en unas escenas, en el Berlín oriental, dignas de las mejores películas de espías jamás filmadas, y, además, con ese tono épico, en blanco y negro, de las grandes de Hollywood. La situación es muy parecida a dos películas, una antigua y otra moderna, que tratan el mismo asunto de los “saltos” a la Alemania libre: la electrizante Túnel 28 de Robert Siodmak y El puente de los espías, de Spielberg, si bien esta última en la variante del intercambio de prisioneros de uno y otro lado del famoso Telón de acero. A quienes tenemos en la imaginación el Berlín de los años 20 y 30, el de Berlín, Sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttman o el de Los hombres del domingo, de Siodmak y Wilder, contemplar la destrucción masiva de la ciudad en la que se luchó manzana a manzana cuando ya la plana mayor del nazismo había escogido la vía del suicidio en el famoso búnker, es algo más que doloroso. Nunca he querido ir a Berlín, precisamente por esa destrucción, porque sé que no voy a poder encontrar ni rastro del Berlín de Berlín Alexanderplatz, de Döblin, el libro de una ciudad que se ha quedado sin la ciudad que retrataba de modo tan contundente. La película de Reed transcurre más en los exteriores de ese escenario espectral que en interiores que apenas se aguantaban en pie, y consigue, al margen de la trama político-delictiva, convertirse, accidentalmente, en un documento inapreciable.  Ni que decir tiene que los escenarios que escoge la película para ciertas huidas o ciertos encuentros, el cabaret, la pista de patinaje, una construcción, el metro elevado, el Teatro de la Ópera, etc., y la escena de la “huida” de este último tiene una brillante realización, confieren a la película una dosis de realismo incontestable. Será ficción, pero la vivimos como la más acezante realidad. No sugiero cómo se desenlaza la trama porque la intriga la mantiene el Director hasta el final y bueno es que los espectadores se enfrenten a ella ignorándolo. En cualquier caso, la película de Reed se suma a las que mencioné ut supra y que constituyen un selecto grupo de obras de autores que se sintieron compelidos, en su momento, a crearlas en ese terrible escenario de destrucción al que la totalitaria ideología del odio condujo. Lo dicho, una obra imprescindible.




miércoles, 23 de enero de 2019

«La infancia de un líder», de Brady Corbet o la genealogía del totalitarismo.




Espectacular debut de Brady Corbet: una obra compleja, magnética y desasosegadora: La infancia de un líder o los agravios de Versalles.

Título original: The Childhood of a Leader
Año: 2015
Duración: 115 min.
País: Reino Unido
Dirección: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet
Música: Scott Walker
Fotografía: Lol Crawley
Reparto: Bérénice Bejo,  Liam Cunningham,  Tom Sweet,  Robert Pattinson,  Yolande Moreau, Stacy Martin.

¡Bueno, por fin una película al estilo de aquellas del Arte y Ensayo de  mis comienzos como cinéfilo voluntarioso e ignaro, cuando el espectador tenía que reconstruir la película para tratar de dar algún sentido congruente a todo cuanto había visto en la pantalla y que le había dejado sumido en la perplejidad y en el deleite visual: obras que a veces pasaban a la historia del cine y a las que, en otras ocasiones, la historia les pasaba por encima, arrumbándolas en el desván del olvido. El actor de Funny Games, de Haneke, la duplicación usamericana de su película alemana, Brady Corbet, se pasa a la dirección y se estrena con una película que en modo alguno puede analizarse desde la perspectiva de una ópera prima, como tantas veces hemos hecho en este Ojo, dada la madurez del planteamiento, el dominio del tempo narrativo, la insólita y cautivadora puesta en escena y, por supuesto, el tejido metafórico que mantiene en pie una historia del nacimiento y desarrollo del mal como algo congénito a la especie, no como producto de las circunstancias. La historia, con su mucho de claustrofóbica y opresiva, casi con una atmósfera gótica, a lo que contribuye el ambiguo vestuario del hijo único de una pareja desigual en edad, transcurre en Francia, donde está destinado un diplomático usamericano que colabora con los trabajos que han de llevar al famoso Pacto de Versalles, que ponía fin, de manera harto provisional, a las rivalidades geoestratégicas que condujeron al desastre de la Primera Guerra Mundial. La historia se centra en el hijo, un ser consentido y malcriado, a quien le ponen una institutriz para aprender francés, pero cuya imantación erótica se impondrá a cualquier avance en la lengua de Molière. A ese respecto, la secuencia de la blusa que trasparenta el pezón henchido de la joven es un modelo de exquisitez estética y altísima carga sensual. La madre, que prácticamente vive abandonada del marido, al que rechaza sexualmente, tampoco se siente con fuerzas para corregir las tendencias agresivas y narcisistas de su hijo, quien, poco a poco, va incrementando su tiranía sobre cuantos lo rodean, sin que la presencia del padre, en un momento dado, contribuya a mejorar la situación, antes bien todo lo contrario, flagelación incluida. La película alterna las dos tramas, la de las negociaciones y la de la imposible vida familiar del diplomático, hasta que, finalmente, convergen en la mansión, algo ajada, pero con espacios estéticamente muy atractivos. En ese momento, el paralelismo entre ambas recuerda, en parte, a Lo que queda del día, de Ishiguro, porque de esos movimientos en busca de la paz se nos ofrece muy poca información y una parte de ella constituye un auténtico presagio de lo que ocurrirá después, a la vuelta de veinte años. El inconfundible escenario de conciliábulos, de negociaciones, de cortesías que encubren odios profundos y de rencores a los que las cesiones no solo no ponen fin, sino que constituyen el nutritivo alimento de los agravios futuros dominan esa trama diplomática con la que converge, decíamos, un empecatamiento atroz por parte de la criatura, que se erige en auténtico protagonista de una cena en la que sorprendentemente ocupa un lugar en la mesa, una suerte de distinción algo forzada que acaba mal, como el espectador ha intuido, desde que advierte que cenará con “los adultos” quien bien puede aprovechar ese momento estelar para “vengarse” de sus progenitores. La escena es prodigiosa y una muestra inequívoca de a qué se refiere el título de la película, si bien, vuelvo a insistir, hemos de entender esa conducta desde un plano metafórico, porque la especie de desatención en que vive la criatura es un motivo más que justificado para comprender reacciones que, con todo, van más allá del mecanismo estímulo-respuesta. Parece mentira que una criatura de apenas doce años, si llega a ellos, tenga tanto vigor totalitario y maléfico, porque está claro que si a esa tendencia heliogabalesca, si se me permite el neologismo,  que se apodera de él,  le correspondiera la fuerza de un adulto y tener armas a su alcance, hablaríamos, entonces, de una masacre indiscriminada o algo así, si no de un culto satánico como el de la “familia” Manson. La película insinúa muy tenuemente un adulterio sobre el que no se insiste, aunque el desenlace de la película, una puesta en escena del totalitarismo burócrata sin adscripción histórica concreta, sorprende a los espectadores, a quienes se ha estado engañando al respecto durante todo el metraje, porque, al presentarse en forma de capítulos la historia, yo al menos, torpe espectador donde los haya, esperaba una elipsis que nos llevara a la madurez del antihéroe para ver en su apogeo toda la perversión del carácter que ha ido acumulando en su etapa infantil. No ocurre así, y ello refuerza, si cabe, el planteamiento metafórico y la perspectiva biologicista del tratamiento del totalitarismo, algo que, como bien sabemos, sirve para una película de terror, ¡y esta lo es, y de las buenas…!, pero no para una película política. Sea como fuere, la atmósfera que consigue la iluminación, la puesta en escena y la angelical presencia de la criatura demoniaca, junto a la interpretación magistral de Bérénice Bejo, a quien vengo de ver en una película francesa El juego,  de Fred Cavayé, nuevo remake, como el de Álex de la Iglesia de la película original de Paolo Genovese, Perfectos desconocidos, donde también está sobresaliente. Brady parece haber asimilado la técnica Haneke de la impasibilidad estética ante el desgarro del dolor, y en esta película se muestra fiel al realizador alemán, aunque hay un cierto toque preciosista que privilegia la puesta en escena, en este caso, en esa casa que adquiere un protagonismo, junto con el de las sirvientas, estremecedor. No anda tampoco muy lejos del mejor Polanski, desde luego. En suma, una película que desasosiega y atrae por igual, y que, eso sí, no dejará indiferente a los espectadores que acepten el reto. Estamos ante una película, no lo olviden, de “Arte y Ensayo”, y eso marca e imprime carácter, que conste…

