domingo, 30 de junio de 2019

«Nightmare», de Freddie Francis, terror Hammer en estado puro.



Una excelente puesta en escena gótica para una película canónica: El abismo del miedo o los intrincados caminos de la ambición y la maldad.

Título original: Nightmare
Año: 1964
Duración: 83 min.
País: Reino Unido
Dirección: Freddie Francis
Guion: Jimmy Sangster
Música: Don Banks
Fotografía: John Wilcox (B&W)
Reparto: David Knight,  Moira Redmond,  Jennie Linden,  Brenda Bruce,  George A. Cooper, Clytie Jessop,  Irene Richmond,  John Welsh,  Timothy Bateson,  Elizabeth Dear.

Del director de Doctor Terror, criticada en este Ojo hace ya dos años, me encuentro, sobre la cinta de correr, en Youtube, con esta nueva película de Freddie Francis, bastante mejor que la anterior, y digna de ocupar un alto puesto en el escalafón de las películas de terror psicológico, no solo por la cuidadosa realización de la misma, con un juego de sombras, encuadres y movimientos de cámara verdaderamente notables, sino también por el hecho de ajustarse a una situación que podríamos calificar de «tipificada» y haber sido  capaz de darle la vuelta para construir un guion ingenioso y eficaz que, como en las buenas películas de suspense, solo se resuelve en la última escena, cuando se descubre una trama urdida a espaldas de los espectadores, distraídos por lo evidente: lo que pasaba ante sus ojos.
 La joven protagonista, que vive en un internado para chicas, tiene una pesadilla recurrente que permite un inicio brillante de la película: denle a un director un pasillo salteado aquí y allá por tenues luces que penden del techo, permítanle un travelín eterno hacia una voz que, en la oscuridad, llama a la soñadora y metan a esta, finalmente, en una celda, cuya puerta se cierra a sus espaldas bruscamente, con una mujer de rostro desquiciado que estalla en una risa histérica ante la presencia de la joven…Ese es el núcleo de la pesadilla que no tarda en contarle, a la profesora de la joven, la ama de llaves de la mansión: se abre un flash back y observamos que la niña, el día de su aniversario, sube alegremente las escaleras para encontrarse con su madre, pero lo que descubre es a su propia madre con un cuchillo en la mano y a su padre, ensangrentado, en la cama.
A partir de ese momento, un tío de la joven entra discretamente en acción, porque le precede una enfermera que se encargará de cuidar de la delicada salud de la joven, de quien se teme que haya heredado la tendencia  a la locura de la madre. La joven queda en mano, pues, del mayordoma y el ama de llaves, que llevan toda su vida en la familia, y de esa enfermera que se mueve por la casa con  total naturalidad. La profesora que acompaña a la protagonista en su vuelta a casa, y a quien el ama de llaves le cuenta el terrible pasado de la joven, no se va de la casa, de vuelta al colegio, con total tranquilidad.
Y ahí empieza, como quien dice, el núcleo duro de la película, porque una sucesión de apariciones nocturnas de mujeres que se mueven por la mansión como los tradicionales fantasmas made in england logran llevar a la joven a un desquiciamiento histérico que se consuma cuando el tío -a quien la joven recibe el primer día que lo ve con un beso de amante, más que de sobrina, por cierto…, lo que dará pie al espectador a jugar con las hipótesis-, después de haberla engañado con la ayuda de la enfermera y haberle hecho creer que su esposa es el fantasma que la ha atormentado, se presenta con esta el día en que se ha decidido que la joven sea llevada a un sanatorio. Ese día, el primero en que la mujer del tío pisa la casa y se da a conocer, es el día en que la joven, convencida de que es ella la que la atormenta, coge un cuchillo y delante de todos le clava varias puñaladas hasta matarla.
Finalmente, pues, el tío abogado y la enfermera, como se muestra cuando esta se quita la máscara de látex a semejanza del rostro de la mujer del tío, ven despejado el camino no solo para su boda, sino para tomar posesión de la mansión y, por su parte, el tío, heredar los bienes de su esposa, a los que solo se alude una vez y por los que parece haberse casado con ella, pues una cicatriz como un costurón quirúrgico le recorre un lado de la cara desde la sien hasta la mandíbula…
Todo, hasta aquí, entra dentro de lo normal, pero la vuelta de tuerca a la situación nos llega cuando afloran las tensiones entre el tío y su ahora flamante esposa, todo debido a que en el hotel donde se hospedan, un empleado insiste en reconocer al tío y confesar que ha estado allí hospedado con otra mujer, lo cual dispara, como es lógico, los celos de la mujer, hasta convertir la situación en un instrumento de lo que ella cree una venganza y el intento del abogado de liberarse de ella, una vez que le ha prestado sus servicios.
¿Se advierte hacia dónde vamos? En efecto, de nuevo vuelven las apariciones, pero esta vez contra quien las había protagonizado antes, lo que sume a lo espectadores en un maremágnum de suposiciones que les permiten vivir sumidos en una incertidumbre desasosegante el último tercio de película… Y para esto, la Hammer se las pintaba sola, sin duda, porque se trata de ese tipo de situaciones claustrofóbicas en la que, aun estando marcados los personajes en función de sus intereses particulares, sabemos que puede saltar la sorpresa en cualquier momento, y eso es lo que sucede. ¿Qué sucede? Eso es lo que tendrá que ver quien decida, con sano criterio, seguir esta película de Freddie Francis, cuya maestría como cinematografista, al servicio de películas como El hombre elefante o Gloria nos dan la talla de su competencia cinematográfica. En esta película, concretamente, su dirección raya a la altura de las grandes producciones del género y sabe mover la cámara por espacio tan reducido como el de la mansión con una variedad de encuadres, incluido algún preciso y precioso plano cenital, que desde primeros planos ulraperturbadores hasta planos generales que permiten una visión muy actual, Hammerscope llama la productora a su técnica, logra introducirnos en la narración con una congoja constante. Las interpretaciones con actores desconocidos, a día de hoy, probablemente habituales en la propia productora, son, acaso justamente por ello, muy valiosas, no condicionan a los espectadores y cumplen su cometido con una convicción extraordinaria. Ajustados a sus respectivos papeles, hay una armonía interpretativa que impide que nadie cargue las tintas sobre su rol: el candor,  la maldad, la servicialidad o el amor. En definitiva, una esmerada incursión en un género, el terror psicológico, del que Francis sale muy bien parado y en permanente revalorización de su figura. Espero no tener que tardar otros dos años para que una nueva película suya caiga ante mis ojos complacidos.

viernes, 28 de junio de 2019

«El novio de mi mujer», de Bud Yorkin, una comedia actual y aún con encanto.



Una comedia sobre el divorcio llena de momentos estelares y secuencias inolvidables.

Título original: Divorce American Style
Año: 1967
Duración:108 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Bud Yorkin
Guion: Norman Lear (Historia: Robert Kaufman)
Música: David Grusin
Fotografía: Conrad Hall
Reparto: Dick van Dyke,  Debbie Reynolds,  Jason Robards,  Jean Simmons,  Van Johnson, Shelley Berman,  Joe Flynn,  Martin Gabel,  Tom Bosley,  Lee Grant,  Eileen Brennan.

