martes, 16 de julio de 2019

«Rocketman», de Dexter Fletcher o el «biopic autorizado».



Elton John produce un abordaje crítico, elegante y honesto a su biografía, todo ello dentro de lo que cabe, bajo su control y patrocinio. Rocketman o una conflictiva vida sin libros… 

Título original: Rocketman
Año: 2019
Duración: 121 min.
País: Reino Unido
Dirección: Dexter Fletcher
Guion: Lee Hall
Música: Elton John, Matthew Margeson
Fotografía: George Richmond
Reparto: Taron Egerton,  Jamie Bell,  Richard Madden,  Bryce Dallas Howard, Steven Mackintosh,  Gemma Jones,  Tom Bennett,  Kit Connor,  Stephen Graham, Matthew Illesley,  Ophelia Lovibond,  Charlotte Sharland,  Layton Williams, Bern Collaco,  Ziad Abaza,  Jamie Bacon,  Kamil Lemieszewski,  Israel Ruiz, Graham Fletcher-Cook.

Advierto que, tras el éxito de Bohemian Raphsody, en parte dirigida también por Fletcher, quien sustituyó al despedido Bryan Singer, se ha puesto de moda entre las celebrities hacer una película biográfica a mayor gloria del artista, quien no solo controla la producción, sino también, en su totalidad, los contenidos. Dentro de poco, imagino, tendremos la de Jagger, la de Madonna o cualesquiera otras, aunque, por el camino, van a quedar muchos jirones de la antigua libertad crítica a la hora de analizar, enjuiciar o relatar la vida de dichas celebridades. Sin ir más lejos, ahí está el caso de Morrissey -exlíder de The Smiths-, que renegó de un acercamiento biográfico a su figura no bendecido por él, aunque la película ofrece una mirada crítica excelente. England is mine, de Mark Gill, es una excelente película biográfica. Nada que ver, desde el punto de vista de la libertad creativa, con Rocketman, de Fletcher; aunque me apresuro a decir que este ha logrado crear una estructura narrativa muy atractiva, porque, respetando las leyes del musical clásico, y ciertos elementos básicos como los flash-backs, va progresando en orden relativamente cronológico con algunos anacronismos espectaculares como la sesión de terapia de desintoxicación a la que se somete el cantante, en el transcurso de la cual logra reconciliarse con el niño que fue y con no pocos personajes de su pasado que aparecen en ella con una naturalidad total, exenta, la aparición, de cualquier rasgo de afectación o impostura. No se necesita ser un seguidor de Elton John ni tampoco manifestar devota inclinación hacia el exhibicionista cantante de los atuendos disparatados, las gafas inverosímiles y las maravillosas canciones eternas para seguir la película con un interés que el director se encarga de ir estimulando a medida que avanza el metraje, marcando perfectamente las distintas épocas por las que atravesó el músico, desde su condición de genio infantil hasta su consagración como uno de los mejores músicos de su generación, que nos ha legado canciones que pertenecen ya a la mejor historia de la música pop. Que los genios suelen tener infancias desgraciadas no es noticia, y que el influjo de los padres, por excesiva presencia, como en el caso de Mozart, o por su excesiva ausencia, como en el propio caso de Elton John, tiene mucho que ver en ello, menos aún. Recuerda, el desinterés de la madre y la frialdad indiferente del padre, a los padres de la Matilda, de Roald Dahl, incapaces de comprender y amar a un ser humano necesitado de un afecto que ninguno de los dos sabe darle. ¡Suerte de la abuela, realmente!, porque, sin ella, es posible que el destino de Elton John hubiera sido muy distinto.  La habilidad narrativa de Fletcher se manifiesta en muchas secuencias de la película que nos permiten «captar» en el acto la dimensión del músico, como cuando en su primer día en el conservatorio toca de memoria el fragmento de Chopin, creo recordar, que tocaba la profesora mientras él recorría la sala hasta el piano. Escenas así van perfilando la complejidad de un artista al que le cuesta tanto llegar al estrellato como descubrir, aceptar y vivir su homosexualidad, de lo que se deriva un buen cargamento de inseguridades con el que tendrá que convivir, a veces muy a su pesar. Elton John ha sido siempre un hombre «enmascarado» y ello se manifiesta hábilmente en la película cuando abandona el concierto programado en el Madison Square Garden y con el mismo disfraz de la actuación entra en la sala del hospital donde se interna para seguir una terapia que le alivie, sobre todo, la inmensa ansiedad que le provoca no solo el desconocimiento de sí mismo, sino la necesidad de «colocarse» no solo de modo compulsivo, sino, y sobre todo, autodestructivo, porque es difícil sobrellevar la carga de las máscaras que se van acumulando sobre el como un palimpsesto en el que unas capas borran las anteriores hasta desfigurarlo completamente. Cada vez que el hilo conductor de la historia vuelve a la terapia, recala en ella, John va deshaciéndose de alguna parte del disfraz con el que entró, pomposo, solemne, ridículo y multimillonario, sí, pero un hombre destrozado, desgraciado que se ha enajenado incluso el afecto de los incondicionales como el letrista Bernie Taupin, perfectamente encarnado por Jamie Bell -¡qué gran actor desde la ya lejana Billy Elliot, de Stephen Daldry!- , del mismo modo que Taron Egerton «compone» un retrato ajustadísimo, verosímil y muy convincente del astro del rock and roll. He tardado en decirlo y quizás debería haberme anticipado: no se trata de una película «espectacular», sino de un retrato íntimo de un hombre que ha sufrido mucho, porque quiso negar ciertas manifestaciones de su personalidad poco aceptadas socialmente en ciertas épocas de su vida y hoy, sin embargo, absolutamente asumidas por el mainstream. ¡Qué cara se le hubiera quedado al adolescente que reprimía su homosexualidad si le hubieran dicho en aquellos tiempos no solo que se iba a casar con otro hombre, sino que, además iba a ser padre por gestación subrogada! Al mismo tiempo, la carrera de Elton John -en la película me he enterado, y supongo que debe de ser cierto, pues el cantante avala la película, que el John se debe nada menos que a John Lennon…- no ha sido “fulgurante”, de la nada al estrellato, sino que tuvo ese recorrido paso a paso que contribuye a solidificar una trayectoria, a diferencia de quienes se encumbran de la noche a la mañana sin siquiera tener ni conocimientos musicales. De lo que no está exento Elton John, como ninguno de los dios del pop es de caer en la apoteosis de lo cursi pagado a precio de oro en forma de horteras mansiones y un ritmo y estilo de vida supuestamente «glamouroso», pero que esconde un vacío existencial aún más chocante; pero, en ese sentido, ha de repararse -y me ha extrañado tanto que por eso lo he llevado al título de la crítica- en que en la vida de Elton John los libros, la lectura, no parece haber jugado ningún papel especialmente relevante: mientras otros niños leen clásicos infantiles o juveniles con la linterna bajo las sábanas; Elton John leía partituras… Es muy de agradecer,  volviendo a la estructura de la película,  la dimensión de cine musical clásico con que Fletcher ha querido que asociemos la biografía de Elton John, y sus números musicales no defraudan en absoluto, sobre todo porque entran dentro de la lógica clásica en la que se pasaba del diálogo hablado a continuarlo cantando con una naturalidad pasmosa. Es probable que Fletcher hay tenido muy presente The Singing Detective, de Dennis Potter pero también los clásicos usamericanos del género. La variación cromática del primer número musical, desde el blanco y negro hasta el color ha de entenderse en ese sentido del homenaje a un género básico de la Historia del Cine. En fin, una estupenda película que, junto a Yesterday, de Danny Boyle, arrasará en los cines de verano de este tórrido 2019…

lunes, 15 de julio de 2019

«Calle River, 99» y «Cinco contra la banca», de Phil Karlson, bastante más que un artesano…











Un thriller redondo, Calle River, 99 y un experimento fallido, Cinco contra la banca, pero con Kim Novak…


Título original:  99 River Street
Año:1953
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Phil Karlson
Guion: Robert Smith (Historia: George Zuckerman)
Música: Arthur Lange, Emil Newman
Fotografía: Franz Planer (B&W)
Reparto: John Payne,  Evelyn Keyes,  Brad Dexter,  Frank Faylen,  Peggie Castle,  Jay Adler, Jack Lambert,  Glenn Langan,  Eddy Waller,  John Daheim,  Ian Wolfe,  Peter Leeds, William Tannen,  Gene Reynolds

Título original: 5 Against the House
Año: 1955
Duración: 84 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Phil Karlson
Guion: Stirling Silliphant, William Bowers, John Barnwell (Historia: Jack Finney)
Música: George Duning
Fotografía: Lester White (B&W)
Reparto: Guy Madison,  Kim Novak,  Brian Keith,  Alvy Moore,  Kerwin Mathews, William Conrad,  Jack Dimond,  Jean Willes.