martes, 22 de enero de 2019

«Larga es la noche», de Carol Reed o la perfección de un estilo propio.



El terrorismo irlandés preindependencia: Larga es la noche o un thriller expresionista con trasfondo político.

Título original: Odd Man Out
Año: 1947
Duración: 116 min.
País: Reino Unido
Dirección: Carol Reed
Guion: F.L. Green, R.C. Sherriff (Novela: F.L. Green)
Música: William Alwyn
Fotografía: Robert Krasker (B&W)
Reparto: James Mason,  Robert Newton,  Cyril Cusack,  F.J. McCormick,  William Hartnell, Fay Compton,  Denis O'Dea,  W.G. Fay,  Maureen Delaney,  Elwyn Brook-Jones, Robert Beatty,  Dan O'Herlihy,  Kitty Kirwan,  Beryl Measor,  Roy Irving, Joseph Tomelty,  Arthur Hambling,  Ann Clery,  Maura Milligan,  Maureen Cusack, Eddie Byrne,  Kathleen Ryan.

A Carol Reed, por méritos propios, se lo asocia con El tercer hombre como uno de los momentos álgidos del género policiaco, un clásico indiscutible que aunó, además, a su calidad cnematográfica, una banda sonora excepcional con una interpretación inquietante, la de Orson Welles. Las lenguas pestíferas han querido menoscabar los méritos de Reed hablando de una intervención de Welles más allá de su desempeño interpretativo. Por si a alguien le quedara dudas de la inequívoca autoría de Reed, solo tiene que ver esta película y, sobre todo, leer las fichas técnicas de ambas para descubrir al cinematografista de ambas: Robert Krasker, a quien ha de achacarse buena parte del resultado formal último de la película, con un juego de luces y sombras, de contraluces, de destellos lumínicos en las calles, etc., que hermanan íntimamente esta película con la que le daría fama universal dos años después. Menos cosmopolita que El tercer hombre, Larga es la noche se centra en el mundo del terrorismo irlandés antes de la independencia y, concretamente, en un minúsculo acontecimiento: el intento de robo en una empresa para financiar sus actividades un grupo encabezado por quien ha vive escondido de la persecución policial tras haber estado largo tiempo en la cárcel y haberse escapado. Vive oculto en casa de una familia cuya hija, afín a la causa, está enamorada de él, toda una leyenda cuyo nombre conocen, con cierta admiración, no exenta, en muchos casos, de reprobación, de los habitantes de Belfast, lugar donde transcurre la acción y donde Reed y Krasker consiguen secuencias que están a la altura o superan a las de El Tercer hombre en los callejones de Viena o en sus cloacas, donde tiene lugar el inmortal final de la película. Aunque la película no aborda el conflicto político-terrorista que llevó a la independencia de Irlanda, está claro que uno de sus objetivos es enfrentar a un buen número de ciudadanos a esa realidad y mostrar los miedos, las dudas, los recelos, el rechazo, la solidaridad, la indiferencia, la delación o, en el caso de la protagonista, un amor que la incita incluso a la inmolación. Herido en el forcejeo con un trabajador armado de la empresa atracada, a resultas del cual el empleado muere, la película sigue al protagonista en el esfuerzo descomunal de este por evitar el acoso policial que despliega un sistema de controles de los que se evade por puro azar, al haberse refugiado en un coche de caballos de alquiler que en modo alguno despierta desconfianza en los agentes cuando el conductor, un borrachín, les dice que lleva dentro a Johnny McQueen. El “incidente” le va a permitir al director pasar revista a un buen numero de ciudadanos que han de enfrentarse de manera directa a un hecho, el del terrorismo político, que mostrará diferentes respuestas. El frío, la lluvia, algunas calles embarradas, todo, se conjurará para entorpecer la huida del fugitivo malherido. Es larga la galería de personajes populares que entran en contacto con el herido, lo que permite identificar tanto a los delatores como a los ciudadanos compasivos que, aunque socorren, al herido, también se lo quitan de encima para evitar represalias policiales, del mismo modo que, cuando es recibido en el pub, el dueño solo piensa en sacarlo de allí de la mejor manera posible para evitar represalias de los terroristas. A medio camino entre unos y otros, está el pintor borrachín y algo zumbado que pretende hacer un retrato de McQueen para inmortalizar esa especie de tránsito entre la vida y muerte que es la presencia moribunda del activista político, tanto en el bar como luego en su casa, donde lo curan de urgencia para llevarlo a un hospital mientas e pintor intenta captar esa expresión trascendente del terrorista. En el ínterin, a través del cura al que recurre la enamorada para que la ayude a encontrarlo. Si no fuera porque el drama recorre de punta a punta la película, estaría tentado de decir que el director ha escogido la perspectiva de la comedia para retratar a unos irlandeses ultraamigos del alcohol y con una capacidad de sorna cáustica que convierte ciertas réplicas de los personajes, algunos circunstanciales y otros principales, en una suerte de crítica humorística de su realidad a la altura de las mejores réplicas del cine de Billy Wilder. James Mason, apuesto y con la edad apropiada para encarnar al frágil líder combativo, hace una interpretación excelente, pero lo cierto es que la película es una película coral, y en esa coralidad radica su gran acierto, porque a medida que el herido va pasando “de mano en mano”, obtenemos un retrato muy acertado de la realidad irlandesa de aquellos últimos años, 1910-1915, antes de la independencia, declarada unilateralmente en 1916, pero no conseguida, formalmente, hasta 1922. Es cierto que el alcohol es algo así como el vínculo que une casi todas las subtramas de la película, pero la escena en que el lugarteniente del fugitivo se acerca a unos niños buscando información y estos se arremolinan a su alrededor pidiéndole ya unos peniques ya cigarrillos, va más allá de la anécdota que centra la película. Belfast, una ciudad fría, inhóspita, por la lluvia, y peligrosa acaba convirtiéndose casi en otro personaje de la película, por los claroscuros impresionantes que consiguen Reed y Krasker, tanto en la huida del herido como en la magnífica y espectral de su lugarteniente, cuando juega al ratón y al gato con la policía para permitirle llegar al herido a alguna casa donde lo acojan, lo que hacen dos mujeres que, sin embargo, cuando llega el marido, se ven forzadas a tener que dejarlo marchar para evitar convertirse en cómplices de un asesino. La fuerte presencia de la religión en la vida irlandesa está plasmada a través de la figura del sacerdote, a quien la trama no pone en ningún dilema moral imposible de afrontar. De hecho, una de las últimas pesadillas del perseguido tiene al sacerdote, mudo, eso sí, como elemento principal que le recuerda  la falta de compasión, de piedad, que ha gobernado su vida al entrar en la lucha armada. La enamorada tiene concertada la evasión del herido con un buque que lo alejaría de Belfast, y esa espera, hasta las doce en punto de la noche, añade una presión temporal sobre la trama que potencia la adscripción genérica al thriller policiaco. No revelo el final, pero tampoco hay que ser un lince para intuirlo, dado lo dicho. De todos modos, la visión de la película es tan gratificante, tan espectaculares sus imágenes y tan poderoso su ritmo narrativo, que ni conociendo el final dejaría uno de maravillarse ante tanta perfección. Finalmente, para los desmemoriados, no me resisto a recordar que a Carol Reed se debe uno de los grandes musicales "modernos", Oliver, que le valió su único Oscar.