Escogida al azar, El novio de mi mujer ha resultado ser una sorprendente película que, desde los títulos de crédito hasta el final -aunque este decepcione en parte- permite acercarse al hecho del divorcio desde unos presupuestos que bien podríamos considerar muy actuales, sobre todo en nuestro país, que siempre ha ido, en ciertos avances sociales, muy por detrás de las costumbres usamericanas. El arranque, la vuelta de los maridos en sus coches a los suburbs donde les espera una relación matrimonial no precisamente halagüeña ni motivadora, a juzgar por esos diálogos iniciales en los que todo son disputas sin fin de una extensa comunidad de chalets con familias que viven todos conforme a los mismos patrones de vida, se focaliza, finalmente, en una pareja que parece haber llegado, tras quince años de matrimonio, a esa sorda incomprensión que dificulta irreparablemente la convivencia y la precipita hacia el divorcio. Parte esencial del arranque de la película es una colección de secuencias memorables que diríanse extraídas de las mejores películas de Jerry Lewis, a juzgar por la originalidad del planteamiento y por la mala baba crítica que en ellas se exhibe. A la discusión inicial del matrimonio le sigue el recibimiento a los amigos invitados a una cena narrada con una elipsis genial, porque del recibimiento multitudinario y ruidoso, lleno de besos y jovialidad, pasamos, sin solución de continuidad a la despedida de unos seres ahítos, borrachos, desfigurados y somnolientos, a quienes se despide con idéntica amabilidad en la puerta del chalet. Una vez cerrada la puerta, viene la continuación, y uno de los mejores momentos de la película: el ritual de los esposos antes de acostarse: una sucesión de gags extraordinarios y que revelan, por sí solos, la situación de degradación de la convivencia en el seno de la pareja. A continuación he de reseñar que sin la actuación incomparable de Debbie Reynolds y de Dick Van Dyke -en un papel realista muy al margen de sus usuales papeles extravagantes o fantásticos, una auténtica sorpresa para el cinéfilo, que apenas es capaz de imaginarlo en un papel como este, dado su historial- ¡qué pobre hubiera quedado una joya como esa! La interpretación, así, pues, es decisiva para poder valorar de forma tan entusiasta como yo lo hago la película. La aparición, posteriormente, de Jason Robards y Jean Simmons, junto con la postrera de Van Johnson, una deliciosa caricatura de sí mismo, conforman un reparto como pocos para una película que se centra en el espinoso asunto del divorcio con una mirada de comedia sofisticada  y , al mismo tiempo, de costumbrismo «de barrio», muy de agradecer.
Conviene decir que la mujer del protagonista pretende salvar su matrimonio a toda costa, y para ello obliga a su marido a visitar al psicólogo experto en terapia matrimonial. Esa visita del marido al psicólogo es otro de los momentos culminantes de la película, porque advertimos en la resistencia a dejarse ayudar una línea de actuación muy propia de muchos maridos cuyos matrimonios están en crisis: negar que exista dicha crisis y afirmar que el malestar de la esposa es poco menos que un capricho «que ya se le pasará»… Lo excelente de la película es cómo, de repente, el marido se ve en la calle, expulsado del hogar, y pendiente de una vista de divorcio que selle definitivamente la quiebra de la unidad familiar que formaba. Y ahí es donde entra Jason Robards, un ser arruinado por su divorcio y que sobrevive a duras penas, hasta que su esposa encuentre a alguien con quien casarse para ser liberado de sus obligaciones y recuperar, de nuevo, la propiedad de sus bienes: ahí es donde encaja, Van Dyke, como aspirante a la mano de Simmons, aunque, para poder salir con bien los tres del intento de nuevas relaciones lo que necesitan es que la Reynolds encuentre a alguien con quien casarse, una vez divorciada, y ahí es donde entra Van Johnson, un exitoso comerciante en vehículos que se anuncia en la TV y que es discretamente «empujado» a la seducción de la ex de Van Dyke. Con anterioridad, en una de las «salidas» de soltera de la Reynolds, asistimos a una secuencia antológica en la que varios divorciados han quedado para un amigable encuentro en el que  el acompañante de ella le indica el laberinto de parentescos que tiene delante: una tribu de niños con semejante cruce de padres, hermanos, madrastras, hermanastros, etc., que resulta una proeza seguir el ágil recuento que el acompañante hace del historial de los presentes.
Cuando ya parece que los acontecimiento siguen su rumbo con las nuevas parejas consolidadas, los protagonistas coinciden en un bar con espectáculo que nos deparará un pre-final muy de acorde con el excelente humor crítico desarrollado a lo largo de la película, aunque sin caer en la acidez ni en el humor negro, porque la protagonista y su nueva pareja, Van Johnson, formarán parte de los espectadores que se ofrecen para participar en un número de hipnotismo que pondrá el colofón a la película para dejar un excelente sabor de boca. Otra cosa es que eso suceda con el final real de la misma, sobre el que guardo silencio, pero algo hay de realismo, también, en esa solución, desde luego, a juzgar por la experiencia común que todos tenemos de esas situaciones. Sea como fuere, cada cual expresará su asentimiento o su disentimiento a y de ese final; pero de lo que estoy convenido es de que a pesar de ciertas ingenuidades propias de una comedia popular, nadie dejará de asar un excelente rato con la contemplación de esta película cuyo guion fue muy justamente nominado para el Oscar. Todo un descubrimiento, dentro de esa insuperable tradición usamericana de la mejor comedia. Bud Yorkin no es Billy Wilder, está claro, ni Jerry Lewis, pero el guion de Norman Lear -casado en tres ocasiones…-bien podría haber sido usado por ellos, desde luego.

jueves, 27 de junio de 2019

«Shooting Stars», de Anthony Asquith y A. V. Bramble o un sorprendente drama metacinematográfico.



Un drama sofisticado con el trasfondo del cine y los amoríos fatales de sus estrellas populares: Shotting Stars o el cine dentro del cine en una realización ingeniosa y exquisita. 

Título original: Shooting Stars
Año: 1928
Duración: 80 min.
País: Reino Unido
Dirección: Anthony Asquith,  A.V. Bramble
Guion: Anthony Asquith, John Orton
Música: Película muda
Fotografía: Henry Harris, Stanley Rodwell (B&W)
Reparto: Annette Benson,  Brian Aherne,  Donald Calthrop,  Wally Patch,  David Brooks, Ella Daincourt,  Chili Bouchier,  Tubby Phillips.

De verdad, no se trata de una película muda, aunque, de tanto en tanto, aparezcan los intertítulos que en modo alguno son necesarios,  sino de una película -como en The thief, de Russell Rouse, con un silencioso y magnético Ray Milland- en la que no es necesario el diálogo, porque, como en el buen cine, todo se dice a través de las imágenes. Véanla así y estoy convencido de que convendrán conmigo en que acabarán de ver una película completamente actual, moderna y con un lenguaje cinematográfico tan novedoso que en modo alguno se atreverán a recordar, a ese tercero al que le cuentan su sorpresa, que se trata de una película de 1928. Su director principal, Anthony Asquith, guiado aquí, aunque ignoro en qué medida,  por el veterano director A.V. Bramble,  es un reputado director del cine británico  que nos entregó, que yo haya visto, una obra maestra: El caso Browning, y ahora la presente, que fue su ópera prima. Se trata e una historia clásica, la de un triángulo amoroso con fatal desenlace, como en un buen melodrama, pero con la particularidad de que la historia está ambientada en el mundo del cine, lo cual le da a la película un aire moderno que la realización de la película se encargará de materializar, y ríanse los espectadores de los alardes de encuadres, grúas y planos secuencia de cierto cine moderno, si comparado con el espectáculo inenarrable que presenciarán, desde buen comienzo, en esta película atractiva y que se lleva detrás de sus planos y su narración el interés de los  espectadores, como se refleja en un momento dado de la película, cuando el protagonista entra al cine a ver la última película protagonizada por su mujer -cuyos rótulos luminosos en el cine ve ella desde el saló de la casa de su amante, por cierto- y tiene, detrás de él dos niños que siguen la aventura con una pasión que se le acaba contagiando, hasta aplaudir su propia llegada, en la ficción, para salvar a “la dama en apuros”, junto a los otros espectadores de la sala. En pocas ocasiones he visto tan bien plasmado en la pantalla el genuino interés espontáneo y naíf del público popular ante las aventuras que se desarrollan en la pantalla.
         La acción empieza en un estudio en el que se rueda un western a cargo de la pareja protagonista, marido y mujer que, sin embargo, no parecen atravesar un momento dulce, matrimonialmente hablando. Justo en el set de al lado están rodando una comedia slapstick con un personaje famoso del que no tardamos en saber que la protagonista está enamorada, con el desconocimiento de su esposo. Los movimientos de cámara por el espacio del hangar donde están instalados ambos sets de rodaje son de una elegancia y de una originalidad de las que debió de tomar buena nota Orson Welles para su célebre plano-secuencia de Sed de mal, desde luego. El hecho, además, de que la paloma que la protagonista ha de sacar de la jaula para acercarse a la cara y besarla la deje escapar porque, al cumplir con la exigencia del guion la paloma parece haberle pegado un picotazo en la cara, le permite al director inicia un “barrido” del techo del hangar y la consiguiente búsqueda de la paloma que harán las delicias del espectador. Con suma elegancia, pues, cuando se ha suspendido el rodaje en el western, los dos protagonistas se acercan a ver el rodaje de la comedia slapstick en el que interviene quien es colega de ambos y no tardará en convertirse en rival amoroso, pero para eso aún han de pasar no pocas cosas, como que el marido diga que se va unos días de caza, que el rival amoroso tenga que ir a rodar a la playa, unas secuencias fabulosas de rodaje en exteriores que sigue introduciéndonos en el cine por de dentro y que tanta importancia tendrá en el desarrollo de la trama, pues, por una confusión con su doble, la prensa da la noticia del peligroso accidente del actor, lo que le hace creer a la protagonista que no acudirá a una cita amorosa en su casa que, sin darse ni cuenta acabará teniendo lugar ante los ojos del marido, quien, con una elegancia impropia de los años, le dice que guarde la llave del piso que ella le ha dado porque le hará más falta que a él. Antes de ello, y como preparación simbólica de lo que acontecerá más tarde, ella ha dejado un lápiz de labios junto a los cartuchos, lo que él descubre, devolviéndoselo mediante el disparo del mismo en la mano de ella en un primerísimo plano del lápiz de labios saliendo por el tubo de la escopeta para caer en la mano de ella. Como ella ha firmado un sustancioso contrato en el que existe una cláusula según la cual si se produce un escándalo en su vida privada el contrato quedara rescindido, y dada su determinación de abandonar al actor y emparejarse con el cómico, el triángulo amoroso se resuelve, por vía expeditiva, pro fantástica, cuando ella, en el rodaje de su western, cambia un cartucho de fogueo por uno de verdad en la escopeta que ha de usarse para una escena en la que el marido ha de entrar pistola en mano a salvarla. Que esa escopeta la cojan y la lleven al set de al lado, donde su amante sigue siendo perseguido a tiros por el “malo y tonto” de turno en los slapsticks da suficiente pie para pensar qué puede ocurrir, ¿no? La sofisticación de los planos, llenos de significado que le proporcionan densidad a la película, como aquellos neones que anunciaban la película My man, que su marido está viendo en el cine, mientras ella continúa su romance con el actor amigo, son una prueba elocuente del medidísimo guion que le ha permitido a Asquith rodar una película que, sin duda, se adelantó muchísimo a su tiempo, y todo ello con una realización no muy lejana de la sofisticación y elegancia del cine de David Lean, por ejemplo, que vendrá después. La tragedia se reconvierte en poderoso melodrama con el segundo desenlace de la película, un broche de oro para una película que admite más de un visionado. De hecho, insistiré en que mi Conjunta la vea, que no es mal pretexto para verla de nuevo…

