martes, 9 de julio de 2019

«La trilogía de Apu», de Satyajit Ray o el cine como arte total.





















No se ve La trilogía de Apu, se vive, y es difícil criticarla, sin que emociones tan profundas hallen una vía de expresión inteligible. Ray reina en el Olimpo de los directores junto a Ford, Welles, Ophüls, Bergman, Kurosawa, Ozu, Mizoguchi, Fellini…

Título original: Pather Panchali (La canción del camino)
Año: 1955
Duración: 115 min.
País: India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ravi Shankar
Fotografía: Subrata Mitra (B&W)
Reparto: Kanu Bannerjee,  Karuna Bannerjee,  Uma Das Gupta,  Subir Bannerjee, Chunibala Devi

Título original: Aparajito(El invencible)
Año: 1956
Duración: 105 min.
País: India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ravi Shankar
Fotografía: Subrata Mitra
Reparto: Kanu Bannerjee,  Karuna Bannerjee,  Pinaki Sengupta,  Smaran Ghosal,  Santi Gupta, Ramani Sengupta,  Ranibala,  Sudipta Roy.

Título original: Apur Sansar (El mundo de Apu)
Año: 1959
Duración: 117 min.
País:  India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ravi Shankar
Fotografía: Subrata Mitra (B&W)
Reparto: Soumitra Chatterjee,  Sharmila Tagore,  Alok Chakravarty,  Swapan Mukherjee, Dhiresh Majumdar,  Sefalika Devi,  Dhiren Ghosh

Título original: Jalsaghar (The Music Room)
Año: 1958
Duración: 100 min.
País: India
Dirección: Satyajit Ray
Guion: Satyajit Ray
Música: Ustad Vilayat Khan
Fotografía: Subrata Mitra (B&W)
Reparto: Chabi Biswas,  Ganga Pada Basu,  Pinaki Sen Gupta,  Kali Sarkar,  Tulsi Lahari, Padma Devi.


He empezado por confesar mi impotencia ante la contemplación de una obra de arte que se resiste a la crítica. No veo la manera como estas humildes palabras que, con un cierto puntito de soberbia, me atrevo a usar para juzgar obras que como en esta ocasión están a años luz de lo que las palabras puedan expresar, sean capaces de apresar en sus enunciados la experiencia vital intensísima que supone la contemplación de La trilogía de Apu, una de las joyas del cine, arte que las acumula a cientos, ¡para esperanza y gloria de cualquier cinéfilo! El caso de Satyajit Ray, además, es un caso singular, porque, a pesar del reconocimiento de su obra, esta se ha construido frente a innumerables dificultades y, a veces, incomprensiones, de todo tipo y de latitudes muy diversas. De hecho, al final de su exitosa carrera, Ray seguía viviendo con su madre su tío y demás familia en un piso de alquiler… Ayudante de Renoir cuando este rodó El río, una de las obras cumbre del francés, ya criticada en este Ojo, atento, como es notorio, a la excelencia del séptimo arte, la conversión de Ray a la excelencia cinematográfica se produjo cuando, en una estancia de tres meses en Londres, donde visionó no menos de 100 películas, a razón de más de una diaria, vio El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica, y se convenció, definitivamente, de que él sería cineasta o no sería nada. Y así inició el rodaje de una película Pather Panchali que se extendería a lo largo de tres años, por las dificultades económicas que tuvo para rodarla. Incluso rechazó préstamos que le condicionaban el desarrollo del argumento para incluir una distorsión “buenista” que alejaba la película de su objetivo: rodar una versión sui géneris de un clásico de iniciación de la literatura bengalí, escrito por  Bibhutibhusan Bandopadhyay y que luego fue rebautizado como Am Antir Bhepu («El susurro de la semilla de mango»), lo que indica bien a las claras en qué grado de sutileza de la percepción de lo real nos movemos... Ray rodó La canción del camino como una muestra de fidelidad a la dura realidad de un pueblo, el bengalí, que se sobrepone a la miseria y al dolor con una determinación vital extraordinaria, en la que incluso cabe la esperanza y la alegría. El espectador no tiene en ningún momento la sensación de estar contemplando una película, sino de vivir al lado de los protagonistas una aventura ordinaria en la que se capta a la perfección el ritmo exacto del latido todopoderoso de la existencia: los intérpretes, todos ellos no profesionales en su momento, no actúan, «son»; los conflictos no sobrevienen, sino que diríase que son inmanentes a la condición psicológica y social de los personajes, y