sábado, 19 de enero de 2019

«El reino», de Rodrigo Sorogoyen o la perspectiva «apolítica» para el cine político.



La confusión entre la aceleración andariega y el ritmo narrativo: El reino o una deliberadamente confusa trama de corrupción que tanto monta monta tanto el partido al que se retrate.

Título original: El reino
Año: 2018
Duración: 122 min.
País: España
Dirección: Rodrigo Sorogoyen
Guion: Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen
Música: Olivier Arson
Fotografía: Álex de Pablo
Reparto: Antonio de la Torre,  Josep Maria Pou,  Nacho Fresneda,  Ana Wagener, Mónica López,  Bárbara Lennie,  Luis Zahera,  Francisco Reyes II,  María de Nati, Paco Revilla,  Sonia Almarcha,  David Lorente,  Andrés Lima,  Óscar de la Fuente, Laia Manzanares,  Max Marieges.

Es curioso. Veo con mi Conjunta la película y, al salir, ella ha visto en la película un retrato del PP y yo del PSOE. ¿Cómo es posible esa diferencia de percepciones si se supone que los personajes han de ser fácilmente identificables? ¿La ambigüedad del mensaje de la película busca esa indefinición “exterminadora”? ¿Lo que se nos quiere decir, tal y como se deduce de la fábula, es que del Rey abajo, ninguno… está fuera de las garras antidemocráticas de la corrupción; que no hay esperanza posible para la regeneración del sistema, que todos, cada uno en la medida de su singularidad, somos piezas del engranaje fatal con el que colaboramos por activa o por pasiva? La película, después de un bello fotograma estático de la soledad de un personaje frente al mar, que bien podía ser el arranque de una película como La gran belleza, de Sorrentino, da paso a una frenética carrera de ese mismo personaje hasta el corazón de una “mariscada” de partido en la que se celebran adulaciones y traiciones por igual, y que hace presagiar el mundo por de dentro de una actividad, la política española, con más zonas de sombra que una película expresionista. La comilona retrata muy por encima a militantes destacados de un partido que pronto se verá acosado por revelaciones judiciales de tramas delictivas que afectarán a unos y no  a otros, acusaciones que acabarán con unas y no con otras carreras, dejando a esos responsables en la calle o en la cárcel, y menoscabados social y profesionalmente. El protagonista encarnado por Antonio de Latorre, quien, francamente, no da en ningún momento el papel de político seductor capaz de promocionarse a los primeros puestos de la política a nivel autonómico y/o estatal, salvo que pertenezca a un partido imaginario en el que no se valoren otras virtudes políticas que las del servilismo, el silencio debido y el sacrificio propio en casa de necesidad en pro de la jefatura máxima, acorralado por un caso típico de corrupción de los cientos de ellos que han aparecido en las filas del PP y del PSOE en los últimos tiempos, sea la Púnica, sean los Eres, sean los lejanos de Naseiro o de FILESA;  el protagonista, digo, inicia una carrera contra reloj para intentar salvar el cuello y no acabar entre rejas un buen periodo de años. Para ello se vale de lo único que sirve en estos casos: encontrar las pruebas inequívocas e irrefutables que incriminen a los máximos responsables para negociar con ellos desde una posición de fuerza. En ese proceso, filmado con todo lujo de planos, desde los primerísimos que captan apenas un cuarto de rostro de los interlocutores, hasta los panorámicos que nos ofrecen los casposos retratos de grupo con señora, pasando por los exteriores usados al servicio siempre de una narración  en que, repito, el ritmo se confunde con la ansiedad del protagonista, la cual no añade nada al ritmo narrativo, sino angustia que transfiere al espectador, que son dos cosas distintas. En ese proceso de desesperación y de búsqueda de la salvación del propio cuello, hay serios errores de guion que nos abocan a escenas sobradamente próximas al ridículo, como el “allanamiento” de morada del jefe en Andorra, la secuencia del accidente “programado” con la previsión de un desenlace del mismo y, finalmente, una entrevista televisiva cuya ingenuidad roza la vergüenza ajena, a fuer de simplista. Dicho de otro modo, esta crítica no la tendría que hacer yo, sino alguno de los corruptos que se reirían de la trama e irían señalando los disparates narrativos en que se incurre. No le voy a negar un interés sustancial a la película, por su honesta aunque ingenua aproximación al tema de la corrupción, pero quien haya visto cine político como Z de Costa-Gavras,  Tempestad sobre Whashington, de Preminger, El mensajero del miedo, de Frankenheimer,  Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, de Petri o Borrachera de poder, de Chabrol, percibirá enseguida las enormes distancias que hay del film de Sorogoyen a estas muestras escogidas. A mi modesto entender, sin desmentir el realismo de la película, sí que acuso cierto grado de falta de verosimilitud en muchos momentos de la película, empezando, ya lo dije antes, por la inadecuación del propio Latorre para encarnar al político corrupto. En todo momento he tenido la sensación de que estaba ante una parodia del protagonista de El crack I y II, ambas extraordinarias y bastante más eficaces como “cine político combativo” que la que nos ocupa. He echado en falta una mayor claridad de la trama e incluso un mejor registro del sonido, porque no son pocas las escenas en que cuesta, como en la de la pelea matrimonial del protagonista con su esposa antes de que se vaya a Canadá, sacar algo en claro de los gritos que desconfiguran la recepción del sentido de lo que se grita. ¡A lo mejor este neorrealismo gritón necesitaría los subtítulos de Roma…! Sí, la escasa entidad humana y social de los protagonistas de esta fábula se adecuan, sin duda alguna, a la realidad, más aún habiendo oído las cintas de conversaciones como la del Bigotes y Camps, por ejemplo, en la rama valenciana de la Gürtel, pero hay algo de forzada impostura en esas caricaturas que anula, en parte, su efecto real, como ocurre con la escena del robo de los papeles comprometedores del jefe del protagonista. Son, lamento decirlo, obstáculos insuperables para “asentir” a lo que se ve, que nos exige demasiadas renuncias a lo verosímil para seguir el desarrollo de la trama. Es imposible que un corrupto mantenga la dignidad que no tiene, pero también lo es construir un carácter desde su ausencia, que es de lo que se resiente el antihéroe que nos sirve de Virgilio en este descenso al infierno cutre de la corrupción. La película nos deja, en efecto, en manos de nadie, casi a disposición del primero que pase arremetiendo contra todo el sistema y prometiendo orden y mano dura…, tan desolador es el mensaje que nos transmite. Sí, la corrupción es un cáncer de la democracia; pero no son todos los que están y las instituciones funcionan, como la Justicia, aun dentro de limitaciones evidentes, algo que de ninguna manera se recoge en el desnudamiento final de la película, y contra las que se insinúa la condición de juez en excedencia del candidato a la jefatura del partido de la corrupción. Es complejo abordar incluso lo más tosco, soez y vil de nuestra política, como la corrupción, pero, aun con todo,  me paree que, como diría Andreotti, manca finezza en el tratamiento de ella que nos ofrece esta meritoria película de Sorogoyen, que ha sabido respetar con gran acierto la puesta en escena de la opacidad tenuemente iluminada de las esferas del Poder.

viernes, 18 de enero de 2019

«Tiempo después», de José Luis Cuerda o la fidelidad a una fórmula.