Tengo pendiente una suerte de crítica múltiple sobre las películas de serie B, específicamente thrillers, en la que haré un repaso de los códigos del género que cimentaron, sobre todo en Usamérica, una manera de hacer cine que después algunos autores excepcionales, Preminger, Huston, Wells, et .,  llevaron a la perfección. En multitud de películas modestas, de relativamente bajo presupuesto y con actores no encumbrados, o en vías de llegar a serlo, las constantes de ese código aparecen invariablemente, y a veces con algunos detalles singulares que dotan a alguna películas de un poder visual y argumental que las aproxima con todo merecimiento a la serie A en la que brillan títulos indiscutibles del género. Hoy traigo, en programa doble, dos películas muy dispares de un autor cuya solvencia está bastante más allá de esa Segunda División que son las películas de serie B: Phil Karlson. Prolífico y profesional, he de reconocer que Karlson, como dije desde que vi su obra maestra, El cuarto hombre, merece un reconocimiento que aún no le ha llegado, pero no creo que tarde en lograrlo. Empecemos por la más floja, Cinco contra la banca, una película rara, rara, en la que la presencia imantadora de Kim Novak, comenzando a labrarse lo que sería un glorioso futuro, es un aliciente lo suficientemente poderoso como para sentarse a verla. La situación, sin embargo, es de lo más chocante, porque, a escasos dos años del conflicto, los veteranos de la guerra de Corea tenían ya su sitio en la pantalla. En este caso, cuatro amigos muy dispares viven en una universidad, acogidos al programa postbélico para facilitarles la obtención del título universitario a quienes sirvieron a su país, a pesar de ser algo más que talluditos. Los cuatro so muy distintos y, entre bromas y veras, pasan, de vuelta al College, por un casino de Reno del que salen con un reto. Llama la atención un detalle como el del aparcamiento automatizado de los coches, mediante una grúa que los lleva a los pisos superiores, y que tanta importancia tendrá en el desenlace. Entre bromas joviales llamativas, acaban siendo confundidos con el atracador que ha intentado, a punta de pistola, robar en el casino, y, una vez identificados como estudiantes que vuelven al alma máter, se alejan del lugar con el eco de las palabras del policía que formula lo que acabará convirtiéndose en reto: es imposible atracar este casino y cualquier otro de la ciudad, pero aquel en concreto más que ningún otro. Entre los cuatro sobresale la pareja de Kim Novak, cantante de cabaret como mandan los cánones, que lo urge a regularizar su situación, Guy Madison, y un excelente Brian Keith aquejado de estrés postraumático, lo que conducirá a complicar la situación en la que, finalmente, acaban embarcándose todos ellos: la aventura de saquear el casino, si bien como una chiquillada estudiantil, que acabaría revelando dónde estaría el dinero sustraído. ¿Cuándo se tuerce? Cuando Brian Keith se empecina en que, para él, eso no es un “simulacro”, sino un atentado criminal real que ha de llevarlos a disfrutar él de unos fondos que intuye que no podría conseguir de otra manera. La ambición, pus se cruza en sus caminos, y lo arruina todo. La película, a partir de la preparación del robo, adquiere un ritmo de thriller que la situación social y psicológica de los personajes le había robado al metraje, sin excesivo interés, como las bromas al recién llegado a la universidad a quien convierten poco menos que en su criado. Con todo, Karlson dibuja un retrato de cada personaje que nos lleva, por diferentes motivaciones, a una situación dramática final muy conseguida. Las buenas maneras del director, sin embargo, adquieren su verdadera dimensión e importancia en la película anterior a esta, cronológicamente, Calle River, 99, un thriller muy serio y con unos personajes definidos exquisitamente, amén de con una intriga sólida, perfectamente construida y con algunas secuencias, como la del teatro o la de la muerte de la mujer del boxeador taxista, brillantes, sobre todo la primera. La película se abre con un marido que no se sienta a la mesa para cenar hasta que no se acabe el combate de boxeo que contempla en la televisión, desde muy cerca. Un plano de Karlson en el que entra en primer término el boxeador, el combate en la televisión y, al fondo, la esposa iracunda por la desatención de su esposo, nos da a entender ya la tensión que allí se vive y que nos va a llevar enseguida a alguna complicación. discusión entre los esposos deja clara la situación: ella se casó con él cuando él aspiraba a la corona mundial de su categoría. Un golpe que le afectó al nervio óptico amenazó con dejarlo ciego si seguía boxeando, por lo que se retiró y ahora es un taxista que sueña con reunir dinero para comprarse una estación de servicio, ante la desesperación de una esposa condenada a la “nada· social, a la “insignificancia”. Frente a esa relación deteriorada, el boxeador es amiga de una aspirante a convertirse en dramaturga y actriz, a quien ayuda y con quien se entiende a la perfección. Apenas ha vuelto al servicio, la mujer se atreve a recibir en casa a un amante que le promete el oro y el moro tras un robo de unos diamantes que, en cuanto los coloque en el perista, les reportará una hermosa suma con la que vivir a cuerpo de rey, en vez de como la “chacha” de un taxista. ¿Qué ocurre? Lo insospechado para ella, que él vuelve a casa y, desde el taxi, ve a su mujer besarse con otro hombre. En vez de reaccionar como para él como boxeador le está severamente prohibido, calla y decide averiguar qué “juego sucio” se trae su esposa para con él. Por ese camino llegamos al momento en que el perista le dice a su suministrador que no le compra las joyas porque se ha dejado ver con la mujer y ha levantado demasiadas sospechas. ¿Solución? El atracador recibe en su hotel a la mujer del taxista, llama a un taxi para que venga a recogerla y en el ínterin que el taxista espera en el bar, el atracador estrangula a la mujer y la mete en el taxi, todo lo cual lo sabemos, elípticamente, cuando el taxista harto de esperar, pasa del cliente, se dirige al taxi y la cámara, mientras el taxi arranca e inicia el movimiento, va retrocediendo por la carrocería del mismo hasta la puerta de atrás, por la que asoma un trozo del vestido de la mujer…Con esa elegancia va escribiendo Karlson una persecución implacable de la policía de un taxista sospechoso de asesinato. Lo cierto es que la doble trama, el atracador intentado conseguir el dinero que le había sido prometido, y la del taxista lanzado a la averiguación de quién haya sido el asesino de su mujer, tiene un buen número de secuencias que nos complacen sobremanera: desde el intento del taxista por volver a boxear, presentándose en el gimnasio de quien fuera su manager, con planos clásicos de ese ambiente tópico del género, como las escaleras estrechas y oscuras que nos llevan hasta él; hasta la impagable secuencia en que la amiga dramaturga del taxista le dice que la acompañe, porque, forcejeando con quien intentaba abusar de ello, lo había golpeado hasta matarlo. Entran en el teatro, en cuya escena yace el cadáver. Ella narra entones, con el dramatismo ad hoc de estos casos, lo que le ha pasado, ante el estupor de él. Cuando decide ayudarla a esconder el cadáver, se oye un “Lights!”, el cadáver se incorpora y todo se resuelve en que se trataba de la última prueba que el productor le hacía a la actriz para encargarle el papel en Broadway… El taxista se siente humillado por el abuso de confianza de quien él entendía que era “amiga” suya, y a partir de ahí, lo que pudiera convertirse en un mayor aislamiento, se convierte en un acercamiento, porque ella la acompaña en el taxi cuando descubren, con estupor, que en el asiento de atrás está el cadáver de su mujer. Desde ese momento, ella se convierte en inseparable de él e incluso toma parte activa en la búsqueda del sospechoso, poniendo incluso en riesgo su vida, porque él ha caído en manos de la banda del perista que va detrás del atracador. Si mezclamos las ráfagas de recuerdos de sus combates que se le atraviesan al boxeador cuando pelea con algunos de sus rivales, lo que perfilan ciertos traumas que van más allá de los golpes, algo que advertimos desde aquella primer escena de la cena pospuesta al combate, cuando se acaricia la sien derecha…, lo que acabamos obteniendo es un doble proceso de búsqueda: externa, el asesino de su esposa que lo libre de ser incriminado por él, y la búsqueda de sí mismo. En resumen, una obra de AUTOR, así, con mayúsculas, muy digna de ser “redescubierta” por los aficionados al cine negro en general y por todos en particular. Joan Payne, además, da la medida exacta, por presencia, miradas y gestos, del perdedor digno que quiere reivindicarse y probar su honradez y su dignidad. ¡Excelente película!