de ahí la extrema dificultad de hablar de una narración que en realidad no existe: la vida que contemplamos no parece nacer de una fábula inventada con anterioridad, sino que se muestra ante nosotros por primera y última vez durante el acto de la contemplación. Los movimientos de cámara de Ray, emparentados con los lentos y majestuosos de Ophüls, Bergman, Visconti o Kurosawa, se acercan a los personajes o los rodean o se distancian de ellos para abrir el campo y mostrárnoslos en la explosión de vida de la naturaleza, de la que todos ellos forman parte, como los animales o las plantas: los personajes no están «en» la naturaleza: ¡«son» naturaleza! ellos mismos, en todas sus manifestaciones. Y no, no estamos ante un experimento antropológico, aunque pueda parecerlo, sobre todo por las tradiciones y escenas folclóricas que aparecen en la película como parte del ritmo de vida de unos seres que literalmente sobreviven a duras penas en un medio hostil, aunque emotivamente bellísimo. Se habla mucho de la vida cotidiana en el cine, de una suerte de realismo que acercaría la ficción al «documental», pero los espectadores de La trilogía de Apu saben en todo momento que no están en el documental, sino en la ficción, y a ello les remite la estilización de los encuadres, los lentos movimientos de cámara, los numerosos travelines con que sigue Ray a sus personajes cuando estos deambulan por los caminos o el bosque, y hay un uso del primerísimo plano que acerca la película a la escultura, porque la cámara parece propiamente «esculpir» ciertos rostros, como el de la abuela, o el de la madre, consiguiendo esa vida que solo Bernini, por completar la analogía, parecía concederle al mármol. El asunto de la primera película de la trilogía es bien sencillo: una mujer vive con su hija y con su suegra en  lo que parecen mitad cuevas mitad chozas, en permanente actitud de espera de un marido que se malgana la vida, le pagan tarde y mal, pero que aspira a convertirse en líder religioso y tener sus propios discípulos. De más está decir que ama sobremanera a su familia, pero que sus propios intereses pasan siempre por delante de ella; de idéntica manera que la mujer sufre en silencio la esquivez del esposo, la ausencia de dineros con que hacer frente a la subsistencia y la convicción de que su porvenir en ese sitio, por idílico que la cámara nos lo presente en planos de la naturaleza que recuerdan la fascinación que esta genera en directores como Terrence Malick o Godard, por ejemplo, va camino de sumirla en una depresión de la que no podrá salir. El nacimiento de un niño, Apu, parece llenar, de nuevo, sus reservas de esperanza, máxime cuando, como tristemente sucede, pierde a su hija. La relación tensa entre la madre y la hija, quien es todo dulzura y bondad para con su decrépita abuela, quien a veces, harta de los reproches de su nuera, lía el petate y se va en busca de un cambio de aires, marca la película, pero sobre todo la segunda. De hecho, la escena de la muerte de la abuela, cuando se queda, en posición de loto en medio de un camino y la niña se acerca a ella y mete la cabeza por debajo de la de la abuela, a la que cree dormida, para hacerle cucamonas, es de una sutileza y poesía extraordinarias. Ignoro si los personajes de la película pertenecen a la secta de los parias, pero no me extrañaría nada. En cualquier caso, lo que Ray ha sabido captar de un modo emocionante es el simple hecho de vivir, los minúsculos actos cotidianos que definen una vida. Toda la película está llena, sin embargo, de una aceptación del propio destino que conmueve de una manera tremenda. Los días pasan, Apu crece y juega y es reprendido y es enviado a una escuela donde el maestro se limita a varearles la palma de la mano extendida, del mismo modo que a mí me enseñaron las comarcas y los ríos con sus afluentes “por la derecha y por la izquierda” de España cuando tenía 10 años, a palmetazo el fallo. Y, con todo, hay unas jerarquías sociales que se respetan, de ahí que la madre no soporte que acusen a su hija de robar alguna fruta para la abuela en el huerto de su cuñada, que antes lo fue suyo, hasta que su marido hubo de malvenderlo. Finalmente, tras tanta penuria, la aparición del tren en la línea del horizonte, uno de esos momentos mágicos en la existencia de Apu, como prefigurando su destino, y tras la muerte dramática de la hija, la esposa fuerza al marido a buscar acomodo en una casa a la que pueda llamar tal, y la película acaba con una carreta con los pobres enseres de la familia, desplazándose en busca del olvido y la esperanza. Causada por unas fiebres tras haberse expuesto a una lluvia monzónica, o poco menos, la agonía y la muerte de la hija es uno de esos momentos mágicos que contiene la película, porque no hay gesto ni reacción que no nos acongoje hasta saciarnos del bendito don de las lágrimas purificadoras.  