Lo irrepetible y protocanónico es, por definición, insuperable, y parte de la cultura popular: Tiempo después, o el lastre de la fórmula magistral cuya eficacia aún, a ratos, funciona.

Título original: Tiempo después
Año: 2018
Duración: 95 min.
País: España
Dirección: José Luis Cuerda
Guion: José Luis Cuerda (Novela: José Luis Cuerda)
Música: Lucio Godoy
Fotografía: Pau Esteve Birba
Reparto: Roberto Álamo,  Miguel Rellán,  Blanca Suárez,  Arturo Valls,  Carlos Areces, Manolo Solo,  Gabino Diego,  Miguel Herrán,  Berto Romero,  Daniel Pérez Prada, Antonio de la Torre,  Joaquín Reyes,  Raúl Cimas,  Nerea Camacho,  Pepe Ocio, Secun De La Rosa,  Iñaki Ardanaz,  María Ballesteros,  Saturnino García, César Sarachu,  Javier Bódalo,  Joan Pera,  Estefanía de los Santos,  Martín Caparrós, Fernando González,  Marcos Zan,  María Caballero,  Luis Pérezagua,  Nacho López, Andreu Buenafuente,  Eva Hache, Daniel Romero, etc.

Cuando se ha entrado por derecho propio en la Historia del Cine, con una obra singular y al margen de todas las corrientes habidas y por haber,  y además se ha dejado una impronta coloquial tan poderosa como la del título de la obra maestra de Cuerda: Amanece, que no es poco…, que salpica con su ingenio de ascendencia senequista cualquier conversación culta o inculta que se precie, ¿a quién no le parece, en principio, una aventura condenada al fracaso intentar volver a reproducir la magia de aquella obra sin parangón posible? Sirva este preámbulo para afirmar que lo cierto es que he ido al cine con una prevención notable, propiamente a la defensiva, diría, por todo lo que acabo de decir, y porque el refrán famoso de las segundas partes, a pesar del Quijote, casi siempre suele acertar. No sabía qué iba a encontrarme, pero el concepto futurista y escasamente distópico del planteamiento, junto con un arranque hábilmente concertado entre la poesía de las imágenes y la seducción de la banda sonora me han abierto el apetito fílmico enseguida. El prodigio de la supervivencia del edificio Torres Blancas de Madrid, en medio de un paisaje de John Ford, con el eco de la estatua de la libertad en el final de El planeta de los simios, de Franklin J. Schaffner, tiene suficiente entidad como para, de la mano de los canónicos guardias civiles que pasean por el reino de Bastos, ir abriendo las habitaciones de un vodevil que tiene momentos muy logrados, logradísimos me atrevería a decir, junto a *chirriaduras de alto voltaje… Como estamos en una suerte de 13, Rue del Percebe concebida como el reino de Bastos, opuesto al campamento de chabolas donde viven los agitadores que se pueden “despersonalizar” si dejan de ser la amenaza de pega que les ha tocado ser en el reparto del nuevo orden nacional miles de años hacia adelante, las diferentes realidades de los distritos de lo real que van apareciendo tienen la virtud de  seducirnos en mayor o menor grado. Así, la historia de los barberos, con una estupendísima y natural interpretación de Berto Romero como fantasma del barbero-poeta asesinado por su fallido competidor, tiene mucho mérito, frente al guiño discreto del pastor y las ovejas de El ángel exterminador, de don Luis Buñuel o el fallido de los jóvenes pasotas-filosóficos. Construida, como la precedente, por el método de la acumulación, hay, no obstante, un resto de hilo argumental que se parece mucho a un desarrollo narrativo clásico: el enfrentamiento entre el Reino y los chabolistas, quienes, como si de la Bastilla o el Palacio de Invierno  se tratases, se conjuran para asaltar el edificio donde reside el “otro” mundo: un reino que incluye un alcalde elegido democráticamente, y unos personajes simbólico-estrafalarios cuyas “ocurrencias”, usualmente en un tono cultista, van derramándose a través del metraje sin otra finalidad que servir de oculta crítica en clave elemental, a diestro y siniestro, de una situación política que se ha ido sucediendo, de forma ostensiblemente inmovilista, a través de los tiempos hasta ese futuro en el que todo sigue siendo desoladoramente lo mismo de siempre. En esta ocasión, y dada la “lucha de clases” que se escenifica, entre las fuerzas reaccionarias y las fuerzas progresista, la aparición de personajes como el cura carlistón del trabuco remite más a García Berlanga que al propio antecedente de Amanece, que no es poco… En términos generales, y eso es básico para atraer al espectador, actores y actrices son determinantes a la hora de invitarnos a entrar en el disparate universal que hemos de aceptar como realidad. La elección, para papel tan destacado, de Roberto Álamo, no me parece la mejor, pero eso, como todo en este arte séptimo, va en gustos. Todos los demás están a la altura de los cometidos surrealistas (¡ya tuvo que salir el palabro…!) y Carlos Areces brilla al nivel del gran cómico que es, del mismo modo que Manolo Solo y Blanca Suárez, sobre los que recae gran peso de la película, junto a la pareja de la Guardia Civil, Miguel Rellán y Daniel Pérez Prada, todos ellos actuando al nivel del original del que parte la idea de esta secuela que el director salva a fuerza de puesta en escena, en esta ocasión. Distingamos, además, a César Sarachu, en el papel del enamorado Galbarriato, cuya actuación lamentamos que cese tan pronto. Y la fidelidad del Director que ha requerido, en sentido homenaje a Amanece, que no es poco, la presencia de Daniel Romero (el padre del cantante Jero Romero), “el del fandango”, quien entona el mismo fandango que en aquella. Si la primera se rodó en escenarios naturales, como Liétor, que tuve la ocasión de visitar guiado por un hijo del lugar, la presente se ha realizado básicamente en estudio y en el interior del edificio Torres Blancas, de Saénz de Oiza, sobre el que tuve la oportunidad de ver un documental fabuloso en el que el arquitecto nos guiaba en una visita a edificio tan singular en una ciudad como Madrid, poco dado al aventurerismo arquitectónico, al menos hasta las Torres Kio, que uno recuerde… La puesta en escena, ya digo, es fundamental para apreciar las virtudes de esta película que en modo alguno pretende ser la “continuación” de lo irrepetible, aunque haya algo en ella de vieja “fórmula” de éxito que se repite, en parte, como un ensalmo para conjurar a los dioses protectores de la taquilla. Son muchos los productores, y son numerosísimos los actores y actrices que aparecen más propiamente como “cameos”, que como personajes con cierta entidad, como ocurre en el graciosísimo sketch del reclutamiento para la guerra contra los desposeídos. Los encuadres, los espacios, los fondos, sobre todo el omnipresente del paisaje de los westerns de Ford, perfecto fondo del encuadre de la cama donde duermen, juntos, la pareja de la Guardia Civil, por ejemplo, las tomas cenitales o en contrapicado de la empinada escalera de acceso al edificio, a través de la cual se sube el carrito de las limonadas, pendientes, en todo momento, de que el Director ceda al guiño de El Acorazado Potemkin, lo que no ocurre, gracias a Cuerda…, aunque sí que tenemos presente el motocarro de Cassen en Plácido, eso sí. Mucho va de aquellos tiempos a estos, desde luego, pero Cuerda no renuncia a que se trace una línea cordial que una este presente con aquel pasado, y, en parte, he de reconocer que lo consigue. Es cierto, sin embargo, que buena parte de la artillería *gagística, sobre todo la relativa a la política, deja mucho que desear, porque tiene algo de ingenuo y manido al tiempo, como el rancio sabor de las nueces revenidas, por ejemplo, ya puestos a detallar…; flota en el ánimo del espectador, que Cuerda se ha dejado llevar por alguna que otra aportación de la cosecha propia de los muchos cómicos populares de nuestros días que aparecen, aunque quizás me equivoco y nos les ha dejado meter baza ninguna, y lo que ocurre es que ha seleccionado a aquellos más adecuados al tipo de humor que ellos hacen por su cuenta, como el de los municipales, encabezado por Joaquín Reyes o el propio del barbero perdido en la aburrida nada de Berto Romero. Insisto, aunque hay no poco de explotación de una reconocida “fórmula” en la película, lo sorprendente es la vitalidad, la fecundidad de la misma, capaz, treinta años más tarde, de levantar una narración con tantos guiños que, solo la excelencia de los intérpretes es capaz de detener en pura, luminosa y jocosa mirada cítrica al presente, desde un futuro tan lejano.