miércoles, 10 de julio de 2019

«Yesterday», de Danny Boyle, el «hit» del verano…



Una petición de principio surrealista y un desarrollo de comedia sentimental para un final que te deja con la sonrisa en los labios: Yesterday o la alegre comedia de la impostura necesaria…

Título original: Yesterday
Año: 2019
Duración: 116 min.
País:  Reino Unido
Dirección: Danny Boyle
Guion: Richard Curtis (Historia: Jack Barth)
Música: Canciones: The Beatles
Fotografía: Christopher Ross
Reparto: Himesh Patel,  Lily James,  Kate McKinnon,  Ed Sheeran,  Lamorne Morris, Ellise Chappell,  Camille Chen,  Alexander Arnold,  Joel Fry,  Sophia Di Martino, James Corden.

Si existe, casi con rango institucional, «la canción del verano», Boyle se ha sacado de la manga «la película del verano», porque, dada la extensión del culto beatléfilo, raro va a ser el país en el que esta película no arrase en taquilla: esa ha sido siempre la magia de cuarteto de Liverpool. El cine británico hace tiempo que halló una vía inglesa para la comedia -después del esplendor de aquellas joyas de la Ealing en los años 50- con películas como Cuatro bodas y un funeral, de Mike Newell,  Notting Hill, de Roger Michell o Tú la letra, yo la música, de Mark Lawrence, a las que ahora se suma, con total merecimiento, esta Yesterday de Boyle. El argumento se base en una petición de principio que hemos de aceptar gustosa y juguetonamente para que el desarrollo de la película tenga sentido: un fan de los Beatles, empeñado en forjarse una carrera como cantante, acompañado por una indesmayable «agente», enamorada de él, pero a quien él ni siquiera considera en ese aspecto porque se ha criado junto a ello «como hermanos», es atropellado, mientras circula en bicicleta, por un camión una noche en la que se produce un «apagón universal»: todo el planeta se queda a oscuras durante medio minuto, si llega. Una vez recuperado de sus múltiples lesiones, y la más grave de ellas, estéticamente, es la pérdida de dos dientes frontales superiores, al cantante se le ocurre cantar Yesterday mientras está con unos amigos, después de que estos le hayan regalado una guitarra para sustituir a la anterior, destrozada en el atropello. De repente, a todos les emociona la canción y la consideran la más bonita de todas las que había compuesto hasta ese momento. El joven proyecto de artista se queda de una pieza y cree que se han conjurado para tomarle el pelo, aunque la insistencia de su agente en lo contrario lo deja perplejo y con algo más que con la mosca detrás de la oreja. A partir de ese momento, inicia una búsqueda masiva en internet de los Beatles, con el único resultado imaginable a partir de la reacción de sus amigos: no existen, nadie sabe quiénes son los cuatro jóvenes de Liverpool que revolucionaron a partir de 1962 la Historia de la música popular. Desde esa ignorancia universal: ¡nadie en el planeta ha oído jamás hablar de los Beatles! Se construye una historia tópico-crítica sobre el nacimiento de una estrella, porque, poco a poco, a partir de grabaciones modestas, las canciones de los Beatles vuelven a abrirse paso en la sensibilidad de los públicos. Como contrapeso de ese descubrimiento, Ed Sheeran ha decidido participar, como él mismo, en la película, y, ante la belleza de las canciones del joven cantante desconocido, se ve obligado a reconocer la «primacía» del recién llegado. Hay que destacar, por fuerza, el «desafío» para componer en media hora una canción y batirse en duelo con ellas, una de las secuencias hermosas de la película, en efecto. Poco a poco, pues, entramos en el esquema de Ha nacido una estrella, como decía, y ahí aparecen, de su mano, todos los tópicos indispensables de esta vieja historia siempre de nuevo contada, si bien esta vez con una versión que mezcla la ciencia-ficción, podríamos decir, dada el tremendo supuesto que nos vemos obligados a aceptar para que la historia funcione. La película, sabiamente, explota la vía del «usurpador» siempre pendiente, en permanente estado de tensión, de que su impostura sea descubierta, algo que se consigue mediante la oportuna aparición de dos seres misteriosos que sí dan a entender que ellos saben quiénes fueron los Beatles. Es la parte floja del argumento, del mismo modo que chirría, a su manera, la aparición de un John Lennon que, al no haber existido los Beatles como tal grupo, no fue asesinado, y que vive retirado a sus 78 años, ignorante de que siquiera hubieran existido como tal grupo y sus canciones hubieran dominado el mundo. Pero a los espectadores nos da igual, absolutamente igual. Aceptamos las propuestas del guion a pies juntillas y, si se es algo vehemente, como es mi caso, acabamos avergonzando a nuestra o nuestro acompañante de rigor entonando con discreta pero firme y audible voz el acompañamiento de las canciones que nos sabemos de memoria y que el protagonista entona como puede y sabe, pero también se le perdona, por supuesto. La película, ya lo aviso, va más allá de «lo cinematográfico» y supone una celebración entusiasta de la fidelidad a unas canciones que nos han acompañado a lo largo de nuestras vidas, en mi caso desde los 9 años, sin que jamás se haya menoscabado mi pasión por ellas. Teniendo reciente la película sobre Queen, un biopic interesante, sobre todo para los no seguidores del grupo como yo, esta Yesterday es algo totalmente distinto, y se nos ofrece como un popurrí de géneros hábilmente guiado por el director para hacer hincapié en uno u otro, pero sin perder de vista nunca el sustrato de comedia romántica al que, definitivamente, pertenece. En este sentido, la actuación de los protagonistas, el desconocido -para públicos no británicos- Himesh Patel, dotado por igual para la comedia como para el leve drama que se sufre en las comedias románticas, y Lily James, bien conocida por sus papeles en Downton Abbey y la secuela de Mamma Mia, que da el papel con total decoro de enamorada no correspondida, ambos, pues, componen una pareja enormemente simpática para los espectadores, y llevan con total eficacia la triste historia de amor que nos ofrece el guion hasta que… Bueno, eso ya lo verán en la pantalla. Lo propio es recordar que la puesta en escena de la película con esas dos partes del aspirante a estrella y la estrella consagrada está muy lograda. La primera suscita enseguida una compasión infinita; la segunda, una aversión inmediata hacia la sofisticación de un negocio cuya crítica radical se produce cuando…, pero es mejor también que lo vean en la película, por supuesto. Pues nada, aclárense la garganta, caliéntenla y, ¡hala, a disfrutar volviendo a cantar los viejos éxitos inmortales del cuarteto eterno!
P.S. El cameo de James Corden, de primera magnitud…, como él mismo lo es.

martes, 9 de julio de 2019

«La trilogía de Apu», de Satyajit Ray o el cine como arte total.





















No se ve La trilogía de Apu, se vive, y es difícil criticarla, sin que emociones tan profundas hallen una vía de expresión inteligible. Ray reina en el Olimpo de los directores junto a Ford, Welles, Ophüls, Bergman, Kurosawa, Ozu, Mizoguchi, Fellini…

Título original: Pather Panchali (La canción del camino)
Año: 1955
Duración: 115 min.
País: India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ravi Shankar
Fotografía: Subrata Mitra (B&W)
Reparto: Kanu Bannerjee,  Karuna Bannerjee,  Uma Das Gupta,  Subir Bannerjee, Chunibala Devi

Título original: Aparajito(El invencible)
Año: 1956
Duración: 105 min.
País: India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ravi Shankar
Fotografía: Subrata Mitra
Reparto: Kanu Bannerjee,  Karuna Bannerjee,  Pinaki Sengupta,  Smaran Ghosal,  Santi Gupta, Ramani Sengupta,  Ranibala,  Sudipta Roy.