Recordemos, además, el lirismo de la tierna relación entre los dos hermanos, entre la hermana mayor y el niño travieso y ensoñador que se queda ensimismado cuando contempla su primera representación teatral, que se ve impulsado, a su manera, a continuarla disfrazándose en casa con una corona en la que sobresale un poco de papel de plata que enseguida llama la atención de la madre. El espacio de las correrías de ambos hermanos, más la presencia folclórica de algunas figuras tradicionales; vendedores actores, etc. definen ese lento crecimiento del niño. La segunda entrega comienza en Benarés, con un marido enfermo y la mujer dedicada a cocinar para venderlo a otros, un marido aún empeñado en seguir la vocación religiosa y cuya vuelta a casa después de las abluciones sagradas en el Ganges, cuya agua sagrada quiere beber el aspirante a santón antes de morir, constituye poco menos que un vía crucis que se resuelve en una muerte sufrida por la mujer con la resignación con que ha sufrido la de su hija y con que ha aceptado su humilde destino como la madre de los hijos de ese hombre con quien ha mantenido tan extraña relación. La inmediata  muerte del marido obliga a la madre a trasladarse a casa de un familiar y ahí comienza, de hecho, una nueva película. Lo anterior sería el epílogo dramático a la primera entrega. Lindsay Anderson escribió un artículo elogiosísimo sobre Pather Panchali, pero no sería hasta su continuación, Aparajito, que Ray vería premiada su obra en el Festival de Venecia. La segunda está dedicada a la formación escolar de Apu, una experiencia que nadie que se dedique a la profesión de la docencia debería dejar de ver. Desde la escuela primaria hasta la secundaria y el bachillerato que no logra culminar, la película sigue el lento abrirse camino de Apu al conocimiento, aupado por unos profesores que descubren en él unas cualidades muy por encima de la media de sus limitados estudiantes rurales. Es particularmente emocionante la escena en la que el profesor abre el armario de las maravillas y pone en manos de Apu una colección heterogénea de libros que van a «sacar» literalmente al joven del humilde mundo en el que vive para transportarlo, sobre las alas del conocimiento, a regiones inexploradas, a saberes extraordinarios, a experiencias que lo marcarán indefectiblemente como un estudiante que prefiere la ciencia a las letras y que enseguida rechaza un interesado ofrecimiento para convertirse en «hombre de religión», siguiendo los pasos de su padre, de modo que puede estar cerca de la madre. A través de una enciclopedia, Apu irá descubriendo mundos que ni siquiera había sospechado, ante los ojos recelosos de su madre, que intuye, viendo su entusiasmo, lo lejos de ella que le llevarán todos esos nuevos saberes. A cuantos más mundos se abre Apu, más reducida al suyo humildísimo queda la madre, quien sorprende al espectador con una capacidad para expresar el desengaño a través de la introspección reflejada en el abismo de su triste mirada decepcionada. Como el profesor de la escuela local le ha surtido de unos libros con vocación de enciclopedia, es fantástica la sucesión de reacciones de Apu haciendo experimentos o, en un estado de entusiasmo febril, disfrazarse de guerrero bantú, o poco menos, y, armado de escudo y lanza, salir al prado cercano gritando ¡África, África!, como el ¡Evohé! las bacantes, o poco menos… Sí, fue esposa y ha sido madre, pero sabe que va a morir ignorándose a sí misma. Poco a poco, el hijo se va alejando más, hasta que, finalmente, se instala en Calcuta, donde inicia una vida que tendrá continuación en la tercera entrega: trabaja en una imprenta para pagarse la