lunes, 14 de enero de 2019

«La vividora», de Ken Hugues. El abuso, la frigidez, la ambición…



Historia de un trauma y una ambición: La vividora o una aproximación con protagonista femenina a Julien Sorel.

Título original: Wicked as They Come
Año: 1956
Duración: 94 min.
País:  Reino Unido
Dirección: Ken Hughes
Guion: Ken Hugues, Sigmund Miller, Robert Westerby (Novela: Bill Ballinger)
Música: Malcolm Arnold
Fotografía: Basil Emmott (B&W)
Reparto: Arlene Dahl,  Philip Carey,  Herbert Marshall,  Michael Goodliffe,  Sidney James, Ralph Truman,  David Kosoff,  Faith Brook,  Frederick Valk,  Marvin Kane,  Patrick Allen, John Salew,  Pat Claven,  Gil Winfield,  Jacques B. Brunius.

Ken Hughes no se prodigó mucho, pero al margen de algunas películas muy populares como Chitty Chitty Bang bang, Casino Royale, Cromwell o una versión magnífica de Servidumbre humana, con dos actorazos de campanillas como Laurence Harvey y Kim Novak,  yque ya fuera llevada al cine por el magnífico John Cromwell con el título Cautivo del deseo, esta película forma parte de esa legión de films excelentes a los que ha perjudicado mucho la ignorancia de su existencia, una suerte de olvido ennoblecedor en el que no han perdido ni un ápice de sus virtudes, dispuestas siempre a ser descubiertas por intrépidos cinéfilos. A su manera, he tenido con esta película, a la que calificaría como “superproducción de serie B”, una sensación parecida, si bien algo más atenuada, a la que tuve con El tercer secreto, del inmenso director Charles Crichton: estar en presencia de una película merecedora del visionado por el gran público, dada su calidad, el interés de la historia y la estupenda interpretación de la bellísima y seductora Arlene Dahl. La historia de quienes trepan en la escala social movidos por una ambición que esconde, casi siempre, un oscuro pasado de humillación y vergüenza, no es nueva en el cine, ni tampoco en la literatura, en la que Julien Sorel, el protagonista de Rojo y Negro ocupa un lugar fundamental. El rol principal de La vividora -de nuevo una traducción en español que no le hace justicia al original inglés y que “guía” la visión sesgada de la protagonista- es el de una mujer de cuyos antecedentes poco se sabe hasta casi el final de la película, cuando el enamorado y despreciado galán descubre una historia que llegó a los diarios y que la tiene por protagonista, y que en parte ayudan a explicar la disposición frígida que mantiene hacia los hombres, lo que le permite ir acumulando seducción tras seducción hasta conseguir llegar a la cima de su “carrera”. La película tiene una estética que recuerda a grandes melodramas de Douglas Sirk, pero también un planteamiento que se adelanta a narraciones psicológicas y de misterio como Marnie, la ladrona, de Hitchcock, con la que comparte no pocas similitudes. Si la protagonista hubiera tenido un serio trastorno psicológico, estaríamos hablando del claro antecedente de Repulsión, pero como no es así, hemos de hablar de una película muy personal, rodada en tres ciudades distintas, Nueva York, Londres y París, con magníficos exteriores de las dos últimas, lo que le confiere a la cinta ese “toque” cosmopolita de grandes superproducciones. Con todo, al tratarse de la narración de un caso de ascensión social que incluye la inevitable caída -y no revelo nada, porque forma parte del esquema de este tipo de historias muy repetidas tanto en el cine como en la literatura-, lo importante es ver cómo la protagonista es capaz de dejar en la estacada a los diferentes “peldaños” que le permiten seguir escalando en la sociedad para desquitarse de sus orígenes humilde y ese “algo más” de lo que nos enteramos, ya decía antes, casi al final de la película y que permite dejar el desenlace abierto, al menos hasta cierto punto. El arte sutil que demuestra poseer para deshacerse de los obstáculos que le impiden la ascensión es toda una antología de las malas artes “femeninas”, un clásico de la denostación de ciertos rasgos de las mujeres fatales que  llenan los archivos de cualquier filmoteca. Solo con uno, un publicista a sueldo, parece fallarle el seguro instinto de rechazo a sus peldaños: Tim O’Banion, interpretado por un galán con mayores desempeños televisivos que fílmicos, Philip Carey, que  llena sin embargo la pantalla con una presencia muy convincente. Esa historia de amor soterrada la acompaña a lo largo de sus diferentes escaladas sociales en la que destaca la asociada a un grande la interpretación, Herbert Marshall, también sobresaliente en su papel de jefe burlado por la secretaria cuando esta se entera de que la verdadera rica de su matrimonio es la hija de dueño de la empresa, y él un mero “gestor”. La suerte de la protagonista es que el Suegro de Marshall esté viudo y  que su belleza lo hechice desde que se la presentan. El diálogo entre las dos mujeres, la hija del dueño y la trepadora, en el lavabo de señoras de un club, es antológico. Hay no poco de sofisticación en la puesta en escena de la película, porque es el glamour del poder del dinero lo que ella va buscando, pero cabe destacar que no pierde su energía de ex mujer trabajadora para especializarse en el trabajo de secretaria que le abrirá, piensa ella, y no se equivoca, las puertas que dan a la escalera que la llevará a la cumbre… Y escrito “cumbre”, ¿cómo no recordar Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton, otra excelente muestra de esta historia típica de trepadores sociales? La película está narrada de un modo muy fluido, y en ningún momento hay ni siquiera un tiempo muerto que parezca distraernos del objetivo de la protagonista, como la desviación hacia el matrimonio con el fotógrafo que acabará con este en la cárcel y convertido en futura amenaza para quien lo dejó tirado como antes les sucedió a otros. No quiero dejar de mencionar el último tramo de la película, con los interrogatorios de un comisario francés llenos de cálida comprensión de la vida y de la naturaleza humana. Por su despacho pasan los principales personajes de la película tratando de explicarse y de explicarnos cómo ha sido posible tan meteórica ascensión. En definitiva, harán bien los amantes del melodrama y las historias “de personaje” en no perderse esta película en la que ella, Arlen Dahl, exhibe una belleza que justifica sobradamente el que tantos se vuelvan locos ante la posibilidad de conseguirla. De hecho, para esta película, la Columbia planteó una campaña publicitaria que la actriz consideró degradante y denunció a la compañía reclamándole un millón de dólares por daños y perjuicios, pero el juez desestimó la demanda.