Título original: Apur Sansar (El mundo de Apu)
Año: 1959
Duración: 117 min.
País:  India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ravi Shankar
Fotografía: Subrata Mitra (B&W)
Reparto: Soumitra Chatterjee,  Sharmila Tagore,  Alok Chakravarty,  Swapan Mukherjee, Dhiresh Majumdar,  Sefalika Devi,  Dhiren Ghosh

Título original: Jalsaghar (The Music Room)
Año: 1958
Duración: 100 min.
País: India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ustad Vilayat Khan
Fotografía: Subrata Mitra (B&W)
Reparto: Chabi Biswas,  Ganga Pada Basu,  Pinaki Sen Gupta,  Kali Sarkar,  Tulsi Lahari, Padma Devi.


He empezado por confesar mi impotencia ante la contemplación de una obra de arte que se resiste a la crítica. No veo la manera como estas humildes palabras que, con un cierto puntito de soberbia, me atrevo a usar para juzgar obras que como en esta ocasión están a años luz de lo que las palabras puedan expresar, sean capaces de apresar en sus enunciados la experiencia vital intensísima que supone la contemplación de La trilogía de Apu, una de las joyas del cine, arte que las acumula a cientos, ¡para esperanza y gloria de cualquier cinéfilo! El caso de Satyajit Ray, además, es un caso singular, porque, a pesar del reconocimiento de su obra, esta se ha construido frente a innumerables dificultades y, a veces, incomprensiones, de todo tipo y de latitudes muy diversas. De hecho, al final de su exitosa carrera, Ray seguía viviendo con su madre su tío y demás familia en un piso de alquiler… Ayudante de Renoir cuando este rodó El río, una de las obras cumbre del francés, ya criticada en este Ojo, atento, como es notorio, a la excelencia del séptimo arte, la conversión de Ray a la excelencia cinematográfica se produjo cuando, en una estancia de tres meses en Londres, donde visionó no menos de 100 películas, a razón de más de una diaria, vio El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, y se convenció, definitivamente, de que él sería cineasta o no sería nada. Y así inició el rodaje de una película Pather Panchali que se extendería a lo largo de tres años, por las dificultades económicas que tuvo para rodarla. Incluso rechazó préstamos que le condicionaban el desarrollo del argumento para incluir una distorsión “buenista” que alejaba la película de su objetivo: rodar una versión sui géneris de un clásico de iniciación de la literatura bengalí, escrito por  Bibhutibhusan Bandopadhyay y que luego fue rebautizado como Am Antir Bhepu («El susurro de la semilla de mango»), lo que indica bien a las claras en qué grado de sutileza de la percepción de lo real nos movemos... Ray rodó La canción del camino como una muestra de fidelidad a la dura realidad de un pueblo, el bengalí, que se sobrepone a la miseria y al dolor con una determinación vital extraordinaria, en la que incluso cabe la esperanza y la alegría. El espectador no tiene en ningún momento la sensación de estar contemplando una película, sino de vivir al lado de los protagonistas una aventura ordinaria en la que se capta a la perfección el ritmo exacto del latido todopoderoso de la existencia: los intérpretes, todos ellos no profesionales en su momento, no actúan, «son»; los conflictos no sobrevienen, sino que diríase que son inmanentes a la condición psicológica y social de los personajes, y de ahí la extrema dificultad de hablar de una narración que en realidad no existe: la vida que contemplamos no parece nacer de una fábula inventada con anterioridad, sino que se muestra ante nosotros por primera y última vez durante el acto de la contemplación. Los movimientos de cámara de Ray, emparentados con los lentos y majestuosos de Ophüls, Bergman, Visconti o Kurosawa, se acercan a los personajes o los rodean o se distancian de ellos para abrir el campo y mostrárnoslos en la explosión de vida de la naturaleza, de la que todos ellos forman parte, como los animales o las plantas: los personajes no están «en» la naturaleza: ¡«son» naturaleza! ellos mismos, en todas sus manifestaciones. Y no, no estamos ante un experimento antropológico, aunque pueda parecerlo, sobre todo por las tradiciones y escenas folclóricas que aparecen en la película como parte del ritmo de vida de unos seres que literalmente sobreviven a duras penas en un medio hostil, aunque emotivamente bellísimo. Se habla mucho de la vida cotidiana en el cine, de una suerte de realismo que acercaría la ficción al «documental», pero los espectadores de La trilogía de Apu saben en todo momento que no están en el documental, sino en la ficción, y a ello les remite la estilización de los encuadres, los lentos movimientos de cámara, los numerosos travelines con que sigue Ray a sus personajes cuando estos deambulan por los caminos o el bosque, y hay un uso del primerísimo plano que acerca la película a la escultura, porque la cámara parece propiamente «esculpir» ciertos rostros, como el de la abuela, o el de la madre, consiguiendo esa vida que solo Bernini, por completar la analogía, parecía concederle al mármol. El asunto de la primera película de la trilogía es bien sencillo: una mujer vive con su hija y con su suegra en  lo que parecen mitad cuevas mitad chozas, en permanente actitud de espera de un marido que se malgana la vida, le pagan tarde y mal, pero que aspira a convertirse en líder religioso y tener sus propios discípulos. De más está decir que ama sobremanera a su familia, pero que sus propios intereses pasan siempre por delante de ella; de idéntica manera que la mujer sufre en silencio la esquivez del esposo, la ausencia de dineros con que hacer frente a la subsistencia y la convicción de que su porvenir en ese sitio, por idílico que la cámara nos lo presente en planos de la naturaleza que recuerdan la fascinación que esta genera en directores como Terrence Malick o Godard, por ejemplo, va camino de sumirla en una depresión de la que no podrá salir. El nacimiento de un niño, Apu, parece llenar, de nuevo, sus reservas de esperanza, máxime cuando, como tristemente sucede, pierde a su hija. La relación tensa entre la madre y la hija, quien es todo dulzura y bondad para con su decrépita abuela, quien a veces, harta de los reproches de su nuera, lía el petate y se va en busca de un cambio de aires, marca la película, pero sobre todo la segunda. De hecho, la escena de la muerte de la abuela, cuando se queda, en posición de loto en medio de un camino y la niña se acerca a ella y mete la cabeza por debajo de la de la abuela, a la que cree dormida, para hacerle cucamonas, es de una sutileza y poesía extraordinarias. Ignoro si los personajes de la película pertenecen a la secta de los parias, pero no me extrañaría nada. En cualquier caso, lo que Ray ha sabido captar de un modo emocionante es el simple hecho de vivir, los minúsculos actos cotidianos que definen una vida. Toda la película está llena, sin embargo, de una aceptación del propio destino que conmueve de una manera tremenda. Los días pasan, Apu crece y juega y es reprendido y es enviado a una escuela donde el maestro se limita a varearles la palma de la mano extendida, del mismo modo que a mí me enseñaron las comarcas y los ríos con sus afluentes “por la derecha y por la izquierda” de España cuando tenía 10 años, a palmetazo el fallo. Y, con todo, hay unas jerarquías sociales que se respetan, de ahí que la madre no soporte que acusen a su hija de robar alguna fruta para la abuela en el huerto de su cuñada, que antes lo fue suyo, hasta que su marido hubo de malvenderlo. Finalmente, tras tanta penuria, la aparición del tren en la línea del horizonte, uno de esos momentos mágicos en la existencia de Apu, como prefigurando su destino, y tras la muerte dramática de la hija, la esposa fuerza al marido a buscar acomodo en una casa a la que pueda llamar tal, y la película acaba con una carreta con los pobres enseres de la familia, desplazándose en busca del olvido y la esperanza. Causada por unas fiebres tras haberse expuesto a una lluvia monzónica, o poco menos, la agonía y la muerte de la hija es uno de esos momentos mágicos que contiene la película, porque no hay gesto ni reacción que no nos acongoje hasta saciarnos del bendito don de las lágrimas purificadoras.  