habitación y los estudios y aún envía dinero a su madre. ¿Y cómo, se preguntará el lector de esta crítica diluvial, esa vida sencilla es capaz de emocionar a los espectadores de la misma? Y ahí entra la magia de Ray, una sabiduría fílmica que partiendo de los detalles más insignificantes: los objetos cotidianos, las miradas, los gestos, los silencios, la inmovilidad en el espacio, la cercanía de la naturaleza, va construyendo un relato de imágenes, sin apenas diálogo en el que la expresividad infinita de madre e hijo nos hablan de la íntima unión entre ambos y de la necesaria distancia entre ambos, porque cuanto la emoción los une, el intelecto los separa, y Apu está orientado hacia el saber y el futuro, hacia los descubrimientos constantes, mientras que su madre está anclada en el presente y su único descubrimiento: la infelicidad de su propia vida dada a los demás y perdida para sí, lo hizo a poco de casarse con el infeliz de su marido. Ray sigue aún, al pie de la letra, la última parte del clásico de la literatura bengalí en el que se inspira, de ahí la facilidad con que no solo fluye la narración, sino la unidad estilística muy marcada con la primer entrega de la trilogía. De verdad, resulta muy difícil trasponer al lenguaje escrito la potencia de las imágenes de alto poder magnético con que Ray nos cuenta la historia de la madre y del hijo, pero hay un hilo de emoción que se extiende a lo largo de todo el metraje que nos llega muy de cerca. Finalmente, hemos de considerar que estamos ante una suerte de bildungsroman o novela de formación, película en este caso, y ello implica un retrato psicológico del protagonista, poco antes de reencontrarnos con él, como adulto en la última entrega, en la que Ray se aparta del origen literario de la historia y nos ofrece el retrato de un joven profesional que intenta abrirse camino hasta que la adversidad lo tumba y ha de buscarse a sí mismo en una peregrinación que, en cierta manera, tiene un eco del propio peregrinar del padre y, a lo lejos, de la propia vida de Buda. Como esta segunda parte concluye con la muerte de la madre y el remordimiento del hijo por no haber estado con ella en el momento de su fallecimiento, quiero destacar el trabajo de interpretación de Karuna Banerjee a lo largo de estas dos primeras películas, no solo por su singular belleza e intensidad emocional, sino por la elegancia constante de su presencia y sus movimientos, que representan la dignidad de un ser humano ante la adversidad. Recordemos, con todo, que el pueblo bengalí dividido entre India y lo que devino Bangladesh como país independiente, tiene a sus espaldas una historia de enorme sufrimiento. Karuna Banerjee tendría después una larga carrera de actriz, pero siempre será recordada por u actuación en estas dos películas: ella es el núcleo de ambas, el sólido pilar que permite hablar de la familia y del lugar en el mundo que ocupan, y Ray ha sabido explorar en su rostro, con planos penetrantes, una gama de sentimientos y emociones que en ningún caso han necesitado palabra alguna, salvo los frecuentes vocativos para llamar a sus hijos que rompían el silencio omnipresente en ambas películas. La música de Ravi Shankar, digámoslo ya, añaden a las imágenes una dimensión mítica inequívoca: no constituyen las partituras un subrayado, sino una suerte de bajo continuo que nos hace llegar el espíritu, el volkgeist, de una comunidad tan castigada históricamente; así como también, en el plano individual, metérsete hasta la fibra más sensible el lamento de sus cuerdas en ocasiones como el darse cuenta el padre de que, por el dolor de la madre, su hija ha muerto. Porque también hay, en la película, un cierto elogio de la patria como realidad acogedora, tal y como advertimos cuando el inspector escolar oye leer a Apu una descripción paradisíaca de Bangladesh, lo que le vale, propiamente, una beca para poder continuar sus estudios, con la consiguiente separación de la madre. La tercera película de la trilogía nos presenta a Apu, adulto, recién graduado del nivel medio, porque no se puede permitir seguir estudiando. Busca trabajo, pero solo encuentra miseria y explotación. Por un azar, su compañero de estudios lo invita a la boda de su prima. Inesperadamente, el novio con quien