sábado, 19 de enero de 2019

«El reino», de Rodrigo Sorogoyen o la perspectiva «apolítica» para el cine político.



La confusión entre la aceleración andariega y el ritmo narrativo: El reino o una deliberadamente confusa trama de corrupción que tanto monta monta tanto el partido al que se retrate.

Título original: El reino
Año: 2018
Duración: 122 min.
País: España
Dirección: Rodrigo Sorogoyen
Guion: Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen
Música: Olivier Arson
Fotografía: Álex de Pablo
Reparto: Antonio de la Torre,  Josep Maria Pou,  Nacho Fresneda,  Ana Wagener, Mónica López,  Bárbara Lennie,  Luis Zahera,  Francisco Reyes II,  María de Nati, Paco Revilla,  Sonia Almarcha,  David Lorente,  Andrés Lima,  Óscar de la Fuente, Laia Manzanares,  Max Marieges.

Es curioso. Veo con mi Conjunta la película y, al salir, ella ha visto en la película un retrato del PP y yo del PSOE. ¿Cómo es posible esa diferencia de percepciones si se supone que los personajes han de ser fácilmente identificables? ¿La ambigüedad del mensaje de la película busca esa indefinición “exterminadora”? ¿Lo que se nos quiere decir, tal y como se deduce de la fábula, es que del Rey abajo, ninguno… está fuera de las garras antidemocráticas de la corrupción; que no hay esperanza posible para la regeneración del sistema, que todos, cada uno en la medida de su singularidad, somos piezas del engranaje fatal con el que colaboramos por activa o por pasiva? La película, después de un bello fotograma estático de la soledad de un personaje frente al mar, que bien podía ser el arranque de una película como La gran belleza, de Sorrentino, da paso a una frenética carrera de ese mismo personaje hasta el corazón de una “mariscada” de partido en la que se celebran adulaciones y traiciones por igual, y que hace presagiar el mundo por de dentro de una actividad, la política española, con más zonas de sombra que una película expresionista. La comilona retrata muy por encima a militantes destacados de un partido que pronto se verá acosado por revelaciones judiciales de tramas delictivas que afectarán a unos y no  a otros, acusaciones que acabarán con unas y no con otras carreras, dejando a esos responsables en la calle o en la cárcel, y menoscabados social y profesionalmente. El protagonista encarnado por Antonio de Latorre, quien, francamente, no da en ningún momento el papel de político seductor capaz de promocionarse a los primeros puestos de la política a nivel autonómico y/o estatal, salvo que pertenezca a un partido imaginario en el que no se valoren otras virtudes políticas que las del servilismo, el silencio debido y el sacrificio propio en casa de necesidad en pro de la jefatura máxima, acorralado por un caso típico de corrupción de los cientos de ellos que han aparecido en las filas del PP y del PSOE en los últimos tiempos, sea la Púnica, sean los Eres, sean los lejanos de Naseiro o de FILESA;  el protagonista, digo, inicia una carrera contra reloj para intentar salvar el cuello y no acabar entre rejas un buen periodo de años. Para ello se vale de lo único que sirve en estos casos: encontrar las pruebas inequívocas e irrefutables que incriminen a los máximos responsables para negociar con ellos desde una posición de fuerza. En ese proceso, filmado con todo lujo de planos, desde los primerísimos que captan apenas un cuarto de rostro de los interlocutores, hasta los panorámicos que nos ofrecen los casposos retratos de grupo con señora, pasando por los exteriores usados al servicio siempre de una narración  en que, repito, el ritmo se confunde con la ansiedad del protagonista, la cual no añade nada al ritmo narrativo, sino angustia que transfiere al espectador, que son dos cosas distintas. En ese proceso de desesperación y de búsqueda de la salvación del propio cuello, hay serios errores de guion que nos abocan a escenas sobradamente próximas al ridículo, como el “allanamiento” de morada del jefe en Andorra, la secuencia del accidente “programado” con la previsión de un desenlace del mismo y, finalmente, una entrevista televisiva cuya ingenuidad roza la vergüenza ajena, a fuer de simplista. Dicho de otro modo, esta crítica no la tendría que hacer yo, sino alguno de los corruptos que se reirían de la trama e irían señalando los disparates narrativos en que se incurre. No le voy a negar un interés sustancial a la película, por su honesta aunque ingenua aproximación al tema de la corrupción, pero quien haya visto cine político como Z de Costa-Gavras,  Tempestad sobre Whashington, de Preminger, El mensajero del miedo, de Frankenheimer,  Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, de Petri o Borrachera de poder, de Chabrol, percibirá enseguida las enormes distancias que hay del film de Sorogoyen a estas muestras escogidas. A mi modesto entender, sin desmentir el realismo de la película, sí que acuso cierto grado de falta de verosimilitud en muchos momentos de la película, empezando, ya lo dije antes, por la inadecuación del propio Latorre para encarnar al político corrupto. En todo momento he tenido la sensación de que estaba ante una parodia del protagonista de El crack I y II, ambas extraordinarias y bastante más eficaces como “cine político combativo” que la que nos ocupa. He echado en falta una mayor claridad de la trama e incluso un mejor registro del sonido, porque no son pocas las escenas en que cuesta, como en la de la pelea matrimonial del protagonista con su esposa antes de que se vaya a Canadá, sacar algo en claro de los gritos que desconfiguran la recepción del sentido de lo que se grita. ¡A lo mejor este neorrealismo gritón necesitaría los subtítulos de Roma…! Sí, la escasa entidad humana y social de los protagonistas de esta fábula se adecuan, sin duda alguna, a la realidad, más aún habiendo oído las cintas de conversaciones como la del Bigotes y Camps, por ejemplo, en la rama valenciana de la Gürtel, pero hay algo de forzada impostura en esas caricaturas que anula, en parte, su efecto real, como ocurre con la escena del robo de los papeles comprometedores del jefe del protagonista. Son, lamento decirlo, obstáculos insuperables para “asentir” a lo que se ve, que nos exige demasiadas renuncias a lo verosímil para seguir el desarrollo de la trama. Es imposible que un corrupto mantenga la dignidad que no tiene, pero también lo es construir un carácter desde su ausencia, que es de lo que se resiente el antihéroe que nos sirve de Virgilio en este descenso al infierno cutre de la corrupción. La película nos deja, en efecto, en manos de nadie, casi a disposición del primero que pase arremetiendo contra todo el sistema y prometiendo orden y mano dura…, tan desolador es el mensaje que nos transmite. Sí, la corrupción es un cáncer de la democracia; pero no son todos los que están y las instituciones funcionan, como la Justicia, aun dentro de limitaciones evidentes, algo que de ninguna manera se recoge en el desnudamiento final de la película, y contra las que se insinúa la condición de juez en excedencia del candidato a la jefatura del partido de la corrupción. Es complejo abordar incluso lo más tosco, soez y vil de nuestra política, como la corrupción, pero, aun con todo,  me paree que, como diría Andreotti, manca finezza en el tratamiento de ella que nos ofrece esta meritoria película de Sorogoyen, que ha sabido respetar con gran acierto la puesta en escena de la opacidad tenuemente iluminada de las esferas del Poder.

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