Recordemos, además, el lirismo de la tierna relación entre los dos hermanos, entre la hermana mayor y el niño travieso y ensoñador que se queda ensimismado cuando contempla su primera representación teatral, que se ve impulsado, a su manera, a continuarla disfrazándose en casa con una corona en la que sobresale un poco de papel de plata que enseguida llama la atención de la madre. El espacio de las correrías de ambos hermanos, más la presencia folclórica de algunas figuras tradicionales; vendedores actores, etc. definen ese lento crecimiento del niño. La segunda entrega comienza en Benarés, con un marido enfermo y la mujer dedicada a cocinar para venderlo a otros, un marido aún empeñado en seguir la vocación religiosa y cuya vuelta a casa después de las abluciones sagradas en el Ganges, cuya agua sagrada quiere beber el aspirante a santón antes de morir, constituye poco menos que un vía crucis que se resuelve en una muerte sufrida por la mujer con la resignación con que ha sufrido la de su hija y con que ha aceptado su humilde destino como la madre de los hijos de ese hombre con quien ha mantenido tan extraña relación. La inmediata  muerte del marido obliga a la madre a trasladarse a casa de un familiar y ahí comienza, de hecho, una nueva película. Lo anterior sería el epílogo dramático a la primera entrega. Lindsay Anderson escribió un artículo elogiosísimo sobre Pather Panchali, pero no sería hasta su continuación, Aparajito, que Ray vería premiada su obra en el Festival de Venecia. La segunda está dedicada a la formación escolar de Apu, una experiencia que nadie que se dedique a la profesión de la docencia debería dejar de ver. Desde la escuela primaria hasta la secundaria y el bachillerato que no logra culminar, la película sigue el lento abrirse camino de Apu al conocimiento, aupado por unos profesores que descubren en él unas cualidades muy por encima de la media de sus limitados estudiantes rurales. Es particularmente emocionante la escena en la que el profesor abre el armario de las maravillas y pone en manos de Apu una colección heterogénea de libros que van a «sacar» literalmente al joven del humilde mundo en el que vive para transportarlo, sobre las alas del conocimiento, a regiones inexploradas, a saberes extraordinarios, a experiencias que lo marcarán indefectiblemente como un estudiante que prefiere la ciencia a las letras y que enseguida rechaza un interesado ofrecimiento para convertirse en «hombre de religión», siguiendo los pasos de su padre, de modo que puede estar cerca de la madre. A través de una enciclopedia, Apu irá descubriendo mundos que ni siquiera había sospechado, ante los ojos recelosos de su madre, que intuye, viendo su entusiasmo, lo lejos de ella que le llevarán todos esos nuevos saberes. A cuantos más mundos se abre Apu, más reducida al suyo humildísimo queda la madre, quien sorprende al espectador con una capacidad para expresar el desengaño a través de la introspección reflejada en el abismo de su triste mirada decepcionada. Como el profesor de la escuela local le ha surtido de unos libros con vocación de enciclopedia, es fantástica la sucesión de reacciones de Apu haciendo experimentos o, en un estado de entusiasmo febril, disfrazarse de guerrero bantú, o poco menos, y, armado de escudo y lanza, salir al prado cercano gritando ¡África, África!, como el ¡Evohé! las bacantes, o poco menos… Sí, fue esposa y ha sido madre, pero sabe que va a morir ignorándose a sí misma. Poco a poco, el hijo se va alejando más, hasta que, finalmente, se instala en Calcuta, donde inicia una vida que tendrá continuación en la tercera entrega: trabaja en una imprenta para pagarse la habitación y los estudios y aún envía dinero a su madre. ¿Y cómo, se preguntará el lector de esta crítica diluvial, esa vida sencilla es capaz de emocionar a los espectadores de la misma? Y ahí entra la magia de Ray, una sabiduría fílmica que partiendo de los detalles más insignificantes: los objetos cotidianos, las miradas, los gestos, los silencios, la inmovilidad en el espacio, la cercanía de la naturaleza, va construyendo un relato de imágenes, sin apenas diálogo en el que la expresividad infinita de madre e hijo nos hablan de la íntima unión entre ambos y de la necesaria distancia entre ambos, porque cuanto la emoción los une, el intelecto los separa, y Apu está orientado hacia el saber y el futuro, hacia los descubrimientos constantes, mientras que su madre está anclada en el presente y su único descubrimiento: la infelicidad de su propia vida dada a los demás y perdida para sí, lo hizo a poco de casarse con el infeliz de su marido. Ray sigue aún, al pie de la letra, la última parte del clásico de la literatura bengalí en el que se inspira, de ahí la facilidad con que no solo fluye la narración, sino la unidad estilística muy marcada con la primer entrega de la trilogía. De verdad, resulta muy difícil trasponer al lenguaje escrito la potencia de las imágenes de alto poder magnético con que Ray nos cuenta la historia de la madre y del hijo, pero hay un hilo de emoción que se extiende a lo largo de todo el metraje que nos llega muy de cerca. Finalmente, hemos de considerar que estamos ante una suerte de bildungsroman o novela de formación, película en este caso, y ello implica un retrato psicológico del protagonista, poco antes de reencontrarnos con él, como adulto en la última entrega, en la que Ray se aparta del origen literario de la historia y nos ofrece el retrato de un joven profesional que intenta abrirse camino hasta que la adversidad lo tumba y ha de buscarse a sí mismo en una peregrinación que, en cierta manera, tiene un eco del propio peregrinar del padre y, a lo lejos, de la propia vida de Buda. Como esta segunda parte concluye con la muerte de la madre y el remordimiento del hijo por no haber estado con ella en el momento de su fallecimiento, quiero destacar el trabajo de interpretación de Karuna Banerjee a lo largo de estas dos primeras películas, no solo por su singular belleza e intensidad emocional, sino por la elegancia constante de su presencia y sus movimientos, que representan la dignidad de un ser humano ante la adversidad. Recordemos, con todo, que el pueblo bengalí dividido entre India y lo que devino Bangladesh como país independiente, tiene a sus espaldas una historia de enorme sufrimiento. Karuna Banerjee tendría después una larga carrera de actriz, pero siempre será recordada por u actuación en estas dos películas: ella es el núcleo de ambas, el sólido pilar que permite hablar de la familia y del lugar en el mundo que ocupan, y Ray ha sabido explorar en su rostro, con planos penetrantes, una gama de sentimientos y emociones que en ningún caso han necesitado palabra alguna, salvo los frecuentes vocativos para llamar a sus hijos que rompían el silencio omnipresente en ambas películas. La música de Ravi Shankar, digámoslo ya, añaden a las imágenes una dimensión mítica inequívoca: no constituyen las partituras un subrayado, sino una suerte de bajo continuo que nos hace llegar el espíritu, el volkgeist, de una comunidad tan castigada históricamente; así como también, en el plano individual, metérsete hasta la fibra más sensible el lamento de sus cuerdas en ocasiones como el darse cuenta el padre de que, por el dolor de la madre, su hija ha muerto. Porque también hay, en la película, un cierto elogio de la patria como realidad acogedora, tal y como advertimos cuando el inspector escolar oye leer a Apu una descripción paradisíaca de Bangladesh, lo que le vale, propiamente, una beca para poder continuar sus estudios, con la consiguiente separación de la madre. La tercera película de la trilogía nos presenta a Apu, adulto, recién graduado del nivel medio, porque no se puede permitir seguir estudiando. Busca trabajo, pero solo encuentra miseria y explotación. Por un azar, su compañero de estudios lo invita a la boda de su prima. Inesperadamente, el novio con quien habían negociado casarla resulta ser un loco. La madre se niega a cumplir el pacto de boda. Según la tradición, si no se casa a la hora fijada, la novia será maldita. Y ahí entra Apu ofreciéndose a su amigo, a cambio de un trabajo como mecanógrafo a convertirse en el novio que la libre de la maldición. En el preámbulo, una