lunes, 7 de enero de 2019

«El susto», de Alfred L. Werker, algo más que la artesanía…



Un cine en serie, con calidad de obra de autor, para una industria boyante: El susto (¡qué injusta traducción!) o un thriller brillante con la psiquiatría de por medio. 

Título original: Shock
Año: 1946
Duración: 70 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Alfred L. Werker
Guion: Albert DeMond, Eugene Ling, Martin Berkeley
Música: David Buttolph
Fotografía: Joseph MacDonald, Glen MacWilliams (B&W)
Reparto: Vincent Price,  Lynn Bari,  Frank Latimore,  Anabel Shaw,  Stephen Dunne, Charles Trowbridge,  Reed Hadley,  Ruth Clifford,  Selmer Jackson,  Renee Carson, George E. Stone,  John Davidson,  Ruth Nelson,  Charles Tannen,  Robert Adler, Claire Richards.

Hubo una vez una industria cinematográfica que devoraba sus propias criaturas y volvía infernales los ritmos de producción para satisfacer un mercado exclusivamente interior que había hecho del Séptimo Arte el Primero de todos. Diríase que casi no había ni tiempo para pensar cómo hacer las cosas, sino que, por medio del método “prueba y error”, se rodaba a medias improvisando y del todo acertando, dada la inspiración narrativa de tantísimos directores como habían de “facturar” sus obras a la velocidad del rayo para abastecer esas salas en las que se consumía ávidamente el producto. Por eso hablamos de los “artesanos” del cine, directores que, como el caso de Alfred L. Werker, no figuran en la selecta nómina de los grandes directores de todos los tiempos, que los pocos lectores de este Ojo se saben de memoria. Artesanos, sin embargo, a los que hay que ir reivindicando poco a poco, porque no solo fueron capaces de realizar obras como la última de Werker que critiqué aquí, Lost boundaries, sino porque en cualquier género en el que se metieran sabían encontrar una manera personal de enfocar la historia para darle un nuevo aliciente a los espectadores. El susto, ¡qué desgracia de título en castellano!, es una película que remite, en parte a La ventana indiscreta, pero que toma la deriva de una trama psiquiátrica, muy del gusto de la época, porque el psicoanálisis se pone realmente de moda en Nueva York a partir de la década de los 30, a través de la cual se generará un suspense que Werker sabe guiar con buen tino hasta el desenlace final, al que nos vamos aproximando poco a poco, a medida que el asesino, cuya identidad se conoce desde las primeras secuencias de la película, se va sintiendo acorralado. La mujer de un militar ha quedado en un hotel de Nueva York para reunirse con su marido tras dos años de separación y tras haber sido dado por muerto equivocadamente. Llega al hotel, se instala y cuando sale al balcón observa una discusión matrimonial en un balcón próximo al suyo de un ala del edificio, discusión que sube de tono y que acaba con el marido, Vincent Price, golpeando mortalmente con un candelabro a su mujer. Más tarde, llega el marido, feliz por poder reunirse con su esposa, sube al cuarto, llama para anunciarse, pero no le abren. Como había pedido la segunda llave, abre y se encentra a su mujer sentada en el sofá, inmóvil, frente al balcón abierto de par en par  prisionera de un shock que  la mantiene con los ojos abiertos y en estado de alarmante rigidez. Llega un doctor de urgencia y decide que es un caso del que solo puede encargarse un psiquiatra y le recomienda al mejor especialista de la ciudad, director de un sanatorio renombrado. Cuando los espectadores ven entrar por la puerta a Vincent Price, el asesino, y ahora el psiquiatra que ha de “recuperar” a la enferma del shock que la tiene en estado catatónico, comienza a pensar que estamos ante una maldad del destino, que se encarga de colaborar para que el mal triunfe y el asesino tenga a su disposición médica a la única persona que podría reconocerlo, porque, tras acercarse al balcón, le bastan unos segundos para conocer el origen del shock traumático de la paciente: que ha contemplado la escena del asesinato de su esposa. Decide internarla en su propio sanatorio y, a partir de ahí, el estrés del enamorado marido será la corea de transmisión del suspense a todos los espectadores. Poco a poco vamos conociendo la vida del doctor, en la que destaca su relación adúltera con la enfermera jefa del sanatorio que lo empujó a divorciarse por la “vía rápida”, así como su carácter débil y su psicología de hombre sumiso que suele compensarla, la sumisión, con estallidos de ira que lo llevan al asesinato. La película, como parte de la industria de aquellos años, duraba un suspiro, 70 minutos, de modo que pudieran verse en sesión doble (¡Ah, las maratonianas sesiones dobles de mi adolescencia y de mi juventud!, que duraron hasta que se fueron extinguiendo los cines que las programaban…) dos películas, usualmente de la categoría de la presente. Se trata del primer papel protagonista absoluto de Vincent Price, y eso le concede a la película un plus de interés que ningún aficionado al cine puede dejar pasar. Podemos observar, además, su gran versatilidad, porque, aunque condicionado por el crimen y sintiéndose todo el rato desde que lo comete en peligro, sabe conducirse socialmente de un modo irreprochable que jamás de los jamases despertaría sospechas ni en sus próximos ni en sus lejanos. La película evoluciona francamente bien, con un sentido del timing estupendo y con algunos giros en la trama que permiten hacer avanzar la acción, como la segunda opinión de otro psiquiatra que solicita el marido, el lento despertar de la mujer del shock traumático o la irrupción de la policía en una investigación a partir del descubrimiento del cadáver y de la autopsia que el psiquiatra no puede negarse a que le practiquen. El blanco y negro muy contrastado, la casa del psiquiatra con una entrada y un techo bajísimo en la primera planta  por la que Price se mueve incluso con dificultad, lo cual genera una sensación de agobio mayúsculo, el blanco helador del sanatorio, y la inquisición policial tan dura como cortés son elementos, así a bote pronto, que, junto a la angustia creciente del marido, a quien Price intenta convencer de que el hecho de que la mujer lo reconozca como el asesino, una vez vuelta en sí, es un delirio, una creación de su mente enferma, contribuyen a crear un clima auténtico de cine negro del mejor, sobre todo porque se consigue con todas las cartas a la vista del espectador, sin recurrir a esos ases escondidos que resuelven los casos casi milagrosamente. Puede hablarse incluso de una cierta denuncia del poder casi omnímodo que la psiquiatría tiene sobre las personas que, por una u otra razón, son “convertidas” en enfermas mentales, algo que formalizaría un par de añas después de El susto, Nïdo de víboras, de Anatole Litvak, ya comentada muy favorablemente en este Ojo. En rsumen, una película dignísima con suficientes alicientes como para no perdérsela.

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