habían negociado casarla resulta ser un loco. La madre se niega a cumplir el pacto de boda. Según la tradición, si no se casa a la hora fijada, la novia será maldita. Y ahí entra Apu ofreciéndose a su amigo, a cambio de un trabajo como mecanógrafo a convertirse en el novio que la libre de la maldición. En el preámbulo, una larga conversación entre los amigos, Apu confiesa estar escribiendo un libro de tintes autobiográficos (las dos películas anteriores) y el amigo le reprocha que hable de ciertas cosas, sobre todo del amor, sin haberlas vivido. He ahí el germen del desafío al que se enfrenta Apu, y de él surge una deliciosa historia de amor y matrimonio que va progresando lentamente desde el desconocimiento que hay entre ellos hasta la pasión que acaba dominando a ambos. Recordemos que la tía del amigo de Apu recibe a este poco menos que como la encarnación de Krishna, su flauta incluida, un detalle no tan anecdótico como parece, a juzgar por el desarrollo posterior de la acción. Es excepcional la secuencia en la que, en la pobre habitación de alquiler donde vivirá con su marido ella, mira por una rendija de la ventana, llorando, y ve a una madre que acompaña los primeros pasos de su criatura… Se ha de reconocer que hay una emoción profunda en los ojos negros y expresivos de los actores bengalíes, y que, frente a la cámara, son portadores de una gama de matices emotivos inmensa, para disfrute de los espectadores. Por primera vez aparece el cine, de tipo religioso, en una de las películas a cuya proyección asisten los esposos, casi como un dispendio prohibitivo, frente al teatro popular de las anteriores. Ha de considerarse que el planteamiento de Apu al inicio de la película es poco menos que el de la cigarra que aspira a vivir del aire mientras escribe «su novela», su máxima aspiración en la vida. ¿Qué cambia tras la boda? La convicción de que ella, su esposa, se ha vuelto para él más importante que la novela. Y muy poco después de esa conversión a la pasión amorosa total, la irrupción elíptica y súbita del drama: el cuñado vuelve para resumir en su silencio y sus balbuceos que ella ha muerto dando a luz al hijo de ambos, lo que desata una conmoción interna en el protagonista muy  difícil de resumir en estas líneas. Desentendido del hijo, del que no quiere saber nada en absoluto, el protagonista se lanza a un vagabundeo de trabajo en trabajo por diferentes partes del país. Secuencia memorable es aquella en la que deja ir las páginas de su novela contra un paisaje que sobrevuelan con la majestuosidad de aves letradas que parecen empeñadas en contarle a las aguas y las piedras la memoria atravesada de ficción de ese ser doliente. Como al principio de la película, cuando el amigo aparece para convencerlo de que lo acompañe a la boda de su rima, vuelve a aparecer, de nuevo, para tratar de convencerlo que se interese por ese hijo para cuya crianza los abuelos de la criatura ya no tienen fuerza. Y ahí tenemos un encuentro que no acaba de ser satisfactorio, porque no ha podido cicatrizar la herida de la pérdida, de la que, indirectamente, hace responsable a la criatura.  La lucha interior del personaje desde que le llegó la noticia de la muerte de su esposa, se plasma en las diferentes morfologías que adopta la imagen exterior del personaje, así como en la comprensible del rechazo del niño, quien no se deja convencer así como así de que el extraño que irrumpe en su vida sea nada menos que su padre. Es hermoso sobremanera el proceso de aceptación mutua entre ambos personajes. A su manera, el retiro y vagabundeo de Apu retoman la figura paterna y, a lo lejos, el imperativo budista del camino como descubrimiento de sí mismo. Parte de la biografía de Buda, además, y parte importante es el descubrimiento del hijo, exactamente como en esta tercer entrega se produce. Es decir, que, de algún modo,  Apur Sansar, cierra el ciclo con esta suerte de vuelta a los orígenes de quienes le dieron el ser a Apu: la búsqueda espiritual del padre y el sólido sentido de piedra angular de la familia de la madre. Emocionante. La aventura singular de una vida en condiciones que rozan la heroicidad social, pero dentro de una concepción del mundo de la que los occidentales podemos aprender no pocas lecciones, desde luego.