larga conversación entre los amigos, Apu confiesa estar escribiendo un libro de tintes autobiográficos (las dos películas anteriores) y el amigo le reprocha que hable de ciertas cosas, sobre todo del amor, sin haberlas vivido. He ahí el germen del desafío al que se enfrenta Apu, y de él surge una deliciosa historia de amor y matrimonio que va progresando lentamente desde el desconocimiento que hay entre ellos hasta la pasión que acaba dominando a ambos. Recordemos que la tía del amigo de Apu recibe a este poco menos que como la encarnación de Krishna, su flauta incluida, un detalle no tan anecdótico como parece, a juzgar por el desarrollo posterior de la acción. Es excepcional la secuencia en la que, en la pobre habitación de alquiler donde vivirá con su marido ella, mira por una rendija de la ventana, llorando, y ve a una madre que acompaña los primeros pasos de su criatura… Se ha de reconocer que hay una emoción profunda en los ojos negros y expresivos de los actores bengalíes, y que, frente a la cámara, son portadores de una gama de matices emotivos inmensa, para disfrute de los espectadores. Por primera vez aparece el cine, de tipo religioso, en una de las películas a cuya proyección asisten los esposos, casi como un dispendio prohibitivo, frente al teatro popular de las anteriores. Ha de considerarse que el planteamiento de Apu al inicio de la película es poco menos que el de la cigarra que aspira a vivir del aire mientras escribe «su novela», su máxima aspiración en la vida. ¿Qué cambia tras la boda? La convicción de que ella, su esposa, se ha vuelto para él más importante que la novela. Y muy poco después de esa conversión a la pasión amorosa total, la irrupción elíptica y súbita del drama: el cuñado vuelve para resumir en su silencio y sus balbuceos que ella ha muerto dando a luz al hijo de ambos, lo que desata una conmoción interna en el protagonista muy  difícil de resumir en estas líneas. Desentendido del hijo, del que no quiere saber nada en absoluto, el protagonista se lanza a un vagabundeo de trabajo en trabajo por diferentes partes del país. Secuencia memorable es aquella en la que deja ir las páginas de su novela contra un paisaje que sobrevuelan con la majestuosidad de aves letradas que parecen empeñadas en contarle a las aguas y las piedras la memoria atravesada de ficción de ese ser doliente. Como al principio de la película, cuando el amigo aparece para convencerlo de que lo acompañe a la boda de su rima, vuelve a aparecer, de nuevo, para tratar de convencerlo que se interese por ese hijo para cuya crianza los abuelos de la criatura ya no tienen fuerza. Y ahí tenemos un encuentro que no acaba de ser satisfactorio, porque no ha podido cicatrizar la herida de la pérdida, de la que, indirectamente, hace responsable a la criatura.  La lucha interior del personaje desde que le llegó la noticia de la muerte de su esposa, se plasma en las diferentes morfologías que adopta la imagen exterior del personaje, así como en la comprensible del rechazo del niño, quien no se deja convencer así como así de que el extraño que irrumpe en su vida sea nada menos que su padre. Es hermoso sobremanera el proceso de aceptación mutua entre ambos personajes. A su manera, el retiro y vagabundeo de Apu retoman la figura paterna y, a lo lejos, el imperativo budista del camino como descubrimiento de sí mismo. Parte de la biografía de Buda, además, y parte importante es el descubrimiento del hijo, exactamente como en esta tercer entrega se produce. Es decir, que, de algún modo,  Apur Sansar, cierra el ciclo con esta suerte de vuelta a los orígenes de quienes le dieron el ser a Apu: la búsqueda espiritual del padre y el sólido sentido de piedra angular de la familia de la madre. Emocionante. La aventura singular de una vida en condiciones que rozan la heroicidad social, pero dentro de una concepción del mundo de la que los occidentales podemos aprender no pocas lecciones, desde luego.
Finalmente, y porque fue rodado antes de acabar la tercera parte de la trilogía, me permito añadir a esta publicitación fervorosa y entusiasta de la Trilogía de Apu, una película como Jalsaghar, «La sala de música», sobre la decadencia del Zamindar o nobleza terrateniente, considerada una de sus obras más importantes. La película es, a partes iguales, viscontiniana y Ophülsiana, por el majestuoso movimiento de cámara que, entre la descripción y la introspección psicológica, nos regala los sentidos con un ritmo ajustado a la perfección al retrato de una decadencia perfectamente expresada en un conjunto de detalles que se van sucediendo muy morosamente para mostrar ante nuestros ojos la desaparición de un mundo que ha sido absorbido por el presente y su modernización, dicho de otra manera: el automóvil del vecino prestamista que se queda con sus bienes frente al elefante y el caballo como medios de transporte del noble arruinado, a causa de un modo de vida en el que la exaltación de los placeres y sobre todo de la música, sin hacer caso del origen de los fondos que permiten mantener ese tren de vida, acaban por conducir al zaminder a la ruina y, finalmente, incluso a la muerte. Advertimos perfectamente en la dureza del mayordomo del noble, irritado por el último capricho de su señor, abrir de nuevo el lujoso salón de música y organizar una velada con los mejores músicos y danzarinas tradicionales, la dignidad de quien parece defender con más ahínco  la solvencia de la casa que el propio titular de la familia que, a lo largo de muchas generaciones, ha poseído y malbaratado esas posesiones. El otro criado, algo así como el gracioso, irresponsable y cariñoso, sin embargo, vive con infinito placer la decisión de su amo, y se afana en dejar como los chorros del oro el salón que albergará el último concierto. Es una secuencia larga y hermosa, incluido el baile tradicional bellísimo de una danzarina que ejecuta un baile seductor y popular con una coreografía muy distinta de la de los pasos occidentales, pero llena de un candor y una sensualidad que no me extraña que subyuguen a los presentes y, sobre todo, al zaminder. Quizás por consejo de Ray incluyó Renoir en El río, la escena del baile, que tantas similitudes tiene con la presentada en esta película de Ray. La película abre los títulos de crédito sobre una araña preciosa, pero apagada, la misma que lucirá en todo su esplendor en el curso de la película, casi toda ella un largo flash back, hasta que, tras la última apertura de la sagrada sala de música donde el último zaminder rinde homenaje a todos sus antecesores, el protagonista advertirá que todas sus luces se van apagando, como su propia vida. Se trata de una película morosa, al tiempo sociológica y psicológica, como las de la trilogía, pero en este caso ceñida a la decadencia de la aristocracia bengalí, incapaz de hacer frente a los tiempos modernos con sus perentorias exigencias de productividad y beneficio, por encima de tradiciones y rituales. No hay en Satyajit Ray una añoranza del pasado feudal bengalí, está claro, pero si una infinita compasión por la decadencia inexorable del gran señor venido a menos, que ha dedicado sus dineros al goce del arte popular más propio de su patria. El choque dialéctico entre la tradición y el progreso está presente en toda la trilogía, como lo está en La sala de música, y Ray es muy sensible a ese choque de mundos opuestos en que se le percibe dividido no a partes iguales, porque el cariño con que se acerca al mundo que desaparece es mayor que con el que se acerca a la despersonalización  y vulgaridad del que indefectiblemente, por ley de vida, emerge, encarnado todo ello aquí en la figura vulgar y patanesca del prestamista. En todo caso, insisto, estamos ante una de las películas «mayores» de Satyajit Ray, a la que habríamos de sumar la que ahora mismo estoy viendo, Charulata, sobre un relato de Rabindranath Tagore, y que ni me atrevo a añadir a esta despeñadero de emociones intensas en que se ha convertido esta suerte de epifanía cinematográfica que me ha supuesto el visionado, seguido, de la Trilogía de Apu. Una de las 10 mejores películas de la Historia del Cine, sin duda, digan lo que digan, los demás…, como dice la canción del crooner inmortal…