sábado, 12 de enero de 2019

«Following», de Christopher Nolan: un debut magistral.



Los 6.000 dólares mejor empleados en la Historia del Cine: Following o el primer ensayo, ya definitivo, de Memento.

Título original: Following
Año: 1998
Duración: 69 min.
País: Reino Unido
Dirección: Christopher Nolan
Guion: Christopher Nolan
Música: David Julyan
Fotografía: Christopher Nolan (B&W)
Reparto: Jeremy Theobald,  Alex Haw,  Lucy Russell,  John Nolan,  Dick Bradsell, Gillian El-Kadi,  Jennifer Angel.

¡Qué ganas tenia de ver el debut de Christopher Nolan! Y helo aquí que lo encuentro en Filmin, donde tantas obras escondidas voy descubriendo. Es extraordinario descubrir en la primera película de un cineasta una obra con la consistencia y solidez de Following, porque no se trata en caso alguno de un “ejercicio”, de una “prueba” o de algo por el estilo; no, estamos ante una película magistral que ha de considerarse como una de las mejores de su carrera cinematográfica en la que tantos triunfos ha conseguido. Jamás, como digo en el título, habían sido empleados 6000 dólares con tanto provecho estético e incluso económico, porque logró recaudar, solo en Usamérica, casi 50.000. La película, en blanco y negro y con una estructura que rompe el orden lineal, se le ofrece al espectador con un arranque hasta cierto punto inocente: un escritor en crisis creativa decide salir a la calle y seguir a algunas personas por el mero placer de “meterse” hasta cierto punto, con serias limitaciones narrativas, en sus vidas, contempladas desde lejos, como mero testigo externo. Aunque se marca unas pautas, acaba transgrediéndolas y ahí comete el grave error que lo lleva a una situación desesperada. No tarda en ser “descubierto”, cuando sigue a uno de sus “objetivos”, por quien se le encara y le confiesa, además, que es un ladrón de pisos, si bien la explicación que recibe el protagonista se asemeja mucho más a un planteamiento propiamente artístico que a uno propia de la delincuencia. Hierro 3, de Kim Ki-Duk, es la primera película que se le viene a uno a la cabeza, pero los dieciséis años que transcurre entre la de Nolan y la espléndida Hierro 3 permiten sospechar que Ki-Duk vio con no poca atención la película de aquel. Lo que en Hierro 3 deriva hacia la poesía y hacia la mística, es tratado en Following desde una perspectiva casi costumbrista y, de hecho, no tardamos en adentrarnos en los terrenos del thriller cuando, tras seguir a una joven, entra en un bar, se acerca a ella y, tras ser abofeteado por ella, es invitado a seguirla para reunirse en la calle. La relación entre la joven y el mafioso propietario del local va a tener un peso relevante en la acción, si bien, los golpes de efectos que producen ciertas escenas intercaladas que rompen la línea cronológica no hacen sino sumir al espectador en un mar de conjeturas bien oscuro y sin estrella polar visible. De repente, el protagonista, que ha transformado su aspecto para parecerse al “maestro” que le enseña a robar en los pisos vacíos, donde se empapa de “la vida de los otros”, aparece severamente maltratado, y enseguida vemos sus actos siguientes como la preparación de una venganza. En otra interrupción de la línea cronológica lo vemos confesándose ante quien ignoramos quién es, si policía, un mafioso, un amigo o no se sabe qué. En un alarde de competición con el “maestro” de los robos, el protagonista lo lleva a su propio apartamento y enseguida nos llama la atención que en la puerta de entrada al mismo esté colgado el logo de Batman, sabiendo lo que pocos años después habría de dirigir…, y lo segundo, la  perfecta y descorazonadora descripción que de él hace el maestro: un perdedor nato. Poco a poco, la trama se va complicando, porque ambos personajes entran a robar en el apartamento de la chica con quien el protagonista se supone que está “saliendo” o manteniendo una relación parecida vagamente a una relación sentimental. Ahora bien, en cuanto pocas escenas después vemos al “maestro” compartiendo íntimamente el apartamento con la chica, todas nuestras cábalas se deshacen como el clásico azucarillo y comenzamos a ver otra película, con otra trama bien trabada y cuyos desenlaces van a golpear la ingenua credulidad de los espectadores, y que yo no voy a desvelar aquí, porque, al estilo de algunas películas de David Mamet, sobre todo House of games, de la que esta puede considerarse dignísima heredera, la arquitectura de la trama lo es casi todo. ¿Qué hay más allá de esa trama endiablada? Pues una dirección magnífica que tiene unos exteriores muy de nouvelle vague , en un Londres en blanco y negro que “data”, parece, los años 50, en vez del presente, y unos interiores en los que la cámara se mueve con una habilidad extraordinaria para escoger unos enfoques que nos permiten seguir con desahogo el duelo dialéctico de los protagonistas, aunque sin dejar por ello de sentir la opresión de quienes entran en domicilios pequeños, allanándolos y casi profanándolos. El trío protagonista lo borda y poco a poco vamos conociendo el abismo que separa a los tres personajes que han coincidido, para su mal, en una trama insoportablemente oscura. Algunos ambientes, como el del bar, aportan, con notable facilidad, una sensación de peligro y de marginalidad mafiosa que Nolan sabe captar con una fotografía casi expresionista: él es el responsable no solo de la dirección, sino también de la cinematografía, y a él se debe, en consecuencia, el resultado final de la estética de la película, muy próxima al estilo de Repulsion, de Polanski, pero sin la perturbación psicológica de por medio. En resumen, Following es una de las mejores primera películas de un autor que he visto. Muchísimo mejor, por ejemplo, que la primera de otro director británico como Stanley Kubrick, ya comentada en este Ojo, que ya es decir.

«El caso Sloane», de John Madden, un tenso thriller político.



Los límites de los lobbies en la política usamericana: El caso Sloane o la podredumbre del sistema delatada a ritmo de thriller con un timing perfecto y una inmoralidad compartida por los miembros del sistema y sus detractores.