Finalmente, y porque fue rodado antes de acabar la tercera parte de la trilogía, me permito añadir a esta publicitación fervorosa y entusiasta de la Trilogía de Apu, una película como Jalsaghar, «La sala de música», sobre la decadencia del Zamindar o nobleza terrateniente, considerada una de sus obras más importantes. La película es, a partes iguales, viscontiniana y Ophülsiana, por el majestuoso movimiento de cámara que, entre la descripción y la introspección psicológica, nos regala los sentidos con un ritmo ajustado a la perfección al retrato de una decadencia perfectamente expresada en un conjunto de detalles que se van sucediendo muy morosamente para mostrar ante nuestros ojos la desaparición de un mundo que ha sido absorbido por el presente y su modernización, dicho de otra manera: el automóvil del vecino prestamista que se queda con sus bienes frente al elefante y el caballo como medios de transporte del noble arruinado, a causa de un modo de vida en el que la exaltación de los placeres y sobre todo de la música, sin hacer caso del origen de los fondos que permiten mantener ese tren de vida, acaban por conducir al zaminder a la ruina y, finalmente, incluso a la muerte. Advertimos perfectamente en la dureza del mayordomo del noble, irritado por el último capricho de su señor, abrir de nuevo el lujoso salón de música y organizar una velada con los mejores músicos y danzarinas tradicionales, la dignidad de quien parece defender con más ahínco  la solvencia de la casa que el propio titular de la familia que, a lo largo de muchas generaciones, ha poseído y malbaratado esas posesiones. El otro criado, algo así como el gracioso, irresponsable y cariñoso, sin embargo, vive con infinito placer la decisión de su amo, y se afana en dejar como los chorros del oro el salón que albergará el último concierto. Es una secuencia larga y hermosa, incluido el baile tradicional bellísimo de una danzarina que ejecuta un baile seductor y popular con una coreografía muy distinta de la de los pasos occidentales, pero llena de un candor y una sensualidad que no me extraña que subyuguen a los presentes y, sobre todo, al zaminder. Quizás por consejo de Ray incluyó Renoir en El río, la escena del baile, que tantas similitudes tiene con la presentada en esta película de Ray. La película abre los títulos de crédito sobre una araña preciosa, pero apagada, la misma que lucirá en todo su esplendor en el curso de la película, casi toda ella un largo flash back, hasta que, tras la última apertura de la sagrada sala de música donde el último zaminder rinde homenaje a todos sus antecesores, el protagonista advertirá que todas sus luces se van apagando, como su propia vida. Se trata de una película morosa, al tiempo sociológica y psicológica, como las de la trilogía, pero en este caso ceñida a la decadencia de la aristocracia bengalí, incapaz de hacer frente a los tiempos modernos con sus perentorias exigencias de productividad y beneficio, por encima de tradiciones y rituales. No hay en Satyajit Ray una añoranza del pasado feudal bengalí, está claro, pero si una infinita compasión por la decadencia inexorable del gran señor venido a menos, que ha dedicado sus dineros al goce del arte popular más propio de su patria. El choque dialéctico entre la tradición y el progreso está presente en toda la trilogía, como lo está en La sala de música, y Ray es muy sensible a ese choque de mundos opuestos en que se le percibe dividido no a partes iguales, porque el cariño con que se acerca al mundo que desaparece es mayor que con el que se acerca a la despersonalización  y vulgaridad del que indefectiblemente, por ley de vida, emerge, encarnado todo ello aquí en la figura vulgar y patanesca del prestamista. En todo caso, insisto, estamos ante una de las películas «mayores» de Satyajit Ray, a la que habríamos de sumar la que ahora mismo estoy viendo, Charulata, sobre un relato de Rabindranath Tagore, y que ni me atrevo a añadir a esta despeñadero de emociones intensas en que se ha convertido esta suerte de epifanía cinematográfica que me ha supuesto el visionado, seguido, de la Trilogía de Apu. Una de las 10 mejores películas de la Historia del Cine, sin duda, digan lo que digan, los demás…, como dice la canción del crooner inmortal…

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