viernes, 5 de julio de 2019

«Jellyfish», de James Gardner, un debut contundente.



Un drama social con ribetes de melodrama: Jellyfish o el relevo joven de Ken Loach.

Título original: Jellyfish
Año: 2018
Duración: 101 min.
País: Unido
Dirección: James Gardner
Guion : James Gardner, Simon Lord
Música: Victor Hugo Fumagalli
Fotografía: Peter Riches
Reparto: Liv Hill,  Sinead Matthews,  Cyril Nri,  Angus Barnett,  Tomos Eames.

Jellyfish es un título plurívoco, esto es, tiene muchos significados en inglés. De entre ellos cabe distinguir, porque se derivan de la historia de la película, dos: el de una persona superada por circunstancias a las que no puede enfrentarse, la figura de la madre, afectada por un trastorno bipolar que, sin embargo, no se trata médicamente y para el que, en consecuencia, no se medica en absoluto, y el de una persona protectora que ampara, metafóricamente, bajo la bóveda de la medusa, porque este es el primer significado de la palabra, a los demás: la hija de quine años, Sarah, que asume las riendas de la casa, en «ausencia» de la madre, y se encarga,  a duras penas, de sus dos hermanos menores. Al mismo tiempo, dentro de esa suerte de neorrealismo británico que linda, ya decía, con el melodrama extremo, la joven, a cuya madre han dejado de pagar el subsidio para hacer frente al alquiler, porque no se ha presentado en las oficinas de auxilio social, dado su deteriorado estado mental, se dedica a trabajar en una casa de apuestas para sacarse unas libras que les permitan literalmente «sobrevivir». Como colofón deprimente de esa situación, la joven de quince años «redondea» el sueldo haciendo de pajillera para los viejos clientes que frecuentan el local, escenas sórdidas donde las haya que  el director resuelve con extrema habilidad, pero que desembocarán, finalmente, en la violación que sufre, por parte del encargado, cuando este la descubre en el callejón trasero del edificio en ese «negocio» y amenaza con denunciarla a la policía, por ser menor de edad…
Se trata de una película aún no estrenada en España que la plataforma Filmin me ha permitido visionar antes de que llegue a estrenarse aquí, si es que llega, porque no todo el cine europeo se abre paso a través de distribuidoras que parecen serlo solo del cine usamericano, aunque de este también hay películas que por su planteamiento indie acaban no llegando a nuestras pantallas, como la que critiqué recientemente de The one I love, de Charlie McDowell. En cualquier caso, bien está ir preparando a los espectadores para que estén sobre aviso de esta excelente ópera prima de James Gardner, porque inicia una carrera que nos dará excelentes títulos en el futuro.
La joven asiste, como sus hermanos, al instituto, pero solo se nos muestra una de las clases a las que asiste, la de interpretación artística, lo suficiente para demostrar la pésima relación que tiene con sus compañeras, a las que, sin embargo, hace frente con una lengua viperina y una predisposición temeraria al enfrentamiento físico que le valen no pocas expulsiones y el desistimiento de la ayuda que le brinda el profesor, quien le sugiere que encauce toda su rabia a través de monólogos cómicos, porque el humor también es una válvula de escape para la angustia, la ira y la desesperación. Le recomienda ver a varios monologuistas de éxito y le pide que escriba su propio monólogo con sus propios chistes, para representarlo en la actuación final de curso. Esta reducción de la actividad académica a sola esa clase, del mismo modo que su intento de «usurpación» de la personalidad de la madre para poder cobrar la ayuda estatal, son puntos muy flojos de un guio que ha optado por el realismo tremendista, aunque perdiera varias plumas de verosimilitud y credibilidad por el camino, que es lo que ocurre. ¿Le resta interés a la película esa huida de lo real y sus secos procedimientos legales? En modo alguno, pero la lastra en la medida en que hace de ese “realismo sórdido” una de sus bazas fundamentales.  Definidos los tres espacios donde se desarrolla su vida: la casa, la casa de juegos y la escuela, la joven protagonista, una actriz, Liv Hill, que encarna al personaje a la perfección, con sus muy diferentes registros: desde la severidad educativa para con sus hermanos, hasta la responsabilidad adulta frente a su madre o la seductora amante-lolita capaz de chantajear a un «triunfador» desaprensivo, pasando por la inestable adolescente que no acaba de encontrar su lugar en el mundo; la joven actriz consigue, decía, hacernos llegar la congoja de un destino impropio para su edad pero que ella asume con una determinación espeluznante.
La relación con la madre, cuya afección mental está plasmada con un notable realismo, dado que la bipolaridad tiene esas dos Escila y Caribdis del alma que son la depresión y la euforia, en cada una de las cuales la misma persona acaba siendo diferentes personas, para desesperación de la hija, es uno de los momentos más enternecedores de la película, aunque, al mismo tiempo, se nos haga incomprensible, en pleno siglo XXI, que no haya un tratamiento de por medio, una atención médica que forzosamente deberían de haber buscado a las primeras manifestaciones de los síntomas propios de la enfermedad. Hacerse cargo de una persona así con quince años, de verdad que va más allá de cualquier adversidad, y la joven Sarah se empeña en asumir esa responsabilidad con una madurez que, mezclada con un falso orgullo, poco menos que la lleva al desastre.  La película está rodada en Margate, un pequeño pueblecito de la costa sureste de Inglaterra, en el condado de Kent, y no es casual que la película se inicie en el espacio, poco menos que en ruinas, de lo que serían unos baños famosos en los buenos tiempos de la ciudad. Gardner sabe explotar muy adecuadamente la puesta en escena y ciertos recursos como el travelín que lleva de la violación de la joven, a través de la desierta sala de juegos con las máquinas llenas de luces y música, al plano de la calle, una rotonda, donde el tráfico continúa, as usual, como cada día, ignorantes, quienes se desplazan y pasan por allí, de las ignominias o bajezas que cierta fachadas esconden. Insisto, como ópera prima que es, no estamos ante una película redonda, y prueba de ello es la suerte de anticlímax del desenlace, a mi parecer manifiestamente mejorable, pero sí ante una película de los nuevos tiempos de la pérdida de condiciones mínimas de vida de las clases bajas y ultradependientes de los poderes públicos. Se hablará de la influencia de Loach en el director, pero Gardner ha ido más allá, porque ha construido un personaje que lucha por hacer emerger su individualidad frente a la sordidez del medio que la coarta y la reprime. Veremos…
P.S. Por cierto, el cartel de la película engaña lo suyo, desde luego, pero como no hay otro...

miércoles, 3 de julio de 2019

«Macho y hembra» y «Madame Satán», de Cecil B. DeMille, un clásico mudo y un divertimento sonoro…




Un clásico a la altura de Avaricia o El nacimiento de una nación: Macho y hembra, una adaptación del clásico de J.M.Barrie, creador de Peter Pan, y, de postre, un enredo frívolo con un final espectacular de cine de catástrofes…: Madame Satán o la lucha por el marido aburrido e infiel..

Título original: Male and Female
Año: 1919
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Cecil B. DeMille
Guion: Jeanie Macpherson (Obra teatral: J.M. Barrie)
Música: (Versión restaurada: Sydney Jill Lehman) (Película muda)
Fotografía: Alvin Wyckoff (B&W)
Reparto: Gloria Swanson,  Lila Lee,  Theodore Roberts,  Raymond Hatton,  Mildred Reardon, Thomas Meighan,  Robert Cain,  Bebe Daniels,  Julia Faye,  Rhy Darby,  Mayme Kelso, Edmund Burns.

Título original: Madam Satan
Año: 1930
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Dirección : Cecil B. DeMille
Guion : Jeanie MacPherson, Gladys Unger, Elsie Janis
Música: Herbert Stothart (Letra: Clifford Grey, Elsie Janis)
Fotografía: Harold Rosson
Reparto: Kay Johnson,  Reginald Denny,  Lillian Roth,  Roland Young,  Elsa Peterson, Jack King,  Eddie Prinz,  Boyd Irwin,  Wallace MacDonald,  Tyler Brooke,  Ann Dvorak.