«Elisa y Marcela», de Isabel Coixet, el esplendor y la rabia…



La arqueología made in Spain del lesbianismo y su dura lucha social: Elisa y Marcela o la fílmica duda, que lastra, entre el esteticismo y la fidelidad histórica.

Título original: Elisa y Marcela
Año: 2019
Duración: 129 min.
País: España
Dirección: Isabel Coixet
Guion: Isabel Coixet, Narciso de Gabriel
Música: Sofia Oriana Infante
Fotografía: Jennifer Cox (B&W)
Reparto: Natalia de Molina,  Greta Fernández,  Sara Casasnovas,  Tamar Novas,  María Pujalte, Francesc Orella,  Lluís Homar,  Jorge Suquet,  Manolo Solo,  Milo Taboada, Manuel Lourenzo,  Elena Seijo,  Luisa Merelas,  Roberto Leal,  Amparo Moreno, Tania Lamata,  Covadonga Berdiñas.

Me llegaron ecos de críticas adversas a la última película de Coixet, el rescate de una historia que roza lo inverosímil  y que ilustra, sin embargo, la dura lucha de las sexualidades marginadas no tanto para ser reconocidas en ese espectro castrador de “lo normal”, cuanto para liberarse de la persecución social y judicial que hasta hace relativamente dos días, en términos históricos, era el pan nuestro de cada día aquí, en el país que ha dado, sin embargo,  un salto como el de Bob Beamon en la defensa social de los otrora amores “nefandos”.  Isabel Coixet se acoge a un caso real, histórico, documentado, para, más allá de hacer una película inequívocamente militante en la causa del amor libre, reivindicar el amor lesbiano y mostrar a los espectadores que por ser fieles a él se jugaban la libertad quienes no podían dejar de seguir los impulsos de su naturaleza. Y en esta expresión del deseo como parte de la naturaleza que no puede ser más que lo que es hemos de buscar el sentido de la delicadeza y suma belleza con que Isabel Coixet retrata la naturaleza agreste del espacio natural gallego en un perfecto paralelismo con las protagonistas. Luego vendrá la otra parte de ese paisaje, “el humano”, diametralmente opuesto a los bosques, los ríos, las montañas, el cielo, la lluvia, etc. Hay en esa sensibilidad hacia la naturaleza un eco del modo como Terrence Malik se acercó a la epifanía de la Naturaleza en Nuevo Mundo, un espectáculo total para los sentidos, y ello se traduce, además, en el uso de juguetes eróticos como las ramas, las algas e incluso los pulpos sobre los cuerpos desnudos de ambas mujeres que nos acercan más a una visión moderna de la sexualidad que a lo que, en su tiempo, debió de ser la relación entre las auténticas Elisa y Marcela del caso real, a quienes cuesta lo suyo imaginárselas con ese refinamiento erótico. De hecho, esa recreación erótica de su relación es, quizás, lo más inverosímil del caso histórico,  del mismo modo que la elección de las actrices ha pecado más de un acercamiento al esteticismo que al rigor del caso, porque mientras la verdadera Elisa daba relativamente el pego de la hombría, A Natalia de Molina no hay forma humana de verla como el Mario que irrumpe en la vida de Marcela de repente, procedente de Inglaterra, y eso, probablemente, lastra no poco la película por la parte del guion, no, como ya he dicho, por la parte de la realización, conseguidísima en toda la película. Las escenas iniciales de la escuela y el cauteloso modo como van expresando su amor recíproco, junto con la incomprensión de la familia de Marcela, que acaba llevándola a Madrid para que allí se haga maestra, todo ello, ya digo, forma un retrato de época excelente. Los padres de Marcela, que la recogen del hospicio donde vivió sus primeros años, acaso porque ellos no pudieran mantenerla, porque se sabe muy poco de ambas mujeres y rellenar las lagunas de la historia ha sido imprescindible para poder recorrer su arco vital, aunque se adorne con huidas como la de Lisboa, cuando en realidad fueron absueltas en el juicio, razón por la cual pasaron libremente a Argentina. Sabiendo que Pardo Bazán escribió sobre el caso, que fue célebre en la opinión publica europea, meter con calzador en la historia La cuestión palpitante, como si el título hiciera alusión al lesbianismo, no me parece de recibo, sobre todo porque, a quien se inicia en la lectura, como era el caso de la protagonista, a quien su madre le pasa el libro a escondidas del marido, un auténtico Montenegro valleinclaniano, en modo alguno un ensayo sobre el realismo y el naturalismo parece la lectura más recomendable. Es algo así como si a un aspirante a lector, le pasamos Erasmo y el erasmismo de Bataillon, en vez de El elogio de la locura, por ejemplo… Supongo que ello forma parte de esa  pose de modernidad desde la que se filma su historia, en vez de indagar en las formas reales de la vivencia de una experiencia tan transgresora como la de aquella convivencia marital fingida que, para desgracia de las protagonistas, no tardó en descubrirse, con la consiguiente huida del país para evitar enfrentarse a penas de 20 años de cárcel. A pesar de los fallos de guion, insisto en que Coixet logra transmitirnos fielmente el acoso que vivieron aquellas dos mujeres y cómo su relación, a pesar de la solidez de sus afectos, se vio afectada por las extremas adversidades que hubieron de padecer. Coixet retrata con excelente habilidad descriptiva el ambiente de crispación social tanto en el plano popular como en el de las élites dominantes, sobre todo la Iglesia, que se ve burlada en algo tan sagrado para ella como el sacramento del matrimonio. Como espectador, choca en cierto sentido el desafío anacrónico de las amantes al medio en el que viven, a escondidas, su relación amorosa. Es llamativo, teniendo en cuenta todo lo anterior, la perspectiva “liberal” de Portugal frente al suceso, por más que, a pesar de la excelencia interpretativa de Manolo Solo  y la competente de Lluís Homar, le choque a los espectadores que Coixet no haya escogido actores portugueses para esa parte geográfica de la película. Solo lo borda, eso sí, pero nada le descubre a los espectadores este crítico sobre las excelencias interpretativas de dicho actor. En todo caso, y más allá de esos detalles de guion que renuncian a la visión del lesbianismo a comienzos del siglo XX, en una época en la que aún el propio sufragismo británico batallaba con fuerza por el derecho a voto, Coixet ha pretendido -¡y lo ha conseguido!- narrar un viaje íntimo a unos sentimientos amorosos en el marco de una naturaleza filmada con una sensibilidad solo comparable, en su obra, a la que prodigó en Nadie quiere la noche. El trabajo de las dos actrices, sobre todo el de Greta Fernández, es una pieza fundamental del buen funcionamiento de la película, porque toda la verosimilitud del relato descansa en su capacidad de conjugar el recato con el desparpajo; la culpabilidad con el orgullo, y el fingimiento con la sinceridad…, y lo logran de cabo a rabo. Insisto, el paralelismo entre la sexualidad y la feracidad de la naturaleza dota a la película de una estructura contrapuntística que permite a los espectadores disfrutar intensamente de esta historia curiosa, perfectamente ambientada en su tiempo gracias a una puesta en escena muy cuidada.


viernes, 21 de junio de 2019

«La mano del diablo», de Maurice Tourneur, o la sutileza del terror estilizado.