Título original: Miss Sloane
Año: 2016
Duración: 132 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Madden
Guion: Jonathan Perera
Música: Max Richter
Fotografía: Sebastian Blenkov
Reparto: Jessica Chastain,  Mark Strong,  Gugu Mbatha-Raw,  Alison Pill,  Michael Stuhlbarg, Jake Lacy,  Sam Waterston,  John Lithgow,  David Wilson Barnes,  Raoul Bhaneja, Chuck Shamata,  Douglas Smith,  Meghann Fahy,  Grace Lynn Kung,  Al Mukadam, Noah Robbins,  Lucy Owen,  Sergio Di Zio,  Joe Pingue,  Michael Cram,  Dylan Baker, Zach Smadu,  Austin Strugnell,  Alexandra Castillo,  Jack Murray,  Christine Baranski, Aaron Hale,  Greta Onieogou.

No sé si aún se usa “electrizante” para describir ciertas películas cuyo ritmo frenético nos arrastran perdiendo el resuello a través de unas intrigas de las que casi no entendemos nada de nada hasta que llegamos a un punto de la trama en que todo se ilumina y todo lo entendemos. Es virtud del narrador, dejarnos in albis durante un buen trecho de la película para, después, reescribir lo visto a la luz de lo que se nos desvela como una película de análisis de un carácter muy concreto, es decir, pasamos del thriller político a la película psicológica, y ambos se funden para bien en el último tramo del desenlace. La protagonista es la encargada de un lobby que busca el respaldo de los senadores para una proposición de ley que busca el control y/o la abolición del uso de las armas de fuego, un tema muy actual, como se advierte. Los lobbies, en Usamérica, no tienen únicamente la función de buscar el lucro de las empresas, sino que también los hay con fines humanitarios, como es el caso de la película. Como forman parte del sistema, algo de lo que aquí, en nuestra reputada democracia, carecemos, por ejemplo, están sujetos a normas, obligaciones y límites que no pueden traspasar. La película comienza con la citación de la encargada del lobby para someterse a una investigación senatorial acusada de haber violado los principios éticos que han de regir la actividad de los lobbies, pues se la acusa de haber ido más allá de sus límites. La protagonista es una mujer workalcoholic, es decir, dedicada en cuerpo y alma las veinticuatro horas del día a su labor de captación de fondos y votos de los senadores para conseguir un loable objetivo político, de ahí que arrastre una vida personal en la que ha de recurrir incluso al sexo de pago por no tener tiempo para enredarse en conquistas o amoríos que le quitarían tiempo para su profesión, insomnios al margen… La dureza de su carácter esconde una ambición profesional y política que no se conforma con menos que con la victoria aplastante sobre sus rivales. ¿Qué es lo que la caracteriza, a diferencia de otras profesionales? No solo la frialdad de su determinación, sino la falta de principios éticos a la hora de recurrir a cualesquiera recursos para salir victoriosa en su empresa. Es el caso, por ejemplo, de una joven a la que promociona en el equipo del lobby -todos ellos son jóvenes idealistas al servicio de la más noble de las causas…-porque salió indemne de un tiroteo en un campus, algo que ella, la protagonista, convierte, para la sorpresa de la joven, a la que le parece una traición y un abuso ser así utilizada por ella, en un arma fantástica para crear opinión favorable a sus tesis en la opinión pública. La presencia en informativos y programas de debate forma parte de la actividad de los lobbies, y a resultas de esa actividad, la joven es asaltada por un fanático de las armas que está dispuesta a volarle los sesos. En ese momento, otro viajero -la acción transcurre en una terminal de aeropuerto- se percata de lo que está a punto de suceder y con su arma personal acaba con la vida del agresor, lo que lo convierte poco menos que en un héroe ensalzado y paseado por todas las televisiones por el lobby armamentístico, que lucha contra nuestra “heroína” poco virtuosa, porque su afición a saltarse las fronteras de lo permitido no solo la pone en el disparadero de ser despedida de su puesto, sino, como finalmente sucede, llevada a una audición en el Senado para evaluar si ha violado las leyes lobbystas. Por lo narrado, se deduce fácilmente que todo el nervio de la película corre a cargo de la protagonista, quien, en efecto,  carga con él y realiza una suerte de tour de force interpretativo tan seductor como efectivo: magnífica, así pues, Jessica Chastain, con las dosis exactas de perfidia, ambición, inteligencia, frialdad, decisión y emotividad que convierten su actuación en un recital, aunque el espectador no puede por menos que distanciarse críticamente de ella, porque no se trata en modo alguno de una heroína con la que empatizar, sino todo lo contrario, una heroína de quien casi estamos deseando que se estrelle y que sea condenada. Es extraña nuestra posición como espectadores, porque, tras ser salvada por las armas la becaria de su equipo, casi estamos dispuestos a decantar nuestra opinión ética hacia la posesión y uso de las aras de fuego. La película, sin embargo, que manifiesta al respeto cierta ambigüedad de fondo, progresa hacia esa duda razonable que se ha de tener respecto de una cuestión cuya naturaleza, desde un país donde no está legalizada su pertenencia y uso, nos es difícil comprender. No he seguido con la sinopsis porque hay un giro en la trama que nos permite una visión distinta del asunto, y es justo que no lo revele. La película se enmarca en ese cine “político” usamericano que nos habla de las raíces podridas de un sistema al que denuncias como la presente, sin embargo, fortalecen más y más.


viernes, 11 de enero de 2019

«Arkangel», de Jodie Foster y «Bandersnatch», de David Slade. Dos turbadoras películas de «Black Mirror».





La sobreprotección y la vulnerabilidad psicológica ante la cibernética: dos historias de terror tecnológico.

Título original: Black Mirror: Arkangel
Año: 2017
Duración: 52 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jodie Foster
Guion: Charlie Brooker
Música: Mark Isham
Fotografía: Ed Wild
Reparto: Rosemarie Dewitt,  Brenna Harding,  Owen Teague,  Angela Vint,  Jason Weinberg, Nicholas Campbell,  Aniya Hodge,  Sabryn Rock,  Edward Charette,  Carlos Pinder, Jenny Raven,  Paul Braunstein,  Sarah Abbott,  Nicky Torchia,  Mckayla Twiggs, Kaleb Young,  Matt Baram.


Título original: Black Mirror: Bandersnatch
Año: 2018
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Slade
Guion: Charlie Brooker
Música: Brian Reitzell
Fotografía: Jake Polonsky
Reparto: Fionn Whitehead,  Will Poulter,  Asim Chaudhry,  Alice Lowe,  Craig Parkinson, Catriona Knox,  Tallulah Rose Haddon,  Laura Evelyn,  Sandra Teles,  Fleur Keithç.