Más allá de sus grandes éxitos: Los diez mandamientos, El mayor espectáculo del mundo, Cleopatra, etc., quería «descubrir» ese Cecil B. DeMille de los inicios del cine mudo y el de la transición al sonoro, en este caso con su segunda película hablada. Con unos diez años de distancia, es curioso percatarse de que la película mudo es muchísimo más elocuente y expresiva que su segunda hablada, a la que la frivolidad la lastra indefectiblemente, si bien hay algo en ella que la hace digna de un visionado, incluso aunque no sea muy atento. Mientras la de 1919, Male and female, es una película prodigiosa, con un guion excelente y una realización fantástica, la segunda, Madame Satán, no pasa de un entretenimiento que, sin molestar, se limita a dejarse ver, salvo hasta las escenas finales de la fiesta y el accidente del zeppelín. Pero concentrémonos en la primera, una adaptación de la obra teatral de J.M.Barrie -el creador de la inmortal Peter Pan y Wendy, también nacida como obra de teatro, por cierto- El admirable Crichton, que la película sigue fielmente, para placer infinito de los espectadores, pues en modo alguno la película está anclada al origen teatral del texto, sino que la adaptación tiene vida propia, resuelta con una narración llena de poder y de encanto. El inicio de la película es de esos que siempre me han maravillado, porque va presentando a los personajes mediante una estrategia llena de ingenio: el niño lleva una bandeja con el calzado limpio de los señores de la mansión, y va dejando cada par de zapatos ante cada puerta, después mira por el ojo de la cerradura y vamos conociendo a los miembros de la familia noble protagonista en pleno sueño o momento de despertarse hasta que, al final, es sorprendido por el mayordomo Crichton, quien en una escena ultracómica lo levanta por el pescuezo como a un gato y le echa la reprimenda pertinente. A partir de ahí, asistimos al despertar de la aristocracia inglesa servida por los leales servidores, unas escenas que nos recuerdan viejas series o recientes como Downton Abbey, con esa separación de mundos, el de arriba y el de abajo que tanto juego escénico ha dado siempre. Y esta película supera a muchas otras que han tenido un gran éxito popular, lo que me lleva a pensar que Macho y hembra tendría una más que favorable acogida en los cines de estreno. No acabo de entender que no haya un programación en algún cine que recupere el inmenso legado del cine mudo, porque son innumerables las «joyas» que uno descubre en él. Una vez presentados los personajes, y sabiendo del próximo enlace de la hija mayor, interpretada por una Gloria Swanson en estado de gracia, bella y expresiva como ella sola,  a quien conviene recordar por más películas que por Sunset Boulevard, de Billy Wilder, la familia, menos la madre, sale de viaje en barco, con tan mala suerte que el despiste de un piloto galante no puede evitar que el barco se estrelle contra las rocas de un acantilado y hayan de salvarse entre dificultades los navegantes, el mayordoma y una doncella entre ellos. Y ahí ya entramos de lleno en otro clásico: Robinson Crusoe, de Defoe, plagiado en la película con una gracia infinita, porque es el momento en que la historia adopta un tono de comedia que satisfará a cualquier espectador. Como era de prever, solo una persona de los naufragados es capaz de «defenderse» en ese medio hostil: Crichton, y aunque los náufragos se dividen entre los nobles y la doncella y él, la evolución de la historia pronto nos lleva a que todos acaban reconociendo que no podrán sobrevivir si  no es gracias al industrioso Crusoe que responde al nombre de Crichton. Como en los días previos al viaje, en la mansión, apareció una cita del poeta William Ernest Henley, el autor de Invictus, el poema predilecto de Mandela: It matters not how strait the gate,/How charged with punishments the scroll,/I am the master of my fate:/I am the captain of my soul, el mismo que inspiró a Stevenson la creación de Long John Silver, lo que sucede en la segunda parte de la historia, de las cuatro que tiene, se ajusta a ese esquema narrtaivo, el del amor imposible del criado por la aristócrata que se ajusta al poema de Henley: Or ever the knightly years were gone/   With the old world to the grave,/ I was the King of Babylon/   And you were a Christian Slave. Así, una vez que el resto de los náufragos reconoce el imperio de Crichton sobre ellos y acatan su voluntad y sus órdenes para organizarse en la isla hasta ser rescatados, advertimos que la hija del aristócrata acaba enamorándose de Crichton, en dura pugna con la doncella que desde el comienzo de la película bebe los vientos por él. Vamos viendo el progreso industrioso de los británicos naufragados, de tal manera que en todo nos acordamos del nivel de confort al que llega Robinson Crusoe gracias a su ingenio: desde la fabricación de muebles hasta la de un horno pasando por la domesticación de las cabras, etc. Asentada la condición de «rey» de Crichton es cuando «aparece» la ensoñación babilónica en la que la esclava cristiana es la Lady y él el bárbaro que no puede aspirar a conseguir su mano, razón por la que ella, prisionera altiva, prefiere ser devorada por los leones. La puesta en escena de esa «figuración» tiene un encanto difícilmente superable con los recursos digitales con que hoy tantas virguerías se consiguen en el cine: decorados, luces y un sensibilidad exquisita nos permiten contemplar esa secuencia de la representación factual del poema con los mismos ojos con los que en nuestra infancia asistíamos a la proyección de King Kong en un cine de pueblo en una noche de verano… Estamos cerca ya de que, cuando el rey y la Lady están a punto de ser unidos en matrimonio, la doncella aviste un barco en las cercanías de la isla, momento en que el protagonista sabe que va a perderlo todo activando un ingenioso recurso mediante el que, con un sistema de palancas, activan un fuego para provocar una columna de humo que sea avistada por cualquier barco que pase cerca e la isla que habitan, como así ocurre. No tengo tiempo para resumir todas las acciones que se van sucediendo, muchas de ellas inolvidables, porque, además, la película se va a las dos horas que se pasan en un suspiro, pero la acción nos permite observar el proceso de transformación de los nobles y los criados en sentido inverso; del mismo modo que, una vez desembarcados los marineros que los rescatan, ese orden vuelve a la situación previa al naufragio, para desconsuelo de ambos enamorados a os que vuelve a separar un abismo social. Me abstengo de revelar el final, porque estoy convenido de que algún sano cinéfilo querrá no perderse eta magnífica obra que confirma a su director, definitivamente, como uno de los grandes del Cine. Se le asocia más con la producción, pero es un director de primera con una obra sólida, llena de aciertos visuales, como en esta Macho y hembra, un viaje  a los orígenes de la humanidad en su lucha para sobrevivir en un medio hostil , podemos apreciar y de la que podemos disfrutar durante su largo metraje.
Madame Satán, en comparación con Macho y hembra, no pasa de ser un pasatiempo entretenido, per muy superficial y con un planteamiento muy tópico que se resuelve, eso sí, con un gramo de locura que entra dentro de los esquemas típicos de la guerra de sexos. Una mujer advierte que su marido ya no le hace ni caso y que tiene una amante. Se presenta en casa de esta, sin decir quién es, y espera a que llegue su marido. Un típico vodevil con el enredo de la rivalidad de las dos mujeres para «quedarse» con el «macho», un bobo, en realidad, que en modo alguno merecería la más mínima atención por parte de las dos mujeres, pero como el guion lo exige… La película incluye canciones, pero no llega a ser un musical propiamente dicho, aunque en la fiesta final, un baile de disfraces en un dirigible, hay una hermosa coreografía de estilo futurista muy aceptable. En esa fiesta de carácter benéfico, charity lo llaman los anglosajones, los hombres van pujando dineros para conseguir la compañía de las bellas mujeres que van «saliendo a subasta». Todos pujan por la amante del protagonista hasta que aparece una bella seductora a quien se presenta como «Madam Satan» que, de repente, vuelve locos a todos los hombres pero a su marido al que más, quien ignora, lógicamente, que la bella seductora es su mujer. Con un baile y una canción muy sensuales, consigue «volver loco» a su marido, hasta que un accidente en el dirigible donde tiene lugar el party obliga a que los invitados hayan de usar los paracaídas de emergencia para saltar de la aeronave que se ha desprendido del amarre y vuela a la deriva, desgarrándose y presta a hacerse pedazos. Esas secuencias son todas ellas de una calidad extraordinaria, con un movimiento de cámara perfeto que nos ofrece todo el dramatismo de una acción desesperada, aunque siga habiendo momentos cómicos que sirven de contrapeso a la tragedia. Ya digo, nada del otro mundo, pero incluso dentro de esa nadería hay momentos de gran cine de catástrofes que los aficionados al género sabrán apreciar como la realización lo merece. En conjunto es un programa doble magnífico. Y Macho y hembra una de las grandes películas de la Historia del cine. Algún cinéfilo la ha puesto a la altura de El nacimiento de una nación y, ¡oh, sorpresa!, de La princesa de las ostras, de Lubitsch, una maravilla de maravillas que veo poco reconocida y que a mí me pareció inefable, como a ese cinéfilo. Ya somos dos. Y vendrán más, seguro…