Un cuento fáustico con una puesta en escena expresionista y un guion admirable: La mano del diablo: un clásico del terror que ha de ser revisitado.

Título original : La main du diable
Año: 1943
Duración: 82 min.
País: Francia
Dirección : Maurice Tourneur
Guion : Jean-Paul Le Chanois (Novela: Gérard de Nerval)
Música: Roger Dumas
Fotografía: Armand Thirard (B&W)
Reparto: Pierre Fresnay,  Josseline Gaël, Pierre Palau,  Noël Roquevert,  Guillaume de Sax,  Pierre Larquey, André Gabriello,  Antoine Balpêtré.

Si una noche de invierno un viajero… llega a un albergue de montaña, aislado por una tormenta y se escuchan disparos… Pues esa es la situación inicial que arranca con un tono costumbrista que preludia, sin duda,  el comedor del hostal donde se alojará Monsieur Hulot para sus celebérrimas vacaciones; un arranque que dará paso, entre los distendidos comentarios de los presentes, a la llegada de un hombre manco con una misteriosa caja y al apagón subsiguiente en el que la caja desaparecerá, para desesperación del recién llegado, en cuyo rostro se leen las claras líneas del horror escritas con una caligrafía primorosa. Ese viajero en esa noche de invierno hace lo que han hecho generaciones y generaciones de viajeros al llegar a una posada como forasteros: contar su historia, para la que los alojados en el albergue le hacen corro atento que no perderá ripio del relato, como no lo perderán los espectadores que, poco a poco, irán entrando en la clásica historia de Fausto, aquí modernizada y estilizada con una maestría que hace de La mano del diablo lo que, a mi modesto entender, es: una obra maestra del terror o de lo fantástico, si se prefiere esta otra asignación, porque es cierto que hay terror, pero se trata de un terror psicológico y moral, asociado a la lucha entre los remordimientos y las ambiciones. Son pocas las cinematografías que no tienen, entre sus aciertos indiscutibles, reflejar a la perfección un costumbrismo realista que sabe captar a la perfección esa suerte de idiosincrasia «nacional» tan discutible pero tópicamente irreprochable: los italianos, los franceses, los británicos, los usamericanos, los alemanes, los chinos…solemos reconocernos muy a menudo en esas secuencias colectivas en las que emergen rasgos identificadores de lo que en el Romanticismo cuajó como la volkgeist de cada cual. La película engaña, con ese arranque, porque en cuanto el forastero comienza a explicarnos en un largo flashback su maldita existencia, la trama se individualiza y nos hallamos ante la trágica desesperación de un hombre que ha vendido su alma al diablo para conseguir el éxito y a la mujer que desea, y entonces todo va encajando en el relato fáustico con la singularidad propia del pintor y con un aditamento que se aparta del original: no estamos ante un caso aislado sino ante lo que parece indicar que es el último eslabón de una cadena que nos va a deparar brillantísimas secuencias con un trasunto de escenografía teatral, muy cercana al expresionismo, que nos va a dejar pasmados por la depurada técnica y a imaginación conceptual de tales escenas. La película lleva a la pantalla, de forma muy sui géneris, la historia de Gérard de Nerval La mano encantada, e incluso abunda en el relato, a pesar de la «frenética» actuación del maravilloso actor que fue Pierre Fresnay (La gran ilusión, de Jean Renoir), un sentido del humor que se encarna, con magistral propiedad, en el personaje del diablo, encarnado por Palau, el conocido cómico francés, conocido solo por el apellido, y de nombre Pierre. Su actuación es la de un diablo burlón y seductor, capaz de mantener mediante ingeniosos artificios a su «presa» en el redil de su contrato, pues Roland Brissot, protagonista, no vive ya, en un momento dado, sino para rescindir el terrible contrato que firmó. Hace poco vi una película para TV, El tíquet del diablo, en la serie de Boris Karloff, Trhiller, que se acercaba al mismo tema que el de la película de Torneur con mucha solvencia. A mi modo de ver, hay en La mano del diablo un análisis psicológico del protagonista que supera con creces los estándares habituales en este tipo de historias fáusticas, porque Brisson es el verdadera emblema de la desesperación: a toda costa quiere deshacerse de esa mano encofrada que le ha traído la  buena fortuna y el mal aciago, y, sobre todo, el desasosiego profundo del que no podrá descansar sino hasta que cumpla el destino fijado por quien inició la cadena de poseedores del mágico amuleto, todos ellos mancos y con garfio, tal y como los encuentra en una suerte de última cena/revelación en la que acabará entendiendo la trágica cadena de la que él representa, hasta ese momento, el último eslabón. Ahí es donde, en ese baile de disfraces al que acude, se revela el meollo de la historia y se proyecta un desenlace sobre el que sello mis dedos para que no tecleen, bajo pena de excomunión crítica. Tourneur rodó la película en Francia, tras su larga aventura usamericana, y hay críticos sutiles que han querido ver en la película ciertas claves sobre la Francia colaboracionista del régimen nazi, pero confieso que, a fuerza de sutileza, no sé si el propio Satán inspira a los tales. En todo caso, lo que está claro es que la película es una obra maestra no solo por la parte de la magnífica historia narrada, sino también por la puesta en escena y, como es de cajón, por las soberbias interpretaciones de sus principales protagonistas. La película se suma, sin duda, a esa corriente de películas fáusticas o con intervención del diablo que casi tienen ya número suficiente como para formar un género propio, aunque las diferencias entre unas y otras sean tan abismales como, por ejemplo, entre esta y La semilla del diablo, de Polanski, por ejemplo. Mi recomendación es que nadie se la pierda, porque la recompensa está a la altura del buen hacer de su director, padre, como nadie ignora, de un hijo que incluso lo superó, Jacques Tourneur.

jueves, 20 de junio de 2019

«El bígamo», de Ida Lupino o un viaje a la sensibilidad.



De una directora en constante proyección, una película comprometida con una realidad explorada en el cine hasta ella solo desde la vertiente del sensacionalismo o la comedia disparatada.

Título original:  The Bigamist
Año: 1953
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ida Lupino
Guion: Larry Marcus, Lou Schor, Collier Young
Música: Leith Stevens
Fotografía: George E. Diskant (B&W)
Reparto: Joan Fontaine,  Ida Lupino,  Edmund Gwenn,  Edmond O'Brien,  Kenneth Tobey, Jane Darwell,  Peggy Maley,  Lillian Fontaine,  Matt Dennis,  John Maxwell.

