sábado, 16 de marzo de 2019

«La fortaleza escondida», de Akira Kurosawa: un western abstracto en el siglo XVI japonés.



La naturaleza humana en un espacio desértico: la ambición y la nobleza desde la farsa y la épica en un película heredera del teatro del absurdo: La fortaleza escondida o los códigos que nos someten.


Título original: Kakushi Toride no San-Akunin (The Hidden Fortress)
Año: 1958
Duración: 139 min.
País: Japón
Dirección: Akira Kurosawa
Guion: Akira Kurosawa, Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto
Música: Masaru Sato
Fotografía: Ichio Yamazaki (B&W)
Reparto: Toshirô Mifune,  Minoru Chiaki,  Misa Uehara,  Takashi Shimura,  Susumu Fujita, Eiko Miyoshi,  Kamatari Fujiwara,  Kôji Mitsui,  Yoshio Tsuchiya.

Con algunas películas “de época”, como esta de Kurosawa, ambientada en el siglo XVI, me ocurre como con los westerns, que jamás, desde que me aficioné de muy pequeño al cine, los asociaba con el siglo XIX en el que transcurría la acción de la mayoría de ellos: formaban, para mí, parte del presente más inmediato, y me costó lo suyo aceptarlos como “películas de época”, con los inevitables condicionamientos y prejuicios propios de la época a la que pertenecían. La fortaleza escondida es una película ambientada en el siglo XVI, en una época de batallas entre señores feudales, con una historia tan simple como estilizadamente abstracto es su desarrollo: dos desertores encuentran oro oculto en unas ramas y deciden seguir buscando en el lugar donde lo hallaron accidentalmente. Aparece un hombre fornido que acabará imponiéndoles su compañía, aunque todo él es un misterio viviente. Por otro lado, sabemos que la princesa de uno de los reinos que ha sido vencido por otro rival, ha escapado y se ofrece una cuantiosa recompensa por ella. A partir de esa trama, y desarrollándose la acción en unos espacios desérticos, llegaremos a la reunión de los cabos sueltos: el guerrero es un general de la princesa y todos ellos, los dos desertores, más una mujer que compran en una posada y que se convierte en sirvienta de la princesa y dispuesta a protegerla e incluso dar su vida por ella, se dirigen a un lugar seguro donde reponer en su trono a la princesa. El hecho de escoger como vehículo narrativo dominante las aspiraciones de enriquecimiento de los dos desertores, una pareja de histriones que se responden a la figura del “gracioso” de nuestro teatro barroco, e incluso a la de una pareja cómica como el Gordo y el Flaco, de actualidad estos días por un película biográfica sobre ellos, nos sitúa de repente, en una suerte de espacio teatral, ellos dos solos en la inmensidad de espacios que devoran su protagonismo, y que nos recuerdan la presencia de dos figuras absurdas en un mundo que no comprenden y con el que no quieren tener nada que ver, porque, como pasa cuando un ejército los atrapa, acaban siendo condenados a trabajos forzados y perdiendo su sagrada libertad. Hay algo de Vladimir y Estragón de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, en esos dos seres que se miran con tanto recelo y animadversión como necesidad tienen de seguir juntos para apoyarse el uno en el otro y aspirar a salir de pobres en un mundo en guerra que solo los considera carne de cañón. El repertorio de gesticulaciones, triquiñuelas, peleas sobreactuadas, etc., de ambos personajes, le dan a la película esa dimensión abstracta de la que hablaba al comienzo. Nos situamos, por así decirlo, en “tierra de nadie”, pero atravesada por todos los que representan un peligro para los protagonistas. Nunca acabamos de saber, exactamente, quiénes luchan contra quiénes, porque en ese mundo en alteración constante nada parece tener valor, más allá del oro que, en la película, representa la concreción material del poder real, y cuya posesión cambia la vida de los poseedores. La aparición de la princesa, como antes la de su general incógnito, sorprende a los dos protagonistas bufos de la obra, e incluso alentará en ellos, en algún momento, la posibilidad, mientras duerme, de abusar de su juventud, de lo que la salva la fiel criada. Se trata, en definitiva, de dos seres amorales cuyo único norte en la vida es hacerse con un tesoro que les cambie sus miserables vidas. Frente a ellos, tanto el general como la princesa como la sirvienta comprada representan viejos códigos de honor que nos hablan de la permanencia en el tiempo de valores éticos ancestrales. La película se alarga casi dos horas y media, lo cual la convierte en una serte de road movie en la que el grupo protagonista deberá salvar no pocos obstáculos para llegar a su destino. Hay momentos estelares en ella, como la lucha con lanza entre el general y un rival, a quien humilla perdonándole la vida después de haberle vencido en buena lid, o la de la fiesta popular en torno a una hoguera, con un baile tradicional en el que, a través de una canción, se exalta la vida en el presente, un carpe díem inequívoco que la princesa y el general bailan con un entusiasmo que da a entender lo partidarios que son de él, porque su supervivencia solo puede depender de que sepan vivir cada día, como dicen la canción, como si fuera el último.  Más adelante, el propio general vencido en la lucha intelectual acabará desertando de su propio ejército y poniéndose al servicio del general que le venció y de “su” princesa, a quien defenderá como suya desde ese día en adelante. Aunque hay acción en la película, sobre todo al final, y una persecución a caballo espléndida, desde el punto de vista estrictamente técnico del rodaje de la misma, lo habitual es el uso de los planos fijos, en unos espacios desértico en los que solo la presencia de los protagonistas aporta algo de vida  tan fulgurante abstracción paisajística. Si añadimos a todo ello el mutismo del general, que apenas dice nada a sus compañeros de búsqueda del tesoro escondido, obtenemos una combinación cinematográfica auténticamente explosiva, porque los espectadores se quedan sin asideros a los que agarrarse, ni siquiera a nivel de hipótesis sobre cómo puede desarrollarse el argumento. Con todo, hay una poesía del espacio en la película que llega bien clara a la retina de los espectadores, porque es el escenario de una obra bufa y absurda cuyo contenido se nos va revelando poco a poco y sobre cuyo final albergamos las más serias dudas. Los planos de Kurosawa, cuidadísimos, nos permiten un cierto ritmo, por sereno que sea, sobre el que descansa una visión del ser humano que va de lo grotesco a lo noble pasando por el heroísmo, la sumisión, la ambición, la abnegación y la generosidad entre otras señales de identidad humana que le dan a la película la complejidad que la anécdota narrativa no tiene. Las interpretaciones del quinteto protagonista, o del sexteto, si sumamos al general enemigo vencido, son extraordinarias y mantienen en pie la película en todo momento. Sí es cierto que las escenas de las luchas con intervención de los ejércitos pecan de ingenuas, o los héroes de superpoderes, dada la relativa facilidad con que superan algunas emboscadas, pero eso en modo alguno detrae a la película del sumo interés que tiene. Andando el tiempo, Kurosawa haría películas bélicas con una espectacularidad que está ausente de esta cinta, diríamos “de cámara”, dada la reducida nómina de personajes y su perfecto dibujo psicológico y sociológico, pero hay un algo mágico en su desarrollo que quizás fue lo que movió a los creadores de la saga de La guerra de las galaxias a inspirarse en ellas, del mismo modo que sus Los siete samuráis fue la semilla de Los siete magníficos… Eterno Kurosawa…

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