La serie Black Mirror, que me descubrieron mis hijos unas navidades, es posiblemente la aventura más arriesgada del cine en televisión por la originalidad de sus historias y el desarrollo de sus tramas, un permanente desafío a los espectadores acomodados en historias que poco o nada les interpelan y solo los atan a una suerte de folletín del que el continuará… es su razón de ser elemental para atrapar frente a la pantalla a un día y a una hora a los pacificados consumidores de series. El responsable creativo de la serie es Charlie Brooker, cuya inventiva y originalidad está fuera de toda duda. Devoto de los videojuegos y los gadgets, estos dos episodios, uno de ellos dirigido por la famosa actriz Jodie Foster  el otro por David Slade, que ya había dirigido alguno de Breaking Bad, nos narran los efectos no deseados de la irrupción de la tecnología en nuestras vidas. Hace algunos años se podrían haber entendido como distopías, pero, lamentablemente, estamos hoy demasiado cerca de ello como para no pensar que pueden ser, o ya son, una realidad cotidiana. Arkangel es la historia de una madre sobreprotectora que le implanta a su hija un chip en el cuerpo para poder tenerla controlada, tras haber vivido un episodio en el que la niña había desaparecido de su casa. El shock traumático que vive la induce a ponerse en manos de una empresa que le “garantiza” ese control que la madre ejerce, sin respetar, por supuesto, el derecho a la individualidad y privacidad de su hija. El aparato permite, además, pixelar ciertas realidades para que la portadora del chip no acceda al conocimiento de ciertas realidades dolorosas o traumatizantes. La narración sintética, el episodio no llega a la hora de duración, nos permite hacer un recorrido por la evolución de las relaciones de la madre y la hija y de cómo la niña llega a joven y comienza a comportarse como todos los jóvenes, es decir, a desarrollar una necesidad de protección de su intimidad que le permita no tener que andar dando explicaciones de su vida a su madre angustiada siempre por lo que le pueda pasar a su hija. Desde esa perspectiva, hay algo cómico en que unos compañeros intenten explicarles qué es la sangre u otros aspectos de la vida real que le han sido hurtados por el control remoto de su madre, que es, además, madre soltera. Hay algo angustioso en la situación, pero se trata de una angustia proyectada por la madre y convertida en un elemento distorsionador de una relación normal madre-hija (¡si es que existe tal relación “normal”!) que hubiera debido seguir otros derroteros distintos de los que, por el uso del control remoto ejercido por la madre, sigue. Tiene algo de droga, el uso de ese Gran Hermano que la madre se cree en el derecho de usar indiscriminadamente, lo que la lleva a inmiscuirse en la vida amorosa y sexual de su hija para tratar de conducirla por los caminos que ella quiera que siga. Nos pasamos la película, y esa espera la dosifica Foster con gran maestría, aguardando el momento en que la joven descubra el ordenador mediante el cual su madre “escribe” su vida, y cuando ella ocurre, estalla lo que bien puede calificarse de legítima violencia contra el monstruo que ha diseñado una actuación materna de esa naturaleza invasora y totalitaria. Después…, ero eso ya no pertenece a esta reseña, en la que ya he revelado demasiado, aunque, como suele pasar con muchas películas, no es la historia en sí lo que nos lleva a ellas, aunque también, sino el modo como la directora, en este caso, nos la hace llegar. La película se centra, obviamente, en esa envenenada relación de una madre sobreprotectora y una hija que decide dejar de ser un conejillo de indias de los perversos caminos que puede emprender la tecnología. La implantación de chips está a la orden del día, como los implantes cocleares, por ejemplo, para la sordera, pero lo turbador de Arkangel es que nos movemos en una adaptación al ámbito familiar, privado,  del totalitarismo político. Como propuesta de reflexión, ahí queda, desde luego, tan acerada como terrible. 
Bandersnatch, por su parte -un título tomado de una de las criaturas fantásticas de Lewis Carroll-, es, de hecho, una película de duración estándar, 90 minutos,  con cada uno de sus finales, que nos narra la vida sombría e inquietante de un programador de juegos de ordenador que está tratando de adaptar una absorbente novela de ciencia-ficción al mundo del videojuego. La película progresa lentamente hasta entender que el hijo de un matrimonio se siente culpable porque su madre cogió un tren “equivocado” y pereció en un accidente, tras haberse él entretenido en buscar su osito, su teddy bear, por lo que ella, al final, se fue sola y en el tren que no le correspondía. La relación con su padre se convirtió, desde entones, en un infierno insufrible, sobre todo para el padre, quien es incapaz de arrancar del hijo ni el más mínimo cruce de palabras. La lectura de un novelón de más de mil páginas que el joven se ha empeñado en convertir en videojuego, con su teoría de las vidas paralelas virtuales, pronto va a manifestarse en el propio televisor donde el espectador sigue su historia, porque al llegar a un momento crítico en el que al protagonista se le ofrecen dos alternativas, el televidente tiene la posibilidad de escoger con el mando cuál de ellas quiere que se “materialice”, con opciones tan terribles como “volcar el te sobre el teclado del ordenador” o “matar a su padre”, por ejemplo. Si el espectador -eso me pasó a mí al principio- no escoge ninguna opción, la película nos ofrece su propia versión. Si el espectador escoge una de ellas, entonces se desarrolla hasta un punto en el que el protagonista, tras haber recorrido esa trama escogida por el autor, vuelve a despertarse y a rehacer el camino ya andado hasta llegar al mismo punto, momento en el que el espectador, claro está, escoge la otra opción porque sin duda cree que es menos terrible que la anterior, lo cual no siempre es cierto, por supuesto. Llega un momento en que la película se asemeja demasiado a la ya icónica Atrapado en el tiempo, de Harold Ramis, pero la naturaleza perversa de los “itinerarios” que le son propuestos al espectador pronto revelan las enormes diferencias entre Bandersnatch y ella. Lo espectacular de la trama es el modo original como se nos cuenta la historia de un “friqui” de los ordenadores y cómo accede al mundo no menos friqui de los creadores de videojuegos, con un personaje-estrella de los mismos, interpretado a la perfección por Will Poulter, una especie de Mefistófeles escéptico ante los deseos del joven fausto del videojuego de llegar a la cima desde la que él mantiene ambiguas relaciones con él. Llega un momento en que se echa de menos que ese personaje hubiera tenido un desarrollo mayor, pero lo cierto es que el episodio del viaje alucinógeno de ambos es estremecedor y una de las mejores variantes de las muchas posibilidades que se le ofrecen al espectador. El protagonista, parado ante las opciones no deja de repetir que él esta siendo absorbido por alguien que guía sus acciones, que ha dejado de ser él y que otros le dirigen su vida, lo que se acaba convirtiendo en una obsesión que lo desequilibra mentalmente. Esos otros no son, claro está, sino los espectadores que escogen por dónde llevar sus pasos. La película permite explorar todas esas opciones que llevan a cinco finales distintos, y aun hay otro, al parecer, que pocos conocen, dicen. El tremendismo de las historias, todas ellas acerca de la personalidad y los limites de nuestra libertad individual, tiene mucho que ver con el otro episodio con el que yo he querido juntar este, Arkangel, porque cuestionan, en efecto, los límites del yo y de a qué podemos, en efecto, llamar “yo” con total propiedad. A mi entender, Bandersnatch es una película terrorífica que no defraudará a quienes sean seguidores de Cronenberg, por ejemplo, el autor que veo más cercano al mundo temático que nos ofrece este episodio de Black Mirror. A su manera, también hay una reflexión sobre los límites de la creación, porque el protagonista trabaja bajo contrato con la empresa de videojuegos que quiere lanzarlo cuanto antes al mercado; un mundo que aparecía, por ejemplo, en Elle, de  Paul Verhoeven, con todo lo que tenía de liberación sádica de la protagonista. Como lleva cuatro temporadas, cada espectador tendrá sus episodios favoritos, desde luego, pero, para quienes ni siquiera conozcan la serie, traigo yo estos dos hoy a mi Ojo para despertar la curiosidad de la audiencia, en el bien entendido de que, salvo una insensibilidad total hacia la nuevas tecnologías, a nadie dejará indiferente estas dos magníficas muestras del cine que se ha refugiado en las enormes pantallas de los televisores actuales.