Va creciendo la estimación crítica de una directora Ida Lupino que, puesta en el brete de tener que definirse, y tras haber dirigido El autoestopista, se definió como «la Don Siegel de los pobres», queriendo hacer un paralelismo entre el «rey» de la acción y su película. Si como actriz siempre ha ofrecido una faceta poco complaciente con los estándares del vedetismo hollywoodiense, y ha encarnado caracteres complejos, fuertes y sensibles a un tiempo, como directora ha potenciado esa vena artística y nos ofrece historias, como la presente de El bígamo, tratadas con un realismo y una sensibilidad que excluye el peligro de lo sentimentaloide para crear una suerte de drama en tono menor, pero no menos intenso. Se acerca no poco a los presupuestos del Free cinema inglés, con historias salidas de la vida cotidiana que raramente eran llevadas al cine comercial hasta su irrupción en la industria. En este caso, Ida Lupino centra su atención en un caso de bigamia. Un representante que trabaja en dos ciudades muy distintas, San Francisco y Los Angeles, toma la decisión de adoptar una criatura con su mujer, Joan Fontaine, con quien no puede tenerlos biológicamente. En el transcurso de la entrevista con el empleado del servicio de adopciones, este intuye que el solicitante -que se siente incómodo ante tantas preguntas inquisitivas por parte del funcionario- da la sensación de esconder algo. El punto de partida, pues, dentro de los esquemas genéricos del cine negro, nos lleva a que el investigador que somete a escrutinio total la vida de alguien es un funcionario del sistema de adopciones, un viejo singular cuya perspicacia lo lleva, poco después a visitar el hogar de los solicitantes, donde el sospechoso acaba confirmándole la impresión de que esconde algún secreto. Una vez que el protagonista -un Edmond O’Brien que exhibe un abanico de registros y matices llenos de verdad y realismo, compitiendo estrechamente en ese arranque de la película con Edmund Gween, el inolvidable científico usamericano de Calabuch, de Berlanga- ha comunicado al funcionario que su trabajo se reparte entre San Francisco y Los Ángeles, y tras haberle dicho que se hospeda de hotel cuando está en la otra ciudad, el funcionario se dirige a dicha ciudad para investigar cuanto pueda acerca del solicitante. Una búsqueda, esa sí, al más puro estilo del cine negro, con un investigador que se las sabe todas, consigue dar al final con el solicitante en una casa en la que, nada más entrar el funcionario, suena el llanto de un bebé…, a cuya cuna acude el protagonista para acaronarlo y calmarlo, porque la madre, enferma, está descansando. ¿Resuelto el misterio? En parte sí, y de ahí el conato automático del funcionario de descolgar el teléfono y marcar el número de policía, algo que, finalmente, consigue el protagonista que no haga y le haga, a su vez, la merced de escucharlo, de tener, siquiera, antes de sentenciar, la versión del “bígamo”. Se inicia, entonces, un flash back, seguimos en los usos del género que ahora deja paso a un drama romántico, más que a un melodrama, porque no estamos ante una muestra de pasiones exaltadas y sublimes decisiones, sino ante el “acomodo” entre dos personajes solitarios, Ida Lupino y un representante de comercio que sufre un matrimonio desgraciado por la ausencia de hijos. De hecho, la película gira fundamentalmente en torno a la historia de amor de dos “perdedores”, Lupino y O’Brien, ya talluditos, y para quienes, respectivamente, el otro significa la posibilidad de una unión sentimental estable cuando no se entrevé en el horizonte inmediato ninguna posibilidad de convertirse en el objeto del deseo de otra persona. Hay un cierto poso de tristeza en la situación que viven ambos, porque, frente al miedo de la Lupino emerge el propio miedo del protagonista, siempre en la cuerda floja de la traición que supone iniciar una nueva relación estable ocultándole a ella que es un hombre casado. Está claro que el bolero de Machín es de total aplicación en el caso de la película porque no se puede querer dos mujeres a la vez y no estar loco…, aunque en esta ocasión, de lo que se trata es propiamente de lo contrario, de que el protagonista tiene capacidad suficiente y archiprobada para querer a las dos por igual, cada una a su manera, como dos mundos paralelos que, en principio, no tienen por qué encontrarse, aunque, como es evidente para cualquiera que se plantee, de forma realista, una historia así, llega un momento en la película en que es imposible que tal situación no se tuerza y que la situación no se acabe volviendo, sobre todo, contra quien creyó que podría vivir dos vidas paralelas sin ninguna interferencia que quebrase una armonía real, aunque trabajosamente construida, porque ha de reconocerse que la sinceridad amorosa del protagonista no tiene trampa ni cartón. Ida Lupino dirige la película con un ritmo narrativo ajustadísimo a la evolución de los giros de la trama, y el trío protagonista actúa con una naturalidad asombrosa, sin que, en ningún momento, puedan los espectadores verse obligados a «tomar partido», dada la complejidad de la situación. Sin anticipar el final, por supuesto, sí cabe decir que el funcionario del sistema de adopciones, cuando ha acabado el largo flash back, vuelve a descolgar el teléfono, pero para avisar de que le envíen un taxi… La película está muy próxima a otras como la multipremiada Marty, de Delbert Mann, por ejemplo: un realismo de la vida cotidiana que huye del trazo grueso sentimental del melodrama y se acoge a la real life de la ordinary people. Un gustazo de película que los amantes del buen cine no pueden dejar de ver. Como muchas de las que critico la encontrarán en la plataforma Filmin, un regalo para el cinéfilo. No quiero acabar, sin embargo, sin destacar el encuentro entre Lupino y O’Brien, en el curso de una visita turística en autobús a las mansiones de los famosos de Hollywood, una suerte de larga secuencia metacinematográfica en la que ambas estrellas son capaces de pasearse por sus propios barrios -en el supuesto de que tuvieran casa allí- como dos turistas ingenuos deslumbrados por el star system: delicioso, el recorrido.

miércoles, 19 de junio de 2019

«Un rostro en la multitud», de Elia Kazan o la raíz del populismo.



La crítica más moderna y demoledora del populismo y el poder de los media, filmada por Elia Kazan con un reparto extraordinario: un clásico poco conocido del cine político.

Título original: A Face in the Crowd
Año: 1957
Duración: 126 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Elia Kazan
Guion: Budd Schulberg (Historia: Budd Schulberg)
Música: Tom Glazer
Fotografía: Harry Stradling, Gayne Rescher (B&W)
Reparto: Andy Griffith,  Patricia Neal,  Lee Remick,  Anthony Franciosa,  Walter Matthau, Kay Medford,  Burl Ives,  Percy Waram,  Charles Irving,  Paul McGrath,  Rip Torn.

