miércoles, 23 de enero de 2019

«La infancia de un líder», de Brady Corbet o la genealogía del totalitarismo.




Espectacular debut de Brady Corbet: una obra compleja, magnética y desasosegadora: La infancia de un líder o los agravios de Versalles.

Título original: The Childhood of a Leader
Año: 2015
Duración: 115 min.
País: Reino Unido
Dirección: Brady Corbet
Guion: Brady Corbet
Música: Scott Walker
Fotografía: Lol Crawley
Reparto: Bérénice Bejo,  Liam Cunningham,  Tom Sweet,  Robert Pattinson,  Yolande Moreau, Stacy Martin.

¡Bueno, por fin una película al estilo de aquellas del Arte y Ensayo de  mis comienzos como cinéfilo voluntarioso e ignaro, cuando el espectador tenía que reconstruir la película para tratar de dar algún sentido congruente a todo cuanto había visto en la pantalla y que le había dejado sumido en la perplejidad y en el deleite visual: obras que a veces pasaban a la historia del cine y a las que, en otras ocasiones, la historia les pasaba por encima, arrumbándolas en el desván del olvido. El actor de Funny Games, de Haneke, la duplicación usamericana de su película alemana, Brady Corbet, se pasa a la dirección y se estrena con una película que en modo alguno puede analizarse desde la perspectiva de una ópera prima, como tantas veces hemos hecho en este Ojo, dada la madurez del planteamiento, el dominio del tempo narrativo, la insólita y cautivadora puesta en escena y, por supuesto, el tejido metafórico que mantiene en pie una historia del nacimiento y desarrollo del mal como algo congénito a la especie, no como producto de las circunstancias. La historia, con su mucho de claustrofóbica y opresiva, casi con una atmósfera gótica, a lo que contribuye el ambiguo vestuario del hijo único de una pareja desigual en edad, transcurre en Francia, donde está destinado un diplomático usamericano que colabora con los trabajos que han de llevar al famoso Pacto de Versalles, que ponía fin, de manera harto provisional, a las rivalidades geoestratégicas que condujeron al desastre de la Primera Guerra Mundial. La historia se centra en el hijo, un ser consentido y malcriado, a quien le ponen una institutriz para aprender francés, pero cuya imantación erótica se impondrá a cualquier avance en la lengua de Molière. A ese respecto, la secuencia de la blusa que trasparenta el pezón henchido de la joven es un modelo de exquisitez estética y altísima carga sensual. La madre, que prácticamente vive abandonada del marido, al que rechaza sexualmente, tampoco se siente con fuerzas para corregir las tendencias agresivas y narcisistas de su hijo, quien, poco a poco, va incrementando su tiranía sobre cuantos lo rodean, sin que la presencia del padre, en un momento dado, contribuya a mejorar la situación, antes bien todo lo contrario, flagelación incluida. La película alterna las dos tramas, la de las negociaciones y la de la imposible vida familiar del diplomático, hasta que, finalmente, convergen en la mansión, algo ajada, pero con espacios estéticamente muy atractivos. En ese momento, el paralelismo entre ambas recuerda, en parte, a Lo que queda del día, de Ishiguro, porque de esos movimientos en busca de la paz se nos ofrece muy poca información y una parte de ella constituye un auténtico presagio de lo que ocurrirá después, a la vuelta de veinte años. El inconfundible escenario de conciliábulos, de negociaciones, de cortesías que encubren odios profundos y de rencores a los que las cesiones no solo no ponen fin, sino que constituyen el nutritivo alimento de los agravios futuros dominan esa trama diplomática con la que converge, decíamos, un empecatamiento atroz por parte de la criatura, que se erige en auténtico protagonista de una cena en la que sorprendentemente ocupa un lugar en la mesa, una suerte de distinción algo forzada que acaba mal, como el espectador ha intuido, desde que advierte que cenará con “los adultos” quien bien puede aprovechar ese momento estelar para “vengarse” de sus progenitores. La escena es prodigiosa y una muestra inequívoca de a qué se refiere el título de la película, si bien, vuelvo a insistir, hemos de entender esa conducta desde un plano metafórico, porque la especie de desatención en que vive la criatura es un motivo más que justificado para comprender reacciones que, con todo, van más allá del mecanismo estímulo-respuesta. Parece mentira que una criatura de apenas doce años, si llega a ellos, tenga tanto vigor totalitario y maléfico, porque está claro que si a esa tendencia heliogabalesca, si se me permite el neologismo,  que se apodera de él,  le correspondiera la fuerza de un adulto y tener armas a su alcance, hablaríamos, entonces, de una masacre indiscriminada o algo así, si no de un culto satánico como el de la “familia” Manson. La película insinúa muy tenuemente un adulterio sobre el que no se insiste, aunque el desenlace de la película, una puesta en escena del totalitarismo burócrata sin adscripción histórica concreta, sorprende a los espectadores, a quienes se ha estado engañando al respecto durante todo el metraje, porque, al presentarse en forma de capítulos la historia, yo al menos, torpe espectador donde los haya, esperaba una elipsis que nos llevara a la madurez del antihéroe para ver en su apogeo toda la perversión del carácter que ha ido acumulando en su etapa infantil. No ocurre así, y ello refuerza, si cabe, el planteamiento metafórico y la perspectiva biologicista del tratamiento del totalitarismo, algo que, como bien sabemos, sirve para una película de terror, ¡y esta lo es, y de las buenas…!, pero no para una película política. Sea como fuere, la atmósfera que consigue la iluminación, la puesta en escena y la angelical presencia de la criatura demoniaca, junto a la interpretación magistral de Bérénice Bejo, a quien vengo de ver en una película francesa El juego,  de Fred Cavayé, nuevo remake, como el de Álex de la Iglesia de la película original de Paolo Genovese, Perfectos desconocidos, donde también está sobresaliente. Brady parece haber asimilado la técnica Haneke de la impasibilidad estética ante el desgarro del dolor, y en esta película se muestra fiel al realizador alemán, aunque hay un cierto toque preciosista que privilegia la puesta en escena, en este caso, en esa casa que adquiere un protagonismo, junto con el de las sirvientas, estremecedor. No anda tampoco muy lejos del mejor Polanski, desde luego. En suma, una película que desasosiega y atrae por igual, y que, eso sí, no dejará indiferente a los espectadores que acepten el reto. Estamos ante una película, no lo olviden, de “Arte y Ensayo”, y eso marca e imprime carácter, que conste…

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