No estrenada en España en salas comerciales, pero sí en TV, primero en La Clave y luego en ¡Qué grande es el cine!, de José Luis Garci, Un rostro en la multitud es, hoy por hoy, la película más actual que cabe imaginar sobre fenómenos políticos que se están desarrollando ante nuestros ojos. ¡Qué poderoso despliegue de inteligencia a la hora de diseccionar la creación de figuras populares con enorme ascendiente sobre las masas, es decir, lo que actualmente estamos sufriendo bajo el nombre de «populismo», si bien planteado cuando acababan de inaugurarse las emisiones de TV en España desde el Paseo de la Habana. ¡Como podría extrañarnos que la censura no autorizase el estreno de esta película que desvelaba ante nuestros ojos el proceso de creación de la alienación política justo cuando la TV comenzaba a comportarse como “el mejor instrumento de propaganda del Régimen”! La película de Kazan, que lamentablemente no había visto hasta hace unos días me ha parecido una joya del cine político que convendría reestrenar cuanto antes para que los espectadores pudieran no solo disfrutar de un  peliculón dramático de primera magnitud, sino sacar las lecciones correspondientes de un discurso que desnuda con elegancia implacable el hosco rostro de la demagogia que se esconde tras los populismos. La historia es sencilla, pero la realización muy compleja, porque la historia tiene muchos recovecos que el director sabe explorar para construir una suerte de fresco social que retrata a la perfección la imbricación de intereses que permiten la creación del «monstruo», porque de eso hablamos. La historia arranca con una modestia que sirve de contraste adecuado con el punto de llegada: una joven reportera de una emisora de radio local, hija del dueño, tiene u n programa llamado A face in the crowd, un rostro en la multitud, que consiste, ni más ni menos, que en darle voz a cualquiera que, por las razones que sean, ni de lejos ha considerado la posibilidad de que su mensaje sea radiado o de que su historia, la que sea, llegue a los demás. Con ese fin, visita la cárcel del sheriff del condado y allí va preguntando a unos y a otros, sin que nadie quiera hablar. Finalmente, acaba haciéndolo un vagabundo que solo lleva su guitarra como todo equipaje y quien, a cambio de hablar con la joven e incluso de cantar una canción «rebelde», se garantiza salir en libertad. Como la emisión tiene mucho éxito y los oyentes quieren saber más de ese personaje, la encarnación del «hombre libre», no sujeto a ataduras de ningún tipo, con un sentido del humor chocarrero y popular, del que forma parte una manera de expresarse políticamente incorrecta pero llena de lo que, con ciertas limitaciones, podríamos llamar «sabiduría popular», y que conecta inmediatamente con el usamericano medio, el dueño de la emisora y su hija salen a la caza y captura de semejante mirlo blanco. La hija es Patricia Neal, y en esta película tiene un papel que solo ella, con un rostro hiperfotogénico, del que Kazan extrae primeros planos de corte expresionista, es capaz de representar con la complejidad que exige la extraña pasión que acaba sintiendo por un ser tan primitivo y popular como Lonesome Rhode, encarnado por un debutante como Andy Griffith con total propiedad. A su manera, Griffith recuerda mucho al vaquero representado por Don Murray -¡un típico urbanita neoyorquino!- en Bus Stop, de Joshua Logan. Su naturalidad, su desparpajo, sus profundas raíces en el «gracioso» que siempre tiene la carcajada explosiva en la garganta y a quien cualquier comentario suyo le parece cargado del mayor de los ingenios imaginables nos ofrece una personalidad cargante, desde a óptica de un intelectual, pero muy próxima a la ingenuidad de la gente sencilla que comulga a pis juntillas con un humor a la altura de sus limitadas capacidades de entendimiento y de expresión. ¿Cuál es el secreto de su éxito? La capacidad innata para movilizar a los oyentes hacia el objetivo por él marcado. Primero comienza todo con bromas locales, como que en un día caluroso los niños invadan la piscina del dueño de la emisora y prácticamente tomen al asalto su casa, pero cuando el propio personaje acaba dándose cuenta del enorme poder de sugestión que tiene sobre las personas a quienes se dirige, íntimamente, de tú a tú, sin intermediaciones interesadas que valgan, todo empieza poco a poco a cambiar. Enseguida llega el salto de la emisora local a la televisión regional, en la que, poco a poco, va convirtiéndose en un personaje legendario por su franqueza y su naturalidad: la expresión viva de alguien que no sigue los dictados de nadie y que le habla al pueblo con el lenguaje del pueblo para estrechar un lazo que se convierte en una rendición absoluta a su poder de persuasión. De eso se trata, de cómo primero la radio y luego la televisión construyen un «personaje» que acabará poniéndose al servicio de la publicidad, primero y, finalmente, de la política, cuando su potencial social lo ha llevado a la televisión nacional y a ser tenido en cuenta por un  aspirante a Presidente para «asimilar» un cambio de imagen que le permita acercarse a los votantes. Recordemos que estamos en una época en la que la TV acabaría siendo determinante, por cuestión de imagen ante las cámaras, para que Kennedy lograra su victoria sobre Nixon en las presidenciales, pocos años después de esta película,  y como el segundo recordó amargamente: «Confiad plenamente en vuestro productor de televisión, dejadle que os ponga maquillaje incluso si lo odiáis, que os diga cómo sentaros, cuáles son vuestros mejores ángulos o qué hacer con vuestro cabello. A mí me desanima, detesto hacerlo, pero habiendo sido derrotado una vez por no hacerlo, nunca volví a cometer el mismo error». Esa parte en la que en pequeño comité el cómico mediático le revela al candidato que un proceso de «transformación» de su imagen es imprescindible para garantizar sus aspiraciones políticas debería formar parte de las guías de campaña de todos los políticos, porque ahí vemos el germen de la importancia de los asesores de imagen cuyos consejos son capaces tanto de hundirte como de hacerte triunfar. La historia sentimental con el personaje de Neal, que incorpora la figura de un rival, un Walter Matthau, disfrazado convincentemente de intelectual neoyorquino, con las gafas de concha y la pipa en los labios, quien trabaja para ella en la confección de guiones y quien, finalmente, acaba escribiendo un libro sobre el bluff que representa el personaje, antes de que ella, la novia despechada por el súbito matrimonio del histrión con una jovencísima y ya esplendida Lee Remick de 17 años que, como el propio protagonista, también debuta en las pantallas,  logre desacreditarlo dejando abierta la conexión mientras el protagonista se ríe de la ingenuidad de sus televidentes y se burla de su credulidad y de la facilidad con que son capaces de actuar poco menos que según él ordene que hagan. Estamos, pues, ante una venganza, sí, pero el camino que sigue la creación del «monstruo» es apasionante y contiene escenas maravillosas tanto sobre los entresijos de la televisión, la publicidad y la ambición como el peligro inherente a esa capacidad para alimentar audiencias pasivas y obedientes que dejen la gobernación del Estado en manos de desaprensivos, incompetentes o lunáticos. Seguro que Elia Kazan vio con mucha atención la agridulce película de Stanley Donen y Gene Kelly, Siempre hace buen tiempo, en la que aparece una crítica demoledora de la televisión basura que acaba protagonizando el popular Lonesome Rhode. Por fuerza he de hacer referencia a la poderosísima puesta en escena de la película, porque desde la cárcel inicial en la que se presenta al personaje hasta el dúplex neoyorquino donde acaba, no hay paso de su enrevesada biografía que, como el concurso de majorettes donde conoce a la joven Remick, con la que se casa, porque, como le avisa su apoderado -un inspiradísimo Tony Franciosa- es menor de edad, y no le pasan por alto a los «circunstantes» su libidinosa actitud hacia ella, cuando preside el jurado que ha de conceder el título de Miss Arkansas. Es curioso, por otro lado, la coincidencia entre el personaje de Tony Franciosa un pícaro y espabilado agente que se hace con la representación del protagonista y el papel de Tony Curtis en otro peliculón que se estrenó el mismo año: Chantaje en Broadway, de Alexander MacKendrick. Como se aprecia, por la inusual extensión de esta crítica, en la que dejo un montón de detalles sin abordar, esta película de Kazan en modo alguno es una película más, excelente, de las muchas que hizo el director de origen griego, quien delató a ocho de sus compañeros de actividades teatrales ante el comité McCarthy, sino una película que explora con profundo acierto las raíces del populismo como un mal de nuestro tiempo.

«Corazones indomables», de John Ford o el nacimiento de una nación.



Primer technicolor de Ford para una aventura independentista: la dura vida de frontera de los primeros colonos usamericanos.

Título original: Drums Along the Mohawk
Año: 1939
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Lamar Trotti, Sonya Levien
Música: Alfred Newman
Fotografía: Bert Glennon, Ray Rennahan
Reparto: Claudette Colbert,  Henry Fonda,  Edna May Oliver,  John Carradine,  Arthur Shields, Robert Lowery,  Ward Bond.

He de reconocer que no me gusta que me recomienden «vivamente» películas, porque, como me ha pasado en esta ocasión, discrepo de dicho entusiasmo y me parece que, por manifestarlo, le falto al respeto al recomendador… Se trata de “una de Ford”, lo que en modo alguno puede significar que no haya degustado muchas de sus virtudes, porque Ford respira cine por cada uno de sus poros y aunque rodó mucho y hay diferencias lógicas entre sus películas, incluso la peor de las suyas justificaría una carrera como director de quienes vinieron detrás de él y de cualquiera que se inicie por vez primera en este arte complejo del cine. Es la primera película en color de Ford, un Technicolor de primera hora que “luce” deslumbrante en este debut. La saturación de los colores, con preponderancia del azul, la iluminación y nitidez extraordinaria de la fotografía, amén de la composición del plano, como en la boda que abre la película, nos recuerda un Visconti que vendría mucho después. El magnificente vestuario de la boda, que parece propio de la inmortal escena del baile de el Gatopardo, es de una riqueza cromática que acaba dándole a la fotografía una textura que, en vez de con los ojos, nos parece poder repasarla con la mano. Y toda esa inversión para apenas cinco minutos de película, porque el contraste con ese «lujo» surge inmediatamente, cuando, en vez de atar a la carreta, en la que se la pareja se va a su luna de miel, las típicas lata que se pusieron de moda, atan la vaca que se va con ellos para la cabaña en la frontera de Albany, en el contexto de las guerras fronterizas con los ingleses y con los indios, aliados de estos para impedir la independencia de Usamérica de Inglaterra. No se trata, propiamente, de un western, sino de un eastern que se centra en la época de la Guerra de la Independencia y que bien podría decirse que está más cerca del cine histórico que del de aventuras, pero como eso sería, dada la situación,  algo antifordiano, hemos de decir que lo dominante en esta película es la aventura de unos colonos que se instalan en un territorio asediado por indios e ingleses y que se conjuran para defenderlo como proyecto de vida y de nación. El cruce, pues, entre costumbrismo, aventura y vida familiar nos acaba dando una excelente película de Ford, aunque tenga sus altibajos. Unamos a todo ello el «cruce» entre un colono y una señorita de familia ciudadana acomodada, que se refleja a la perfección en la llegada a la «choza» que será su «hogar» y la presencia inesperada de un indio que es amigo del protagonista y cuya presencia, estando la mujer sola en casa -llegan en noche de tormenta- le provoca una reacción histérica de campeonato. El oportuno cachete devuelve a la mujer a la calma y, a partir de ahí, se inicia un proceso de adaptación que supondrá un crescendo a lo largo de la aventura del matrimonio en ese territorio de frontera en la que los enfrentamientos con los indios y los ingleses les obligan no solo a refugiarse en fuertes -iconografía fordiana donde las haya- sino incluso a tener que rehacer sus vidas cuando, como en el caso de los protagonistas, sus propiedades son incendiadas y han de emplearse como trabajadores para una viuda. La estampa de la vida colonial más llena de contratiempos que de recompensas tiene, en ese contexto de enfrentamientos, sus buenas dosis de humor fordiano, esa visión comprensiva de las debilidades humanas que tanto humaniza a sus personajes y los hace cercanos a los espectadores. Aunque Henry Fonda, «Gil», es una presencia constante en la película, muy superior a la de Claude Colbet, «Lana», la verdad es que Ford ofrece una visión de la vida comunitaria colonial muy próxima a una suerte de «comunismo» primitivo, o «comunalismo», si no se quiere introducir connotaciones ideológicas, en la que todos parecen haberse aliado para formar una sociedad sobre los pilares de la honestidad, la honradez, el trabajo, la religión y la defensa de la nación en cierne. Es cierto, y eso es quizás, uno de los fallos de la película, que la «tradicional» ferocidad de los indios es sustituida aquí por la de unos indígenas que han sido engañados por los ingleses, el malvado agente Cadwell, interpretado por John Carradine, proyecta su sombra conspiradora a lo largo de la película, y, alcoholizados, bien se advierte que no parecen tan feroces como los veremos después en los westerns. Lo digo porque la mayor decepción de la película es la «blandura» incomprensible como Ford filma, sobre todo, el último ataque al fuerte donde se han refugiado todos los colonos para defenderse de lo que parece ser el ataque final en una batalla que no es tanto una escaramuza «de frontera», cuanto una batalla en toda regla por la independencia, como se pone de manifiesto cuando llegan las tropas regulares del nuevo ejército de la nación usamericana y los colones ven por primera vez, emocionados, la que era entonces su bandera: 13 barras y 13 estrellas… “Así es que esta es la bandera por la que hemos estado luchando…” Y la izan, claro está, en lo más alto, donde ondea como final patriótico para la aventura fundacional de esos colonos. El otro gran defecto, relacionado con este, es el de la solución que el guion ofrece para levantar el cerco a que están sometidos: enviar un mensajero en busca de refuerzos. Tras haber sido descubierto y asesinado el primero, le toca el turno a nuestro héroe, a Gil, quien consigue burlar la guardia, pero no consigue no ser descubierto cuando lo ven alejarse corriendo. En ese instante, se inicia una de las más bellas secuencias de la película:  la persecución, a la carrera,  de tres indios que pretenden abortar el intento de Gil de conseguir ayuda. El maravilloso escenario natural en el que tiene lugar la persecución queda cojo ante la trampa evidente  de una persecución descaradamente «amañada», en la que el espectador ha de hacer extravagantes concesiones a Holywood para dar por bueno que Gil no sea alcanzado por ninguno de los tres «superatletas» que le pisan algo más que los talones, pero, en comparación con el resultado final de la película, bien se les puede perdonar a los guionistas y al director que escojan el bando de los buenos… Sin ser una joya como otras películas de Ford, hay en esta una plasmación de la larga guerra de independencia de la nueva nación, centrada en una modesta colonia fronteriza, que patentiza los valores fundamentales sobre los que se forjó la nación, aunque solo en parte puede hablarse de que sea una cinta eminentemente patriótica.

martes, 18 de junio de 2019

«Los hermanos Sisters», de Jacques Audiard, una mirada europea al western.



El drama familiar, la comunión comunista con la naturaleza, la fiebre del oro  y el crepúsculo de la violencia en un western crepuscular: Los hermanos Sisters o los caminos transversales de un género aún sujeto a reescritura.

Título original: The Sisters Brothers (Les Frères Sisters)
Año: 2018
Duración: 121 min.
País: Francia
Dirección : Jacques Audiard
Guion : Jacques Audiard, Thomas Bidegain (Novela: Patrick Dewitt)
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Benoît Debie
Reparto: Joaquin Phoenix,  John C. Reilly,  Jake Gyllenhaal,  Riz Ahmed,  Allison Tolman, Rebecca Root,  Jóhannes Haukur Jóhannesson,  Ian Reddington,  Philip Rosch, Rutger Hauer,  Carol Kane,  Creed Bratton,  Duncan Lacroix,  Niels Arestrup.

A pesar de que, para mi gusto, la película se ha pasado de oscuridad para la imagen, que desdibuja los contornos de personas y cosas, como si el hecho de filmar un western crepuscular hubiera de tener una correlación por la parte lumínica, lo que, dadas mis cataratas, me producía a veces cierta angustia visual, he salido de la contemplación de la película con la convicción de haber visto un  western de esos que solíamos llamar, si eran de Ford, “legendarios”. Es cierto que Sin perdón, de Eastwood, tiene una estética muy parecida, carencia de iluminación incluida, pero me parece que lo que yo he denominado “mirada europea” al western se aprecia muy bien en esta película de Audiard, que, aun  rindiendo culto a los motivos específicos del género, va más allá y se adentra en unas variantes temáticas que incluye un aspecto tan y tan europeo como las utopías socialistas, los falansterios de Fourier o la Nueva Icaria de Cabet. Que esa aventura socialista se mezcle, además, con la fiebre del oro, acaba dándole a la película una dimensión que un western esquemático no suele tener. Si pensamos en su película Un profeta, de ambiente carcelario, otro género bien definido en la Historia del cine, advertimos que en ella hay una suerte de código del western trasladado al género carcelario, de ahí que no nos sorprenda ahora, en buena ley, que Audiard se haya desempeñado tan bien en el género, rodado, como cabía esperar, en inglés y con actores norteamericanos básicamente. La obra responde al empeño personal del actor John C. Reilly -magistral en Un dios salvaje, de Polanski-, quien compró los derechos de la novela y ha producido esta adaptación brillante a la que le costará ir haciéndose con el público, poco propenso últimamente a las delicatessen psicológicas en las que se recrea el autor a través de dos pistoleros a sueldo que han de buscar a un químico que ha descubierto lo que parece ser la piedra filosofal para el negocio de la búsqueda de oro en los ríos auríferos. La película se abre con una emboscada en plena noche, y en la que solo percibimos las detonaciones y los destellos luminosos de la balacera que les permite a ambos hermanos realizar uno de sus salvajes trabajos. El concepto que suele emplearse para este tipo de películas en las que la acción deriva hacia la primacía de los conflictos psicológicos sobre la acción pura y dura, como los tiroteos, persecuciones, etc., es «intimismo», y, en este caso, afecta a dos parejas, por un lado a los paradójicos hermanos Sisters, dos sujetos diametralmente opuestos: delicado y cortés, uno; salvaje y descarnado, el otro, aunque ambos sean asesinos profesionales conscientes de su fama de tales, de la que se vanaglorian en algún momento en que resuelven, gracias a ella y al amedrentamiento subsiguiente, algún enfrentamiento. La otra pareja es la del “perseguidor” del químico, también a sueldo del mismo patrón que el de los hermanos pistoleros, razón por la cual hay un nexo entre él y los Sisters, y el propio químico. Los miembros de esta pareja son un enamorado del periodismo y un socialista utópico que busca crear en Usamérica el primer falansterio usamericano siguiendo las doctrinas de Fourier, eminente socialista utópico. Para crear ese sueño, para hacerlo realidad frente a la chata cotidianidad en la que se mueven, el químico ha descubierto un método de búsqueda de oro en el agua que permite, por contraste, identificar enseguida las pepitas de oro que brillan en el lecho del río, un efecto fílmico impresionante en el marco de unos sucesos terroríficos con los que contrasta inmediatamente y que por él mismo vale ya el disfrute de ver toda la película. Esas secuencias son una maravilla, no solo por los efectos conseguidos, sino porque advertimos a qué conduce la típica avaricia que rompe el saco, y se trata de unas circunstancia atroz, muy del gusto, no obstante, de Audiard, muy amigo de incluir siempre en sus películas una violencia desgarradora que afecta a los personajes, después. De hecho, la película se abre con ese tiroteo, al que le seguirán otros, todos ellos muy conseguidos. Pero también hay momentos espectaculares como la estancia en el burdel donde tiene lugar una de las escenas más líricas de la película, de una delicadeza que contrasta con la rudeza de los pistoleros y la agresividad de las relaciones a lo largo de la historia. Esa delicadeza solo es comparable a la evolución de la relación entre el seguidor de los pasos del químico, tras del que andan los hermanos, quienes, a su vez, acabarán siendo seguidos por otros hombres de su jefe, ante la sospecha de haber sido traicionado, lo que motivará un deseo de venganza contra él que sirve de motivo dinámico de la narración, aunque los sucesos que tienen lugar hasta entonces, llevan la película por derroteros que nos colman de interés por la evolución de la trama. Con decir que la acción llega hasta San Francisco y que los rudos hermanos Sisters se hospedan en un refinado hotel, después de haber llegado con sus caballos junto a la orilla del mar, como un eco del romance cuya existencia seguro que Audiard desconoce: el  Romance del Conde Arnaldos, uno de los más bellos de nuestro Romancero, auténtica joya de la literatura universal. En esa cadena de seguidores en la que unos y otros se tienden asechanzas de continuo, el espectador nunca tiene claro, sin embargo, de qué lado se decantarán los personajes, y ni siquiera si entre los hermanos estallará la violencia y se enfrentarán entre ellos -pues tan distintos se reconocen el uno del otro- o si entre el frustrado periodista y el químico se forjará una alianza ideológica y una comunión de intereses comunistas. La historia, así pues, progresa de un modo imprevisible casi hasta el final, cuando la cara paradójica de la derrota e convierte en una victoria, y no  explico más para no chafársela a los espectadores futuros que, a duras penas, lograrán verla en una pantalla, como el cine de verdad exige, a juzgar por la rapidez con que va desapareciendo de las pantallas. Hay una exaltación constante de la naturaleza y de la vida en libertad que entronca directamente con lo mejor de la tradición del western. ¡Nada como ser un jinete que atraviesa el espacio majestuoso de una naturaleza bellísima y dispone de un arma con la que defender su integridad física y su libertad de movimientos! De hecho, una de las escenas más conmovedoras de la película es la muerte del caballo del protagonista… Del lado del anecdotario, pero también como signo de la cercana extinción de un way of life profundamente usamericano cae el descubrimiento del cepillo de dientes y de la pasta dentífrica, así como las comodidades de aseo de un hotel lujoso, por ejemplo. Sobre las interpretaciones cabe decir que son el eje fundamental sobre el que se asienta la película, porque no solo Reilly está espléndido, sino que su violento hermano, Joaquin Phoenix,  le da el contrapunto idóneo para forjar una “unidad familiar” indestructible pero sujeta a crisis; del mismo modo que  Jake Gyllenhaal y  Riz Ahmed construyen una pareja intelectual fantástica, casi el revés de la de los pistoleros. A pesar de esa suerte de penumbra constante en la que se ha rodado la película, la puesta en escena, el vestuario y una banda sonora muy sugerente contribuyen a dotar a Los hermanos Sisters de una poderosa personalidad , lo que la convierte en una innovadora y espléndida revisitación del género.

viernes, 7 de junio de 2019

«Holy motors», de Leos Carax: Las metamorfosis de Ulises


Motor, cámara, ¡ acción!
Título original: Holy motors
Año: 2012
Duración: 111 min.
País: Francia
Dirección: Leos Carax
Guion: Leos Carax
Música: Neil Hannon
Fotografía: Yves Cape, Caroline Champetier
Reparto: Denis Lavant, Edith Scob, Kylie Minogue, Michel Piccoli, Eva Mendes,Jean-François Balmer, Big John, François Rimbau, Elise Lhomeau, Jeanne Disson,Leos Carax, Nastya Golubeva Carax, Reda Oumouzoune, Zlata.

Si sales de la sala sin atreverte a asentir y guardando memoria estremecida, al incorporarte al tráfico humano y mecánico de la calle, de cuanto ha sucedido en la pantalla y en ti; si lo que acabas de ver te ha, literalmente, arrebatado el mismo de tu ti mismo para cuartearlo, sumirte en el desconcierto desmembrado más absoluto y obligarte a dolorosas labores de reunificación, entonces acabas de ver Holy motors, una experiencia, una película, no el adocenado puñado de secuencias almibaradas que reciben también, injustamente, el mismo nombre y que paradójicamente okupan, con el beneplácito de los modorros, las salas de cine del mundo entero.
Holy motors es hija de una tradición que nos sirve a los espectadores para comprender, desde su genealogía, el contexto del que emerge  su ambiciosa pluralidad de significados y/o provocaciones. No es propiamente una película para cinéfilos, como no lo son El árbol de la vidaAnticristoBailar en la oscuridad Crash, y sí lo fueron, en su día La Bête o Gotto, l’ile de l’amour; pero es difícil ver la película sin una mirada educada en esa tradición que la exige, la educación. No es menos cierto, por otro lado, que a menudo hemos visto mucho gato famélico y fatamorgánico en la pantalla, porque la pereza y la incongruencia, más la ceguera inducida por cinco imágenes supuestamente deslumbrantes, aspiran a independizarse de la tradición sin darse cuenta de que rodean, más ruedan, el vacío del gesto insignificante, pretencioso.
Es probable que el rechazo con que algunos responden a la compleja interpelación de la película sea una estrategia defensiva para evitar los daños que nos inflige su contemplación. ¿A quién le gusta que le cuestionen el yo y le revelen que no es sino una máscara, la vieja per-sona(re) del gran teatro del mundo que cualquiera puede llevar por nosotros, incluso con mayor espontaneidad y propiedad, con un proceder genuino de infinita mayor capacidad persuasiva? Ahí está, para demostrarlo, la intensidad emocional del mundo de representación cinematográfico que es, en esencia, al eficaz modo televisivo cinematográfico de El show de TrumanHoly motors: somos los roles programados que representamos, y en los efímeros momentos de transición no tenemos tiempo sino para ajustarnos, con exquisita profesionalidad, al decoro del siguiente reto interpretativo.
Hay, sin duda un sólido discurso deconstructivo en el que se apoya una historia tan excesiva y magnífica como la de Holy motors, pero las nueve vidas del increíble actor que nos retrotrae a las metamorfosis ovidianas bien pueden considerarse individualmente como las no menos antiguas tranches de vie del venerable naturalismo o, a su extraña manera, el estimulante object trouvé del surrealismo eclesiástico. En ninguna de las nueve historias halla reposo el espectador para su tensión inmóvil, porque Holy motors es una de esas películas que te empuja los riñones contra el respaldo y dibuja la máxima crispación en el ángulo recto de las piernas dobladas. La mirada, mientras, asiste, devastada, a la barroca, y a la vez sutil, avalancha de imágenes de imperecedero recuerdo, como el deslumbrante encuentro erótico, en la fábrica, de los pseudoninjas estrellados, una coreografía y puesta en escena a la altura de las mejores de Pina Bausch; o la soberbia e impactante revisión de La bella y la bestia, de Cocteau.
Para este espectador, singular y plural al tiempo, como el impecable actor que, ya fatigado por los muchos años de trabajo, intenta superarse profesionalmente, a costa de su propia salud, hay en la película una salida llena de ambigüedad, ternura y desolación que tengo por uno de los momentos cumbre de la película, si ello es posible dada el extraordinario nivel de interés de todos los trabajos que ha de protagonizar. Me refiero al encuentro fortuito y efímero con quien fue su mujer cuando ésta, actriz como él, va camino, en su santa cabalgadura, de representar el último vuelo de una azafata en un edificio en ruinas de nombre transparente: Samaritaine.
De las ruinas de la civilización del consumo no puede uno viajar sino hacia la muerte definitiva o hacia un nuevo comienzo de la especie, como nos indica en paradoja kafkiana el intrigante final de la película.
Por otra parte, para los amantes de la reflexión psicológica habrá sido toda una revelación la salida en que el asesino se asesina a sí mismo, en su doble perfecto: una muestra especular y sanguinaria llena de sugerencias sobre lo real y su doble, sobre el cuerpo y la sombra, sobre el yo y el superyó en su incesante lucha sin tregua posible.
Acaso haya quienes lean la película en clave fantástica, y para quienes Holy motors tenga incluso una connotación religiosa, pero ha de recordarse que la película arranca accediendo el protagonista  a la representación filmada a través de un bosque por el que  se interna al modo inequívoco de la quest del ciclo artúrico en plena naturaleza contemporánea: subido a su montura –camerino del montaje en el que actúa-, deshace entuertos y agravios, aporta seguridad a quienes carecen de ella y le da sentido a existencias que se contemplan en sus representaciones del modo fantasmal y aséptico como la audiencia del cine está separada de la vida que se proyecta en las pantallas.
Acaso la palabra que resuma mi experiencia sea desasosiego, tan amada por mí, con el añadido de la orfandad emocional que conlleva. La conclusión, sin embargo, de este acto biográfico no es otro que repetirlo, que volver a vivirlo, mitológicamente, para hallar en los detalles inadvertidos de la película, algunas imágenes que nos permitan reconstruir el móvil, o los móviles de tan ulisiana película, si los hay.